Capítulo 32

Menéndez bajó del coche cuando llegaron a la comisaría, dijo que el inspector jefe les esperaba a todos a las ocho de la mañana siguiente, y entró. La noche era negra, aterciopelada. Hasta los focos que iluminaban la catedral parecían impotentes para rechazarla. La oscuridad engullía sus rayos, de un amarillo profundo. Apenas una tenue aurora de luz brillaba por encima de la superficie de la ciudad. El mundo estaba inmóvil y silencioso sobre las calles abarrotadas y el clamor de las procesiones.

Torrillo puso la primera y se alejó poco a poco del bordillo. Había demasiada gente para correr.

—¿Qué haremos mañana? —preguntó María—. ¿Cuál será nuestro próximo paso?

Torrillo meditó en la pregunta.

—Tenemos pistas —dijo—. Tenemos a Catalina Lucena, a Álvarez, a Romero. El cuadro que descubriste. Hay que seguir una serie de pistas. El inspector jefe está cada vez más implicado. Ya lo has visto hoy. Es un hombre ocupado, pero está en todo.

María percibió las dudas en su voz y pensó que casi podía sentirlas. Torrillo parecía el único indiferente a los altibajos del caso. Ahora, incluso él empezaba a preguntarse cuál sería el siguiente paso.

—Todos estamos esperando, ¿verdad?

El hombre se volvió, perplejo.

—¿Eh?

—Estamos esperando a que pase algo. Otro asesinato. Eso nos podría acercar un poco más al asesino. Es preciso que cometa un error, y así podremos detenerle.

Torrillo estrujó el volante, hizo una mueca.

—No —dijo—, eso no es verdad. Estamos haciendo lo que podemos, tenemos algunas pistas, le echaremos el guante. Sabemos bastantes cosas, si te paras a pensarlo. Sabemos que al tío le gusta la pintura. Sabemos que su puesta en escena es de tipo sexual, incluso puede que haya drogas de por medio. Sabemos que es aficionado a los toros. Y todo ese rollo del pasado, que también puede tener su importancia. Así son las cosas a veces, pero no pasa a menudo. La vida es un lío, María. Se nota mucho en los policías. Crees que estás por encima de todo, que nunca terminará. Entonces, doblas una esquina, casi sin pensarlo, y ya has llegado. Bingo.

—Sí.

Entraron en la calle de María. En la óptica cerrada vio un par de gafas gigantescas de neón que parpadeaban en la noche: rojo, verde, azul y amarillo. Pensó en el sistema que las accionaba: activadores, relés, cables eléctricos, iones de gas que bailaban en el interior de los tubos, todos se ponían firmes cada vez que el interruptor se encendía y apagaba. Igual que nosotros, pensó María. Activación, respuesta, activación, respuesta.

Torrillo frenó junto al bordillo y apagó el motor.

—¿Te encuentras bien? —preguntó.

Ella asintió.

—Estoy bien. Ha sido un día largo, eso es todo. Hablar con Catalina Lucena no ha sido una experiencia agradable.

—Bienvenida al trabajo policial. Si quieres oír cuentos, ve a trabajar a una guardería.

María sonrió.

—Algunos cuentos son muy aterradores, Oso. Piénsalo. Hansel y Gretel. Caperucita Roja… Canibalismo, alusiones sexuales muy claras.

—Sí —sonrió Oso—. Me gustaban mucho esos cuentos cuando era pequeño. Cuanto más horribles mejor.

—¿Por qué?

—¿Por qué? Muy sencillo. Cuando tu papá te acaba de acojonar con uno de esos cuentos de horror, todo lo demás, el mundo normal, te parece real. Muy seguro. Muy confortable. ¿No te pasaba lo mismo cuando eras pequeña?

María negó con la cabeza.

—Nunca, Oso. Tú vives con este rollo, pero a mí me asusta. El mundo, el mundo real, aún me asusta.

—Nos asusta a todos a veces, María, pero no puedes pasarte toda la vida asustada. A todos nos llega el final, pero no vives pendiente de eso. Vives pendiente de lo que pasa antes. De lo contrario, ¿cuál sería el sentido de vivir?

—Hay que vivir con seguridad.

—No salgas de tu casa y estarás segura hasta que mueras, a menos que haya un terremoto, o tus riñones empiecen a pudrirse. Más segura que el copón. ¿Eso quieres?

María no contestó. Una imagen se formó en su mente. Tendría unos cuatro años y en la tele pasaban un documental sobre la selva. Por la pantalla no cesaban de desfilar los animales que más odiaba, insectos, serpientes y plantas venenosas, una selva llena de cosas que ansiaban morder, picar y matarte, sólo porque habías entrado en sus dominios, sin ningún otro motivo, sólo porque ellas eran así. Y a sus cuatro años, había pensado en la respuesta. Había visto algo en otro programa de televisión: el Chico de la Burbuja. Te envolvías de pies a cabeza en aquel gran traje de plástico que te aislaba hermética y absolutamente de todo lo que era desagradable, el traje con aquel tubo de aire que salía al mundo exterior, montones de filtros que eliminaban la basura, y allí vivías, abrigado, encerrado y seguro.

El Chico de la Burbuja. La Mujer del Nido.

No tardarías en nadar en tu pipí y tu caca, María, y nadie la limpiaría. Ya lo sabes, ¿verdad? No eres tan tonta.

La diminuta voz interior rio en el fondo de su cabeza y ella esperó a que se desvaneciera. Quería estar en casa, en Salamanca, tranquila y sola.

—Te diré una cosa, María —habló Oso, y ella deseó por un momento que no fuera tan insistente, deseó que la dejara en paz—. Ahí en la esquina hay un bar. Deja que te invite a una cerveza. Podemos hablar. Aún es temprano.

—¿Temprano? Son casi las doce. Oso.

—Para la ciudad es pronto, créeme. Esta noche hay una de las procesiones más importantes. La más grande antes de la principal, el fin de semana. Cuando empiece no podremos ni movernos, de tanta gente que habrá, pero hay tiempo. Podemos hablar.

—¿Sobre qué?

—Sobre lo que quieras. Yo hablo, tú escuchas. O al revés, si te apetece. Es un consuelo, cuando el día termina. Por eso los policías beben. Para hablar, para desahogarse. De lo contrario, te volverías loco. Quien te diga que nos gusta ir de bar en bar con la única intención de emborracharnos es una sabandija mentirosa, que está pidiendo a gritos un puñetazo en la boca.

María intentó sonreír.

—Eres muy amable. Oso, pero creo que me quedaría dormida antes de que hubieras dicho una palabra. No te ofendas. No es por tu culpa. Es mía. Estoy agotada, y si debo estar en la comisaría a primera hora de la mañana, necesito dormir un poco.

—¿Dormir? Típico de una paisana. La ciencia médica ha demostrado de manera concluyente que la mayoría de nosotros sólo necesitamos dormir dos horas, tal vez tres, por la noche. Nada más. El resto es un lujo egoísta, María, y tú lo sabes.

—En ese caso, pienso permitirme ese lujo egoísta. De todos modos, ve a tomar una cerveza. No me chivaré.

Abrió la puerta del coche, dijo buenas noches y cruzó la calle. Torrillo vio que rebuscaba la llave en el bolso, la introducía en la cerradura, abría y entraba. Pocos momentos después, una luz se encendió en el piso de arriba y la vio mirando por la ventana, una silueta inmóvil e indefinida.

—Una mujer triste y solitaria —se dijo Torrillo—. Sólo Dios sabe quién la sacará de esa situación.

Consultó su reloj: las once y media. Se humedeció los labios. Hacía tiempo que conocía el bar de la esquina. Tenía buena cerveza, la Cruz Campo habitual, pero también algunas extranjeras. Torrillo cerró los ojos y pensó en un vaso largo y alto, tan helado que estaba opaco, lleno de una Miller fresca, recién servida de la botella.

—Una y sólo una —dijo—. A menos que me entre el mono.

Salió del coche y esperó a que pasara una multitud: jóvenes en tejanos, un cura, algunos monaguillos con velas. El aire olía a incienso y cigarrillos baratos, el primer indicio de la atmósfera cargada de electricidad propia de las grandes ceremonias, las grandes procesiones.

Torrillo siguió al grupo unos veinte metros, hasta llegar a la puerta del bar. Entró, sonriendo de anticipación. Algo inquietó su mente. Intentó concretarlo. Cuando le sirvieron el vaso, con tan buen aspecto como había presagiado, lo recordó por fin. Entre el grupo que acababa de pasar caminaba un solitario hábito rojo. Un hábito de penitente. Solo.

Torrillo sacudió la cabeza y trató de aclararla.

—Mierda —dijo para sí—, ya estoy pensando como ella.

Bebió la cerveza de un solo trago, dejó una moneda de doscientas pesetas sobre la barra y salió a la calle. Habrá sido la bebida, pensó. Debía de estar demasiado fría. De pronto, se descubrió temblando, y notó que el sudor se pegaba a su camisa de algodón blanca.

María daba vueltas en la cama, sin poder dormir. Estaba desnuda bajo una sola sábana. La ventana estaba entreabierta y una brisa casi fresca se colaba por ella. Pero el sueño no llegaba. Cuando cerraba los ojos, formas e imágenes se movían en la oscuridad. Conseguían que se sintiera mareada. Su cabeza daba vueltas. Notaba un sordo e insistente dolor en cada sien. Era como si el cansancio la impidiera dormir.

Se enderezó, encendió la luz, buscó debajo de las sábanas y encontró una bata, fina y arrugada. Saltó de la cama, fue a la cocina y bebió un vaso de agua. Eran casi las doce. A este paso, dormiría con suerte cinco horas antes de volver a levantarse. Quizá Oso tenía razón. Quizá no necesitaba dormir tanto. Al cabo de un tiempo, quizá te adaptabas y ya no importaba.

Entró en la sala de estar y se sentó en el sofá. ¿Sólo habían pasado veinticuatro horas desde que había estado en la misma postura, pensando en Pablo, mirándose y preguntándose, soy yo, la misma de siempre? Cuanto más permanecía en la ciudad, más distancia parecía existir entre su antiguo yo, el yo de la universidad, tranquilo, frío, irreflexivo, y esta nueva persona, esta frágil persona propensa al dolor, a dejarse influir por los acontecimientos que la rodeaban. Su vida era de una simplicidad monótona: si no querías a nadie, ni siquiera a ti misma, nada podía herirte. Si erigías suficientes muros, suficientes barreras, entre tú y el mundo, nada podía colarse entre las grietas. Gran idea. Lástima que estuviera en la ciudad. No había muros lo bastante altos, no había lugar seguro. Así era la ciudad…

María se descubrió casi dormida, con los ojos abiertos y erguida en el sofá. Sin soñar nada en particular, un ruido sordo se infiltró en su cerebro. Tardó un momento en detectarlo, otro en reconocerlo. Después, con una sacudida física, se encontró de nuevo en su cuerpo, de nuevo en su interior. Y el teléfono estaba sonando.

Se acercó y lo descolgó.

—¿Diga?

Una voz que casi reconoció, una voz masculina, joven, pero no juvenil, habló en cuanto ella contestó.

—Aún no lo sabes, ¿verdad? No puedo creerlo. Aún no lo sabes.

María intentó pensar, encauzar la conversación. Iba recordando lentamente la llamada de la noche anterior.

—¿No sé qué? ¿Quién es usted?

La voz al otro lado de la línea rio.

—No me extraña que lo preguntes —dijo, y María sintió un frío repentino.

—¿Qué quiere?

—Que me reconozcas. Quiero que me reconozcas, María.

No le gustó que usara su nombre.

—Voy a colgar —dijo, y alejó el auricular de su oído. Lo retuvo allí, escuchando, escuchando, a la espera de lo que diría a continuación.

—Mira en tu bolso —dijo el hombre, un sonido tenue que surgía del auricular—. Descubre lo que has perdido. Después, intenta pensar dónde lo perdiste. Después…

María colgó el teléfono y se cruzó de brazos. Fue a la puerta del apartamento y miró en la silla. Su chaqueta y el bolso estaban en el suelo, al lado. Otro tiro errado, pensó.

Hundió la mano en el bolso. Kleenex, una llave, un paquete de bombones, un monedero, algunas monedas sueltas, el olor de los años transcurridos, un par de tampones. Era imposible contar las cosas, imposible llevar un registro.

Levantó el bolso, le dio la vuelta, vació todo el contenido en el suelo, y luego se arrodilló al lado. Fue apartando los objetos, uno a uno, intentó que su cerebro abotargado emprendiera algún tipo de acción. Cuando lo hubo examinado todo, hasta el último trozo de papel, se sentó en cuclillas, con la boca abierta, jadeante.

La mascarilla verde y las paredes de terciopelo rojo.

Le costaba pensar, pero cuando se esforzó, lo consiguió. De pronto, el mundo adquirió una dolorosa claridad. María pasó revista a los objetos, uno por uno. Había perdido la agenda. Había caído, junto con el resto del contenido del bolso, cuando se asustó en la oficina de la cofradía. La había cogido el hombre del hábito rojo. El hombre que había ido a matar a Miguel Castañeda.

El teléfono descansaba sobre la mesa, a unos cinco metros de distancia. Se precipitó sobre él, agarró el receptor y empezó a marcar el 091. Después, escuchó. Nada. La línea estaba muerta, silenciosa. Tecleó los botones de nuevo. Silencio. Después, como surgida de la nada, una voz.

—Tú colgaste, María. Yo no. No puedes marcar si la línea está ocupada.

María intentó buscar palabras.

—¿Quién es usted?

—Irrelevante —dijo el hombre al instante.

—¿Por qué hace esto?

—Es asunto mío. Casi.

—Está matando a gente. ¿No lo entiende? ¿Qué significa?

—Ah, sí. Lo entiendo. Muy bien.

Tecleó los botones de nuevo.

—No sirve, María. No puedes colgar mientras yo la ocupe. ¿No lo sabes?

—Usted necesita ayuda. Hay médicos que pueden ayudarle. Está enfermo. Los médicos pueden ayudarle. No es asunto de la policía. No irá a la cárcel, sólo al hospital.

El hombre rio otra vez, y María se quedó sorprendida por lo normal que sonaba. Demasiado normal. Demasiado controlada.

—No voy a ir a ningún sitio. A ningún sitio.

—Puedo conseguir ayuda. Le puedo ayudar. Déjeme hacerlo. No soy de la policía.

—Tú no puedes ayudarme, María.

—¿Por qué? ¿Por qué no?

—Porque ya estás muerta —dijo el hombre, con voz inexpresiva.

María no tuvo dificultades en imaginar lo que sucedió después, a partir de los sonidos electrónicos que oía por el teléfono. El hombre dejó el auricular sobre alguna superficie, tal vez sobre una mesa, tal vez sobre una estantería. Oyó que lo posaba, oyó el ruido de plástico al depositarse sobre plástico. Después, una puerta se abrió. Música pop, gente que hablaba, gente que bebía. Un bar. Estaba llamando desde un bar. Desde un teléfono alejado de la zona de copas. Tal vez al lado de los lavabos.

Oyó que se alejaba. Después, el ruido del bar. Las voces ebrias, la música barata.

María reunió fuerzas y chilló, chilló al límite de su voz en el receptor de color marfil.

Pero al mismo tiempo, se preguntó por qué. Sabía que nadie podía oírla.

Y entonces, la calle pareció un estallido de gente. En un momento dado, Torrillo estaba mirando a derecha e izquierda, escudriñando la multitud que llenaba las aceras. Al siguiente, se encontró sumergido en una oleada de cuerpos y voces. La procesión, que afluía como un río desde la gran avenida comercial, había doblado la esquina como una marea humana, y se encontró encerrada en la estrecha calle de paredes altas, aplastada por su propia inercia, como insectos atascados en un embudo. A lo lejos, llevada a hombros por personas invisibles, distinguió la cara de muñeca de una Virgen, con joyas baratas que destellaban sobre su velo, bamboleándose en la oscuridad. Los costaleros se encontraban a unos quince metros de distancia, pero era difícil distinguirlos. Todo había cambiado. La atmósfera estaba impregnada de frenesí, excitación e histeria.

Se abrió paso a empujones, sudoroso. La gente le traspasaba con la mirada. Alguien levantó los puños, pero los dejó caer en cuanto vio a Torrillo, gigantesco y con la fuerza de un toro, que intentaba abrirse paso entre la multitud, mientras paseaba la vista a su alrededor frenéticamente.

No había penitentes rojos. No veía penitentes rojos. Montones de personas vestidas de calle. Un grupo de negro, con el rostro oculto por capuchas. El grupo de monaguillos que había visto antes, sosteniendo velas. Sus rostros parecían fantasmagóricos a la luz de las calles, pálidos, agotados e inexpresivos. Experimentó la sensación de que estaba siendo engullido por un animal ciego y descerebrado, que arrastraba todo cuanto encontraba a su paso.

Había una farola de hierro forjado, pintada de negro. Se lanzó contra ella, dejó que el metal reflejara, por unos instantes, la masa de cuerpos que pasaba, y luego hundió la mano en el bolsillo. Se encontraba tan aprisionado que sólo al tercer intento consiguió extraerlo y buscar la lucecilla roja. Era como un diminuto faro en la noche, y Tonillo se preguntó qué quería decir. ¿Algo le asustaba? ¿Tenía un mal presentimiento?

Apretó el botón para hablar, intentó distinguir lo que decía el operador de radio, chilló tres veces en el micro, y después se rindió. Echó un vistazo al botón de emergencia, se lo pensó mejor y volvió a guardar la radio en el bolsillo. No iba a servir de nada.

Miró al otro lado de la calle, a la ventana del primer piso. María estaba en la ventana, una silueta aterrorizada, la cara iluminada por la luz amarillenta de las farolas. Torrillo captó el significado de la imagen en un momento. María sujetaba el teléfono en la mano. Tenía la cara deformada en una máscara de miedo y agonía. Estaba chillando, en silencio, inútilmente, a la oscuridad.

Torrillo respiró hondo, abandonó la protección temporal de la farola, y después se precipitó en el río de cuerpos que inundaba la calle. Era como zambullirse en un torrente que se moviera a la velocidad de un tren expreso. Apartó la cara de la multitud, apoyó el hombro derecho contra la masa de cuerpos y empujó con todas sus fuerzas. El muro no cedió ni un milímetro. Se sintió arrastrado por la muchedumbre, sintió que sus pies tropezaban con algo, y después recordó algunos accidentes, algunos incidentes del pasado. Gente que caía, gente que resultaba aplastada. Sucedía así, pensó Torrillo. De esta misma manera.

La gente empezaba a gritarle, primero con irritación, después con miedo cuando intuyó la tensión nerviosa de la masa de cuerpos, la repentina revelación de que había demasiada humanidad, de que estaba viviendo al borde de algo que podía convertirse, en cualquier momento, en un elemento mortífero.

—¡Policía! —gritó Torrillo.

Por un momento, alzó el brazo derecho y se sintió transportado en volandas por el peso de los cuerpos, sin tocar con los pies en el suelo. Hundió el brazo en la masa, se dio la vuelta para aprovechar la aceleración, descubrió que corría para mantenerse erguido. Contempló las caras que le rodeaban. Estaban asustadas. Querían huir, pero otra muralla humana bloqueaba su camino.

No sabía bien dónde estaba. Debía de encontrarse en mitad de la calle. Tal vez había avanzado unos cinco metros desde que se había sumergido en el enjambre. Miró a la derecha y vio las luces fluorescentes de la óptica, como una mancha de color. Tenía que salir del centro, llegar al otro lado, impedir que el torrente le arrastrara.

Alguien cayó al suelo a su derecha. Una masa de cabezas desaparecieron detrás de él cuando tropezaron con el cuerpo caído. Torrillo hundió la mano en el bolsillo, buscó la radio, intentó recordar el tacto de los botones, recordar cuál era el de emergencias. Creyó palparlo, lo apretó, rezó a Dios para que funcionara.

A su izquierda oyó el ruido de cristales al romperse. Alguien estaba destrozando los escaparates para intentar escapar del aplastamiento. La multitud había adoptado un paso casi uniforme, a medio camino entre marcha y carrera. Si se amoldaba a él con toda exactitud, se mantendría en pie. Si se rezagaba o intentaba correr hacia adelante, caería y se llevaría por delante a toda una hilera de gente. Era algo preciso, como un metrónomo mortal, y no se le ocurría ninguna forma de burlarlo, de abrir una brecha que le condujera al otro lado, para protegerse de la multitud, esperar a que se alejara, y después, volver sobre sus pasos hasta el apartamento, hasta… ¿qué?

Se puso a empujar hasta el otro lado de la calle, porque le pareció lo más adecuado. El ritmo de la muchedumbre había decrecido un poco, era más fácil mantenerse erguido. Quizá ya había pasado lo peor.

Oyó el chillido a su espalda, potente, aterrorizado, insistente. No quiso volverse para mirar.

Sus pies tropezaron con el bordillo, se tambaleó, alguien le empujó por detrás. Una imagen vivida apareció en su mente. Estaba cayendo, cayendo hacia adelante, con las manos extendidas, a punto de ser pisoteado por las masas que le seguían. Un piloto automático tomó el mando de la situación. Sus piernas se enderezaron. Su cabeza se alzó, el aire entró a chorro en sus pulmones, caliente y doloroso. Alzó la vista y descubrió, en medio del gentío, que aún era capaz de pensar.

Era la clase de señal que aún podía verse en la fachada de las ferreterías anticuadas. Unas tijeras gigantes, de unos tres metros de largo, hechas de hierro fundido, negras y antiguas. Las tijeras estaban entreabiertas. En un lado de la pared, dos grandes círculos indicaban las asas. Desaparecían en el enladrillado, sujetas con algo que no veía. Tal vez un par de tornillos, o algo más fuerte. Torrillo desechó el pensamiento.

Ya estaba cerca del borde de la calle. Extendió la mano derecha aprovechando un hueco momentáneo entre los cuerpos, y sintió que la pared arañaba la piel de sus nudillos. Se apretó contra el lado. Ya no había nadie entre el enladrillado y él, sólo el empuje insistente de la gente que venía detrás, el arrastrar de pies, los gritos lejanos.

Avanzó más despacio, lo suficiente para que los cuerpos de detrás le empujaran con más fuerza, lo suficiente para abrir un hueco entre él y el cuerpo de delante. Ahora lo veía con claridad, las enormes tijeras de adorno silueteadas a la luz de las calles. Parecían más grandes que antes, y lo agradeció: algo de aquel tamaño estaría bien sujeto a la pared.

Una oportunidad, se dijo, una oportunidad, cuando la enorme sombra se cernió sobre su cabeza.

Saltó con las manos en alto.

Los dedos de Torrillo aferraron con todas sus fuerzas metal viejo y oxidado. Notó que sus piernas golpeaban cabezas y hombros de la muchedumbre, oyó que le maldecían, intentó izarse con la mayor rapidez posible para que la catástrofe no fuera a más. El gran símbolo de hierro se movió un poco, tembló, oyó el crujido del metal al moverse. Le dolían los músculos. Tuvo la impresión de que los brazos iban a separarse de sus hombros.

—No caigas —se dijo en voz baja Torrillo—. Pase lo que pase, no caigas.

Sus manos encontraron la parte de arriba del ojo inferior. Se impulsó hacia arriba y tocó el ojo superior. Ahora, el dolor era real. Se extendió desde el hombro hasta el codo. Tal vez se había dislocado un músculo, un tendón. Consiguió apoyar los pies sobre el armazón del símbolo. Seguía aguantando. Aguantaría.

El torrente de gente seguía fluyendo bajo él. No parecía que nadie hubiera caído a causa de sus esfuerzos por huir de la multitud. Pasó un brazo alrededor de la estructura para sujetarse mejor y paseó la vista a su alrededor. La calle parecía un campo de batalla. El grueso de la multitud estaba a punto de pasar. Dentro de pocos segundos podría volver a bajar sin peligro, pero había cuerpos diseminados por todas partes. Algunos se movían, emitían sonidos de escasa intensidad. Otros estaban inmóviles. A lo lejos, cerca de la entrada de la calle, Torrillo distinguió una mancha blanca inmóvil. Los monaguillos, pensó, y la enormidad de lo que había sucedido empezó a imponerse en su mente.

Cambió de posición una vez más, encontró una base más firme para sus pies, se las ingenió para dar media vuelta y abarcar toda la calle con la mirada. Estaba a unos tres metros del suelo. La luna había asomado por detrás de una nube. Arrojaba una gélida luz plateada sobre la escena. Torrillo recordó un cuadro que había visto de pequeño en una galería. Quizá era un Goya. Fuera lo que fuera, le había causado pesadillas durante varias semanas. Así terminarás, era el mensaje.

Estiró el cuello hacia la izquierda y sintió que los tendones se tensaban. La calle estaba despejada delante del apartamento de María. Sólo una figura oscura esperaba fuera.

Torrillo esperó un segundo, vio el juego de las luces de neón sobre la forma de la puerta, y se dejó caer al suelo.

Se oyó el sonido de una sirena en la lejanía. Una ambulancia, pensó Torrillo. Quizá el botón de emergencia había funcionado. Aunque no fuera el caso, algo de aquel tamaño dispersaría a la muchedumbre.

El vehículo dobló la esquina a poca velocidad, para no atropellar a nadie. Sus faros eran del color de la leche. Torrillo los siguió, y ya no le cupieron dudas. La figura que había frente al apartamento iba vestida de rojo, un hábito rojo oscuro de penitente. Estaba intentando abrir la puerta.

Sin pensarlo dos veces, el hombretón se puso a correr.

—Piensa —se dijo María—. Piensa.

Colgó el teléfono y se alejó de la ventana. Después, se ciñó más la bata y ató el nudo alrededor de la cintura. De pronto, un volcán de gritos estalló en la calle. Miró abajo y vio que la muchedumbre, entre delirante y aterrorizada, invadía la estrecha calle a centenares. Formaban una masa de humanidad, un muro infranqueable de carne en movimiento, que abarcaba sin pausa todo el ancho de la calle.

Esto era algo nuevo. Algo que el hombre no esperaba. Estaba llamando desde un bar. El más próximo se encontraba a unos doscientos metros, aquel del que Torrillo había hablado. Si hubiera estado allí, habría podido cruzar la calle a tiempo, pero había muchos bares en el barrio. Si estaba en uno de ellos, la repentina invasión de gente le habría impedido acceder al edificio. Si estaba en el más cercano, nada podría detenerle. Si estaba más lejos, tendría que esperar a que la calle se despejara.

María entró en la cocina, abrió el cajón de pino empotrado en el fregadero y examinó su contenido. Cogió un cuchillo largo de cocina, pasó un dedo por el borde. Estaba afilado. Bastante afilado.

Aferró el cuchillo en la mano derecha y volvió a la sala de estar. María pensó en la disposición del apartamento. No había fácil acceso por delante o por detrás a las ventanas del primer piso. Ni balcones, ni salientes. Necesitaría una escalerilla para entrar por ellas. Era imposible por delante. Entró en el dormitorio, echó un vistazo a la ventana y la cerró. Al otro lado del cristal, la noche era negra e impenetrable. Intentó recordar qué había detrás del apartamento. ¿Un patio? ¿Unos cobertizos?

No lo recordaba. Dejó caer el cuchillo, se agachó para tantear la pequeña cómoda que había junto a la cama. Era pesada. Consiguió levantar un extremo, para luego apoyar el resto sobre la cama. Le dio la vuelta, los cajones desparramaron ropas sobre la cama, volvió a girarla, y después la apoyó con fuerza contra la ventana. Con cierto esfuerzo, logró ladearla para que los cajones quedaran apoyados en toda su longitud contra la ventana, contra la parte superior del marco.

No le detendría, pensó, pero le retrasaría, y ella ya habría huido por la puerta de delante.

Volvió a la sala de estar y miró por la ventana. La muchedumbre aún seguía invadiendo la calle. Se había quedado sin emociones, salvo miedo y una creciente sensación de pánico. Vio gente que caía en medio del caos, y que el movimiento de sus cuerpos se propagaba al resto de la multitud.

Una loca pregunta acudió a su mente: ¿era posible que él lo hubiera provocado?

Era absurdo. ¿Para qué llamarla? Debió de ser tan sorprendente para él como para los demás.

Había personas que chillaban, otras que intentaban ayudarlas y se encontraban arrastradas por el gentío. Vio a un hombre atrapado por la muchedumbre, que era lanzado contra la pared y caía al suelo sin sentido. La masa se movió como un solo hombre, disgregándose en fragmentos al mismo tiempo.

Descolgó el teléfono, golpeó los botones hasta que quiso gritar. Oía los ruidos del bar al otro extremo de la línea: música pop, quizá una televisión, sonido de voces. Lo mismo que antes. Si ese era el caso, no podían estar demasiado cerca. El frenesí que dominaba la calle era atronador. Hasta a media calle de distancia se oiría.

Echó un vistazo a la puerta del apartamento y el corazón le dio un vuelco. La cerradura era muy sencilla, atornillada sin demasiada solidez a la madera. Una simple patada bastaría para hacerla saltar.

—Abajo —dijo—. Si consigo detenerle abajo, no podrá entrar.

Abrió la puerta del apartamento y contempló la larga escalera. Estaba oscuro como boca de lobo. Oprimió el interruptor de la luz, vio que la única bombilla se encendía, escuchó el tictac del temporizador en la caja del interruptor. ¿Cuánto tiempo duraba? Intentó recordar. Daba la luz cuando entraba, subía la escalera escuchando el tictac, y la luz se apagaba cuando acababa de sacar las llaves. Al principio, oprimía el interruptor de arriba y buscaba la cerradura. Ahora, ya lo hacía de memoria.

María hundió las uñas en sus palmas. Sintió que se clavaban como púas. Tal vez se había hecho sangre, pero daba igual. Tenía que ver si la puerta de la calle estaba bien cerrada.

Bajó la estrecha escalera con el cuchillo extendido ante ella, la mirada clavada en la pesada puerta de madera que había al final. No captó ningún movimiento. El hombre no podía esconderse en ningún sitio. No estaba en el apartamento. Si conseguía cerrar la puerta con doble vuelta por dentro, no podría entrar de ninguna manera. En cuanto hubiera asegurado la puerta de la calle, volvería arriba, volvería a la sala de estar, esperaría a que la muchedumbre desapareciera, y después gritaría por la ventana hasta que se presentara la policía. Teniendo en cuenta el follón de la calle, no tardaría en suceder.

María llegó al pie de la escalera, oyó que el tictac del temporizador iba perdiendo velocidad, miró a un lado y oprimió el interruptor. Empezó a hacer tictac como un insecto sobreexcitado, y María examinó la puerta.

La cerradura era de verdad, empotrada en la madera, grande, potente y sólida. Intentó recordar qué le habían dicho cuando llegó. Se giraba la llave dos veces por fuera para activar la cerradura dormida. Por dentro, se oprimía el pequeño botón del picaporte y encajaba en su sitio. Con eso, era suficiente. Estaría a salvo.

Guardó el cuchillo en el bolsillo de la bata y empujó el botón de latón. Se movió un centímetro a la derecha hasta hundirse en una especie de cavidad. María apartó los dedos y vio, estupefacta, que volvía a su posición original.

—Mierda —dijo, y volvió a empujarlo.

De nuevo, sintió que algo duro y metálico sujetaba el botón por dentro, de nuevo sintió que lo soltaba, para que regresara a donde estaba antes. Inmovilizó el botón e intentó abrir la cerradura con el pestillo de la puerta. Estaba bloqueado. Dejó que el botón volviera a su posición original, la posición en la que deseaba estar, y probó el pestillo de nuevo. Se movió, con tal facilidad que podía abrirse con el meñique. María inspeccionó el metal brillante que rodeaba el botón. Estaba cubierto de arañazos. Arañazos típicos de un destornillador metálico.

Al instante, María empujó el botón y no movió el dedo. Aquello era impensable. La cerradura no estaba rota. Todo había sido planeado para que funcionara así. Él lo había planeado, porque pensaba entrar por la puerta de la calle. Lo haría de un momento a otro.

Sujetó el botón con la mano derecha, tanteó el bolsillo con la izquierda y extrajo el cuchillo. Entonces, lo comprendió. No podría permanecer así mucho rato. Era imposible.

Oyó un ruido a su espalda, un ruido vulgar, conocido. El temporizador iba perdiendo velocidad, un tic cada medio segundo, luego cada segundo, luego cada dos.

La luz se apagó y María se encontró en la oscuridad más absoluta, sintió que un sudor frío resbalaba por su frente y cosquilleaba sus ojos, se sintió desnuda y desprotegida bajo la delgada bata.

Cuando llegó, fue una decisión sencilla y práctica, el tipo de decisión que se toma en un supermercado o una autopista. No veía nada, y la oscuridad la desorientaba. Sintió que su equilibrio vacilaba al perder la orientación en el inmenso pozo negro que ahora era su mundo. Si no actuaba pronto, si no se movía ahora, nunca encontraría el interruptor de la luz. Y él entraría, por la puerta, con la luz cegadora de la calle a su espalda, dispuesto a atacar.

María se secó la frente con el brazo izquierdo, pensó en la posición del interruptor respecto a la puerta, soltó el botón y dio un golpe en la pared de su izquierda. Sus nudillos se estrellaron contra yeso duro, y lágrimas de dolor acudieron a sus ojos. Golpeó la pared una y otra vez, pero el interruptor la esquivaba, y cuanto más lo intentaba, mayor era su confusión. Al cabo de unos momentos cayó al suelo, llorando, mientras intentaba dilucidar dónde estaba su izquierda, dónde estaba su derecha, dónde estaba arriba, dónde estaba abajo. El mundo se había transformado en un océano de negrura, de tamaño indefinido, tan grande como el cosmos, tan diminuto como un átomo. Se acurrucó en él, ciega y jadeante, con los ojos doloridos por el esfuerzo de distinguir alguna forma, una chispa de luz en el mar de los vivos, respirando la oscuridad.

Por un breve momento, aunque se le antojó una eternidad, fue consciente de sí misma, de todo lo referente a ella, de la sangre que corría por sus venas, que rugía en sus oídos, del aire que llenaba sus pulmones, de la saliva de su boca, todo era palpable y real, una pieza pequeña y viva en un complejo conjunto.

Después, no oyó nada, salvo el silencio. Hasta la calle parecía silenciosa, al otro lado de la puerta. El mundo calló, contuvo el aliento.

Dejó caer el cuchillo, temblorosa, tanto a causa de la furia como del miedo, y empezó a golpear la pared con ambas manos, en busca de la luz, la luz que dispersaría las tinieblas para siempre, pensaba.

El interruptor cedió bajo su puño. Un repentino resplandor cegador inundó el angosto vestíbulo, y entonces oyó el ruido tan conocido, tan aterrador, el ruido de una llave en la cerradura, y la puerta se abrió lenta, inexorablemente, detrás de ella.

María giró en redondo, alzó la vista y vio la noche teñida de rojo.