La mujer policía estaba sentada en una de las butacas de piel, pero casi rebosaba por un lado. Llevaba el pelo ceñido en la nuca con un severo moño, que brillaba a la luz artificial. Tenía la cara ancha y aplastada, bronceada hasta parecer correosa. Sonrió, exhibió unos dientes sanos y fuertes, y extendió una mano que parecía una paleta.
—No creo que me presentara como es debido en el hospital —dijo—. Da igual. Esos sitios me ponen la carne de gallina. Me llamo Micaela, pero todo el mundo me llama Miki.
María estrechó la mano. Era áspera, fuerte y musculosa, y movió la suya de arriba abajo, varias veces.
—¿Cómo quieres que te llame?
—Miki ya está bien. ¿Te importa si fumo?
María sacudió la cabeza.
—Preferiría que no lo hicieras. Lo siento, pero huele mal.
—Sí. —La mujer sonrió—. Supongo que sí. Debería fumar menos. El problema es que, si lo dejo del todo, me pongo como una vaca. Acabo pareciendo un luchador de sumo.
Miró a María de arriba abajo.
—Creo que tú no tienes ese problema.
—Pues no —contestó María.
—¿Haces dieta para estar así?
—No. Es mi constitución.
—¿Sí? Qué suerte. Los tíos de la comisaría dicen que sigo una nueva dieta, la de la cerveza y el bacon. Unos bocazas.
María sonrió.
—¿Eres la única mujer de la comisaría?
—Hay otra, pero hace la ronda de las calles de vez en cuando. Personalmente, creo que no debes preocuparte por nada. Los chicos de la brigada de prevención del delito han examinado todo el piso, y han hecho algunas cosas. Ven, te lo enseñaré.
La condujo hasta el dormitorio de atrás. La ventana estaba cerrada. Había nuevos cierres metálicos alrededor del marco.
—Una especie de candado para ventanas. Las llaves están en el cajón de la cocina. Si las cierras, no entrará nadie, a menos que arranque todo el marco. Han puesto en esa y en otras ventanas, aunque si quieres saber mi opinión, es la única por la que podría acceder. En cuanto al resto, debería ser Spiderman para poder entrar.
—Tenía una llave.
—Sí, ya me lo dijeron. Cambiamos todas las cerraduras y pusimos unas mejores. Te daré las llaves cuando quieras. No entrará por ahí. Joder, es que no puede entrar de ninguna manera.
—¿Estás segura?
—Sería una estupidez intentarlo, ¿no? ¿Por qué iba a hacerlo?
María pensó, no sé por qué vino, para empezar.
—En cualquier caso, me quedaré toda la noche. Ocuparé la sala de estar. Si sube esa escalera, le daré la bienvenida. No te preocupes, todo irá bien.
María se sirvió un vaso de agua mineral y se sentó en el sofá. El hecho de que no se sintiera cansada no dejaba de asombrarla.
—¿Aún te resientes de la descarga de adrenalina? —preguntó la mujer policía.
—Supongo que sí.
—A mí también me pasa. Si participo en alguna misión, tardo horas en poder dormir. Es un coñazo. Lo último que debes hacer, y te lo digo por experiencia, es beber café. Si lo haces, no dormirás hasta el lunes.
En la calle se oyó la música lejana de una banda, gritos, el ruido de una multitud.
—Vuelve la fiesta —dijo la mujer policía—. Dan por terminado el día, se despiden de todo el mundo, y a la puta calle otra vez. No les culpo. Una semana al año tienen permiso para enloquecer. Pasado mañana, después de la ceremonia religiosa y la corrida, después de dormir la mona, todos de vuelta al curro. De vuelta a la normalidad. Gracias a Dios. Es la peor época del año para un policía de esta ciudad. Si concedieran permisos por Semana Santa, no me verían el pelo.
—¿Siempre es tan horrible?
La mujer rio, y sus hombros se estremecieron.
—No siempre. No, es que este año hemos batido todos los récords. Asesinatos, incidentes callejeros. He intervenido en disturbios más pacíficos, te lo aseguro. El inspector jefe ha distribuido gente por todas partes para cazar a ese tipo. Nunca había visto nada igual. Aparte de mí, Menéndez y esos dos agentes, apenas queda un policía que se dedique a otra cosa.
María vació su vaso de agua.
—Creo que intentaré dormir, a ver qué pasa.
La mujer policía escudriñó su rostro.
—El inspector ha llamado, mientras Quemada te traía aquí. Dijo que te pasara el mensaje. El hospital llamó para informar que Catalina Lucena había muerto.
María intentó examinar sus sentimientos. No había nada, ni el menor sentimiento.
—¿Dijo algo a las enfermeras?
La mujer negó con la cabeza.
—Nada. ¿Por qué lo preguntas?
—Creo…, creo que podría habernos dicho más de lo que dijo, si hubiera querido.
—También pregunté al inspector por Oso.
—¿Y?
—No se han producido cambios. Sigue en cuidados intensivos. ¿No te parecen encantadores los hospitales? Siempre tan expresivos. «Ningún cambio». ¿Qué coño significa eso?
—Significa que hemos de esperar, supongo.
—Esperar. Qué manera de perder el tiempo. Quiero a Oso, como a un hermano, no me entiendas mal. La policía está plagada de hombres impresentables, de basura humana, pero él no encaja con esa bazofia. Es como una especie de caballero. Ya sé que parece una chorrada, pero creo que me entenderás.
María asintió.
—Hay algo que le distingue de los demás hombres. No tengo mucho tiempo para los hombres. Supongo que ya te habrás dado cuenta. Joder con ese tío. Y al final…
—Al final…
—Al final, todos morimos. ¿No lo dijo alguien? Dentro de cien años, todos calvos.
—Alguien.
María entró en el dormitorio. Se desnudó, se puso un camisón corto de algodón y se deslizó bajo las sábanas. A pocas puertas de distancia, se oía música rock estridente y carcajadas. Cerró los ojos y perdió el mundo de vista. Recobró la conciencia al oír el timbre de un teléfono al lado de la cama, penetrante e insistente. Enmudeció. Oyó la voz de la mujer policía, ronca y excitada, en la sala de estar.
La puerta se abrió y Miki entró, con una amplia sonrisa en el rostro.
—Era el inspector. Han conseguido un nombre. Parece que es una pista cojonuda. Quiere que se reúna con él lo antes posible.
María saltó de la cama, atontada, y echó un vistazo al reloj de la mesita de noche. Eran las siete de la mañana. Había dormido cuatro horas, sin apenas darse cuenta.