—Nada —dijo Rodríguez—. Ni el menor vínculo. No tiene sentido.
Menéndez se fijó en la cara del inspector jefe y se preguntó cuánto tiempo más aguantaría en el cargo. Había arrugas de cansancio en su cara. Se transparentaba en su impaciencia, en su escasa predisposición a escuchar. Estaba cansado, y se empezaba a notar.
—Nada. Ninguna conexión con la historia de Álvarez. Ningún estudiante de la universidad se aproxima al perfil. Nada, excepto elementos circunstanciales. Conocía a Mateo, parece que conocía la agencia de contactos…
Rodríguez tenía delante los periódicos de la mañana, sobre el escritorio. Todos se hacían eco del caso. Daba la impresión de que, a cada hora que pasaba, adquiría más notoriedad.
—¿Dónde están Velasco y Quemada? —preguntó Rodríguez—. Creo que se encuentran en un callejón sin salida. Se trata de un loco, un psicópata. Tendríamos que dejar de dilapidar nuestros recursos en esta investigación ya, y concentrarnos en lo que tenemos.
—Creo que deberíamos ocuparnos de ambas posibilidades —dijo Menéndez—. Puede que hayamos llegado a un callejón sin salida en esta investigación, y puede que no. De todos modos, estoy de acuerdo. No podemos cerrar los ojos sobre la posibilidad de que sea un psicópata que mata al azar.
—Bien. ¿Ha leído esto?
Rodríguez empujó los periódicos hacia el otro lado de la mesa.
—Yo seré el chivo expiatorio de esta gentuza, inspector, usted no. Si algo no pasa, y pronto, pedirán mi cabeza. Usted, Velasco y Quemada, sigan con lo que han conseguido hasta ahora. Yo montaré un dispositivo de vigilancia con la policía nacional y tomaré el mando. Ordenaré que comprueben carnets de identidad a diestro y siniestro, en bloques de casas elegidos al azar, todo lo que se me ocurra. De paso, también echaremos un vistazo a esos clubs de gays. Ya puede ir diciendo al personal que trabajarán como chinos hasta que esto termine.
—Señor —dijo Menéndez, y ambos se sintieron empequeñecidos y agradecidos al mismo tiempo.
La puerta se abrió y entró María. Llevaba las mismas ropas que había encontrado en el hospital. Menéndez la miró y pensó que parecía un poco trastornada.
—Pensaba que se iba a casa.
—He cambiado de opinión.
—Enviamos a una agente para que la acompañara.
—Está esperando fuera, gracias. No sé qué efecto obraría en nuestro nombre, pero a mí me tiene impresionada.
Rodríguez había asignado para su protección a una policía nacional, una amazona de cien kilos que respondía al nombre de Miguela Costas. Llevaba un uniforme de una talla más pequeña, con el fin de destacar la amplitud de sus bíceps. María nunca había visto una pistolera tan brillante. Parecía un espejo. Necesitó toda su persuasión para impedir que Costas la llevara a casa, y que en cambio la acompañara hasta la comisaría.
—Debería ir a casa y descansar —dijo Rodríguez.
María le miró y advirtió un cambio. La urbanidad había desaparecido. Parecía nervioso, irritable, y eso la deprimía. Al igual que los demás, esperaba de él una especie de inspiración.
—Hay poco que podamos ofrecerle para su informe —siguió el inspector jefe—. A partir de este momento, la seguridad es primordial. Apretaremos las clavijas a la ciudad hasta que este bastardo salga de su escondite.
—He estado descansando todo el día —dijo María—. Estoy harta de descansar. No paro de darle vueltas al caso en mi cabeza. No puedo desconectarme así como así. Ya conoce mi cometido, seguir todo el procedimiento de principio a fin. Además…
—Además, ¿qué? —preguntó Menéndez.
—He vuelto a hablar con Catalina Lucena.
—¿Ha dicho algo?
—Dibujé un bigote en la foto del ordenador, y unas arrugas en la cara. Ella pensó que era Álvarez.
Menéndez creyó que Rodríguez iba a estallar.
—Sea realista, profesora. Es una vieja. A esa edad, las ideas se hacen confusas. Usted lo ha pasado muy mal. Vaya a casa y déjenos esto a nosotros.
—Se equivoca —replicó María—. Usted no conoce a Catalina Lucena. Yo sí. No creo que sus ideas sean confusas. ¿Qué quiere decir?
—Que el asesino posee un marcado parecido facial con Álvarez —dijo Menéndez—. Es de presumir que exista un parentesco.
—Por favor —dijo Rodríguez—, ¿cuántas veces se encuentran unos parecidos tan marcados? ¿Cuántas? La vieja chochea, eso es todo.
—Sucede —dijo María—. No con frecuencia, pero sucede. Sucede más a menudo en familias cuyos miembros se casan entre sí, pero no en otras de líneas genéticas muy alejadas. Piense en ello. Usted habrá estado en zonas rurales muy aisladas, donde la combinación genética es muy restringida. ¿No ha observado lo mucho que se parece la gente de una misma familia, incluso separada por dos generaciones?
Rodríguez tenía los ojos cerrados. Daba la impresión de sufrir algún dolor.
—Estupendo. ¿Está diciendo que podría ser su nieto? ¿Es lógico?
—Es posible —dijo Menéndez.
—Es posible. Todo es posible, pero no podemos seguir la pista de todo. Digamos que es su nieto. La única forma de que usted —María observó la forma en que reaccionaba Menéndez a aquel «usted»— pueda seguir su pista es por mediación de los padres. ¿Cómo, si no?
Menéndez se encogió de hombros.
—Yo no lo veo así. Tenemos una lista de chicas que le denunciaron. Estamos trabajando en ello ahora. Sólo Dios sabe cuántas más no abrieron la boca, fueron sobornadas, enviadas al abortista, lo que sea.
Rodríguez meneó la cabeza. Vieron que se sentía atraído por la idea, pese a todo.
—¿Le han dicho algo las mujeres de la lista?
—Poca cosa. Fue hace mucho tiempo. No es algo que muchas quieran recordar.
—¿Podía estar relacionado Romero? —preguntó María—. De alguna manera, lo parece.
Menéndez negó con la cabeza.
—Investigamos a su familia. No existe documentación. No se puede afirmar que esté relacionado con Álvarez. Si existe una relación, y aún creo que algunas son fortuitas y otras no, es por algo que él descubrió, algo que vio en la universidad.
La navaja de Occam, pensó María. Corta hasta la médula. La navaja de Occam.
—Usted dijo que Álvarez robó dinero a la cofradía.
—Sí —dijo Menéndez—. Un montón. Dos millones de pesetas, o más.
—¿Qué fue de él?
—Lo más probable es que gastara casi todo. Con el ritmo de vida que llevaba, iba derrochando el dinero. Las mujeres piensan que era muy rico. Son chicas del barrio, por supuesto, o sea que su idea de la riqueza es diferente a la nuestra, pero parece que tenía mucho dinero y sabía cómo gastarlo.
Rodríguez les miraba mientras daban vueltas a la idea, con las manos sobre la mesa, sin escribir, sin tomar notas. Después, echó un vistazo a los periódicos y cerró los ojos.
María intentó desenredar los hilos, intentó ver a su través.
—No conocemos ningún motivo, ninguna razón para todo esto. No conocemos ningún motivo de venganza. Álvarez está muerto. ¿Alguien querría en serio vengarse en gente que le conocía, en gente que tenía alguna vinculación con él?
—Un loco lo haría —dijo Rodríguez—. Lo haría por cualquier motivo que le viniera a la cabeza.
—Pero este hombre no está loco. ¿No se da cuenta? Existe alguna lógica, alguna lógica implacable. Incluso cuando mata al azar, tiene un propósito. Intentó matarme a mí. Sin duda tenía un propósito.
—Para convencernos de que está loco —dijo Menéndez.
—En cuyo caso, ha de tener un motivo real. Un motivo sensato —dijo María.
—Dinero —dijo Menéndez—. ¿Quién se quedó el dinero cuando Antonio murió? Su mujer no. Había fallecido antes que él. No tenían hijos, ni parientes. Sí, entregaba dinero a sus bastardos, y da la impresión de que los tenía a montones, pero no es nada comparado con lo que desapareció. ¿Adónde fue a parar el resto? ¿Quién se quedó el dinero?
—¿Conservan documentación de esas cosas? —preguntó María.
—Siempre que lo hagan legalmente —contestó Rodríguez, y el inspector se alegró de que hubiera caído en sus redes—. Cuando lo esconden debajo de la cama cuesta más seguir el rastro, aunque yo diría que en este caso tal vez lo guardó debajo de la cama. ¿Para qué robar el dinero, y luego dejar que todo el mundo, incluida Hacienda, se entere de que lo tienes, cuando te mueres?
—Se llevaría una buena sorpresa —comentó Menéndez—. Todos los ladrones que conozco han hecho testamento. Preguntaremos en la oficina del registro, a ver qué encontramos.
Menéndez tomó nota con el lápiz.
—Estas cosas llevan tiempo. No lo conseguirá esta noche —dijo Rodríguez—. Recuerde lo que he dicho. Cuenta con los recursos que hay. Nada más. Si ocurre algo, quiero enterarme al instante.
María tenía ganas de hablar, pensaba que podría hablar durante horas enteras.
—Si fue por el dinero, algunas de las personas implicadas, las que no fueron asesinadas al azar, debieron interponerse entre él y el dinero. De alguna forma, le impedían el acceso.
—¿Cómo? —preguntó Rodríguez.
—Si el dinero se legó de una forma legal, otros parientes podrían haberlo reclamado. Si era negro, personas que conocían su existencia tal vez utilizaron ese conocimiento. Chantaje, lo que sea. Los hermanos Ángel conocían a muchos delincuentes. Quizá se enteraron. Castañeda también llevaba registros, tal vez lo sabía.
—¿Y Romero?
—No lo sé.
Menéndez torció el rostro y se estrujó el cerebro.
—Una de las mujeres que denunció a Álvarez dijo que este tenía una chica especial, o que sentía algo especial por ella. No sabía el nombre, no hay muchas pistas, pero creía que ese caso era diferente.
—¿Por qué no vuelven? A lo mejor se ha acordado de algo más —dijo María—. Lo del dinero tiene sentido. Más sentido que lo demás.
—Nada de esto tiene sentido —dijo Rodríguez, y ahora había color en sus mejillas—. Todo está impregnado de falta de lógica, todo es impredecible. Les he dejado seguir en esta línea demasiado lejos, y todos estaremos de suerte si salimos de esta con nuestra reputación intacta. Dentro de una semana, puede que usted y yo nos enfrentemos a una investigación interna, Menéndez. Será mejor que vaya acostumbrándose a la idea. Lo mejor que podría pasar es que este lunático, este loco, se brote lo antes posible delante de una patrulla de la policía nacional, y podremos presumir de ello en los periódicos.
Menéndez asintió. Él también había pensado lo mismo. Este era el caso que debía conducirle a la silla del inspector jefe. En cambio, podía producir un estancamiento en sus respectivas carreras. Quizá fuera mejor así.
—Sigan sentados hablando así —dijo Rodríguez—. La verdad es que llevan cuatro días hurgando en los libros de historia, y no han conseguido nada. A partir de ahora, limítense a presentar unos informes irreprochables.
—Eso no es cierto —dijo María—. Sabemos algo. Quizá no nos damos cuenta. Quizá…
De pronto, la idea acudió a su mente, sin previo aviso. Se estremeció en la recalentada habitación.
—¿María? —preguntó Menéndez.
—Pensaba que quizá sepamos algo, pero no nos damos cuenta. El motivo de que quisiera matarme es porque él lo sabía. Quería matarme antes de que me diera cuenta.
—Joder —dijo Rodríguez, y la fuerza con la que habló pilló a ambos por sorpresa—. Esto no es un ejercicio académico, profesora. Hay gente que ha sido asesinada, y el ejercicio se nos está escapando de las manos. Le digo ahora, como inspector jefe de este grupo, como alguien que ha pasado más tiempo en esas calles que nadie en la ciudad, que ese hombre es un loco. Un loco impredecible, un psicópata. Con suerte, si peinamos a modo las calles, le cazaremos. Si no, es muy probable que cuando el ciclo haya terminado, cuando Semana Santa haya terminado, vuelva a su trabajo cotidiano. Le aseguro que acabaré con él antes que ustedes.
Menéndez miró a su superior y guardó silencio.
—Quizá termine aunque usted no le encuentre. Hasta el año que viene —dijo María, y se arrepintió al instante.
La atmósfera se podía cortar con un cuchillo, cuando Velasco llamó a la puerta y entró sin pedir permiso. Todos se volvieron a mirarle.
—Dos llamadas —dijo a Menéndez—. Hemos recibido dos llamadas mientras estaba aquí.
—¿Sí?
—Llamó alguien de Melilla, dijo que habían encontrado el rastro de la pareja. Los dos se marcharon hace mucho tiempo, pero alguien se acordaba de ellos. Y se acordaban del crío.
—El crío —dijo María—. Había un crío.
—Sí. Eso lo hemos confirmado, pero poco más. Había un crío, pero era una niña. Una niña rara, silenciosa, se teñía el pelo cuando sólo tenía seis años o así, nunca hablaba con nadie, dijo el subinspector. Nadie la conocía. No le caía bien a nadie.
—¿Dijeron qué fue de ella?
—No. Se marchó a la península con la pareja. Nadie sabe dónde.
—¿Le dijeron el nombre?
—Sí. A eso iba, pero es que también hubo una llamada. Una amiga de Quemada, esa tal Magda. Uno de los ligues de Álvarez. Llamó desde un bar. Por lo que se oía, parecía un sitio muy divertido. Dijo que se acordaba del nombre, el nombre de la chica que para Álvarez era tan especial. ¿Y saben qué? El mismo nombre. El tío de Melilla y la puta del bar nos dieron el mismo nombre. El mismo jodido nombre.
Menéndez le miró fijamente.
—¿Y?
—Teresa. Dijo que se llamaba Teresa. Nada más.
Menéndez cerró los ojos y sintió que sus manos se convertían en puños automáticamente. María casi pudo ver la tensión que le recorría.
—Teresa —dijo el inspector—. Aquí hay una Teresa, en la lista.
—¿Quiere decir que el crío no era Romero, sino la mujer de Romero? —preguntó Velasco desde la puerta.
—Tiene sentido.
—¿Y quiere decir…? —Velasco lo estaba sumando todo en su cabeza, como si fuera una cuenta—. Rediós. Se estaba tirando a su propia hija. La foto de la pared era la de su propia hija.
María se preguntó si todo encajaba así, como en un rompecabezas. Un círculo en el que confluía una simetría espantosa, terrible. Salió de la comisaría, bajó la escalera, indiferente a todo cuanto la rodeaba. El dique parecía a punto de estallar.
De vuelta en su despacho. Rodríguez miró los periódicos de nuevo, blasfemó para sí, y después telefoneó a su equivalente en la policía nacional. Había procedimientos para este tipo de cosas, planes trazados años antes que implicaban peinados callejeros, controles de carretera, comprobación de carnets de identidad al azar, una hueste de procedimientos policiales muy públicos, capaces de conseguir que nadie olvidara nunca aquella Semana Santa.
—Si no es así ya —murmuró Rodríguez para sí.
Un cuarto de hora después, una hilera de furgones de la policía, con las sirenas destellando y las bocinas bramando, se abría paso entre las multitudes y entraba en la plaza. Todos los efectivos de Rodríguez iban hacia allí, y pronto no habría ni un alma en la ciudad que no se hubiera enterado.