No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba mirando a Torrillo, mirando el enorme pecho que se alzaba y descendía al ritmo de su leve respiración, las luces que destellaban y parpadeaban sin el menor sentido. Nada se movía, nada cambiaba. El lento e imparable desvanecimiento del mundo en el vacío era imperceptible, un tenue latido bajo una normalidad plana y evanescente. No obstante, pese a todos los esfuerzos del mundo, el latido seguía existiendo, primario en su crueldad, desgranando los segundos, los días, las horas, en una niebla de desinfectante, baldosas blancas y el taconeo metronómico sobre los suelos de piedra pulidos.
María se levantó y trató de reprimir la repentina sensación de aturdimiento. Estaba empapada en sudor. Las ropas se pegaban de una forma incómoda a su piel como una nueva capa a su cuerpo, una crisálida viscosa a medio mudar.
Ch-ch-ch-ch-changes, cantó una voz en el fondo de su mente y, por segunda vez en pocos días, se descubrió contemplando a la antigua María, la joven María, quince años o más en el pasado, y se preguntó, ¿esa era yo? ¿De veras era yo? Y si lo era, ¿qué sucedió en la distancia que nos separa? ¿Qué está sucediendo en la distancia entre la que soy ahora y la que seré? ¿Cómo seré? ¿Qué aspecto tendrá? ¿Qué le dará forma?
Se secó las palmas de las manos en la bata, intentó respirar lenta y profundamente. Este sudor, este aturdimiento, no sólo era por el calor, no sólo era por el hospital. La herida casi estaba olvidada. No la molestaba más que una picadura de mosquito. Tenía miedo. Miedo de continuar. De encontrarse cara a cara con Catalina Lucena. De encontrarse cara a cara con lo que acechaba detrás del rostro gris y anciano.
María volvió a secarse las manos, cerró los ojos y trató de concentrarse. Había formas, rojas, negras y violeta, que remolineaban en la oscuridad. Por fin, echó un último vistazo a Torrillo y salió al pasillo.
El reloj señalaba las tres de la tarde. Pronto podría marcharse. Pronto llegaría la policía, la acompañaría a casa, la dejaría pensar. Pero antes, tenía que ver, tenía que hablar con la anciana. Buscó el trozo de papel en el bolsillo, sintió que resbalaba de sus dedos, buscó los letreros que indicaban el camino al pabellón geriátrico, los encontró y recorrió los largos y resonantes pasillos a buen paso.
Colgaba en el aire, como estática que aguardara la llegada de la tormenta, una certeza profunda, fundamental: nunca volvería a ver vivo a Torrillo.