Jaime Mateo estaba sentado en la sala de interrogatorios y temblaba. Al otro lado de la mesa metálica verde, tenía a Menéndez, Quemada, Velasco y María. Esta no sabía quién tenía peor aspecto, si los agentes o Mateo. Daba la impresión de que ninguno había pegado ojo en toda la noche. La habitación olía a sudor, aliento rancio y humo de cigarrillos. Habría abierto una ventana, pero la única de la sala, un cuadrado de un metro de lado que se abría en lo alto de la pared, estaba visiblemente atrancada.
Menéndez encendió la grabadora de plástico negra que utilizaba para los interrogatorios oficiales, dijo unas palabras a modo de preámbulo.
—Señor Mateo —dijo al torero—, se dispone a declarar por voluntad y a petición propias. ¿Es eso cierto?
—Sí —contestó Mateo, y después chupó con fuerza el cigarrillo—. Yo…
—El señor Mateo llamó esta mañana temprano a la comisaría —dijo Menéndez en el micrófono—. Nos dijo que poseía información importante en relación al asesinato de los hermanos Ángel y a la persona buscada por él.
Menéndez cogió el retrato robot del escritorio.
—¿Conoce a este hombre?
Mateo asintió.
—¿Cómo se llama?
—Antonio Mateo.
—¿Es su hermano? —preguntó Quemada.
La pregunta provocó que una expresión apenada se pintara en el rostro de Mateo.
—Es una forma diferente de decirlo.
—¿Cómo?
—Era mi medio hermano. Vivió con nosotros un tiempo. No era… —Daba la impresión de que las palabras se le escapaban—. No era mi hermano, en el sentido que usted le da.
—¿Dónde está ahora? —preguntó Menéndez.
—No lo sé. Me telefoneó anoche. No sé desde dónde. Cambia con frecuencia de domicilio. Alquila apartamentos, se muda al cabo de dos semanas. No sé desde dónde llamó. No lo dijo.
—¿Cuál fue el último domicilio que usted conocía? —preguntó Quemada—. Hermano o medio hermano, usted debió de tener su dirección durante un tiempo.
—Calle León, número trece. Una dirección del barrio. Eso fue hace meses. Me llamaba él, no yo.
—¿Qué dijo anoche?
—Está loco. Durante estos últimos meses ha enloquecido. Me llama, despotrica y desvaría. No sé de qué cojones habla. Anoche, se puso a amenazarme. Amenazarme a mí. Maldito cabrón.
Quemada apagó el cigarrillo.
—¿Está asustado? —preguntó—. ¿Está asustado de su hermano?
Mateo le traspasó con la mirada.
—Está loco, ¿me oye? Está trastornado. Piense en lo que ha hecho. Ya sabe que está como una chota. Quiero protección, eso es todo. Quiero que le cojan, que lo encierren. ¿Quiere saber si estoy asustado? No, sólo preocupado.
—Y aquí está. ¿Cuántas horas para que salte al ruedo, seis, ocho? ¿Viene a contarnos lo preocupado que está, poco antes de participar en la corrida más importante del año?
—Preocupado, acojonado, ¿qué más da? ¿Tan importante es?
Quemada se encogió de hombros.
—Puede que sí, puede que no.
Menéndez cogió el retrato robot y lo sostuvo en alto.
—¿Por qué no se puso en contacto con nosotros antes? Vio la foto. Le interrogamos. ¿Por qué esperó?
—No estaba seguro. ¿Cómo podía estar seguro? El retrato podía ser de cualquiera.
—No podía ser de usted —dijo Quemada—. No podía ser del papa. No podía ser de Michael Jackson.
—No estaba seguro, ¿vale?
—Pero después de que le amenazara anoche, de repente estuvo seguro.
—Sí.
—¿Confesó? ¿Dijo: «Oye, hermano, ese tío que sale en todos los diarios soy yo. De veras. No, no es una broma. ¡Soy yo! ¡Sorpresa!»?
—Sobran palabras.
—¿Cómo supo que era él? ¿Ya le había hablado de esos asesinatos?
—Aludió vagamente a ellos.
—«Aludió vagamente a ellos». Este tío es la hostia. Mata por deducción. Toda una hazaña. ¿Qué es su hermano, profesor de filosofía o algo por el estilo?
—No lo sé.
—¿No lo sabe?
Mateo dio un respingo, y cogió otro cigarrillo.
—Es un ratero. Un despreciable ladrón, ¿vale?
—¿Qué clase de ladrón? ¿Asalta casas?
—A veces.
—¿Drogas?
—No lo sé.
—¿No lo sabe? Yo diría que su hermano le telefoneaba para venderle alguna droga. ¿Estoy en lo cierto?
La cabeza de Mateo colgaba sobre su pecho.
—No.
—Vaya. ¿Tuvo problemas con la ley?
—Un par de veces. Nada serio.
—¿Aquí, en la ciudad?
—Creo que sí.
Menéndez garabateó el nombre en una hoja de papel, se acercó a la puerta y gritó a alguien que la cogiera.
—Es posible que tengamos antecedentes de él, si nos está diciendo la verdad.
—¿Qué quiere de nosotros, señor Mateo? —preguntó Menéndez—. Con la mano en el corazón, ¿qué espera de nosotros?
—Quiero que me protejan mientras esté aquí. Esta tarde toreo. He de torear, compréndanme. Después, me marcharé. Me iré al extranjero una temporada. Hasta que esto pase.
—«Hasta que esto pase» —repitió Quemada—. Me gusta la expresión. Me recuerda a una epidemia de gripe.
—¿Me darán protección?
Quemada sonrió.
—Tal como yo lo veo, señor, usted viene a vernos, nos dice que su hermano es la persona que andamos buscando, el hermano que le vende droga, y que se ha cabreado con usted, por algún motivo que prefiere callar. Y quiere que destinemos algunos hombres a su protección, en el día más ajetreado del año. Le aconsejo que, si tiene dinero, contrate a unos cuantos guardaespaldas. Su solicitud se me antoja carente de fundamento. Tal vez no se haya dado cuenta, señor, pero el noventa y nueve coma noventa y nueve por ciento de las fuerzas policiales han salido a la calle, y se dedican a tocar los huevos a todo ciudadano que se cruza en su camino, con el fin de enganchar a ese tío, ese tío cuyo paradero usted desconoce. ¿Le parece lógico que les relevemos de su tarea y les destinemos a protegerle? Claro que, si su memoria mejora, las cosas siempre podrían cambiar.
—No sé nada más.
—En ese caso —dijo Menéndez—, todos le deseamos que triunfe en el ruedo.
Mateo cogió los cigarrillos y el encendedor, y los guardó en el bolsillo de la chaqueta.
—No puedo creerlo, de veras. Si ese lunático se me acerca, aunque sea a un kilómetro, haré que lo paguen caro, bastardos.
—Pues claro —contestó Quemada—. De todas formas, antes de que se vaya, quizá podría decirnos algo. ¿Se acuerda de Luis Romero, el tío que encontraron muerto en su coche? Parece que se cortó las venas. O tal vez no.
—Ya se lo dije antes. Puede que nos hubiéramos encontrado. Yo no le conocía. ¿Qué más quiere que diga?
—Supongo que no recuerda dónde estaba la noche que murió.
—¿Usted se acuerda de dónde estaba hace unos meses? Dígame la fecha. Miraré en mi agenda.
—Verá, señor, el problema es que usted quiere convencernos de que su hermano hizo eso al pobre Luis, él solito, pero no es ese el caso. No pudo hacerlo solo. Ahora que lo pienso, creo que tampoco pudo matar solo a los Ángel. Había droga en su sangre, cierto, pero ni así. Creo que alguien le ayudó. Al menos, en esos dos casos. Alguien idóneo. Alguien fuerte. Alguien a quienes las víctimas ya conocían, y no sospechaban que el joven Antonio se iba a poner el disfraz de un momento a otro.
Mateo parecía mortalmente pálido. No dijo nada.
—Es posible que ese alguien pensara que existían motivos para esos dos asesinatos. Comprendía lo que estaba pasando. Después, cuando Antonio, como usted mismo ha dicho, se volvió un poco majara, cuando empezó a matar gente sólo por diversión, puede que su ayudante se acojonara, se negara a participar en la carnicería. Cosa que a Antonio no debió de hacerle ninguna gracia. Debió de cabrearse mucho. ¿Me sigue?
—Son puras especulaciones —dijo Mateo por fin—. Usted está sentado ahí, inventando historias. Él está ahí fuera, pensando qué hacer a continuación, y ustedes tocándose los huevos como si diera igual.
—¿Eso cree? —preguntó Menéndez.
—Exacto —dijo Mateo, y se levantó—. Ya estoy harto. Intenté ayudarles, pero es evidente que son demasiado estúpidos para entenderlo. He de prepararme para la corrida.
Un policía de paisano abrió la puerta, entró y tiró una carpeta de papel manila delante de Quemada. En la cubierta, en un pequeño bolsillo de plástico mecanografiado se leía el nombre «Antonio Mateo». Quemada cogió la carpeta, la sopesó en una mano y movió un poco la mano: poca cosa.
—Que le vaya bien con los toros —dijo Quemada, y abrió la carpeta mientras Mateo salía por la puerta.