Capítulo 45

—Una mujer encantadora —comentó Velasco, mientras volvían hacia el centro—. El chico aparece al cabo de treinta años, dice: «Hola, mamá, soy el hijo que habías perdido», y ella le envía a tomar por culo. Una mujer encantadora.

María reprimió sus ganas de gritarle.

—Ella hizo bien —dijo por fin—. Usted no puede entenderlo.

—Sí —contestó Velasco—, ella hizo bien. Todo este jodido lío se monta porque ella no se decide a hablar con él. Claro que sí. No es para decirle, fantástico, ven a vivir conmigo, ¿qué te apetece comer?, pero no hacía falta que le diera ese corte. No hacía falta.

—Chorradas —dijo Quemada en voz baja—. Es absurdo que la pobre mujer se eche la culpa. Al chico no le hace ninguna gracia que ella le rechace, vale, lo entiendo. Eso no significa que deba ir por ahí asesinando a gente. Ya debía de estar medio loco. Sólo le faltaba un motivo. En cualquier caso…

Su voz enmudeció.

—En cualquier caso, ¿qué? —preguntó María.

—¿Cómo podía saber ella que le estaba diciendo la verdad? ¿Qué pruebas tenía, excepto que era igual que su padre? Quizá era hijo de ella, quizá no. No hay forma de saberlo.

—Creo —dijo María—, creo que eso es lo que ella intentaba decirnos. Que él no era su hijo.

—¿Cómo podía saberlo? —preguntó Velasco en tono desagradable—. ¿Cómo lo sabe usted?

María suspiró y se preguntó cómo lograría hacérselo entender.

—A veces, eres un capullo. ¿Lo sabes, compañero? —Quemada parecía muy enfadado—. A veces, las mujeres intuyen esas cosas.

—¿Eso crees?

—Pues claro que lo creo, joder. Ya te lo dije antes. Son diferentes. Por eso el chico está más que loco, si cree que puede conseguirlo.

El coche atravesaba calles vacías, bajo una iluminación pálida. El ruido de sus neumáticos resonaba en las paredes.

—Alguien ha de saberlo —dijo Menéndez—. Alguien del barrio. Si Antonio utilizaba una familia para criar a los chicos, han de saberlo.

—Sí —contestó Quemada—, pero ¿qué nos dirán? Esa gente es muy cerrada. Son como gitanos. Somos los últimos a quienes se lo dirían.

—La universidad. Ella dijo que había mirado allí. Los papeles habían desaparecido. Puede que sí, puede que no. Hemos de comprobarlo.

—Ya lo hicimos —dijo Velasco—. Todo lo que encontramos allí está guardado en algún almacén, en cajas de cartón. Algunos de los chicos lo examinaron. Nada.

—Pues miraremos otra vez —dijo Menéndez.

Quemada sacó un teléfono móvil del bolsillo, llamó a la oficina y habló con alguien del turno de noche.

—Sí —dijo en el teléfono—, sé que mañana —consultó su reloj—, hoy es domingo. Sé que es la feria, pero tiene que haber alguien de guardia. Sácale de la cama. Que examine todos los papeles de Romero, hasta la última hoja. Queremos cualquier cosa que contenga anotaciones sobre la guerra, en concreto las personas a las que entrevistó. Buscad un diario, una agenda. Tomad nota de todos los nombres que encontréis. Todos. No. Ahora.

Pulsó un botón del teléfono y lo devolvió al bolsillo.

—No hay gran cosa —dijo—. ¿Por qué seguimos tan despistados? Este tío fue criado en la ciudad. Vive aquí. Álvarez debió de pagar a alguien por ello. ¿Por qué es todo tan escurridizo?

—Como dijo Teresa —contestó María—, era un gánster. Tenía comprada a la ciudad. Tenía comprada a la policía.

—No dejó huellas —dijo Menéndez.

María reflexionó unos momentos.

—Excepto sus hijos —dijo.