Capítulo 33

—Sabía que era una mala idea —dijo Quemada, casi sin aliento—. No hay que tentar al destino. Sales de la oficina, coges la radio. Esperas a que te pongan la cerveza delante. Entonces, llaman… Si al menos nos hubieran pillado cerca de la comisaría…

Corrían de una forma sistemática, las chaquetas aleteando a su alrededor, corrían por la galería comercial a oscuras, en dirección a la calle que había al final. Desde la esquina llegó el estrépito de una ambulancia.

—Joder —masculló Velasco—, ¿quieres dejar de protestar? ¿Cómo iba a saber yo que estaríamos al lado cuando nos llamaran?

Los dos hombres llegaron al final de la amplia galería, se detuvieron, jadeantes, con las manos en la cintura, y contemplaron el caos de la calle. Contemplaron los cuerpos, algunos inmóviles, otros que se movían. Un gemido siniestro invadía la calle.

—Mierda —dijo Quemada—. Parece que haya estallado una bomba. ¿Qué dijeron por la radio?

—Una oleada de pánico, nada más.

Más ambulancias llegaban desde el lado opuesto de la calle.

—Quedé de los últimos en primeros auxilios —dijo Quemada—. Dejaremos el trabajo a los médicos.

—Daremos muy mala impresión.

—Bien, preguntaremos qué podemos hacer. Situaciones como estas hay que dejarlas en manos de los expertos.

—Sí… —dijo Velasco.

Pero estaba pensando en otra cosa.

—Oye… —Señaló hacia la acera opuesta—. ¿Ves eso?

Quemada siguió la dirección de su dedo. Una enorme figura corría por la acera, más rápido de lo que parecía posible para su envergadura, subiendo y bajando los brazos, la cabeza oscilando de un lado a otro como un toro furioso.

—Algo… —murmuró Velasco.

—Es Oso, por los clavos de Cristo. Es Torrillo.

—Sí —dijo Velasco.

Los dos hombres empezaron a correr como autómatas, con la frente perlada de sudor. La humedad se aferraba a sus torsos.

Mientras corrían, Quemada introdujo la mano bajo la chaqueta, desabrochó la pistolera y extrajo la 38 reglamentaria. Velasco le imitó sin pensar, al tiempo que seguían avanzando hacia el charco de luz que ahora había engullido a Torrillo.

—¿Has oído eso? —preguntó Quemada, sin aliento.

—Sí… —contestó Velasco, y agarró la pistola con más fuerza.

Al acercarse, oyeron que alguien gritaba.

María rodó instintivamente, rodó a la izquierda sobre el suelo duro y polvoriento del vestíbulo.

La mascarilla verde y las paredes de terciopelo rojo.

Oyó un silbido que pasaba sobre su cabeza, un impacto en la madera, y pensó, el dardo. El primer dardo había errado su blanco. La luz estaba encendida, la luz áspera y brillante de una bombilla eléctrica demasiado potente para su cometido.

—¡No! —chilló—. ¡No!

Sintió su presencia a escasos metros de distancia, intuyó su confusión. Cuando había entrado por la puerta, cuando la luz se había encendido de repente, ella le había vislumbrado un instante, alto, erguido, pero informe. Era como si no hubiera rostro bajo la capucha, ni forma debajo de la tela. La mancha roja, amorfa y maligna, lo era todo, un ser en sí misma. Entonces, el dardo había errado, y María intuyó, casi palpó, su confusión. No avanzó ni intentó herirla de otra forma. Se mantuvo a unos dos metros de distancia, y ella vio que buscaba algo en el hábito. Lo comprendió: no se acercará, no se acercará hasta que me haya herido de otra manera. Existía un mecanismo, un procedimiento, y tenía que seguirlo.

Estuvo a punto de prorrumpir en carcajadas histéricas. Hasta que decidiera la siguiente fase del procedimiento, el siguiente paso del asesinato, su asesinato, estaría a salvo, podría pensar en cómo defenderse. La hoja del cuchillo centelleaba en el suelo. María rodó una vez más, giró trescientos sesenta grados sobre el linóleo seco y gris, quedó con la cara a escasa distancia de la puerta, del asesino, lanzó la mano hacia el cuchillo, con los dedos extendidos, y se preguntó, ¿seré capaz de utilizarlo? ¿Servirá para defenderme?

Pero no logró apoderarse de él. Un pie apareció ante sus ojos, alejó el cuchillo de una patada, le oyó reír (¿reír?), y un súbito dolor estalló en su omóplato derecho, una agonía penetrante que desgarró los músculos de su espalda como una espada al rojo vivo.

Chilló con más fuerza que nunca, tan fuerte como creyó posible, sacó la mano izquierda de debajo de su cuerpo, tanteó su espalda, sintió que los tendones de su brazo se tensaban. Tocó el dardo. Palpó la pluma y el fuste, clavado en su piel. Se preparó para resistir el dolor, tiró con fuerza del dardo metálico y lo arrancó de su espalda, un poco inclinado, torturando la herida un poco más, y un dolor penetrante atravesó su cabeza como un cuchillo. Ahora, la secuencia de acontecimientos poseía una claridad preternatural. Cada momento era de una lucidez cegadora, se le aparecía hasta en sus menores detalles, el acto más ínfimo era portador de una vida finita, como fotogramas de una película. Vio las motas del polvo que se alzaban del suelo mientras rodaba de nuevo. Olió a su atacante: sudor, betún, el tenue olor agrio a orina. Percibía los ruidos de la noche, de su mundo cada vez más pequeño, como señas de identidad individuales, cada una provista de su etiqueta propia: el lejano martilleo de una bocina que resonaba en las paredes de piedra, los gemidos de las personas heridas y agonizantes de la calle, el crujido del hábito que llevaba el hombre. El batir de alas, alas de polillas, en el aire húmedo y pegajoso.

Esto es lo que pasa antes de morir, pensó. Esta veloz magnificación de los sentidos, esta momentánea concentración de la personalidad en los últimos e inmediatos elementos de la existencia. Sintió que su vida oscilaba como una vela en la brisa que soplaba sobre ella. Entonces, cesó de moverse, tendida de espaldas, con los ojos abiertos de par en par, clavados en la figura que se cernía sobre su cuerpo. Se había echado atrás la capucha. Un rostro vulgar, de unos treinta años, quizá mayor. Cabello oscuro corto y pegado al cráneo. Ojos oscuros, centelleantes. Tez bronceada, afeitada. Sonreía. En la mano derecha empuñaba el estoque, levantado, esbelto y plateado, y avanzaba con lentitud y determinación.

—No le conozco —dijo María en voz baja, con su espalda dolorida apretada contra el suelo, la mirada fija en él, los oídos atentos al parsimonioso tictac, esperando, confiando—. No le conozco.

Otra forma abarcó su visión. Grande y familiar, gritó con una voz que reconoció, una voz que comunicaba esperanza. Vio que el estoque se alzaba en el aire, oyó que el tictac se desvanecía en la nada.

La noche hizo una pausa, se zambulló en las tinieblas, y ella se movió de nuevo, en cualquier dirección que podía, a derecha e izquierda, con el fin de alejarse de la confusión que sucedía sobre ella, de los gritos, las luces, el ruido.

Después, sonaron más voces, más gritos. Lanzó un chillido de dolor cuando alguien la pisó, como si hubieran aplicado una corriente eléctrica a su herida, y después saltó sobre ella.

Unos pasos ascendieron la escalera a toda prisa, en la oscuridad, la puerta de su apartamento se abrió con estrépito.

Una especie de paz.

Una especie de seguridad.

La luz se encendió de nuevo, la cegó, se cubrió los ojos con las manos. Intentó pensar en su cuerpo, en el dolor de su espalda. ¿Había algo más? ¿Había recibido más heridas?

No había nada más. De eso, al menos, estaba segura.

Las voces. ¿Quemada? ¿Velasco? Bajaban la escalera, se gritaban mutuamente, proferían obscenidades que resonaban en las estrechas paredes como los gritos de dos dementes.

Abrió los ojos y les miró. Llevaban las pistolas caídas a los costados y bajaban a toda prisa la escalera, con otra idea en la cabeza.

Torrillo estaba tendido en el portal, como un gigantesco animal. El estoque sobresalía de su chaqueta como una estaca plateada. Su cara tenía el color del papel. Su enorme pecho subía y bajaba con leves movimientos.

María se arrastró hacia él y posó una mano sobre su cara. Estaba fría y húmeda. La sangre se había coagulado alrededor de la base del arma, oscura y pegajosa. Se inclinó sobre él y susurró en su oído:

—No te mueras, Oso, no te mueras.

Se puso a llorar, sus hombros se estremecieron, todo su cuerpo presa de un espasmo involuntario animal.

—Iré a buscar a un médico —dijo Quemada, y salió a la calle.

Volvió al cabo de lo que se le antojó un siglo con un joven que vestía una chaqueta de nilón blanca, con una cruz roja bordada en la pechera.

—Le denunciaré por esto —dijo el médico—. Tengo trabajo ahí fuera.

—Sí —dijo Quemada, y le apuntó con la pistola—. Aquí también tiene trabajo.

—Baja esa mierda —chilló Velasco—. ¿Te has vuelto loco?

Quemada se acercó a su compañero y aplastó su cara contra la nariz de Velasco, tan cerca que sólo los separaba el ancho de un lápiz.

—Era la única forma de traerle. ¿Comprendido, compañero? Era la única forma. ¿Sabes la que se ha liado ahí fuera?

Velasco retrocedió, resopló y miró hacia la calle. Después, desvió la vista hacia María.

—¿Se encuentra bien? —preguntó.

Estaba tendida al lado de Torrillo, le hablaba, susurraba en su oído.

No tenía mal aspecto, pensó Velasco. No quería preguntar más. No quería saber más. No quería estar allí.

El médico se agachó, examinó el arma hundida en el pecho del hombre.

—Joder —exclamó—. ¿Qué cojones…?

—Haga algo —le interrumpió Quemada—. Sáquela, lo que sea.

—Si la saco, se morirá.

Tomó el pulso a Torrillo, miró de nuevo la herida. Después, sacó la radio.

—Usted, el mongolo de la pistola —dijo el médico—, vaya a mi furgoneta. Pida la bolsa de heridas graves, la que lleva plasma. No hay nadie en la calle con este tipo de herida. No creo que la hayan utilizado.

Quemada desapareció en la noche.

María escuchaba la respiración de Torrillo. Era tan tenue que parecía insuficiente para insuflarle vida, para bombear la cantidad de oxígeno necesaria para aquel corpachón.

—¿Vivirá? —preguntó Velasco—. Es un poli. Un buen tipo. ¿Vivirá?

El médico contempló la herida, contempló la sangre que escapaba lentamente.

—A mí que me registren —replicó.

Entonces, miró a María. Esta se había desmayado sobre el suelo, tendida de costado. Una pequeña mancha de sangre estaba naciendo sobre su omóplato y extendiéndose sobre la bata.

—Mierda —masculló el médico.

Pasó sobre la forma caída de Torrillo para tomar el pulso a la mujer.