Magda Bartolomé chupó el cigarrillo hasta que la brasa brilló con un color rojo feroz, y después se sirvió otro coñac.
—¿Os importa si me saco esta mierda? —preguntó.
Quemada enarcó una ceja.
—¿No vas a hacer ninguna estupidez, como intentar huir? Hace muchísimo calor ahí fuera, y todos podríamos ahorrarnos el ejercicio.
—No pienso huir. He de llevar esta pinta para ganarme la vida. No quiere decir que deba llevarla en mi casa.
—De acuerdo —dijo Quemada—, pero no tardes mucho. El inspector jefe detesta pagar horas extras.
—Los polis detestan pagar por lo que sea —replicó la mujer.
Subió la escalera. Oyeron que el volumen de la radio bajaba un momento, las mujeres hablando en voz baja, movimiento. El ruido de una ducha. Esperaron. Después, ella bajó con unos tejanos baratos, una blusa nilón y ni rastro de maquillaje. Parecía alguien completamente diferente, mayor, sin duda, pensó Quemada, pero no peor. En otra vida…, ¿qué?, se preguntó por un momento, y luego se propinó una patada mental: no había otra vida.
La mujer cogió la bebida, apagó el cigarrillo, encendió otro al instante.
—¿Por qué yo? —preguntó—. De entre todas, ¿por qué yo?
—Presentaste una denuncia en I960. Dijiste que te había violado, en repetidas ocasiones. Nos gustaría saber más.
—Eso pasó hace más de treinta años. El bastardo ha muerto. ¿Queréis saber más?
—Me parece que acabo de decirlo.
—¿Te importa explicarme por qué?
—No nos importa, Magda —dijo Quemada, trabajando sobre la base de que si dabas un poco, recibías un poco—. ¿Has leído algo sobre esos asesinatos que están sucediendo en la ciudad?
—¿Te refieres a esos artistas? Uno de vuestros compañeros ha resultado herido, ¿verdad?
—Verdad.
—¿Qué tiene que ver Antonio con eso?
—No lo sabemos. Tal vez nada. Tal vez algo. La cuestión es que existe cierta relación entre él y alguna de las personas que han muerto. ¿Has oído hablar de La Soledad?
—Sólo los rumores. Todo el mundo ha oído los rumores.
—Él nunca habló de ello.
—Nunca. ¿Crees que hablábamos?
—¿Qué hacías, Magda? —preguntó Quemada.
—¿Quieres saber los detalles? ¿Es para preparar la fiesta de Navidad de la policía?
—No. Se trata de algo serio, muy serio. Sabemos lo que dijiste cuando presentaste esa denuncia. Hemos de saber lo que pasó en realidad. Con quién más estaba liado, todo eso.
La mujer apagó el cigarrillo, caminó hacia la escalera y gritó a la chica que subiera la radio. Una canción pop se oyó con más fuerza.
—Pasa de generación a generación. Mi madre a mí. Yo a ella. Si un tío te deja embarazada, tu vida se convierte en una mierda. Es algo automático.
No miraba a nada en particular.
—De no ser por Antonio, no habría empezado esta «carrera». Eso es verdad. Al menos, empezó conmigo. Mi madre sólo limpiaba hoteles, casas particulares. Mi padre había desaparecido. Puede que hubiera muerto. Ella nunca me lo dijo.
—¿Tu madre ya ha muerto?
La mujer asintió.
—Hace diez o quince años. No me acuerdo bien. Nunca volví a hablar gran cosa con ella desde que me di cuenta.
—¿De qué te diste cuenta?
Magda Bartolomé se sirvió otra copa.
—De que me había prostituido para Antonio.
Quemada dejó de tomar notas y la miró. Estaba reclinada en la raída butaca y había algo líquido en sus ojos. Sacudió la cabeza.
—¿Tu propia madre, que era una honrada mujer de la limpieza, te prostituyó?
—Exacto.
—Pero ¿por qué?
Magda rio y Quemada intentó reprimir la idea de que su sonido era muy agradable.
—Él era un experto en eso. Era capaz de convencer a los pájaros de que bajaran de los árboles, si quería algo. Era así. Él interpretaba la melodía y el mundo bailaba. Y tenía algo que los demás no.
—Déjame que lo adivine —dijo Velasco—. Dinero.
Ella asintió.
—Dinero. Dinero a espuertas. Sólo Dios sabe de dónde lo sacaba. Decían que lo había robado de una obra de caridad, pero tenía mucho más dinero que todo eso. Debía de llevar años ahorrando. Yo creo que era un gánster. Controlaba a la gente, por todas partes. Pagaba por lo que deseaba, y lo hacía de una manera muy inteligente. No te dabas cuenta de que te estabas vendiendo. Eso era lo bueno. No lo sabías hasta que era demasiado tarde.
—¿Quieres decir que tu madre no lo sabía?
La mujer dejó la bebida al otro lado de la mesa y les miró.
—No me dejes beber más de esta mierda, por favor. Si empiezo a esta hora del día, a las ocho no podré moverme, y he de trabajar esta noche. Nadie paga por una puta borracha.
Quemada se levantó, cogió el vaso y devolvió su contenido a la botella.
—Eso me ha gustado —dijo Magda—. Un puritano la habría tirado al fregadero. Tú eres ahorrador. Me gusta.
—Detesto la idea de que debas trabajar más para comprar más, eso es todo —contestó Quemada—. Parece que ya trabajas bastante.
—Sí, pero no limpio casas, como mi madre. Ella limpiaba. Se ponía de rodillas, limpiaba, sacaba brillo y hacía lo que le mandaban. Después, volvía a casa con dinero suficiente para comprar una barra de pan y algunas verduras. Si teníamos suerte. Yo gano un poco más, no mucho, pero lo suficiente, como ya te habrás dado cuenta. Y cuando me pongo de rodillas, no es por mucho rato.
—Tu madre limpiaba su casa —dijo Quemada—. Así empezó todo.
—Sí. Limpiaba su casa. Iba dos, tal vez tres veces por semana. Llevaba un año trabajando allí. Entonces, un día, me llevó con ella. Para ayudar un poco. Yo tenía once, doce años. No me acuerdo.
—¿Le viste?
—No. Él me vio a mí. Una niña, con algún uniforme escolar barato que mi madre había hecho. Era muy bonita entonces. Quizá te cueste creerlo, pero lo era.
—No me cuesta creerlo, Magda, te lo aseguro —dijo Quemada.
—Caramba, un policía que es un caballero. ¿Es posible?
—Es posible. ¿Cuándo empezó?
—A las dos o tres semanas. Poco a poco, al principio. Era su método. Antes de nada, mi madre dijo: «Has de acompañarme a casa del señor Álvarez, le gusta verte». Iba, y mientras mi mamá limpiaba, él me enseñaba cosas. Me enseñaba un tocadiscos, algunos cuadros, habitaciones con muebles bonitos.
Cosas que yo nunca había visto. Era como algo mágico, como estar en un lugar de ensueño. Yo era una cría. Me gustaba. ¿A quién no?
—¿No pasó nada al principio?
—Nada. Nada en absoluto. Era viejo. A veces, parecía un poco enfermo. Tenía un olor, una especie de olor a viejo, como mal aliento, pero peor. No me gustaba, y a veces se acercaba tanto que no me gustaba para nada, pero mi mamá decía: «Es un buen hombre, haz lo que te diga». Y yo sólo era una niña entonces. Hacía lo que me decía, aunque me pareciera mal, aunque me hiciera daño. Era lo que debía hacer, ¿no?
—¿Sabías que le daba dinero a tu madre?
—Sabía que teníamos más dinero. Más comida, ropa mejor. Lo sabía, y de alguna manera sabía que era gracias a mí. Que mi obediencia garantizaba que el dinero seguiría llegando. No lo comprendí todo hasta mucho después, por supuesto. Las cosas no funcionan así. Un día, me está enseñando su tocadiscos, pone las canciones de las películas de Disney que yo sólo conocía de oídas, las escucho boquiabierta. Luego dice, siéntate en mi regazo, escucha un poco más. Luego dice, toca esto, te gustará, tócalo, todos seremos felices, tú, tu mamá, yo, todos seremos felices juntos. Así que lo toco, esa cosa que ni siquiera sabía que existía. Una cosa conduce a la otra. Luego, viene a casa, cuando quiere, hace lo que quiere, cosas que no comprendo, cosas que duelen. Y cuando le digo a mi madre que no me gustan, que me hace daño, ella dice, piensa en la comida, piensa en la ropa, piensa en las vacaciones que pasaremos en Puerto de Santa María, las primeras vacaciones de nuestra vida.
»¿Sabes una cosa? Cuando tenía trece años ya sabía hacer cosas que la mayoría de las esposas ni siquiera saben que existen, y casi todas morirán sin haberlas probado. Así era él. Yo odiaba el sexo, gracias a él. Aún lo odio. El sexo es algo que hago con mi cuerpo para ganar dinero, como un carnicero descuartiza una carcasa. Pensar que alguien obtiene placer de ello me mata. De veras. Te diré algo más. Puedo contar con los dedos de una mano el número de hombres que sólo quieren follarme, lisa y llanamente, cuando estoy trabajando. He de imaginar lo que quieren hacer. Pero no hay nada que Antonio no me haya hecho. Así era él. Para él éramos algo no corrompido, algo maleable, algo que podía mancillar. Era lo que le gustaba. No necesitaba putas. Las fabricaba. Al cabo de un tiempo, cuando creía que ya se habían corrompido, las olvidaba. Te despedía con un poco de dinero para que callaras.
Velasco tabaleó sobre la libreta con el lápiz.
—¿Por qué no te callaste?
—Lo habría hecho. No sabía qué estaba pasando. No lo sabía. Fue mi madre. Ella recibía el dinero. Quería más, una especie de pensión. Me obligó a decir mentiras sobre mis períodos. Y después, ya no fueron mentiras, sino verdades como puños. Antonio intentaba ser precavido, utilizaba condones cuando se acordaba, no quería que las chicas se quedaran embarazadas, porque era un coñazo, pero se estaba haciendo viejo. No siempre se acordaba. Creo que no siempre quería acordarse. Sólo quería hacer lo que le apetecía. Cuando iba, no tenía ni idea de lo que le apetecería aquel día. A veces era algo que podía dejarte embarazada. A veces no. Nunca lo sabías. Mi madre me obligó a mentir sobre mi período, para que hubiera más probabilidades de quedarme embarazada. Y me quedé. Sorpresa, sorpresa. Trece años, y con un bastardito de Antonio en la tripa. No fui la primera. Supongo que ya lo sabéis.
Quemada repasó sus notas anteriores.
—Echamos un vistazo a los expedientes del caso. La mayoría continúan en los archivos. ¿Por qué no llegó a los tribunales?
—Algo pasó. Entregó dinero a mi madre. Yo ni lo olí. Excepto por una cosa.
—¿Qué? —preguntó Velasco.
—Me subieron a un autobús para Cádiz, diciendo que me iba de vacaciones. Cuando llegué, alguien me dio algo de beber y me desmayé. Cuando desperté, tenía una hemorragia. En el chocho. Se habían deshecho del niño. Nunca me dijeron cuáles eran sus intenciones. En cualquier caso, tampoco lo habría comprendido. Para ser sincera, creo que no sabía lo de mi embarazo. Era muy joven, mucho.
—¿Le viste después de eso?
—No. Una o dos veces en la calle. Nunca le abordé, por supuesto, y tampoco creo que me habría reconocido. Nos trataba como… No sé cómo explicarlo. Cuando estábamos en su casa, cuando hacía lo que quería con nosotras, no existía otra cosa en su vida. Creo que, en cierto sentido, nos quería de verdad. Intentaba no hacerte daño, intentaba ser amable. Pero en cuanto salías de su vida, una vez decidía que ya no había nada más que corromper, ya no existías.
—¿Le quedan parientes en la ciudad?
—¿Te refieres a parientes legales? No. No que yo sepa. Tenía una esposa. A veces hablaba de ella, hablaba de ella como si estuviera muerta, pero nunca tuvieron hijos, ni hermanos o hermanas, por lo que yo sé. Nunca hablaba de eso. Solía decir que yo era su familia. Supongo que se lo decía a todas. Tenía un regimiento. ¿Lo sabías?
Quemada asintió.
—Hay toda una lista de denuncias. No entendemos por qué ninguna llegó a los tribunales.
—Sí, todo un regimiento.
—¿Conocías a alguna de las demás?
La mujer encendió otro cigarrillo.
—Joder, sucedió hace mucho tiempo. No me acuerdo. Quiero decir que no íbamos por ahí comparando notas. Eran cosas de las que no deseabas hablar.
—¿Siempre terminaba una relación antes de iniciar otra?
—«Relación». Bonita manera de decirlo. No. Creo que tenía varias chicas al mismo tiempo. Hasta tenía nuestras fotos en su casa. En su estudio. Fotos de niñas, retratos, ya sabes, como retratos escolares. A veces, estaban una semana y a la siguiente ya habían desaparecido. Supongo que lo mismo pasó con la mía. Me gustaba mi foto. Era la mejor que nadie me ha tomado nunca. Podría habérmela regalado. Me habría gustado.
—¿Has oído hablar de Jaime Mateo, el torero?
—Claro. Antonio era su padre. Todo el barrio lo dice. No me preguntes quién pudo ser la madre. No nos gustaba preguntar. Qué más da. Sucedió hace mucho tiempo.
Quemada se rascó la barbilla con la punta del lápiz. Parecía perdido.
—Tal vez, pero aún está comiendo el coco a alguien.
—Me pregunto a quién. Bien, ¿vas a preguntarme algo más o puedo ir a dormir un poco, antes de volver al trabajo?
Quemada cerró la libreta y la guardó en el bolsillo.
—¿Por qué sigues en esto, Magda? Eres una mujer inteligente. Podrías conseguir un trabajo.
—¿Cuál? ¿Fregar suelos? No lo entiendes, ¿verdad? Los polis nunca lo entienden. Es mi trabajo, el que yo he elegido.
—Menuda elección —dijo Quemada—. Vaya mierda.
—Lo que tú haces es mucho mejor, supongo. Acosar a otras como yo, encerrar borrachos. ¿Eso es un verdadero servicio público? Al menos, les envío a casa contentos, casi siempre.
Cogió otro cigarrillo y Quemada vio que la máscara volvía a su sitio, dura, tosca, impenetrable.
—¿Tú vuelves a casa contenta, Magda? ¿Qué me dices?
—Hace mucho tiempo que paso de eso. Si un vejestorio te la mete en sitios que pensabas destinados a otras funciones cada vez que le da la gana, a la edad en que deberías pensar en ir al colegio y aprender a escribir, pronto pasas de eso.
—Sí —dijo Quemada—, lo comprendo.
—¿De veras? —replicó la mujer, y Quemada no quiso mirarla a los ojos—. ¿De veras?
—No, no puedo, pero me parece una pena dejar que te joda la vida dos veces. No sólo la tuya, tal vez. ¿Qué hay de…? —Señaló con el pulgar hacia arriba—. ¿También es del oficio?
Magda rio.
—Mi hija, agente, trabaja en un supermercado. Mejor dicho, trabajaba. El chico que llenaba las estanterías la dejó preñada. Ahora se queda en casa, escuchando música estridente y esperando a que yo vuelva con dinero para gastar. Eso es justicia. Quizá no te guste la idea, pero la respetable de la familia soy yo.
Quemada lanzó una breve carcajada, que le pilló por sorpresa.
—Vámonos de aquí —dijo Velasco, que parecía incómodo—. Aún nos quedan montones de nombres de la lista.
—¿Puedo verlos?
—Claro —dijo Velasco, y le entregó la hoja de papel.
Magda miró los nombres uno por uno, de corrido.
—¿Te suena alguno? —preguntó Velasco.
—Algunos sí. Familias del barrio. Todas éramos de familias del barrio. Todas…
Enmudeció. Los dos policías la miraron y esperaron a que continuara.
—Estás pensando algo, Magda —dijo Quemada, cuando la espera se le hizo insoportable.
—Pasa de vez en cuando. Cada vez que hay luna llena, los años bisiestos. A veces, incluso consigo pensar y andar al mismo tiempo.
—¿Es un pensamiento privado, o podemos participar?
Ella les miró y, por un momento, la máscara cayó de nuevo.
—Lo que acabo de decir no es cierto. No todas éramos del barrio. Recuerdo una foto. La chica era mayor, un poco mayor que el resto de nosotras. Nunca la vi. Sólo vi la foto. A veces, Antonio hablaba de ella, y lo hacía de una manera diferente. Se la estaba tirando, seguro, de lo contrario su foto no habría estado con las de sus demás trofeos. Pero era diferente. Tuve la impresión de que era especial. Su foto ya estaba antes de que las nuestras llegaran. Y supongo que se quedó bastante después de que las nuestras desaparecieran. No era del barrio. Recuerdo que él lo dijo. Es posible que viviera un tiempo en otra ciudad. El Puerto de Santa María, Cádiz, en la costa. Mierda, no me acuerdo. Mi mente ya no es lo que era.
—¿No es ninguno de los nombres de la lista? —preguntó Velasco.
—No. Definitivamente. Esa cría era de otro sitio.
Quemada sacó una tarjeta del bolsillo y se la dio.
—Si te acuerdas del nombre, llámame. Podría ser importante. Este tipo es peligroso. Está matando gente y no sabemos por qué, sólo que está relacionado de alguna manera con Álvarez. Cualquier cosa que puedas contarnos, cualquier cosa, podría sernos de ayuda.
La mujer examinó la tarjeta.
—C. Quemada. ¿Qué quiere decir la C?
—Carlos, pero casi todo el mundo me llama Quemada.
—No tienes pinta de Carlos. Quizá sea por eso.
—Perdona, pero tú tampoco pareces una Magdalena.
—¿No lees la Biblia, Carlos? Sólo sigo la llamada de la vocación.
—Sí —gruñó el agente—. Bien, ya tienes la tarjeta. Telefonéame si se te ocurre algo. Nos vamos.
Velasco salió y los dejó solos.
—Eh —dijo Quemada—. ¿Puedo sugerirte algo?
Las cejas de la mujer se convirtieron en amplias uves invertidas.
—Eso depende.
—No, me refiero a que deberías maquillarte un poco menos. Una mujer bien parecida no necesita esa mierda. La envejece, endurece sus facciones. Usa un poco, pero sin pasarte. Eso le decía a mi ex, pero insistía en ir pintarrajeada como una mona. Era como hablar con una pared. Los hombres miran las caras, quieren ver una cara, no una especie de cuadro.
—Gracias por el consejo. Cuando empiece a conocer hombres que me miren la cara, tal vez lo siga. De momento…
Abrió la puerta. Quemada gruñó y salió al sol cegador. Hacía tanto calor como cuando habían entrado. Notó cierta humedad en el aire, y a lo lejos se veían nubes de tormenta.
—Te gusta, ¿verdad? —dijo Velasco mientras volvían al coche—. Te gusta hablar con estas mujeres, con estas putas.
—Me ha dado la impresión de que en el fondo hay una mujer muy agradable, que intenta salir al exterior.
—Claro. Que se abre de piernas diez veces por noche. Realmente encantadora.
Quemada paró. Velasco le miró.
—¿Quieres decirme algo? —preguntó Quemada—. En circunstancias normales no te lo preguntaría, pero estas no son circunstancias normales, ¿verdad?
—Pregunta.
—Tú también has estado en la brigada anti vicio. Cuando detenías a las chicas, cuando las amonestabas, ¿aceptabas algo alguna vez? Ya sabes, una pequeña propina.
Velasco se ruborizó y dio la impresión de que iba a estallar.
—¿Estás insinuando, estás insinuando en serio…?
—No —corrigió Quemada—, estoy preguntando. No estoy insinuando, sino preguntando.
—¿Qué clase de pregunta es esa? ¿Qué clase…?
Quemada le dio la espalda y se puso a andar otra vez, introdujo la llave del coche en la puerta y subió. Cuando Velasco se hubo puesto el cinturón de seguridad, se volvió hacia él.
—Sí, a mí tampoco me gustaba.
Le dio al contacto y se alejó a treinta kilómetros por hora.