—Vaya día —dijo Quemada—. Vaya día de mierda. Y el bastardo de Velasco llama para decir que se ha puesto malo. Maravilloso.
El calor era como un inmenso guante húmedo que secó sus caras en cuanto salieron del edificio. La humedad, incluso un poco pasadas las ocho de la mañana, era irritante. En el horizonte se divisaba una hilera de nubes de tormenta, negras en su base, levemente amenazadoras. El aire estaba cargado de estática y presión atmosférica. Daba la impresión de que el tiempo se esforzaba en estallar, con el fin de recobrar la normalidad.
En el patio cerrado de la comisaría, una docena de coches esperaban, con el motor encendido, el momento de salir. Ondas de aire recalentado se agitaban sobre los capós.
Quemada les echó un vistazo, hizo una mueca.
—Las esperanzas de llegar a algún sitio son nulas hasta las tres o las cuatro de la tarde. Estamos bloqueados.
—¿Quiere decir que no podemos utilizar un coche? —preguntó María.
—Pasa lo mismo cada año. Las primeras ocho horas del día se transita a pie. No hay alternativa. La mayor parte de la población, casi un millón de personas, está en la calle. Se pasan la mañana llorando por sus pecados, y la tarde intentando acumular algunos más para el año que viene. Ya es bastante horrible en un año normal. El espectáculo que el inspector jefe está montando ahí fuera dista mucho de ser normal. Aunque apareciera el papa en persona, no podría ir a ningún sitio sin el carnet de identidad, se lo aseguro.
Menéndez inspeccionó la masa de coches apretujados en el patio.
—¿Ha ordenado que sigan a pie a Jaime Mateo?
—Sí. Encontré a un novato de la brigada anti vicio que parecía despistado, como si se lo hubieran olvidado con las prisas, y le endilgué el trabajo. El apartamento de Mateo no está lejos, y me dio la impresión de que iría directo al ruedo. No será difícil seguirle.
—¿Quién se está encargando de las direcciones de su hermano que constaban en los expedientes?
—Conseguí cuatro compañeros del turno de día para el trabajo. Hay dos chicos más sobre la pista de la madre, por si acaso. Si el inspector jefe se entera de esto, pedirá su cabeza, inspector. Ya lo sabe, ¿verdad?
Menéndez hizo caso omiso de la pregunta.
—¿Cree de veras que el hermano está en peligro? —preguntó María.
—¿A usted qué le parece? —replicó Menéndez.
—Creo que es un mentiroso, que está asustado de algo, pero no quiere decirnos de qué.
—Estoy de acuerdo —dijo Quemada—. Me hace gracia que toda esa gente piense que es un santo. Si le hubieran visto retorciéndose de miedo, ¿qué pensarían?
—Lo mismo —dijo Menéndez—. No es la persona lo que cuenta, sino lo que hace. Para ellos, al menos.
—¿Qué hizo? —preguntó María.
—Puede que algo, puede que nada. Cree que está en peligro, y es posible. También piensa que estará a salvo en cuanto la corrida haya terminado. De lo contrario, ya se habría ido, de lo contrario…
Menéndez se interrumpió. Tenía los ojos clavados en la puerta del fondo y en los movimientos que percibía entre los coches. Parecía que el agente de tráfico hubiera abandonado toda intención de sacar los vehículos a la plaza. Habían apagado los motores, incluso el de un par de motos estacionadas junto a la caseta de guardia. Policías uniformados bajaron de sus asientos, hundieron las manos en los bolsillos de los pantalones y blasfemaron sin excesivo entusiasmo.
—No podrán salir. Habrá que esperar a que las calles se despejen. Vaya a decírselo, Quemada, nos iremos ahora. Haremos una parada por el camino para admirar la vista.
Quemada asintió y se abrió paso lentamente entre la multitud. Su calva se destacaba entre las gorras oscuras de los policías.
—Cuando Quemada le preguntó sobre Romero —preguntó María—, ¿a qué se refería?
Menéndez habló sin mirarla. Su mente parecía estar en otra parte.
—Pensé que tal vez había estado implicado. Sigo sin comprender cómo puede un hombre obligar a otro a que se corte las venas. No es posible. ¿Cómo? En cuanto a los hermanos Ángel, me parece muy bien que el inspector jefe diga que tenían droga en la sangre. ¿Cuándo no? Aun así, me parece muy fuerte que una sola persona mate a dos hombres de esa envergadura. Con sus antecedentes. Hace falta mucha seguridad en uno mismo, o que alguien te eche una mano.
Miró hacia la puerta. Quemada estaba trabado en una animada discusión con el agente de guardia, que escribía en una libreta.
Menéndez la cogió por el codo y la condujo al abrigo de la puerta principal, lejos del torrente de cuerpos que ocupaban el patio. Ella le miró, asombrada. Tenía la cara tensa y alerta. Cuando la tocó en el brazo, con suavidad, casi con ternura, la máscara resbaló de su cara. Leyó preocupación en ella, quizá miedo, incluso.
—¿Recuerda los nombres que había en el papel que vimos en la oficina de Castañeda? —preguntó el hombre en voz baja.
María negó con la cabeza.
—Apenas le eché un vistazo. Eran como anotaciones de contabilidad. Registros de cuentas anuales. ¿Verdad?
—Algo por el estilo —dijo Menéndez—. Me los llevé a casa para leerlos.
María se quedó atónita.
—Eso no se puede hacer. Hay normas al respecto.
—Oh, sí —dijo Menéndez, con una seca carcajada—. Hay normas sobre muchas cosas.
La idea de que alguien tan rígido como Menéndez hiciera algo semejante perturbaba a María.
—¿Descubrió algo en los libros?
El hombre meditó unos momentos.
—No lo sé. La verdad, María, no lo sé. Hay anotaciones que no tienen sentido, al menos sin otras fuentes de información, y no estoy seguro de poder conseguirlas.
Miró hacia la puerta. La cabeza calva se bamboleaba hacia ellos. Ella notó que le apretaba el brazo hasta casi hacerle daño. El hombre se inclinó y la miró a la cara.
—Pase lo que pase hoy, María, confíe en mí, por favor. Puede que me equivoque, espero equivocarme, pero no creo que esto haya terminado. Creo que no terminará cuando las procesiones acaben, cuando la corrida acabe. Creo que no terminará hasta que haya concluido. Hasta que eso ocurra, es importante que colaboremos. Es importante que usted confíe en mí.
María vio que Quemada avanzaba hacia ellos, vio que Menéndez seguía sus movimientos. Intentaba abrirse paso entre la muchedumbre, y no se dio cuenta de que ellos se habían movido. No los veía, y parecía preocupado.
—De acuerdo —dijo María sin sentirlo, y entonces Menéndez tiró de su brazo hasta zambullir su cuerpo en la multitud, movió el brazo en dirección a Quemada, y todos se encaminaron hacia la puerta.
—Buena suerte —dijo el agente de la puerta—. Van a necesitarla.
Entonces, descorrió el gran pestillo de hierro negro, empujó la puerta hacia la izquierda y, durante unos momentos, abrió el patio al mundo exterior.
—No nos separemos —gritó Menéndez—. Síganme. He encontrado un lugar desde el que podremos observar.
María había visto la plaza más veces de las que podía recordar, pero no reconoció ni un centímetro cuadrado de ella. A la altura del ojo sólo se veía gente, un inmenso océano de cuerpos que se movían, oscilaban, como dilatándose, que se extendía en todas direcciones, tan compacto que parecía imposible que alguien dirigiera la procesión.
Entonces, la puerta se cerró con estrépito a sus espaldas, y María sintió de inmediato que la presión de los cuerpos la aplastaba contra la madera. El aliento se le escapó del pecho con un único y doloroso jadeo, y pensó que iba a desmayarse. Entonces, Quemada se puso delante de ella, dio la espalda a la muchedumbre y alivió parte de la presión. Menéndez, también de cara a la puerta, la cogió del brazo.
—No se separe de mí —gritó.
Y empezaron a avanzar por el perímetro de la plaza.
En cuestión de segundos, María perdió todo sentido de la orientación. Pensaba, al salir de la estación, que se dirigían hacia el oeste, hacia el río, pero a juzgar por lo que veía de los edificios, el destello de la torre de la catedral entre las cabezas y hombros que la rodeaban, se había equivocado. Daba la impresión de que iban en dirección contraria.
Una cacofonía de sonidos se escapaba de la multitud. El inmenso campo de humanidad parecía hablar con un idioma propio, compuesto de gritos, lloriqueos y gruñidos fugaces. Se comportaba como un ser único, con una mente única y monomaníaca. La individualidad que quedaba en el cuerpo de la bestia había desaparecido temporalmente. La gente se había fundido en una entidad que vivía una existencia fugaz propia. Y en su fusión encontraba el consuelo, encontraba la seguridad.
El tumulto aumentó. Vio franjas de color en los cuerpos que había delante de ella. Blancas, adornadas con el oro eclesiástico, los capirotes de los penitentes, negros, azafrán y escarlata, un bosque de picos vividos que se agitaban y retorcían como marionetas. La pared que tenía detrás, que arañaba su espalda, se hizo más irregular, más incómoda. Menéndez la seguía arrastrando por el brazo, abriendo un sendero en el mismísimo borde de la multitud, sin hacer caso de los que se volvían y le miraban.
María se preguntó a dónde iban, cuál era su propósito. Todo era demasiado borroso, demasiado ruidoso y asfixiante para extraer algún sentido. Era como estar sentado en la primera fila de un cine, a treinta centímetros de la pantalla. Sólo captabas sonido y colores. No había forma de distinguirlos de los componentes del acontecimiento.
Menéndez se paró delante de ella, apoyó la mano contra una estrecha puerta de madera e indicó con un gesto que se pusiera detrás de él. Quemada les imitó. Había una llave en la mano de Menéndez. La introdujo en la cerradura de latón.
—Cuando cuente tres, entraremos… Uno, dos, tres.
La puerta se abrió y María notó que la presión de la muchedumbre la obligaba a adentrarse en la negrura, como un tapón expulsado de una botella. Quemada la siguió, y después Menéndez. Este cerró la puerta con el hombro y se quedaron recuperando el aliento en la oscuridad. Menéndez oprimió un interruptor y se encontraron en el modesto vestíbulo de lo que parecía un pequeño bloque de apartamentos, reconvertido a partir de una vivienda más antigua. Timbres baratos estaban atornillados en las puertas de abajo, débiles lucecillas iluminaban las placas de los nombres. Una alfombra roja deshilachada cubría el suelo y un angosto tramo de escalera que arrancaba de la mitad posterior del vestíbulo. Menéndez oprimió otro interruptor y una luz se encendió arriba. Le siguieron hasta llegar al primer piso, donde vieron un amplio pasillo con varias puertas, todas con su timbre. Menéndez se volvió hacia el lado de la calle del edificio, caminó hasta la última puerta, introdujo una llave y abrió la puerta. Sonreía, casi beatíficamente.
—Perdonen el desorden —dijo—. Ya saben cómo viven los solteros.
María y Quemada entraron en el piso. Estaba pintado de blanco, con una mesa de pino, un aparador de pino y estantes de pino en las paredes. En la parte delantera había ventanas batientes que daban a la calle. Tres sillas de lona baratas ya estaban alineadas a pocos centímetros de los cristales, vueltas hacia la calle.
—Tomen asiento —dijo Menéndez—. Voy a preparar café.
Quemada fue el primero en sentarse, seguido de María. Vieron que el inspector desaparecía en la cocina.
—No sabía que vivía aquí, tan cerca de la comisaría —dijo Quemada en voz baja.
Lo pensó mejor.
—De hecho, no sabía que viviera en algún sitio.
María notó que sus sentidos regresaban, que su oído recuperaba la normalidad. Miró por la ventana. La multitud era más comprensible desde la distancia. La aterradora cercanía de su presencia estaba bajo control. Podía mirarla, estudiarla, con total desinterés.
—¿Dónde pensaba que vivía?
—La teoría general es… en algún ataúd del cementerio.
Observó el desasosiego en la cara de María.
—Es broma. Menéndez no es la persona más popular de la comisaría. Demasiado callado. Demasiado estirado. Demasiado ambicioso. Tiene metido entre ceja y ceja el cargo del inspector jefe, lo cual me parece bien, pero tal vez lo disimula poco.
—Entiendo.
—Sí, y aquí vive. Fíjese en esta sala. No hay adornos, no hay color, nada. Este tío no tiene nada en la vida. Ni mujer ni hijos. Nada, excepto la policía. ¿Por qué vive tan cerca del trabajo, si no?
—Pero es un buen policía. Usted confía en él.
—Sí, es un buen policía. ¿Confiar en él? Personalmente, confiaría en alguien así hasta donde alcanzara un escupitajo.
Oyeron un ruido detrás de ellos, medio apagado por el clamor que entraba por la ventana. Menéndez estaba colocando una cafetera encima de la mesa, y les miraba con una expresión indescifrable.
Quemada echó un vistazo al líquido negruzco que hervía en el tubo de cristal.
—¿Le importa que tome una cerveza? —preguntó.
—Sí, me importa —replicó Menéndez—. Nos espera un día muy ajetreado. La cerveza da sueño.
—A mí me mantiene despierto —dijo Quemada—. Lo juro.
—No tengo cerveza.
—¿No tiene cerveza? Entonces, será café. ¿Qué quiere que hagamos?
—Mirar por la ventana. A ver qué pasa. Fíjense allí.
Señaló al lado opuesto de la plaza, donde una enorme plataforma dorada y plateada, con una figura sujeta en su centro gracias a una estructura que la rodeaba, se balanceaba lentamente de un lado a otro, adentrándose en la plaza como dando tumbos.
—La cofradía entrará por ahí. Irán detrás de los curas y los monaguillos. Es su iglesia, es su virgen.
—Sí —dijo Quemada—. Ya lo sabía.
—Bien —dijo Menéndez, y pasó a cada uno una taza de café.
—¿Qué quiere que hagamos?
—Observarles. Vigilar cualquier cosa anormal. Yo haré algunas llamadas desde la otra habitación. No pierdan de vista a la gente vestida de rojo. Es posible que nuestro hombre esté ahí, o no. No pierdan de vista la plaza.
—Joder, inspector, aunque el tipo saque una ametralladora y se ponga a disparar, los nacionales le cogerán antes que nosotros. No hay nada que hacer. ¿No podemos meternos entre la multitud?
—¿Algún sitio en concreto? —preguntó María—. Habrá unas cincuenta mil personas ahí abajo. No podemos estar en todas partes a la vez.
—Exacto —dijo Menéndez—. Además, no va a hacer nada por el estilo. En mi opinión, no va a hacer nada. Aquí no. Puede que ni siquiera esté en la procesión. Esto no es…
Menéndez se contuvo. Ambos se dieron cuenta.
—¿No es qué, inspector? —preguntó Quemada—. Creo que me estoy perdiendo un poco.
—No es lo que parece —dijo Menéndez—. Bien, ¿quieren hacerme caso? Como ya he dicho, he de hacer unas llamadas. Tome.
Tiró unos prismáticos a Quemada. Eran Pentax de bolsillo.
—Qué elegantes, inspector. ¿Son para observar pájaros?
—Hoy está descubriendo todos mis secretos, agente. Será muy popular en la cantina cuando todo esto haya terminado.
—Usted manda —gruñó Quemada, y probó los prismáticos—. ¿Hay que mirar por estas cosas sin forzar la vista?
Pero Menéndez ya había desaparecido.
—Pruébelos —dijo Quemada—. A mí me parecen de mujer.
María cogió los prismáticos, movió la ruedecilla de enfoque y se los llevó a la cara. Tardó un par de segundos en enfocarlos bien, pero entonces obtuvo un repentino primer plano de sorprendente claridad. Examinó las caras de la multitud: los rostros desnudos de sacerdotes transfigurados en un rapto de tristeza, el dolor de los costaleros, que luchaban bajo el peso, luchaban un poco más de lo necesario. Detrás, de blanco, rojo y negro, los penitentes enmascarados, con los capirotes balanceados por la brisa. Barrió con los prismáticos las hordas de caras rojas, y a lo lejos se oyó un trueno. Tuvo la sensación de estar contemplando un inmenso cuadro animado, un lienzo que se movía, vivía y respiraba como una sola masa viviente.
—¿Ve algo? —preguntó Quemada, y su voz la sobresaltó. Algo de la escena, su antigüedad primigenia, casi la había absorbido, la había integrado en el lienzo.
Meneó la cabeza.
—Nada. Sólo gente.
—Un montón de gente —dijo Quemada—. Demasiada gente.
Los hábitos rojos de los penitentes formaban ahora un torrente amplio y largo detrás de la plataforma, a medida que iba entrando en la plaza, una forma escarlata definida que cortaba como un cuchillo la masa multicoloreada de la multitud.
Menéndez se equivoca, pensó. Entre esa multitud está el hombre que intentó matarme. Tal vez no lleve un hábito rojo, pero está ahí, en algún sitio. Y aún no ha terminado. Notaba la certeza en sus entrañas como una comida fría e indigesta.
—Parece que alguien haya caminado sobre su tumba —comentó Quemada con seriedad.
—¿Sí?
—Sí. Se ha puesto pálida. ¿Se encuentra bien?
—Necesito un poco de agua. Iré a buscarla.
La cocina era diminuta e inmaculada. No se veía ni un cuchillo ni un plato. Buscó en la alacena, encontró un vaso, sacó una botella de Lanjarón de la nevera y se sirvió un poco de agua. Burbujeó en el vaso con súbita energía y la notó con fuerza en el paladar. Oyó a Menéndez en la habitación de al lado. Hablaba en voz baja e insistente, casi podía distinguir las palabras. El hombre dejó de hablar, y María engulló el agua con tal rapidez que estuvo a punto de atragantarse. Menéndez entró en la cocina con ojos destellantes.
—¿Estaba escuchando? —preguntó en voz baja y firme.
—Yo… sólo quería un poco de agua. Me sentía débil.
—¿Estaba escuchando?
—No.
No parecía muy convencido.
—Vuelva con Quemada. Dígale que nos iremos cuando entren en la iglesia. Iremos a la plaza de toros. Quiero que todo el mundo esté en su sitio antes de que empiece la primera faena.
María asintió y salió de la habitación. Quemada estaba sentado junto a la ventana, con la cara a escasos centímetros del cristal. La miró cuando se sentó.
—Se lo ha perdido.
—¿Qué? —preguntó ella, temblorosa.
—La Virgen acaba de pasar. Todos han pasado, delante del obispo o del pez gordo que hay en lo alto de la escalinata de la catedral. Joder, cuando era pequeño participaba en estos rollos. Ahora no me acuerdo ni del avemaría.
—¿Qué pasa ahora?
—Lo que pasa siempre en estos rollos religiosos. Más de lo mismo. Todas las iglesias parroquiales llevan sus Vírgenes a la plaza, avanzan hacia la catedral, le rinden homenaje y vuelven a casita. Tardan horas, pero les gusta.
—¿Cuándo empieza el servicio?
—Cuando la última Virgen ha pasado. Los costaleros continúan la procesión. Los demás entran en la catedral, van a comer algo o se largan a los toros. Es una costumbre.
—¿Quiere decir una tradición?
—Es lo mismo, ¿no?
María vio que la oleada roja desaparecía por la esquina opuesta de la plaza. La cabeza dorada de la Virgen se bamboleaba en una estrecha callejuela del barrio.
—Cuando el servicio empiece, nos iremos. Menéndez quiere que vayamos a la plaza de toros.
—Sí —dijo Quemada—. ¿Cree que ya habrá acabado de telefonear para entonces? No conozco a nadie que le guste tanto telefonear.
—Ya he terminado de telefonear —dijo Menéndez, con una voz que sobresaltó a María. Aquí, en su territorio, se movía con sigilo, con seguridad.
—Sólo era una broma, inspector —dijo Quemada, con una sonrisa tonta en la cara—. ¿Le importa que compremos un bocadillo por el camino? Tengo la sensación de que va a ser un día muy largo.