María despertó en la dura cama del hospital. Los efectos de la medicación se aferraban a su cabeza como una abrazadera de metal, presionaban, presionaban, presionaban. Se incorporó, apoyándose sobre las manos. Llevaba una bata blanca de hospital. Había algo almohadillado en el centro de su espalda. Un vendaje. La herida palpitaba, una sensación sorda y distante, como una contusión. Palpó el vendaje con la mano. Había un bulto del tamaño de un huevo pequeño que cubría la herida. Cuando lo apretó, el dolor apenas cambió.
—Vivirá —dijo Menéndez.
Estaba sentado en un rincón de la pequeña habitación, en las sombras, justo detrás del trapecio de luz amarilla que proyectaba la gran ventana situada junto a la cama. María parpadeó, trató de enfocar la vista en él. El silencio parecía colgar como una nube fría alrededor de su forma. Le costó concentrarse. Se preguntó cuánto tiempo habría dormido. Afuera, la calle estaba en silencio. Algo muy raro. Por lo general, las calles eran ruidosas, y más en Semana Santa.
—Qué silencio…
Menéndez se inclinó hacia adelante, apoyó la cara en las manos, se frotó los ojos. María le vio con más claridad. Parecía agotado, enfermo.
—La ciudad está de luto. Se han suspendido las celebraciones de hoy, en señal de duelo. Supongo que la gente se quedará en casa.
—¿La multitud? Anoche… sólo vi la mitad de lo que pasó.
—Tendría que haber una forma mejor de control. Había demasiada gente, doblaron la esquina a demasiada velocidad, les entró el pánico. No es la primera vez. El fútbol, los toros. Son cosas que suceden en esta clase de actos públicos. No debería, pero…
María esperó a que continuara.
—Murieron nueve personas, aplastadas. Muchas más resultaron heridas, aunque pocas de gravedad, gracias a Dios. Hoy todo el mundo se quedará en casa. Irán a la corrida, punto, a excepción de algunos festejos. Este año… Supongo que los festejos no se prolongarán mucho.
—¿Oso?
La cara de Menéndez se reintegró a las sombras. María no pudo verle.
—Está aquí. En cuidados intensivos.
—¿Puedo verle?
—No puedo contestar a eso, María. Ha de hablar con los médicos.
Aún no tenía claros los acontecimientos de la noche. Daban vueltas en su mente.
—Me salvó, ¿verdad? Sin él, estaría muerta.
—Sí —dijo Menéndez—. Creo que sí.
—¿Se pondrá bien?
El hombre hizo una pausa antes de contestar.
—No lo sé. Los médicos no lo saben. Está en cuidados intensivos. Inconsciente. Dicen que la herida es muy grave. Ha perdido mucha sangre. Aunque sobreviva…
—¿Sí?
—Si vive, tal vez quede paralítico. Aún no lo saben.
María cerró los ojos, se obligó a no llorar, lo consiguió.
—Es un buen hombre —dijo—. Un buen hombre. Se nota enseguida. Es como estar sentada junto a un fuego, se siente el calor.
—Lo sé —dijo Menéndez—. No le caigo bien. También lo sé. A pocos les caigo bien. Creen que soy demasiado ambicioso.
Dio vueltas a la palabra en la lengua, como si supiera mal.
—María.
Ella no miraba nada en concreto.
—¿Sí?
—No ha preguntado sobre usted. No ha preguntado qué le pasó.
—No —dijo, y pensó para sí, me da igual, ya todo me da igual—. Duele un poco. Como una contusión. Será poca cosa.
—Le tiró el dardo, María.
—Me acuerdo —replicó ella—. Me acuerdo muy bien.
—Los médicos dicen que le fue de esto —alzó la mano a la luz de la ventana, con el índice y el pulgar casi pegados, arrojando una sombra chinesca sobre la pared encalada— que no le atravesara el pulmón. Tuvo suerte. Mucha suerte.
María pensó en la herida y esta le dolió como reconociendo su presencia.
—Pero no dañó ningún órgano vital.
—No —dijo Menéndez, y trató de entender su desinterés—. No. Dicen que el músculo lo detuvo. Quizá esta noche pueda volver a casa. Tendrá que pasar el día aquí. Debería descansar.
—Quiero ayudar.
—Si descansa, nos ayudará.
—No me venga con sermones paternalistas. No pienso quedarme aquí tirada mientras ustedes van dando tumbos en la oscuridad, buscando a la persona que hace estas cosas.
Menéndez percibió la fuerza de su determinación y se alegró de que tuvieran pocas oportunidades de discutir.
—¿Le vio anoche? Quemada y Velasco pensaron que llevaba la capucha echada hacia atrás cuando entraron, pero no pudieron verle bien. Están seguros de que no era ninguna de las personas con las que hemos hablado.
—Le vi, y esta vez era él. Sin disfraces. Quizá pensó que sería fácil. Pues no. No le conocía.
—Si le envío a un agente especializado en retratos robot, ¿le ayudará a conseguir una descripción? Tienen algunos aparatos que le servirán de ayuda.
María asintió.
—¿Cuándo?
—Llamaré dentro de unos minutos y enviaré a alguien.
María intentó ordenar la secuencia de acontecimientos, intentó extraer más datos de su memoria. Aún no había llegado el momento. Quizá no había nada más que recuperar.
—No lo entiendo. ¿Qué hacían allí Quemada y Velasco? ¿Por qué sigue libre?
—Estaba oscuro, María. Usted estaba herida. Torrillo estaba herido. El hombre corrió escaleras arriba, parece que salió por detrás. Sabía lo que hacía. Dudaron entre perseguirle o ayudarles. Al final, hicieron un poco de lo primero y mucho de lo otro.
—Tendrían que haberle detenido.
—¿Lo habría hecho usted, dadas las circunstancias? Son policías, pero también seres humanos.
—Era la mejor oportunidad de que disponíamos. Tal vez la mejor de que dispongamos.
—Tal vez. No lo sé. Usted tampoco lo sabe.
Había una aspereza en su voz que surgía con mucha facilidad. Tal vez María estaba poniendo a prueba su compasión, su educación.
—Cogió mi agenda cuando estábamos en la oficina de Castañeda. Cuando dejé caer el bolso. La cogió. Me telefoneó la otra noche. Sólo para verificarlo. Pensaba que era el típico obseso que llama a mujeres.
—Me preguntaba…
—Tenía una llave. ¡Tenía una llave! ¿Cómo es posible?
—No lo sé. Tengo hombres que están haciendo pesquisas en la zona. Quizá descubran algo. Algo averiguaremos. Lo que no comprendo es… ¿Por qué intentó matarla?
María intentó recordar su cara, intentó recordar su expresión.
—¿Sucede todo al azar? —preguntó Menéndez—. Ve una oportunidad, encuentra una agenda y la aprovecha. ¿Nos habremos equivocado con la historia de Álvarez?
—¿No han descubierto nada?
—Nada. En Melilla no existen antecedentes. Nada, salvo algunos indicios delictivos antiguos sobre el propio Álvarez.
—¿Delictivos?
—En el sentido de que justificaban procesamientos. Álvarez tenía una lista de denuncias, larga como el brazo, por relaciones sexuales con chicas menores de edad. Violación. Algunas quedaron embarazadas. Ninguna llegó a los tribunales. Estaba demasiado bien relacionado para eso.
—¿Le gustaban las jovencitas?
—Eso parece.
—¿Antes o después de Catalina Lucena?
—Esas denuncias datan de los años cuarenta y siguen durante casi veinte años, y son las únicas que conocemos. Habrá más, supongo. Tal vez Catalina…
Su voz se disolvió en la nada. Parecía a punto de decir algo demasiado terrible.
—¿Tal vez le entró el gusto por Catalina? —preguntó María.
—Podría ser.
María intentó extraer un sentido a lo que estaba oyendo. Contenía cierto significado, pero no veía cuál era.
—¿Han encontrado la pista de las chicas que le denunciaron, de las que quedaron embarazadas?
—Aún no. Estamos en ello.
—¿Nunca fue juzgado?
—Todos los casos quedaron en suspenso, aunque al echar un vistazo a la documentación parece que habría sido fácil llegar a procesarlo. Hubo ciertas complicidades en algunos casos, dinero que cambió de manos, lo habitual, pero eso no alteraba el delito. Lo que acabó con Álvarez al final fue algo mucho más sencillo. Era tesorero de la cofradía, y les estafó.
—¿Mucho dinero?
—Unos dos millones de pesetas, por lo que hemos visto. Tal vez más.
—Eso es mucho dinero.
—Sí, y tampoco fue procesado, aunque parece que ese hecho precipitó su final político. Después, le expulsaron del ayuntamiento, y también de la cofradía. Acabado, social y políticamente.
—Supongo que le obligaron a devolver el dinero, ¿no?
—Eso habría sido lo normal.
—¿Lo pone en el expediente?
—No, pero en casos como este no suele constar. Si es un acuerdo entre caballeros, el papeleo es mínimo. Redactar un acuerdo formal de restituir el dinero sería como admitir que se ha robado, de manera que tal vez se hizo en privado.
—Los archivos de la cofradía…
—Sí, debería constar en los archivos de la cofradía, pero los principales han desaparecido. Quizá los robaron cuando Castañeda fue asesinado, pero sólo es una suposición. En esto, me he anticipado un poco a usted. Soy policía.
—Por lo tanto, algunos de los asesinatos podrían tener un móvil. No sólo por venganza, sino también por dinero.
—Es posible, pero ¿qué motivo había para matarla a usted?
María pensó unos momentos. Había una respuesta.
—Recuerde lo que dijo Oso. Puede que algunos asesinatos tuvieran un móvil, y que otros fueran al azar. Tal vez mate al azar a propósito, para hacernos creer que todos son al azar, que carecen de motivación, de lógica, de estructura.
Menéndez consultó su reloj.
—¿De veras cree que es tan listo?
—Sí —replicó María sin vacilar—. Es así de listo. Además, como dice Oso, le gusta. Le gusta matar gente. Lo vi anoche. Le proporcionaba placer. Tal vez es lo único que le proporciona placer.
—Un hombre agradable —comentó Menéndez—. Ardo en deseos de encerrarle en una celda.
María recordó las palabras del asesino: era el último lugar al que pensaba ir.
—Tengo prisa, María. Tengo muchas cosas que hacer. Le enviaré un artista lo antes posible. Ha de descansar. Ha de quedarse en la cama. Cuando los médicos le hayan dado el alta, llame a la comisaría. Enviaré a una mujer policía. Cogerá alguna ropa de su apartamento. Si quiere, puede quedarse allí. La vigilarán las veinticuatro horas del día. Si no, ya le encontraremos otro alojamiento. Piénselo. No hace falta que lo decida ahora. Entretanto, descanse, por favor. Enviaré a alguien con bebida y comida, si quiere.
Sólo la palabra despertó su hambre. Notaba el estómago vacío y hueco.
—Sí, comida. Sería estupendo.
Menéndez salió por la puerta como un hombre que no había dormido desde hacía días. Dos minutos después, apareció una monja con una bandeja: café, zumo de naranja, algunas pastas. María comió y bebió con voracidad, notó que recuperaba las fuerzas, y también otra cosa, la certeza de que los acontecimientos se estaban precipitando, en una dirección u otra, y de que llegarían a una conclusión, en la que ella participaría.
La monja volvió para recoger la bandeja. No aparentaba más de veinte años, fea, delgada, tranquila. María era incapaz de comprender, ni por un momento, qué podía impulsar a alguien hacia una vida semejante, a cualquier edad.
—Quiero el alta —dijo—. Quiero ir a casa.
—Primero ha de verla un médico —dijo la monja, sonriente. Una placa cosida al hombro ponía «Hermana Alicia»—. Las normas exigen que el alta vaya firmada por un médico. Esta tarde, creo. No habrá ningún problema. ¿Por qué no descansa hasta entonces?
—Lo haré. Hay dos amigos míos en el hospital. Antes de marchar me gustaría verlos. ¿Sería posible?
—¿El policía que llegó con usted?
—Sí.
La monja negó con la cabeza.
—Está en cuidados intensivos. Su estado es muy grave. Lo preguntaré. Quizá el doctor la deje verle desde fuera de la habitación. De todos modos, no ha recuperado la conciencia. No se enterará de que ha ido a verle.
—A pesar de todo, me gustaría verle.
—Lo preguntaré. ¿Cuál es su otro amigo?
—Catalina Lucena.
—Ah, doña Catalina.
María no descifró la expresión de su rostro, que ocultó muy bien.
—¿Sigue aquí?
—Sí, sigue aquí. Hace pequeños progresos, y a veces retrocede un poco.
—¿Podré verla?
—Lo preguntaré, no se preocupe.
—Gracias.
Veinte minutos después, llamaron a la puerta, y la hermana Alicia hizo entrar a un joven delgado vestido con un traje de algodón. Llevaba un ordenador portátil y se presentó como el artista de la policía. Dedicaron media hora a ver caras en la pantalla del ordenador. María repasó narices, ojos y frentes, ajustaron peinados, cambiaron la forma de cejas y orejas, pómulos y barbillas. Al final, pensó que habían conseguido un buen parecido. El experto imprimió una copia en una pequeña impresora a pilas. La examinaron con más detalle. Añadió algunos cambios a lápiz. Mejoró. Después, volvieron al ordenador, entraron los cambios, imprimieron otro bosquejo. Repitieron la operación tres veces, impresión, revisiones a lápiz, cambios en la pantalla. Al final, pensó María, lo habían conseguido. Aquel era el hombre.
—¿Hará dos copias? —preguntó María.
—¿Dos? —dijo el joven, sorprendido.
—Me gustaría tener una. Para mirarla. Para pensar.
—Claro.
Cuando el experto se fue, María examinó la cara de nuevo. Intentó imaginarla con un bigotillo, bronceada tras meses de exposición al sol. Después, la dejó sobre la mesita de noche y se puso a dormir.