Al otro lado de la ciudad, el hombre que conocían como Antonio estaba sentado en su apartamento, con la cara congestionada, mientras hablaba por teléfono, lenta y deliberadamente. Las venas de su cuello se destacaban como talladas en madera. Estaba sentado muy tieso, a una mesa de cocina con un plato sucio y una colección de cuchillos resplandecientes sobre él. Todas las ventanas del apartamento estaban abiertas. Polillas, moscas y mosquitos volaban en círculos alrededor de la única bombilla, como un chorro lento y diáfano. No las veía. Cerraba y abría rítmicamente su mano derecha, contemplaba los músculos que se tensaban y distendían, sentía el poder del brazo, sentía su fuerza.
Mientras escuchaba la voz del teléfono, plañidera y halagadora, se volvió para mirar uno de los objetos que decoraban la estancia. Había una litografía clavada en la pared de yeso, al lado del fregadero, de tres por dos. Una litografía que había comprado en la ciudad: Dos caballeros de Calatrava, de Valdés Leal.
Antonio no hablaba en voz alta. Había más personas en la colmena de apartamentos baratos que podían oírle a través de las paredes, delgadas como papel. Sabía que intentaban escuchar. Intuía sus intentos de intrusión, las débiles auras de sus miserables vidas, que rozaban su dura e impenetrable capa exterior de vez en cuando. En los últimos tiempos, había pensado en matar a una. Había pensado en darles una lección. Enseñarles que pertenecían a un orden diferente. Enseñarles que debían aprender a encontrar su lugar, con el fin de sobrevivir.
Pero matar a uno atraería la atención sobre su persona. Ahora, la policía, la estúpida policía, trataba a todos por igual. Carecían del discernimiento, de la capacidad de ver la vida como algo real, sembrado de órdenes, de prioridades, tal como sucedía cuando su padre vivía. Matar a uno de aquellos insectos, extinguir una llama tan diminuta, les invitaría a invadir su barrio. Con suerte, invadirían su vida. No lo deseaba. La vida era demasiado placentera para pensar en que alguien podía entrometerse en ella. Además, había lo otro. No le gustaba repetir con demasiada frecuencia cosas que no le habían ordenado. En ocasiones, el viejo se encolerizaba. En ocasiones, el viejo le amenazaba. Y podía llegar a ser aterrador.
La voz al otro extremo de la línea seguía gimoteando. Parecía una avispa encerrada en un jarrón, y Antonio se dio cuenta de que ya no entendía sus palabras. Eran como un zumbido constante, sin sílabas, sin significado. Un recuerdo acudió a su mente, algo sucedido muchos años antes. Su padre, en una de sus raras visitas, poco después de que Antonio descubriera que era su padre, había observado las evoluciones de una avispa en el antepecho de la ventana, que inquietaban a los demás presentes en la sala, los cuales la seguían nerviosamente con el rabillo del ojo, para comprobar que no se acercaba, que no las amenazaba. Su padre había esperado durante varios minutos, había dejado que el insecto se inmiscuyera en la conversación, había dejado que su nerviosismo aumentara más y más. Después, sin decir palabra, se había levantado del viejo butacón, el relleno con pelo de caballo que no cesaba de asomar por el asiento, se había acercado a la ventana y, con un gesto veloz, había aplastado al insecto entre el índice y el pulgar, triturado su caparazón quitinoso con un chasquido, y luego dejó caer el diminuto cuerpo al suelo. Antonio recordaba su sobresalto, recordaba haber escrutado la cara de su padre en busca de señales de dolor, porque no cabía duda de que le había picado, pero no percibió nada. El dolor, como emoción, estaba ausente del rostro de su padre.
Al día siguiente, cuando su padre ya se había marchado y el caserón estaba vacío, Antonio había registrado todas las habitaciones, examinado todas las ventanas, hasta encontrarla. Había aplastado a la avispa entre el índice y el pulgar, igual que su padre, y después intentado contener las lágrimas de dolor. Fue imposible. Su rostro se tiñó de un tono escarlata, vio que su mano se hinchaba hasta doblar casi su tamaño. Se sentó en la cocina y hundió la mano en un cuenco lleno de agua hasta que casi recuperó su tamaño normal. Después, volvió a registrar la casa en busca de otro insecto. Repitió la operación una y otra vez, hasta que fue capaz de contener las lágrimas, hasta que su cuerpo adquirió la inmunidad al veneno suficiente para que la hinchazón se redujera a una pequeña inflamación local.
Tenía siete años.
La voz seguía zumbando, y Antonio se preguntó hasta cuándo se prolongaría. ¿Dónde estaba la fuerza? ¿Dónde estaba la determinación? Un medio hermano, se dijo. Un hermano de verdad no lloriquearía así.
Entonces, la voz cambió de tono, adquirió realidad de nuevo, y el único zumbido que se oyó en la habitación fue el de los insectos que volaban alrededor de la bombilla.
—Antonio —dijo la voz—, esto no puede continuar. Nos van a descubrir. ¡Ya nos han descubierto!
Sintió la ira que bullía en su interior, la dominó, la controló, la canalizó hacia su intelecto. Por fin había llegado a comprender, había aprendido a controlarse, y sabía que, de esta manera, cada vez sería más fuerte.
—Hermano, hablas como una mujer, o un cobarde. Hablas como Romero. —Aflautó la voz—. «Por favor, por favor, por favor, te lo daré todo, lo que quieras, pero no me hagas daño… ¡NO ME HAGAS DAÑO!». ¿Así hablan los de nuestra sangre?
—Antonio, te lo suplico, para de una vez. Ya hemos llegado lo más lejos que podíamos. No quiero ir a la cárcel.
Sus ojos centellearon de rabia.
—¿Tú me suplicas? ¿Mi hermano me suplica?
La línea quedó en silencio.
—Mi hermano no suplica —dijo el hombre sentado a la mesa—. Tú no puedes ser mi hermano.
Colgó el teléfono y desvió la vista hacia la litografía clavada en la pared. Sonrió. Extendió la mano y cogió uno de los cuchillos, un Sabatier grande y largo. Pasó el pulgar con suavidad a lo largo de la hoja. Una delgada raya de sangre se dibujó en la piel.