Capítulo 34

Zumban

El roce de un millar de alas diminutas.

Zumban

Ante su cara hormiguean y dan vueltas, una espesa cortina viviente de cuerpos diminutos, rojos, amarillos y negros. Contiene el aliento hasta que sus pulmones duelen, hasta que siente que van a estallar. Aun así, se niega a respirar. Hay tantas, tantas, que respirar equivaldría a introducirlas en su cuerpo, a poblar sus pulmones de esa masa veloz y agitada de seres pequeños y quitinosos.

Zumban

Aún más ruidosos, aún más oscuros, empiezan a ocultar la luz. Nota sus alas, sus cuerpos duros y brillantes sobre la piel, siente que reptan sobre su cara, sus patas esqueléticas la sondean, la atormentan. Quiere agitar los brazos, quiere arrancarlas de su cuerpo, pero sabe que es imposible. Las avispas constituyen el universo, ya no existe nada más. Hasta el aire ha desaparecido. El mundo es un enjambre móvil, compacto e infinito, de insectos coloreados que la envuelven. La luz se desvanece, sus pulmones van a estallar. Un dolor duro como el acero asciende por su columna vertebral y se clava en su nuca. No hay oxígeno, no hay vida. Abre la boca e intenta gritar, pero cuando lo hace los insectos entran, se apelotonan en su interior, patas sucias y diminutas sobre su lengua, sus dientes, los pequeños cuerpos secos de su garganta, y avanzan, avanzan y avanzan. Siente que reptan en su interior. Siente las diminutas patas en la tráquea, los pulmones, el estómago. La invaden, tal como invadirían algo muerto, y María se pregunta, desde un lugar interior que aún no han ocupado, ¿es esto la muerte? ¿Es esto morir?

Entonces, las náuseas se inician desde la misma boca del estómago, un sencillo acto reflejo carente de inteligencia, que ignora el miedo alumbrado en la parte racional de su mente. La picarán cuando sean molestadas, cuando sean obligadas a salir de su cuerpo, la picarán, por dentro, inocularán diminutas agujas envenenadas en los vasos sanguíneos torturados de su cuerpo, la matarán con miles de agujas mortíferas.

Se sienta, y las náuseas empeoran. En su interior se alza un torrente seco y viviente, abre la boca de par en par y se marchan, el enjambre es expulsado a la oscuridad, sin dejar de zumbar, aún irritado.

Sufre más náuseas, y esta vez ve luz en alguna parte, una luz amarilla brillante, algo oculta por la masa de avispas en fuga, la clase de luz que proyecta una sola bombilla, demasiado potente para su cometido. Adquiere más brillantez a medida que las avispas se retiran. Ahora puede distinguir formas, casi familiares: está en una habitación, las paredes, el suelo, todo es pálido, casi translúcido, con un tenue tono violeta. La bombilla, de un amarillo lívido, oscila sobre ella, cuelga de un cable retorcido que cae del techo. Lo mira: no hay punto de unión, el cable oscila con suavidad, de lado a lado, a través del techo, como un péndulo barato, sujeto a un piñón que está muy, muy por encima de ella.

Mira otra vez y ve una mesa que antes no estaba allí. Es oscura, de madera granulosa, el dibujo se repite en bloques sobre la superficie, como una de aquellas gráficas generadas por ordenador que utilizaban en la universidad, un simulacro de algo orgánico, una ficción que reduce la realidad a un algoritmo mecánico.

Hay alguien sentado a la mesa. Tal vez más de una persona. Parpadea, vuelve a mirar, y es ella la que está sentada a la mesa, todavía en bata. Sus brazos, que ahora aferran con fuerza la silla en que se sienta, están cubiertos de sangre. Mancha sus manos de un escarlata profundo, y se pregunta si alguna vez se irá. Alguien le sonríe al otro lado de la mesa. Nota la ternura aun antes de alzar la vista. Mira, pero sabe quién es antes de ver su cara. Luis está sentado frente a ella, el antiguo Luis, el Luis sano, antes de que el cáncer empezara a roerle. Está sentado en su postura acostumbrada, los hombros un poco hundidos, la delgada clavícula visible en el cuello bronceado. Lleva una camisa de algodón marrón claro. Recuerda que se la lavaba, recuerda que él reía cuando se la planchaba, recuerda sus palabras risueñas: «¿Trabajamos en la universidad para saber planchar?».

Luis la mira y es el antiguo Luis. Hay una luz en sus ojos que desapareció seis meses antes del final. Tal vez incluso antes de que enfermara. El cuerpo empieza a morir antes de que la mente admita el cambio. Debe de ser cierto, pensó. ¿Cómo se podría resistir, si no?

Luis sonríe de nuevo, y esta vez su boca se abre. María mira, se ve obligada a mirar, aunque por dentro su cabeza pide a gritos la huida, suplica un respiro.

Luis abre la boca. Sus dientes, en otro tiempo tan blancos, tan perfectos, son ahora raigones ennegrecidos, que brillan bajo la luz amarillenta. Percibe el olor a putrefacción desde el otro lado de la habitación, dulce y hediondo. Cuelga en el aire como una nube fétida. Y su boca se sigue abriendo, más de lo que cualquier boca humana podría.

María intenta apartar la vista, pero su cabeza se niega a obedecerla. El olor es insufrible. Nota que lo respira, lo saborea en su boca, en la garganta.

Algo se mueve ahora dentro de la boca de Luis, una cosa oscura, viva y amenazadora. Crece, cambia de forma, sale de su garganta, bulle sobre sus dientes. Reptan sobre sus labios, las avispas, escarlata, rojas, amarillas y negras, las malditas avispas, emigran de sus pulmones, empiezan a devorar su cara.

La voz de María enmudece cuando intenta gritar. Ahora empiezan a picar. Ve que los labios de Luis se hinchan a causa del veneno. Se transforman en protuberancias abultadas, carnosas, lívidas, espantosas. Pero él aún sonríe, mientras el zumbido aumenta de intensidad.

Oye un sonido tenue y agudo. Es su propia voz. Algo escapa al conjuro que la mantiene controlada. Este nimio hecho enciende alguna chispa en su interior. Mira a Luis y piensa, no eres real. Intenta pronunciar las palabras. Salen, pero no suenan bien. Son como los balbuceos de un niño: no eres real. El zumbido remite un poco, el ser sentado al otro lado de la mesa se desenfoca. El rostro espectral y distendido adquiere una tonalidad neblinosa, irreal. Ahora es más pálido, más etéreo, y la figura ya no recuerda a un ser humano.

Estoy viendo al demonio, piensa María. Es él y todas sus obras. Y no estoy asustada. No estoy asustada.

Se inclina hacia adelante, intenta enfocar la vista en la figura, le resulta imposible. Respira hondo. El aire es asfixiante, sofocante, caliente, pero ya no sabe a putrefacción. El zumbido casi ha desaparecido. Es capaz de creer, cree, que sólo existía (¿existía?) en su cabeza.

—No eres real —dice, y esta vez las palabras vibran en el aire. Es su voz, su propia voz, inconfundible, firme.

Echa el cuerpo hacia atrás, se sienta bien tiesa, siente el dolor que lacera su hombro y obliga a sus ojos a cerrarse. Obedecen, el mundo se convierte en un telón rojo sangre surcado de venas, el sonido de un insecto monstruoso, el sonido de alas gigantescas, invade por un momento la habitación. Nota su aleteo, siente el aire en su cara. No lo respira. Después, el sonido se desvanece, el aire es más fresco, más limpio.

Abre los ojos. Al otro lado de la mesa está sentado Torrillo. Lleva una camisa blanca. Manchas rojas, oscuras, húmedas y brillantes, aparecen en la mitad inferior de su cuerpo. La hoja plateada aún sobresale de su abdomen. Está sonriendo, la sonrisa de siempre, la sonrisa real. Sus dientes son reales, aunque hay sangre en ellos, y también en su garganta. Pero es el Torrillo real. María lo sabe, de alguna manera.

—Oso… —dice.

Y entonces, las palabras se le escapan, flotan en el aire, en algún lugar lejos de su alcance.

El hombre sonríe, la enorme sonrisa familiar.

—¿Te pinchó, María? Te pinchó, ¿eh?

Ella asiente.

—¿Duele?

María sacude la cabeza.

—No… lo sé.

—A mí me dio un buen viaje.

Torrillo rodea con las manos la empuñadura del estoque, intenta arrancarlo de su cuerpo. Sonríe.

—Me dio un buen viaje, María.

La mascarilla verde y las paredes de terciopelo rojo.

La voz es débil, algo quebrada. María intenta escudriñar sus ojos. En el fondo, no quiere ver, revolotea la sombra ajena del miedo.

—Me has salvado, Oso.

—¿De veras? —pregunta él, con ojos desorbitados—. ¿De veras? Eso está bien.

—¿Puedo…? —Se pregunta si debería preguntarlo, si es necesario—. ¿Puedo yo salvarte?

Torrillo medita unos segundos.

—No lo sé, María. Como ya te he dicho, me dio un buen viaje.

—Quiero hacerlo. Quiero hacerlo.

Siente que las lágrimas se están agolpando en sus ojos.

—Déjame hacer algo.

Torrillo sigue sonriendo. Sigue pensando.

—¿Has visto la película de Woodstock, María?

—¿Woodstock?

—Claro. Los polis tienen permiso para ver películas. Los polis tienen permiso para ser aficionados a la música.

—Sí. Hace años. Vi la película de Woodstock.

—¿Recuerdas el trozo en que empieza a llover a cántaros?

—Me acuerdo. Creo.

—¿Recuerdas al tío del escenario, se llama algo así como Wavy Gravy, cuando ve que todo se va al carajo y se da cuenta de que la multitud se está cabreando como una mona?

—Sí.

—Entonces va y dice: «Tal vez, y sólo tal vez, si todos empezamos a pensar en la lluvia y a desear que se vaya, se irá». Todos se ponen a pensar. Todos se ponen a gritar, «Lluvia no, lluvia no, lluvia no…». Miles de personas, cientos de miles de personas. «Lluvia no, lluvia no, LLUVIA NO».

—¿Funcionó? No me acuerdo. ¿Funcionó?

Oso ríe. Un grueso reguero de sangre resbala por su barbilla, mancha la pechera de su camisa.

—¿Sabes lo más divertido? Yo tampoco me acuerdo. La lluvia paró, desde luego, pero no sé si enseguida. No lo sé. No salía en la película.

—Esto no es una película, Oso.

—No, María. No lo es.

—¿Y?

—Tal vez necesitemos un poco de fe, no lo sé. Sé que sólo tú puedes proporcionarla. De mí no saldrá, ni del inspector jefe o los demás compañeros. Ha de salir de ti. Por eso estás aquí. No me preguntes cómo lo sé. Ignoro la respuesta. Pero hazlo.

—¿Por qué? ¿Por qué yo?

Torrillo hincha las mejillas, se parece un poco a Dizzy Gillespie, expulsa una enorme bocanada de aire. Parece más pálido, piensa María, parece cansado. Su cara, su cuerpo, se están borrando, desvaneciendo como la sonrisa del gato de Cheshire.

—Si lo supiera todo, María, te lo diría.

Después, cruza los brazos delante de él, uno apoyado ligeramente sobre el estoque clavado en su cuerpo, cierra los ojos y se pone a dormir, se borra, se borra, se borra.

—¿Oso?

Ningún sonido.

Zumban

Esta vez con fuerza. Un dolor agudo y acerado acuchilla su brazo.

Zumban

Grita, las náuseas regresan, pero esta vez son reales.

Un líquido acre, áspero, repugnante, asciende a su garganta, bilis, vomita, siente que el ardiente vómito surge de ella, retiene los últimos restos en la boca, sorbe por la nariz ruidosamente, siente el sabor amargo detrás de los ojos.

Alguien la sostiene. Una voz emite sonidos tranquilizadores. La luz destella. La noche está llena de ruidos: sirenas y gritos, sollozos y el matraqueo de camillas sobre la piedra.

Abre los ojos. Sobre ella se yergue un médico, con una mano alrededor de su hombro. Sostiene una hipodérmica en la mano libre. Enfoca su rostro: neutro, vigilante, impasible.

Habla, pero las palabras no están sincronizadas con sus labios.

—Se pondrá bien —dice—. La herida no es de gravedad.

María se da vuelta de lado, nota el dolor de la espalda.

—¿Oso? —pregunta en silencio.

El cuerpo ha desaparecido y afuera la noche bulle de actividad.

—¿Oso? —repite.

Entonces, la oscuridad desciende sobre ella, cae como una cortina de plomo, la sume en la inconsciencia bien a su pesar.

—Lluvia no… —susurra María, y entonces, el gran filtro químico de la droga la empuja al sueño.