—Este trabajo es maravilloso. Es un trabajo de la hostia —dijo Quemada.
Estaban atravesando el barrio en un Opel gris camuflado que olía a cigarrillos rancios y sudor. Una extraña atmósfera reinaba en la ciudad, un silencio preñado de tensión. No era día laborable, por ser una fiesta tradicional, pero la gente tampoco salía a divertirse. Haraganeaba en bares o se sentaba ante sus casas, silenciosa, afligida, en sillas de mimbre. Ni siquiera los niños jugaban a fútbol.
—Joder —dijo Quemada—, la odio cuando se pone así. Prefiero que vayan borrachos o se líen a puñetazos. Al menos, sabes de qué va la cosa.
Velasco tiró un cigarrillo por la ventana al aire caliente y polvoriento de la tarde.
—Dales tiempo. Dales un día. Mañana irán a los toros, volverán a la normalidad. No se acordarán de nada. Entretanto, entretanto…
—Sí. Entretanto —masculló Quemada—. Entretanto, tal vez al inspector jefe se le ocurra algo. Ya sabes que no me gusta decir esto, pero es verdad. Menéndez es quien lleva la voz cantante en este caso. El viejo le deja hacer, y no entiendo por qué.
—Ya lo ha hecho otras veces —dijo Velasco—. Lo he visto una docena de veces. Desaparece, pero al final se le ocurre algo. Tal vez está dejando que Menéndez se las apañe solito, antes de intervenir. Todo el mundo sabe que ese crápula aspira a su cargo.
—Me joden esos jueguecitos. Queremos algo ya. Tenemos a Oso en el hospital, por los clavos de Cristo. No son los malos los que han salido peor librados.
—No —dijo Velasco.
—¿Crees que intervendrá? No creo que Menéndez lo consiga. El tío es listo, no se queja de nada, si quieres saber mi opinión.
—Sí —dijo Velasco—. Ya puedes apostar a que sí. ¿No lo hace siempre?
—Sí, supongo que sí —dijo Quemada—. De todos modos, aún creo que este trabajo es maravilloso.
Contempló el montón de papeles que llevaba sobre el regazo e intentó pensar en cuál era el siguiente nombre de la lista.
Habían visitado las últimas direcciones conocidas de las tres mujeres que habían acusado de violación a Álvarez. Primero, estaban siguiendo la pista de las embarazadas. Parecía lo más lógico. No estaban haciendo progresos. La primera dirección era una barraca cercana al río. Estaba cegada con tablas y abandonada, faltaba el tejado, las ventanas eran agujeros negros, como raigones podridos. Toda una hilera de casas de la calle había sido condenada por un plan de mejora urbana, que luego había sido aplazado mientras el ayuntamiento de la ciudad buscaba fondos para iniciar los trabajos. Eso había sucedido diez años antes, al menos eso les dijeron los residentes más cercanos que pudieron encontrar. Todo el mundo había sido trasladado a uno de los bloques de los suburbios. Quemada tomó algunas notas, se encogió de hombros y pensó que sería otra tarea para el equipo, cada vez más numeroso, que investigaba el caso. Podían pasar días, incluso semanas, hasta localizar a alguien que se había mudado a los bloques de las afueras.
Después, se trasladaron al otro lado del barrio y llamaron a la puerta de la segunda dirección. No hubo respuesta, así que fueron a un vecino, mostraron sus placas y preguntaron por el nombre que aparecía en sus expedientes. Ni la menor señal de reconocimiento. Por lo que habían oído, parecía que la familia actual no guardaba la menor relación con la que había habitado aquella casa veinte años antes. Otra pista que se difuminaba en la nada. Al menos, no pasó lo mismo con el tercer nombre. Una anciana bigotuda, ataviada con un raído vestido rojo estampado y zapatillas de fieltro, que parecían recién salidas del baúl de los recuerdos, se lo dijo a bocajarro: la mujer había muerto cinco años antes en un accidente de coche. Y el niño había nacido muerto.
Velasco verificó una vez más los detalles del nombre actual. Magdalena Bartolomé había presentado, con la ayuda de su madre, una denuncia por violación contra Álvarez en junio de 1960. Tenía trece años en aquel momento. Según los datos que obraban en su poder, Álvarez visitaba la casa con regularidad, y cuando le dejaban a solas con ella, la forzaba. La chica quedó embarazada. Según las notas del caso, garabateadas con una letra muy fina por un agente jubilado mucho tiempo antes, Álvarez había negado con vehemencia las acusaciones. Dijo que visitaba la casa de los Bartolomé con regularidad, pero sólo por caridad. Si bien ya no pertenecía oficialmente a la cofradía, aún colaboraba entregando asignaciones a familias pobres que las solicitaban. Nada había pasado cuando iba a la casa, la madre nunca les había dejado solos, y era inocente de la acusación. El agente preguntó en el barrio por la muchacha. No había pruebas sugerentes de que mantuviera relaciones sexuales con alguien, ni tampoco de lo contrario. El agente describió a la muchacha como arisca, poco colaboradora e indigna de confianza, además de totalmente dominada por su madre, quien parecía ser la más interesada en presentar la denuncia. Recomendación: no emprender ninguna acción por falta de pruebas.
—¿Qué opinas? —preguntó Quemada, mientras volvían al barrio.
—Parece que la madre le denunció por pasarse de listo. Cuando dejó de pagar, intentó vengarse.
—Sí. Aquí dice que se la tiró…, ¿cuántas veces? ¿Diez, doce?
—Algo por el estilo.
—¿Esperaron tanto tiempo a denunciarle?
—La madre dice que no lo sabía.
—Ya. Llega un hombre para darte dinero. Le dejas en casa, solo, con tu hija de trece años, durante un par de horas. ¿Qué se pensaba que iban a hacer?
—Ya ves por qué no llegó a los tribunales.
Quemada miró a su compañero.
—Ya lo creo. Tendrían que haber crucificado a Álvarez por corrupción de menores y a la madre por prostitución.
—Fantástico. Álvarez y la madre van a la cárcel y la niña al hospicio. Así entiendes tú la justicia.
—No estoy hablando de justicia. Estoy hablando de la ley. Otras personas toman esas decisiones, los políticos, los jueces. Que lo hagan. No es nuestro trabajo. Si quebrantas la ley, te perseguimos, punto. Nuestro trabajo no consiste en calibrar las consecuencias. Que lo haga otro mamón.
Miró la placa de la calle. Ya casi habían llegado. Los números de la calle iban en descenso. Quemada aparcó el coche en un hueco entre una furgoneta color pan y un Seat oxidado aposentado sobre sus ejes. La calle olía a alcantarillas y meadas de gatos. Abarcaba una crujía de sucias casas blancas, de dos plantas la mayoría, y alguna de tres, probablemente construida al margen de la legalidad. Tenían un pequeño balcón, algunas flores, toldos a rayas. Las aceras estaban sembradas de basura extraída de las bolsas negras por gatos hambrientos, que ahora estaban tendidos en todos los rincones sombreados de la calle, inmóviles pero atentos.
—Bonito barrio —comentó Velasco.
—Consecuencias —murmuró Quemada.
—¿Aún sigues con esas?
Quemada seguía sentado muy rígido, decidido a no salir del coche hasta que la conversación hubiera concluido.
—Sí, aún sigo con esas. Piénsalo. Piensa en la mujer, por una vez. Vamos allí, le preguntamos por qué su madre la prostituía hace más de treinta años, le preguntamos qué recuerda, qué siente. ¿Y si su marido está delante? ¿Qué haremos entonces?
—Le diremos que se largue. Eso es lo bueno de ser policía. Le dices a la gente lo que ha de hacer.
—Y después, ¿qué? Igual vuelve y le mide las costillas. Igual seremos causantes de un divorcio, de que el matrimonio se vaya a tomar por el culo.
—Tienes una imaginación desbordante. ¿Qué más da?
—A lo mejor es que me preocupa más que a ti.
—Sí —dijo Velasco—. Siempre había pensado que eras un tipo sensible. ¿Sabes lo que a mí me preocupa? Oso. Oso y las demás personas asesinadas. La reina de hielo. Si provocamos una pequeña crisis matrimonial en nuestro esfuerzo por parar la matanza, creo que me la sudará. Además…
Velasco echó un vistazo a la casa, dos puertas más abajo, mientras intentaba abrir un camino mental entre los mocos que empezaban a obstruir el interior de su cabeza.
—Además, no creo que vayamos a encontrar esta clase de situación en este vecindario, así que tómatelo con calma. Yo diría que, para la gente que vive aquí, la situación de su matrimonio es lo último que les preocupa.
Bajaron del coche y caminaron hasta la casa, procurando hacer caso omiso de los olores a alcantarilla y guisos innominables que colgaban en el aire. Velasco apoyó el pulgar en el timbre y prestó oídos. No oyó ningún timbre. Aplicó el oído a la puerta, pulsó el timbre de nuevo y no oyó nada, excepto la cháchara lejana de un televisor, y lo que parecía un crío berreando. Cerró el puño, echó hacia atrás el brazo y empezó a aporrear la puerta.