Capítulo 39

Quemada se pasó una mano callosa por su calva sudorosa, paseó la vista por la sala y suspiró. La casa parecía el interior de un cubo de basura. El suelo sembrado de prendas de ropa, algunas limpias, otras sucias. En un rincón, silenciosa, con los ojos clavados en algún punto invisible de la alfombra, estaba sentada una adolescente: piel olivácea, ojos oscuros, belleza desvaída, mejillas fofas. Un bebé, que no tendría más de seis meses de edad, con cabello oscuro y rizado alrededor de una cara que parecía no haber sido lavada desde hacía días, jugaba en medio del desastre. Quemada percibió el olor de pañales usados y pipí rancio. A la muchacha (la madre, lo más seguro) no parecía importarle. Las paredes de la sala exhibían una colección heterogénea de motivos religiosos: algunos crucifijos, imágenes baratas de Jesús y la Virgen María. Junto a ellos colgaban ídolos modernos, estrellas del pop que Quemada sólo conocía de cara, gracias a las revistas del fin de semana. Sonreían con dientes perfectos y llevaban ropas que había visto en la televisión, en los partidos de béisbol norteamericano.

Quemada echó un vistazo al bebé.

—A veces, están condenados desde el momento de nacer —dijo.

Velasco se rascó la nariz con un índice largo y delgado.

—¿Eres tú la madre? —preguntó, sin el menor asomo de cordialidad.

La joven apartó los ojos de la alfombra unos segundos y asintió.

—La asistencia social podría ayudarte con el crío —dijo Quemada—. Te enseñarían a hacer cosas.

El rostro de la adolescente adoptó una expresión despectiva, el tipo de desprecio adolescente (insolencia y estupidez, mezcladas hasta formar un combinado bilioso) que todos los policías del mundo habían aprendido a detestar.

—¿La asistencia social? No paran de venir. ¿Sabe lo que les dice Magda? Dice: «Que os den por el culo, sabemos cuidar de nosotras mismas».

—Bueno, supongo que después de eso no querrán venir, ¿verdad? Aunque, viendo al crío, yo no lo tendría tan claro.

—El crío está bien —dijo la joven, de nuevo con expresión despectiva—. Le lavamos, le damos de comer. Hay que cambiarlo, eso es todo.

Quemada olió el aire.

—Hace bastante rato, a juzgar por el olor —dijo.

La chica clavó la vista en la alfombra.

—¿Vives sola?

—Sí —contestó la chica con un hilo de voz.

—Y esa Magda, ¿quién es? ¿Tu hermana?

—Es mi madre.

—Rediós —dijo Velasco—. Si mis hijos me llamaran por el nombre, ya podrían empezar a esconderse. ¿Adónde iremos a parar?

—Yo siempre la llamo Magda. Todo el mundo la llama Magda.

—¿Cuántos años tienes?

Los ojos practicaron un agujero en la alfombra.

—Dieciséis.

—Has empezado un poco joven, ¿no?

La chica no dijo nada.

—¿Dónde está Magda?

—Trabajando.

—¿En qué trabaja, exactamente?

—Trabaja en un bar.

—¿En algún lado concreto de la barra?

La chica le traspasó con la mirada.

—Pregúnteselo a ella. Sería capaz de partirle la cara.

—Una familia encantadora —comentó Velasco—. ¿Cuándo crees que volverá?

—Pronto. Ya tendría que estar aquí. A veces, trabaja hasta muy tarde.

—Apuesto a que sí —dijo Velasco—. Esperaremos.

Los dos policías tiraron al suelo algunas de las ropas que ocupaban el sofá y se sentaron. La colcha estaba húmeda.

—¿Vas a ofrecernos un café? —preguntó Quemada.

—Idos a tomar por culo.

—Supongo que la respuesta es negativa. ¿Has oído hablar de Antonio Álvarez?

Buscaron alguna señal de reconocimiento en su cara. No hubo ninguna. La joven negó con la cabeza.

—Quizá sea un amigo de tu mamá.

—Magda tiene muchos amigos.

—Estoy seguro —dijo Quemada—. En los bares se entablan muchas amistades.

—Podríamos tirarnos horas aquí —murmuró Velasco—. Esta cría no sabe nada. Podríamos tirarnos horas, la mujer aparece, no sabe nada de nada.

—Sí —admitió Quemada—. Voy a decirte una cosa. Le concederemos media hora. Si no ha vuelto para entonces, probaremos en otro sitio.

Velasco le miró.

—¿Crees que sacaremos algo en limpio de aquí?

—Creo que es mejor estar sentados en un sofá, aunque huela tan mal como este, que sudar como cerdos en ese coche, como hacemos todos los días. Tranquilo, hombre. Relájate.

—Uf.

Velasco se reclinó en el sofá, sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo y encendió uno.

La chica le miró, esperanzada.

—Demasiado joven —dijo el policía—. Demasiado joven para muchas cosas.

Contemplaron las evoluciones del humo en la atmósfera asfixiante, el vuelo de las moscas alrededor del humo que se enroscaba. Cuando Velasco estaba apagando el cigarrillo en un cenicero tirado en el suelo, oyeron ruidos en la puerta de la calle.

—Ya está aquí —dijo la muchacha, y Quemada se preguntó, por un momento, si había visto un destello de terror, o de alguno de sus parientes, en los ojos de la adolescente.

Magda Bartolomé era una mujer huesuda y desaliñada, adentrada en la cuarentena. Tenía la cara cubierta de maquillaje, y llevaba el pelo recogido en un moño. Su atavío era el típico de una puta: falda roja ceñida, por encima de la rodilla, blusa amarilla con un escote pronunciado que revelaba unos senos llenos y bronceados, y una cadena dorada alrededor del cuello, que empezaba a mostrar signos de vejez. Les dedicó una mirada, y después blasfemó. Quemada sonrió. Había trabajado en la brigada anti vicio dos años antes, y conocía al personal.

—Magda —dijo—. Pensar que nunca supe tu verdadero nombre.

Ella le dirigió una mirada miope, hizo una mueca, abrió un cajón, sacó unas gafas de concha baratas y se las puso. Las gafas cambiaron su apariencia por completo. Se transformó en la directora de un colegio, vestida y pintada para participar en la fiesta de fin de curso anual.

—¿Te conozco?

—Supongo que no debo ofenderme. En tu profesión, debes de cruzarte con muchos policías.

—Demasiados —replicó la mujer, y le miró de nuevo—. No me acuerdo de ti.

—Hace tres, quizá cuatro años, te amonestamos, por buscar clientes delante de la catedral. Personalmente, no me importa que te busques la vida, pero es mejor que lo hagas lejos de Dios. De Dios y de los turistas, aunque si haces caso del ayuntamiento de la ciudad puedes empezar a pensar que son lo mismo.

—¿Tú me amonestaste?

—Sí. Después, seguiste tu camino.

—¿No me pediste ningún favor? ¿Me amonestaste y me dejaste ir?

—Sí.

—Debería acordarme de eso. Por lo general, he de terminar haciendo algo con vuestros carajos antes de poder marcharme. Me dejaste ir por las buenas y no me acuerdo. Curioso. Debo de estar envejeciendo.

Quemada sonrió, una sonrisa que transmitía el mensaje de «eso creo», y siguió en silencio.

—¿Quieres hacer el favor de decir a qué has venido y largarte? No tienes motivos para acosarnos.

—No queremos acosarte, Magda, te lo aseguro. Sólo queremos cierta información sobre uno de tus clientes. Uno de tus antiguos clientes.

—Vaya. Ni siquiera sé sus nombres, como comprenderás. Ya sabes la clase de puta que soy. Ni siquiera sé sus nombres.

—El de este lo conocías —dijo Velasco—. Se llamaba Antonio Álvarez.

Les miró como si hubieran descendido de otro planeta, sus ojos convertidos en grandes círculos blancos detrás de los cristales.

—Mierda —dijo.

Se dirigió hacia el aparador, sacó una botella de coñac barato y se sirvió un vaso.

—Creí que nunca más volvería a oír ese nombre.

—Es importante —dijo Quemada—. No tiene nada que ver contigo, ni con tu negocio. No venimos a culparte de nada. Sólo queremos que nos digas todo lo que sabes sobre el bueno de Antonio. Después, nos iremos. Así de sencillo.

—¿Me lo prometes?

—Perseguimos peces más gordos que putas vulgares, Magda. Mucho más gordos.

—Fiambre. Ya sabes que está muerto. Lo sabes, ¿verdad?

Velasco asintió.

—Lo sabemos. No somos tontos. Aun así, queremos hacerte algunas preguntas.

La mujer tomó un buen sorbo de coñac, y después se secó la boca con el dorso de la mano. Una costumbre de trabajadora esforzada, pensó Quemada.

—Tú. —Miró a la muchacha—. Llévate al crío arriba. Cámbialo. Huele que apesta. Cámbialo como yo te enseñé. A estas alturas, ya deberías haber aprendido. No bajes hasta que lo digamos. Enciende la radio. Quiero oír la radio no quiero que escuches por detrás de la puerta, ¿entendido?

La muchacha asintió vigorosamente, recogió al niño del suelo, entró en la cocina, reapareció con una lata de cerveza y salió de la sala. Oyeron el ruido de sus pasos en la escalera, fuertes y deliberados, y luego en el piso de arriba. El sonido de música pop barata, que surgía de una radio diminuta, resonó sobre sus cabezas.

—Esa vaca siempre pone la misma mierda cuando yo tengo ganas de paz y tranquilidad. Podría hacerlo cuando a mí me apetece, para variar.

Quemada examinó el suelo, y entonces reparó en lo que le había impresionado. No había juguetes. Ni una muñeca de trapo, ni un peluche. Nada.

Observó a Magda Bartolomé mientras extraía un cigarrillo del paquete con sus dedos de uñas largas, artificiales y rosadas, mientras lo encendía. Después, aspiró entre sus labios agrietados y pintados.

—A veces, están condenados desde el momento de nacer —murmuró para sí.