Menéndez miró el expediente que Quemada le había pasado y compuso una mueca. Podía tolerar el trabajo policial mediocre. Tenía que tolerarlo. La gente cometía errores. La gente pasaba por alto cosas. Pero esto era diferente. Esto era una chapuza. Alguien tendría que haberse dado cuenta antes. Alguien tendría que haber visto las señales. Él estaba de vacaciones cuando encontraron a Romero, pero había otros en el departamento que habrían debido verlo.
El cadáver de Luis Romero fue encontrado por un portero del parque de Alfabia, a las seis de la mañana del once de enero. El muerto estaba en el asiento del conductor de su Mercedes sedán dorado. Tenía las dos muñecas cortadas. Un tubo de goma conectado al tubo de escape entraba en el coche por la ventanilla del pasajero. El coche había estado con el motor encendido toda la noche, hasta quedarse sin gasolina. La autopsia había medido el nivel de monóxido de carbono en la sangre de Romero. Era casi inexistente. La causa de la muerte era pérdida de sangre debida a cortes en ambas muñecas. No se extrajeron conclusiones de los dos hechos. La muerte fue clasificada como suicidio y el caso se archivó.
Menéndez intentaba comprender la premisa de la conclusión. El agente encargado de la investigación creía que Romero había intentado matarse de una forma irreversible. A veces, casi siempre, los intentos de suicidio no equivalían a esfuerzos por morir serios. La gente hacía trampas, por ejemplo, tomaba suficientes píldoras para indisponerse, pero no para morir. A veces, era al revés. Querían dejar claro al mundo que no buscaban llamar la atención, y lo hacían matándose de una forma inexorable. Si saltabas desde el campanario de la catedral, la muerte estaba asegurada. Eso, en teoría, era lo que Romero había hecho. Empalmó el tubo de goma al tubo de escape, subió al coche, metió el tubo de goma por la ventanilla, subió la ventanilla, se sentó en el asiento del conductor y respiró los gases de escape, al tiempo que se cortaba las venas.
Quemada leyó la expresión irritada en el rostro de Menéndez.
—Apesta —dijo—. Yo leí la autopsia, y sí, la hicieron dos tíos diferentes, uno se encargó del cadáver y otro de los análisis de sangre, pero daba la impresión de que se habían confabulado.
Menéndez extendió los brazos con las muñecas hacia arriba.
—Si quisiera cortarse las venas, ¿cómo lo haría?
Quemada deseó que Velasco hubiera tenido tiempo de mirar más expedientes. No le gustaba Menéndez cuando se ponía a lanzar ideas. Eso era cosa de Oso. No le gustaba que intentara usurpar su lugar.
—No sirvo para estas cosas, señor.
—Pues empiece. Piense en ello. Piense en cómo lo haría.
Quemada contempló los brazos extendidos de Menéndez.
—Se necesita espacio. Es de locos. El tío mete el tubo de goma en el tubo de escape, vuelve a subir al coche y se sienta en el asiento del conductor. Es absurdo. ¿Ha visto el volante de ese Mercedes? Como el de un camión. Le estorbaría. Tendría que haberse sentado en el asiento del pasajero, no en el del conductor.
Menéndez dejó caer los brazos sobre el escritorio.
—Podría haberse cortado las venas, y luego pasado al asiento del conductor, donde solía sentarse. Habría estado más cómodo.
—Sí. Había tiempo, o habría tenido tiempo, si en realidad murió en el coche. Las heridas de las muñecas no eran tan profundas. El ayudante del forense con el que hablé dijo que con esos cortes habría tardado una hora en morir, pero es probable que no muriera en el coche. No había suficiente sangre. Si pasó una hora, con esos gases procedentes del tubo de escape, habría muerto por inhalación de monóxido de carbono, no por pérdida de sangre. De hecho, casi no había monóxido de carbono en su sangre. Fuera como fuera, no pasó mucho tiempo vivo en el coche mientras los gases entraban por la goma.
—¿Qué quiere decir?
—Una posibilidad es que se cortara las venas fuera del coche, se desangrara un montón en otro lugar, metiera el tubo de goma en el tubo de escape, subiera al coche y muriera. Lo cual me parece bastante complicado, incluso para un profesor universitario. La otra alternativa es que alguien, digamos, le ayudara. Alguien le cortó las venas, le puso en el coche cuando ya estaba muerto o casi muerto, y después metió el tubo de goma en el tubo de escape. Yo apuesto por esta última explicación, si quiere que le diga la verdad.
—¿Estas son todas las pruebas de que disponemos?
Quemada asintió.
—Todo. Examinaron el coche de una manera más bien superficial. Ahí tiene las fotos. No nos cuentan más de lo que ya sabemos. Los tipos que se encargaron del trabajo asumieron desde el primer momento que era un suicidio.
—Pese a que su mujer dijo que era imposible. Dijo que era incapaz de suicidarse.
—Perdone que le contradiga en esto, inspector, pero me he encargado de muchos suicidios. Siempre dicen eso. Es automático. Es su forma de intentar descargarse de la culpa. La mayoría de esos tíos se matan porque tienen problemas en casa. Tal vez ella se acuesta con otros, tal vez hay problemas de dinero. Una mujer no quiere admitir eso. Cuando dicen, «Él no lo hizo», en realidad están diciendo, lo hizo, pero no quiero admitirlo. Créame, es habitual.
Menéndez repasó el expediente. Era delgado, deprimentemente delgado. No había casi nada sobre los antecedentes de Romero, su trabajo, su vida familiar.
—¿Sabemos más sobre Romero de lo que hay aquí? ¿Quién era? Constará algo en el certificado de defunción.
Quemada extendió la mano y cogió la única hoja dedicada a sus datos biográficos.
—Poca cosa, ¿eh? Me parece increíble que lo dejaran así. La cuestión es, inspector, que no sabemos mucho sobre Romero. Miré el certificado de defunción. Fue de oficio, como los que extienden cuando el tío no tiene partida de nacimiento. Hablamos con su mujer. Dijo que nunca había tenido. Le causaba problemas cuando quería sacarse el pasaporte. Lo mismo sucedió a mucha gente nacida durante la guerra. Desapareció mucha documentación.
—¿Hemos interrogado a su mujer acerca de su familia?
—Ayer envié a algunos chicos a hablar con ella un poco más. No obtuvieron gran cosa. Parece que Romero era huérfano, creció en un hospicio de la ciudad. La mujer no sabía que tuviera parientes. A Romero no le gustaba mucho hablar de su infancia. Era un tema que prefería evitar. Interesante, ¿eh? ¿Está pensando lo mismo que yo?
—¿Que podría existir un vínculo con Catalina Lucena? En la ciudad hay montones de huérfanos, sobre todo de esa edad. Es una conjetura aventurada.
—Sí, y no sé cómo podríamos demostrarla. Tal vez los compañeros de Melilla nos proporcionarán algo.
—¿Ha hablado con la gente de la universidad?
—Sí. Los chicos lo hicieron después de hablar con la mujer. ¿Recuerda que ella le pintó como una especie de playboy, follando a troche y moche sin importar con quién? Bien, pues si lo hacía, era muy discreto. Sus compañeros de la universidad pensaban que era un tío muy normal. Buen trabajador, muy recto, callado. Introvertido, ya sabe. No lo veían como un playboy, de modo que tal vez cambiaba de personalidad una vez terminada la jornada laboral. Tengo algunos muchachos investigando eso. Hasta el momento, nada.
—¿Hablaron de su matrimonio, de sus colegas?
—Dijeron… que tal vez no iba tan bien. Parece que ella nunca asomaba la jeta por la universidad. Nunca iba a esos rollos que se montan, ya sabe, exposiciones de arte, veladas sociales y tal. Vi a algunas mujeres encantadoras, pero ninguna pensaba que el bueno de Luis les fuera detrás. No le culpo. Pollo visto, casi todos pensaban que su mujer era un muermo. No les caía nada bien.
Menéndez consultó su reloj. Eran las cuatro de la tarde, y tenía la sensación de que todo se estaba desmoronando a su alrededor. La ciudad estaba medio aplastada bajo la conmoción de las calamidades ocurridas la noche anterior. Torrillo se debatía entre la vida y la muerte. No parecía que estuvieran más cerca que antes de atrapar al asesino, de descubrir su identidad.
—¿Los diarios publicarán mañana el retrato robot?
—Sí. Ha salido en el telediario de mediodía. Ya hemos recibido algunas llamadas. Las están investigando. Sin embargo, se parece a mucha gente. Esto del retrato robot está muy bien si tienes un dato definitivo, como un tatuaje o algo por el estilo, o cuando ya conoces la auténtica identidad del tipo, pero cuando todo está a medias…, no sé.
—Quiero que investiguen todas las llamadas. Y a fondo.
—Claro —dijo Quemada—. Yo me encargaré. Perdone que se lo pregunte, pero ¿hay alguna noticia sobre Torrillo? Cuando salga del despacho, los chicos preguntarán.
La cara de Menéndez no mostró la menor expresión.
—Igual —dijo—. Está inconsciente. Ha perdido mucha sangre. Si sobrevive, tal vez haya secuelas graves. Es demasiado pronto para saberlo.
Quemada se cruzó de brazos y compuso una mueca.
—Joder. Pensar que tuve al tío al alcance de mi mano y se escapó. No puedo creerlo. Esas cosas no me pasan a mí.
Menéndez cerró el expediente.
—No piense en eso. Podría haberle pasado a cualquiera de nosotros. Tenía demasiados problemas al mismo tiempo, la multitud de la calle, Torrillo, la mujer. Nadie esperaba que se encargara de todo, y encima, le detuviera. Nadie lo habría hecho mejor.
—Sí —dijo Quemada, con una nota de amargura en la voz—. El problema es que sigo viéndole subir aquella escalera, sigo recordando el sonido de sus pasos, y pienso, si le hubiera disparado entonces, en lugar de esperar…
—No se atormente más.
—Sí, ya lo sé, pero voy a decirle una cosa. Cuando llegamos al final de la escalera, cuando vimos que había saltado por la ventana de atrás y llegado al patio como fuera, disparé. Vi su espalda y disparé. Puede que sea un policía de segunda división, inspector, pero soy un tirador de primera. Juraría que le alcancé. Oí un sonido, como un gruñido, un golpe sordo. Es lo que oyes cuando disparas a alguien. Nunca lo olvidas. Bien, yo lo oí, lo juro. Volví allí esta mañana. Miré en el patio. Nada. Algunos cubos de basura volcados. Nada. Ni sangre, ni el menor rastro. No lo comprendo.
Antes de salir. Quemada se detuvo en la puerta.
—Inspector.
Menéndez levantó la vista.
—Hay algo más que me está tocando los huevos, sobre la muerte de Romero.
—¿Qué es?
—Estamos trabajando sobre la teoría de que fue asesinado, ¿de acuerdo? Pensamos que alguien le mató, y luego lo disimuló como si fuera un suicidio.
—Esa es la teoría, sí.
—Bien, lo que me toca los huevos es, ¿cómo le cortas a alguien las venas, las dos a la vez? Romero no era un hombre pequeño. Se habría resistido. No había rastro de drogas en su sangre, como en el caso de los hermanos Ángel. Por lo tanto, no le drogaron. No hay marcas en su cuerpo sugerentes de que le ataran. ¿Cómo pudo ser?
Menéndez miró a Quemada. Tal vez la ausencia de Torrillo no fuera a notarse, al fin y al cabo.
—No lo sé. Sería muy difícil.
—A menos…
—¿A menos?
—A menos que fueran dos. Eso facilitaría la faena. Ahora que lo pienso, habría facilitado mucho la de los hermanos Ángel.
Menéndez miró a Quemada, algo sorprendido.
—Una idea muy interesante, agente —dijo—. Vamos a trabajarla un poco.