Una vez finalizado el luto, la ciudad volvió a la vida. El coche pasó entre las multitudes silenciosas que llenaban las calles. Los grandes candeleros platerescos brillaban en la penumbra perfumada de incienso de las iglesias parroquiales. Inmensos y abultados pasos se alzaban en las calles. Mañana era el último día, la ceremonia final, y después la feria que marcaba la conclusión de la semana, y la gran corrida que constituía el acto culminante de la semana. María cerró los ojos y deseó que todo terminara, deseó un final sin más derramamiento de sangre.
En el coche, Quemada y Velasco comprobaban sus armas, gruesos pedazos de metal gris que olían a petróleo. La atmósfera del vehículo era calurosa, asfixiante y estancada, incluso con las ventanillas entreabiertas. Estaban sudando, estaban nerviosos, a causa de la excitación y del miedo.
Quemada cogió una curva a demasiada velocidad y los neumáticos chirriaron sobre la calle adoquinada. María vio que muchas cabezas se volvían, oyó voces irritadas. Luego, salieron del barrio y se adentraron en las amplias avenidas de Carmona, bajo un dosel de palmeras que el aire caliente y negro de la noche agitaba perezosamente, bajo farolas de hierro fundido que arrojaban charcos de luz amarilla a la noche. Menéndez iba sentado en silencio en el asiento trasero del coche, solo.
—Él no está ahí —dijo María—. No está en la casa.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Velasco, que aún seguía jugueteando con el arma.
—Lo sé. Lo sé.
El hombre sacudió el arma. El cargador encajó en su lugar con un sonido metálico.
—Da igual —dijo Velasco—. Simples precauciones. A este tipo no le gustan los policías.
—A este tipo no le gusta nadie —dijo Quemada, mientras giraba el volante poco a poco para doblar otra esquina.
María se dijo, no entienden. Él no está ahí. No está porque no es su lugar.
Quemada disminuyó la velocidad y se desvió por el camino particular. Las puertas estaban cerradas. Velasco bajó del coche, las abrió, y después siguió al coche, que aparcó ante la puerta principal. Era más de medianoche y una tenue luz brillaba en una habitación de abajo. El perfume de las adelfas impregnaba el aire. Menéndez subió hasta la puerta y tocó el timbre. Vio que Velasco manoseaba el arma, la sujetaba por debajo de la chaqueta. Quemada estaba inmóvil, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. La miró y susurró:
—Tiene razón. No está aquí, pero da igual. Me alegro de haber venido.
Se oyó un ruido detrás de la puerta, se encendió una luz, una llave se movió en la cerradura. La puerta se abrió y apareció Teresa Romero. Llevaba pantalones y blusa claros. Su cabello parecía gris. Una hermosa cadena de oro rodeaba su cuello, y destellaba a la luz de la lámpara.
—¿Está sola? —preguntó Menéndez.
Ella les miró, a María en particular.
—¿Esta es la mujer de la que hablan los periódicos, la que fue atacada?
—Sí —dijo Menéndez.
Teresa Romero suspiró.
—Sí, estoy sola —dijo.
—Hemos de hablar —dijo Menéndez—. Ahora.
—Si usted lo dice —contestó la mujer.
Les dio la espalda y entró en la amplia sala de estar. La siguieron. Velasco aún aferraba su pistola, como un tótem que le protegiera de la oscuridad.
—¿Coñac? —preguntó Teresa cuando todos estuvieron sentados en butacas de piel suave—. ¿No? Bueno, yo sí.
Se sirvió una generosa copa y volvió a la butaca. María pensó que parecía una mujer a punto de derrumbarse. La cara, chupada y arrugada, enmarcada por cabello rubio teñido, peinado con un estilo demasiado juvenil para ella, poseía una belleza marchita. No había ningún parecido familiar con Catalina Lucena, ni con Álvarez, por lo que ella sabía, pero sí había dolor, aún quedaba dolor.
—¿Sabe por qué hemos venido? —preguntó Menéndez.
—¿Debería saberlo? —preguntó, aferrando la copa. Su expresión era casi divertida.
—Creemos que estos asesinatos, incluyendo la muerte de su marido, están relacionados de alguna manera con un concejal de la ciudad ya fallecido, Antonio Álvarez. ¿Le suena el nombre?
Ella asintió.
—Conozco el nombre.
—¿Mantuvo relaciones sexuales con él? —preguntó María.
—Qué forma más elegante de decirlo. Hace que suene como un flirteo.
—No hemos venido por una curiosidad morbosa —explicó María—. Se han cometido varios asesinatos. Yo misma estuve a punto de ser asesinada.
Había pesar en el rostro de Teresa Romero. La fachada de energía era de cartón piedra.
—Ellos no lo entenderán —dijo a María—. Siempre pasa lo mismo. Fui entregada a Antonio Álvarez. Fui un regalo. Mis padres se encargaron de todo. Cuando tenía trece años, me lo presentaron. Me dijeron que le obedeciera. No podía rebelarme, sobre todo a esa edad, cuando dependes de ellos para todo.
—¿Sus padres? —preguntó Menéndez.
Ella le miró sin comprender.
—Sí. ¿Por qué lo dice así?
—Por lo que hemos oído… —empezó Quemada, pero Menéndez le hizo callar.
—Nos han informado de que usted fue educada por sus tutores en Melilla, y vino aquí más tarde.
La mujer negó con la cabeza.
—Su información es incorrecta. Una vez más. ¿De dónde sacan las ideas? Mis padres eran de la ciudad. Mi madre aún vive aquí, en Carmona. Trabajaban en la ciudad. Siempre.
Menéndez parpadeó y pareció perdido un momento. Algo le había desorientado.
—¿Por qué lo hicieron sus padres? —preguntó María—. ¿Fue por dinero? ¿Cómo pudieron hacer algo semejante?
Teresa Romero la miró fijamente.
—En aquel tiempo pensé que fue por dinero. En parte sí, desde luego. Antonio era un hombre muy poderoso. Tenía poder sobre la gente, especialmente sobre la gente de la ciudad, como mis padres. ¿Le parece absurdo? Usted no le conoció. Sabía obligarte a hacer cosas, cosas que no querías hacer. Sin amenazas manifiestas, sin necesidad de ponerse desagradable. Poseía una especie de encanto, un encanto siniestro, y tú te dejabas arrastrar, sin pensarlo.
—Usted tuvo un hijo —dijo Menéndez.
La mujer bebió un poco.
—Cuando tenía quince años, cuando empecé a comprender lo que me estaba haciendo, me di cuenta de que estaba embarazada. Intenté ocultarlo. Al principio es fácil, pero luego resulta imposible. Cuando mis padres lo descubrieron, hablaron con él. Me dijeron que debía ir a verle, para hablar con él del problema.
—¿Quiere decir que él tomó la decisión? —preguntó María—. ¿Él decidió su suerte?
—Antonio tomaba todas las decisiones. Todas. Lo controlaba todo.
—¿Qué dijo?
La mujer cerró los ojos. Su piel era tan pálida que parecía transparente.
—Yo pensaba que me enviaría a abortar. Ya lo había hecho antes, con otras chicas. Mi madre me lo había dicho. Dijo que me dolería, que me desgarraría. Pero no sucedió eso. Antonio dijo que yo era especial. Especial para él. Me envió a una clínica de Cádiz. Me quedé allí hasta que el niño nació. El parto fue difícil. Me hicieron algo. Ya no pude tener más hijos. Estuve recuperándome dos o tres meses.
—¿Y el niño? —preguntó María.
El rostro de la mujer destelló de furia.
—¿El niño? ¡El niño era de Antonio! Era suyo, ¿lo entiende? No me pertenecía. Yo sólo era la cosa que lo había traído al mundo. Se lo llevaron. En cuanto fue posible, se lo llevaron. ¿Sabe lo que me dijeron?
Les miró con una chispa de locura en los ojos.
—Dijeron que me estaban haciendo un favor. Querían que les estuviera agradecida, que estuviera agradecida a Antonio, por salvarme de aquello. Del estigma de ser madre a los quince años.
—¿Qué fue del niño?
—No lo sé. No lo sé. Cuando volví a la ciudad, Antonio esperó unos meses. Después, me dijeron que fuera a verle. ¿Sabe lo que quería? Volver a los viejos tiempos. Quería que volviera a acostarme con él. No habló ni una palabra del niño. Era como si nunca hubiera sucedido. Yo sólo debía plegarme a sus deseos, como antes.
—¿Qué hizo usted?
—Le escupí en la cara y dije, aún lo recuerdo: «Si me tocas, te mataré». Me miró como si estuviera loca. Podría haberme matado. Ya había matado antes. Era un gánster. Pese a todas las apariencias, era un gánster. Utilizaba el dinero que había robado para ganar más dinero, al estilo de los gánsters. Controlaba a toda la gente que le rodeaba, políticos, policías, con dinero. ¿Por qué cree que salió bien librado de todo esto?
—¿Aceptó su decisión? —preguntó María.
—¿Aceptar? Antonio no aceptaba nada que no quisiera. Me abrazó, dijo que me amaba. Dijo que yo era especial. Después, como no dije nada, como no hice nada, me dejó marchar. Entonces, morí para él. Desaparecí de su vista. Cuando volví a casa, mis padres parecían como muertos. Me llevaron a un pequeño apartamento que él pagaba, me dijeron. Cada día venía una criada. Me dejaron sola allí, tirada como una colilla. Tiempo después, conseguí un empleo de secretaria en la universidad. Dejé el apartamento. Me busqué un piso, no quería su dinero. Conocí a Luis en la universidad. Ya saben el resto. No fue un matrimonio feliz. No culpo a Luis por eso.
Dejó la copa sobre la mesa y esperó a que ellos siguieran haciendo preguntas.
—Hace poco, alguien relacionado con todo esto se puso en contacto con usted —dijo María.
Teresa Romero extendió sus dedos largos y delgados sobre la superficie de cristal y les miró.
—Hace unos seis meses me llamaron a casa. Era alguien que preguntaba por Luis. Cuando se dio cuenta de quién era yo, empezó a hablar, me pidió que me encontrara con él.
—¿Quién pensó que era? —preguntó María.
—Pensé…, pensé que podía llegar a conocerle. Luis no me hacía caso. Hacía años que se comportaba como si yo no existiera. Alguien, alguien joven, me llama. Parece agradable, parece halagador por teléfono. Dice que me ha visto por la calle, que no se atrevió a hablarme, y que quería conocerme. Que necesitaba conocerme.
Miró a María con descaro.
—Usted es una mujer. ¿Qué habría pensado?
María sintió que algo frío y duro se formaba en su estómago.
—Habría pensado que quería iniciar una relación.
—Sí —dijo Teresa Romero.
Cogió la botella y se sirvió otra buena medida de coñac.
—Me compré un vestido nuevo. Fui a la peluquería. Me puse lo más atractiva posible. Cosas que no había hecho desde hacía años. Ponerme atractiva para un hombre. Fui al parque. Nos sentamos a una mesa al aire libre, bebimos café, charlamos. Noté su interés, noté que me deseaba. Noté que podía proporcionarle algo. Yo misma. ¿Se escandaliza?
—No —dijo María.
—Me miró y… Fue extraño. Creo que quería aceptar. Quería ir a casa conmigo. En aquel mismo momento. Me encontraba atractiva. Pero tuvo que decirlo. Antes de marcharnos. Tuvo que decir aquella estupidez, aquella locura. Que era mi hijo.
Vaciló, buscó algún motivo para proseguir.
—Me quedé de piedra. Era como una broma pesada. Tanto tiempo, tantos esfuerzos para prepararme. Para ofrecerme. Y sólo quería verme para decirme eso. Y aún deseaba ir a la cama conmigo.
María vio que intentaba extraer algún sentido de la historia.
—¿Cómo era? —preguntó.
—¿Cómo era? Como Antonio. De aspecto y de otras cosas. Había algo que le espoleaba, algo que no podía evitar. Cuando dijo eso, no pude pensar. No pude decir nada durante un rato. Entonces, él quiso parar un taxi para ir a casa conmigo. Yo me negué. Era imposible.
Menéndez sacó una hoja de papel de entre sus notas y se la pasó.
—¿Es él? —preguntó.
La mujer asintió.
—Sí. Vi la foto en la televisión. Les habría llamado. A la larga. Es que… no es tan fácil.
—¿Cómo la localizó, después de tantos años? —preguntó María.
—Por Luis. Nuestro matrimonio empezó a tambalearse hace unos diez años. Supongo que se cansó de mí, así que hacía lo que le daba la gana, entraba y salía a su antojo. Era un hombre muy decidido. Cuando quería algo, no paraba hasta conseguirlo. Empezó a trabajar en su proyecto sobre la ciudad durante la guerra. Cuando llegaba a casa por la noche, sólo hablaba de lo que había empezado a desenterrar sobre la Falange, sobre lo que había sucedido en un campo de concentración cercano a la ciudad. Cosas que habían sido silenciadas, aunque había mucha gente enterada de lo sucedido. Le dije que lo dejara correr, pero Luis no pudo. Cuanto más intentabas disuadirle, más se empecinaba. Un día, volvió muy entusiasmado. Dijo que había encontrado a alguien, el hijo de una familia que había estado al servicio de una destacada figura delictiva de la ciudad. La familia no quiso saber nada de él, pero uno de los hijos se avino a hablar. Y no paró de hacerlo. Sabía mucho sobre la guerra, tenía contactos, podía ayudarle. Durante las siguientes semanas pasaron mucho tiempo hablando, cambiando piezas diferentes del mismo rompecabezas. Luis estaba muy excitado. No hablaba de otra cosa.
—Este «hijo», ¿era el hombre que la llamó?
—Sí.
—Y cuando le conoció…
La mujer enlazó las manos, manos como pájaros, sobre su regazo.
—Y cuando le conocí…, no podía creerlo. Era el hijo de Antonio, sin duda. Bastaba con mirarle para darse cuenta. Pero ¿mío? Me dije que notaría algo, algún sentimiento. No había nada. Nada. Estaba allí sentado, llamándome madre con esa voz inexpresiva de clase trabajadora, me decía cuánto me quería, cuánto me había echado de menos, cuán importante era para él. Era un hombre, un adulto, y se estaba portando como un niño. Se portaba como si pudiéramos empezar de la nada, como si no hubiera pasado nada. Le miré y sólo vi su imagen, la réplica de Antonio diciéndome cuánto me quería, que ahora sería parte de mi vida. Sin preguntas, sin solicitudes, como siempre. Era como su padre. Llegó, exigió algo, confiado en que se lo daría, así como así. Dijo que podía apoderarse de cierto dinero. Podríamos vivir de él. Podría dejar a Luis. Estaríamos siempre juntos. Todo esto como caído del cielo, en el café del parque, y yo pensé, me voy a volver loca, voy a irme de aquí, nunca volveré a verle.
—¿Se lo dijo?
—Dije que, si en verdad era mi hijo, si era cierto, lamentaba no haber tenido la oportunidad de haber sido su madre como es debido, pero no fui yo quién tomo la decisión, ni tampoco él. Nos habían despojado de algo que es imposible recuperar, no podíamos retroceder treinta años. Nunca había existido. No podíamos recrearlo. Le dije que volviera a casa, olvidara el pasado y viviera su vida, sin obsesionarse por la que habría podido ser.
Menéndez hizo una mueca.
—¿Le dio calabazas con suavidad?
—Con la mayor suavidad posible. Hasta que empezó a gritarme. Era el hijo de Antonio, no cabía duda. Antonio tenía los mismos demonios, le azuzaban, pero los desahogaba en el sexo, en la opinión que tenía de las mujeres, de las chicas, algo que podía utilizar a su antojo, una especie de instrumento físico para satisfacer sus deseos. Este hombre, su hijo, también estaba poseído por los mismos demonios, pero era diferente. Antonio me asqueaba. Este hombre me asustaba.
—¿La amenazó?
—Directamente no. Cuando se enfureció, dijo que destruiría a Luis. Destruiría nuestra vida en común. Yo pensé, confié, en que lo hubiera dicho llevado por el ardor del momento. Se sentía rechazado, y no podía culparle, pero no podía obligarme a sentir algo que no existía. No sé lo que significa ser madre, pero en aquel momento supe, cuando hablábamos, que no sólo se trata de algo biológico. No se puede crear de la nada.
—¿Volvió a ponerse en contacto con usted?
—Pasaron tres meses sin saber nada de él. Una noche en que Luis había salido, Dios sabe a dónde, me llamaron de la agencia de contactos gay. Preguntaron por él. ¿Luis? No podía creerlo. No era cierto. Era parte de su juego, su forma de destruir nuestras vidas. Telefoneó después, dijo que empezaría a esparcir rumores, implicaría a Luis en situaciones que perjudicarían su reputación. Aún seguían viéndose. Aún seguían hablando del trabajo que Luis estaba haciendo, y él le acompañaba a ver gente, a hablar con gente sobre la guerra.
»Le dije que se fuera. Le dije lo mismo que le había dicho antes. Era imposible. Una semana después…, una semana después volvió a telefonear y dijo que lo sucedido, lo que acababa de suceder y lo que sucedería era por mi culpa. Todo era por mi culpa. Fue la noche que encontraron a Luis en el coche. Él mató a Luis para mortificarme.
Guardó silencio un momento, hasta que Menéndez habló.
—Hemos de saber su nombre. ¿Ha hablado con él desde entonces?
—Fue la última vez que hablé con él. Decía que se llamaba Antonio. Decía que vivía en el Viejo. Eso es todo lo que sé.
—Luis debía de guardar alguna documentación.
—Cuando murió, fui a la universidad. Todo había desaparecido. Robado. Alguien había forzado la puerta de su despacho. No había nada del proyecto en que estaba trabajando.
María intentó escudriñar aquellos ojos, pero fue imposible.
—Intentó matarme, Teresa. Ha matado a otras personas. Los hermanos Ángel, el señor Castañeda. ¿Por qué lo hace?
—No tengo ni idea.
—¿Es por el dinero? ¿Habló mucho sobre el dinero?
—Dijo que existía un dinero, mucho dinero. En cuanto a las otras personas…, no lo sé. Luis las había conocido. Habló de que había conocido a los Ángel, pero en una fiesta, con ese torero, Mateo. Se movían en los mismos círculos. Pero…
Pensó un momento.
—Lo que le impulsaba no era el dinero. Era otra cosa. Quería legitimidad. Quería una especie de normalidad. Una familia, o lo más parecido posible. Yo no podía darle eso. Era imposible. Por eso no les dije nada. Cuando murió Luis, no les dije nada. Cuando ocurrieron esos asesinatos, no les dije nada. Esperé a que ustedes mismos lo averiguaran. Recé para que lo averiguaran, pero yo no podía decírselo.
—¿Por qué? —preguntó Menéndez.
Teresa Romero le miró, estupefacta.
—¿Por qué? Sólo un hombre podría hacer esa pregunta. A causa de mi culpabilidad. ¿Por qué, si no?