Capítulo 31

—Tal como yo lo veo —dijo Quemada—, el problema reside en las mujeres.

Los dos agentes estaban sentados en extremos opuestos del escritorio metálico verde, manchado de tinta, del despacho. Eran casi las once de la noche y estaban solos. Al final del largo pasillo se oían los ruidos habituales: borrachos que eran arrastrados, entre protestas, a las celdas, carteristas que clamaban su inocencia, putas que intentaban hablar en voz baja y persuasiva. Velasco miró a su compañero y enarcó las cejas.

—¿En las mujeres?

—Sí, en las mujeres.

Velasco meneó la cabeza, intentó eliminar el mar de mocos que se había instalado entre sus orejas, y parpadeó con mucha lentitud.

—Mujeres, mujeres. ¿Cuánto hace que te divorciaste, eh? Lo que tú sabes de las mujeres, lo que tú entiendes de mujeres, podría tatuarse en la punta de la polla de una pulga y aún sobraría espacio para el número de identidad.

—¿Eso crees?

—Sí.

—Bien, voy a decirte algo, compañero. Sé lo bastante de mujeres para saber que pueden ser muy raras. No como los hombres. Quiero decir muy, muy raras. Como Dolores, por ejemplo. ¿Sabes por qué acabó dejándome? ¿Sabes por qué? No te lo vas a creer, te lo prometo. Hacía meses que se quejaba de mi forma de vestir. «Tu traje parece salido de una tienda de caridad. Tiene más partes brillantes que un Ibiza nuevo». Todo ese rollo. Así que un día paso delante de Galerías y veo que están de rebajas. Entro y compro este traje nuevo, de algodón y toda la pesca, color apagado, como los políticos. Hay que ir con cuidado cuando meas, para no manchar la parte de delante, pero aparte de esto es muy elegante.

—Así que me quedo muy contento con mi compra. Vuelvo a casa, me lo pongo, ella me mira y dice: «¿Desde cuándo te compra trajes tu amiguita?». Yo conservo la calma y no me cabreo, y le explico que lo he comprado para complacerla, ya que se ha pasado los últimos seis meses repitiendo que visto como un pordiosero. Por fin, se calma un poco y yo empiezo a pensar que tal vez, tal vez, conseguiré salir de la sala con los cojones intactos.

Entonces me dice: «¿Cómo se lava?». Miro al techo y pienso, ¿habré oído bien? «Perdón», digo, «¿cómo se qué?». «Ni siquiera lo has mirado, ¿verdad?», dice ella. «Ni siquiera miraste la etiqueta de dentro, a ver cómo se lava cuando se ensucia, cosa que no tardará en pasar si depende de ti. Da igual. Vas y lo compras, punto. De lavarlo ya se encargará otra».

La miro y digo: «Sí, Dolores, sí que miré. Miré la etiqueta en la tienda y dice: “Instrucciones de lavado: entregue el traje a su mujer y dígale que lo lave”». ¿Adivinas qué hizo?

Velasco miró a su compañero desde debajo de sus párpados languidecientes.

—A ver si acierto. Dijo: «Dios, me encanta estar casada con este ingenioso y encantador pedazo de hombre, vamos a comprar dos entradas para la ópera».

—Sí, y una mierda. Hizo las maletas y se fue. ¿Lo comprendes? Le había dado bastantes motivos antes. Me iba con un par de amiguitas de vez en cuando, y quién no. La sacudí dos o tres veces, y no me siento orgulloso de ello, pero ella se quedaba, hasta que compro un jodido traje y no se me ocurre mirar la etiqueta de lavado. Es increíble.

Velasco hizo garabatos con el lápiz en el cuaderno.

—Quizá fue la gota que hizo rebosar el vaso, como suele decirse.

Quemada le miró a los ojos. A veces, pensó Velasco, sólo a veces, me asusta un poco.

—Ese es precisamente el punto, amigo mío, el jodido punto. Vives con ellas en la misma casa, en la misma cama, piensas que las conoces, luego pasa algo sin importancia, y ¡zas! Resulta que la persona con la que has dormido durante diez años es la Cosa del Pantano.

—Tal vez las cambian. Después de la ceremonia. Después de la boda. Secuestran a la que has llevado al altar y la cambian por la marciana, y ni siquiera te das cuenta, porque te estás atizando todo el whisky del suegro.

—Sí, muy divertido. Lo que quiero decir…

—Ah, pero ¿de veras quieres decir algo?

—… lo que quiero decir es lo siguiente: tenemos a los hombres. Se ponen de mala leche. Se les cruzan los cables. A veces, hacen cosas que están mal, pero suelen ser predecibles. El cura del pueblo no se dedica a robar en sus ratos libres. No va por ahí asesinando a gente, a menos que le pase algo raro.

Las mujeres son diferentes. Todas. Una cosita de nada, algo que ni siquiera sabes, las pone en el disparadero. De ser amitas de casa que te esperan con la cena preparada se transforman en la Cosa del Pantano, sin transición. Directas a la cárcel.

—¿Qué quieres decir?

—Me refiero a la pariente de la Lucena. Igual le pasó eso con el crío. Lo birló. Lo crio. Porque le apeteció. Miró el estómago de la chica, las cortinas eran verdes, las judías estaban hirviendo en la cocina, tenía el período, lo que sea, y pasó de ser la madre Teresa a Barbazul, así como así.

Velasco pensó en la sugerencia.

—Es posible. Podría haber pasado así.

—Sí, ya lo creo. Por otra parte…

Quemada dejó que las palabras se disolvieran en la nada.

—¿Por otra parte? —preguntó Velasco.

—Por otra parte, puede que la Lucena nos haya contado un montón de mierda.

—¿De cabo a rabo?

—No, de cabo a rabo no. Sólo los detalles. Las partes que importan.

—¿Te refieres a que el bebé tal vez murió? Tal vez esa gente se hartó de ver a la Lucena y decidió que prefería irse al otro lado del mar, antes que escuchar la inacabable historia sobre aquel sanguinario demonio que mató a su familia y le hizo cosas abominables.

—Más o menos.

Velasco contempló la pila de carpetas que había sobre la mesa. Eran viejas y descoloridas, y tenían encabezados escritos a pluma con una letra florida y barroca. Levantó una que ponía «A. Álvarez» y la tiró al otro lado de la mesa. Cuando aterrizó, una tenue película de polvo escapó de su interior.

—Supongo que es lo que deberíamos averiguar. ¿Qué tal si empezamos?

Quemada odiaba los papeles, así que devolvió la carpeta a Velasco y luego llamó a la policía de Melilla. No esperaba maravillas. No sufrió una decepción.

—¿Que quiere qué? —preguntó la voz al otro extremo de la línea.

El agente se había presentado como subinspector Flores, con el mismo entusiasmo y cordialidad que Quemada esperaba de un funcionario municipal un minuto antes de la hora de comer.

—Es importante, subinspector. Se trata de una investigación por asesinato. Un asesinato múltiple. Necesitamos ayuda.

Oyó que Flores echaba chispas al otro lado de la línea.

—¿Quiere que localice a unas personas que vivían aquí después de la guerra? ¿Que averigüe qué fue de ellas? ¿De qué familia procedían? ¿Y quiere que lo haga ahora?

—Me doy cuenta de que no es el momento…

—Usted no se da cuenta de nada, agente. ¿Ha estado aquí alguna vez?

—No, señor —dijo Quemada, y deseó de todo corazón que su ignorancia acerca de Melilla no fuera a desaparecer—. No, señor, no he estado.

—Bien, déjeme que le diga algo. Vine aquí desde Galicia, y esto no es lo que usted piensa. Esto es África. Ya me comprende.

—Le escucho, señor.

—No, no me comprende. Esto es África. No es España. De ninguna manera. África. ¿Sabe lo que eso significa?

—Déjeme adivinarlo. No tienen un sistema de archivo demasiado bueno.

—Joder, ni siquiera existe. Ni siquiera puedo apretar un botón e informarle sobre la gente que vive aquí en este momento. Ya no digamos hace cuarenta o cincuenta años.

—Lo comprendo, señor, pero tendrán alguna clase de archivos.

—Sí, un sótano lleno, cubierto por una capa de unos dos mil escarabajos muertos. Si quiere examinarlos, será bienvenido.

Quemada no quería ni oír hablar de ello.

—No sabría por dónde empezar.

—Yo tampoco, y tengo cosas mejores que hacer, como buscar drogas y cosas por el estilo. Auténtico trabajo policial, ya sabe.

—Detener a alguien que va por ahí matando gente también es un auténtico trabajo policial —dijo Quemada, algo irritado—. Me doy cuenta de que no está matando a gente de ahí, pero igualmente estamos preocupados.

Aunque tú no lo estés, hijoputa provinciano, se dijo Quemada.

—Sí, bien, me doy cuenta. —Flores aceptó la crítica. Guardó silencio un momento, y luego prosiguió la conversación en un tono más cordial—. Ha de comprenderlo. Carecemos de los recursos humanos necesarios para encargarnos de estos asuntos.

—Quiere decir personas, ¿verdad? —preguntó Quemada. Hablaba como la reina de hielo, como un libro de texto universitario.

—Exacto —dijo Flores—. Intento decirle que no hay ningún problema si lo que quiere es examinar nuestros archivos. Venga y hágalo, pero nosotros no lo haremos por usted.

—Comunicaré ese mensaje a mi inspector jefe, señor.

—Hágalo. Si hay algún problema, que hable con mi inspector jefe. Entretanto…, si quiere venir, avíseme. Le reservaremos una habitación. Hasta puede que le invite a una cerveza.

—Sí, señor —dijo Quemada—. Me apetece. Una cosa más, señor.

—¿Sí? —dijo Flores.

—Tiene que haber personas que residan desde hace mucho tiempo. Gente de la península que haya vivido allí desde hace muchos años. Quizá usted podría ponerme en contacto con ellas. Imagino que hay pocos habitantes en esas circunstancias. Nos ahorraríamos mucho tiempo si me diera un número de teléfono para que yo pudiera llamarles.

—Buena idea —dijo Flores.

—Sí.

—Pensaré en ello. Ya le llamaré.

—Gracias, señor. ¿Tiene idea de cuándo?

—Cuando haya terminado de pensar en ello. Cuanto antes cuelgue, antes empezaré a hacerlo.

La comunicación se cortó. Quemada pensó en la blasfemia más horrísona que se le ocurrió y la gritó al auricular.

—¿Los chicos de nuestras colonias no quieren colaborar? —preguntó Velasco.

—Ese tío es un capullo redomado —escupió Quemada—. «Carecemos de recursos humanos»… ¿Dónde habrá aprendido esa mierda?

—Cursillos. Cursillos de preparación. Yo seguí uno hace un par de años. Es fácil. Lo único que tienes que hacer es recordar la jerga: recursos humanos, objetivos, estrategias. Todo ese rollo.

—¿De veras?

—Está a la orden del día.

—Cojonudo. Bien, a este recurso humano le apetece una estrategia que conduzca al objetivo de conseguir una cerveza en el período de una hora o así. ¿Se te ocurre alguna?

Velasco contempló la montaña de papeles que se alzaba ante él, cogió un par de hojas y las tiró al otro lado de la mesa.

—Me mosquea que hayas dicho eso —contestó—. Sí. Tal vez.

Quemada terminó de leer la última hoja de papel que Velasco le había tirado y emitió un largo silbido.

—Este tío… ¿Cuándo murió?

—Hace diecinueve años. Cáncer de garganta.

—Bien, no puedo decir que fuera demasiado pronto. No era un ser humano agradable. Quizá la Lucena vio algo en él, pero no puedo adivinar el qué.

—La gente cambia. Las cosas cambian a la gente. Quizá la persona a la que conoció cambió. Quizá…

—Quizá, quizá, quizá… Ningún pariente, ¿verdad?

—Ningún pariente legal, por lo que se ve. Su mujer murió cinco años antes que él. No tenían hijos. Ninguno de ambos tenía hermanos o hermanas. El expediente es bastante completo. Incluye un par de necrológicas y el reportaje del funeral. No se mencionan parientes.

—Sí —dijo Quemada, mientras pasaba las páginas—. El bueno de Antonio dejó descendencia a lo largo y ancho de la ciudad, si hay que hacer caso de los informes confidenciales.

El expediente empezaba en 1947 con la primera denuncia. Terminaba en 1964. En total, había trece denuncias diferentes. Doce eran de carácter sexual, relacionadas con menores de edad, excepto una.

—Todas eran niñas, de edades comprendidas entre los catorce y los dieciséis años. Parece que le gustaba eso, ¿no?

Velasco asintió.

—Eso parece. Coincide con la historia de Catalina Lucena.

—Este tío debía de tener amigos influyentes. Buenos amigos. Agentes diferentes en cada caso, nombres diferentes, conclusiones idénticas. Ninguna denuncia llegó a los tribunales. Podría creer una falsa acusación de violación, incluso dos, pero doce no.

Velasco se sonó, no pudo resistir la tentación de examinar el contenido de su pañuelo.

—Tal vez las chicas interpretaron mal sus intenciones.

—Claro —dijo Quemada, y extrajo una hoja de papel—. Inma Cuellas. Catorce años cuando se presentó la denuncia. Dice que Antonio le pagaba por follar una vez a la semana con él. Hacía casi todo lo que le pedía. Pruebas médicas de penetración anal. Un testigo ocular vio cómo se la chupaba en un parque. Embarazada. Joder. Seis de las chicas están embarazadas cuando presentan la denuncia. Debieron de interpretar mal sus intenciones. Tal vez pensaron que estaba jugando a médicos y enfermeras con ellas.

—Fíjate en las direcciones. Todas son del Viejo. Podrían ser putas jovencitas. Quizá les pagaba, y le denunciaban cuando se negaba a seguir pagando, o cuando se quedaban embarazadas. Nunca se sabe si han follado con otros.

—Da igual que fueran putas del barrio o monjas de clausura con domicilio en el paraíso. La ley es la ley. Tendrían que haberle juzgado por esto. Tendría que haber ido a la cárcel.

—Tal vez en aquel tiempo había más manga ancha.

—¿Manga ancha? ¿Mancha ancha? ¿Te parece esto manga ancha? El tipo tenía influencias, punto. Sólo hay que ver las excusas para archivar los casos: «pruebas insuficientes», «testigos indignos de confianza»… ¿Todas? ¿A todas se las tiró el semental del colegio, y decidieron echar las culpas al pobre Antonio?

—No sabes qué pasó. Sucedió hace mucho tiempo.

—¿No? Yo diría que sólo hemos descubierto la punta del iceberg. Es probable que el bueno de Antonio se tirara a la mitad de la población escolar del Viejo cuando estaba en su mejor época, y lo sabes tan bien como yo.

Velasco echó un vistazo a la hoja de papel, a las apretadas líneas negras mecanografiadas. Le gustaba el trabajo. Le gustaba la compañía de Quemada. Era un puerco, pero inteligente. Cuando tenía una intuición, solía ser buena.

—Sí —dijo Velasco—, supongo que tienes razón.

—Y eso debe suponer que existe toda una generación de hijos de Antonio tirados por ahí, con todos los motivos para sentir frialdad hacia él y su recuerdo. No sólo se trata de la Lucena, sino de las niñas a las que se tiró, las niñas a las que dejó embarazadas.

—Un pensamiento encantador.

—Sí —dijo Quemada.

Levantó el último grupo de notas, que Velasco había apartado del resto.

—¿Por eso le pillaron al final? Aunque no le pillaron.

—Estaba estafando a la cofradía. Le nombraron tesorero, falsificó las cuentas. No queda muy claro, pero parece que se llevó casi dos millones de pesetas en dos o tres años.

—Me preguntó en qué los gastaría. ¿Donaciones a la iglesia? ¿Camisetas de Mickey Mouse para su pequeño harén?

—Habrían podido procesarle por esa. Sin duda.

—Habrían podido procesarle por todas y cada una. ¿Qué dice ahí?

Quemada fijó la vista en la apretada escritura que había al pie del informe. La tinta negra estaba borrosa. Descifró las palabras.

—«El señor Álvarez ha dimitido de la cofradía. Recomendación: ninguna acción». Ninguna acción. Qué sorpresa.

—¿Qué hacemos ahora? —dijo Velasco—. Hemos de enseñar esto a Menéndez. Querrá que investiguemos todos los nombres que salen en estos informes.

—También querrá saber qué hemos averiguado sobre esa pareja de Melilla. Lo querrá saber todo.

Velasco suspiró, con la expresión de alguien que aguarda el fin del mundo de un momento a otro.

—Creo que todo está solucionado —dijo Quemada—. Perdona un momento.

Sacó un peine, se inclinó sobre el escritorio, clavó la vista en el traje de Velasco y fingió que aprovechaba el reflejo de la tela para peinar el largo y grasiento mechón de pelo que le quedaba en un lado de la cabeza. Después, consultó su reloj.

—Gracias, compañero. A veces, eres de gran utilidad. Ahí fuera se lo están pasando en grande, creo que hay una procesión del copón. Cuantísimo personal. Lo he leído de pe a pa. Hay más coleguis intentando mantener erguidos a los borrachos que persiguiendo a nuestro amigo del disfraz rojo. Creo que Dios también va a aparecer como estrella invitada de un momento a otro. Nunca se sabe, podríamos toparnos con algunas damas bendecidas por el Espíritu Santo.

—Claro —dijo Velasco, y se preguntó por qué cono le seguía la corriente—. Dios nos la va a enviar antes de que pasen cinco segundos. Quemada asintió, y su papada tembló.

—He comprendido el mensaje. Creo que nos queda una hora… ¿Cuántas cervezas solemos beber en ese rato?

Velasco se levantó, se puso la chaqueta y pensó en el sabor metálico que deja la cerveza en la garganta cuando un resfriado te acecha.

—El que cuenta está perdido —dijo, y salió del despacho.