Las calles estaban abarrotadas de gente. Sus voces, estridentes, tensas, omnipresentes, invadían el coche mientras pugnaba por abrirse paso entre la masa de carne humana. María iba sentada detrás, en silencio, escuchando a Oso, que hablaba para sí en la parte delantera. Menéndez también estaba silencioso, de una forma que a María se le antojaba nueva. Algo le preocupaba, algo que ella ni siquiera podía adivinar.
Doblaron una esquina, pasaron ante una procesión que agitaba banderas rojas, amarillas y verdes contra el telón de fondo de la catedral. Aún hacía calor, más calor del normal en aquella época del año. María abrió el bolso, sacó un pañuelo de papel, se secó la frente. Se dio cuenta de algo antes de cerrar el bolso. Faltaba algo. No sabía qué, pero faltaba algo. Cerró el bolso y miró por la ventana. Los constantes frenazos del coche empezaban a marearla.
—Mucha pasta, estos toreros —comentó Torrillo, y desvió el coche por un amplio camino de grava.
Las altas puertas de hierro estaban abiertas. Frenaron ante una casa de tres plantas construida con piedra clara. Largas e impresionantes ventanas daban a un árido y sencillo jardín. La casa de un patricio. Jaime Mateo había recorrido un largo camino desde que saliera del Viejo, pensó María. Abrió la puerta y salió al aire sofocante de la noche.
Un criado, de ojos alicaídos y cara marcada por la viruela, les recibió, y luego les condujo a una sala fresca y severa, de muebles elegantes adornados con raso verde claro, cortinas a juego y algunos cuadros neoclásicos en las paredes. María se acercó a uno de ellos: una Virgen y el Niño de Murillo. Después, inspeccionó el resto de la sala. Todos eran de la escuela sevillana.
—¿Qué mira? —preguntó Menéndez.
—Los cuadros. No hay ninguno de Valdés Leal, pero es el mismo período, el mismo estilo.
Torrillo contempló el Mudilo. No era una de sus mejores obras: un trabajo de encargo, la carne demasiado llena, las caras estropeadas por un exceso de sentimentalismo, el típico compromiso para pagar el alquiler.
—¿Se refiere a que alguien aficionado a estas obras podría conocer la pintura que nos enseñó, la que inspiró la muerte de los hermanos Ángel?
—Imagino que sí. Hay mucha gente aficionada a este tipo de obras, en especial a las de Murillo. La cuestión es que todo es de ese período. No es casual.
—Hum —murmuró Torrillo—. Se parece a las reproducciones que mi madre colgaba en las paredes. Te las daban gratis con sopas de sobre: diez paquetes, una Virgen. A la gente del barrio le gustan estas cosas.
—Sí —dijo María, demasiado cansada para contradecirle.
La puerta se abrió y Jaime Mateo entró en la habitación con la teatralidad exagerada de un actor de segunda fila. María apenas podía apartar los ojos de él. Vestía una camisa blanca recién planchada y pantalones de hilo color crema, y llevaba una taza de té en la mano. Su cabello era de un dorado brillante artificial, y su rostro exhibía un bronceado demasiado perfecto para ser real. En el ruedo, incluso visto desde la cercanía relativa de una cámara de televisión, Mateo daba la impresión de merecer su apodo, el Guapo. En persona, visto desde escasa distancia, el encanto desaparecía y algo artificial y exagerado ocupaba su lugar. María pensó en el teatro, en las veces que había visto a actores interpretar con aparente naturalidad sobre el escenario, sin exageraciones, sin artificios. Después, cuando la obra terminaba, caían las máscaras, se adelantaban hacia el público y hacían una reverencia. Entonces, el artificio quedaba al descubierto. Eran seres irreales, cubiertos de un maquillaje tan burdo que parecía inconcebible haberse dejado engañar por él.
Aquella era la habilidad de Mateo: parecer apuesto y natural desde lejos. El precio que pagaba por ello era tener que pavonearse, permanentemente, una vez terminaba la corrida. Lejos de ser apuesto, era grotesco. El cabello dorado, la piel inmaculada, los ojos azules de cartel publicitario, recordaron a María los retratos que un niño pintaría con colores primarios, demasiado simplistas, demasiado enfáticos para ser verdaderos.
—Qué maravilla, la policía —dijo, con una curiosa voz monótona que mezclaba el acento del barrio con un deliberado intento de afectación. Tomó asiento en una silla de respaldo alto, tapizada de raso verde, y les miró con sarcasmo indisimulado.
—Ya sabe para qué hemos venido, señor Mateo.
María intentó descifrar la expresión de Menéndez. Parecía tan impresionado por la apariencia del hombre como ella.
—Cuando llamaron, dijeron algo, dijeron algo sobre un caso. Yo no sé nada.
Mateo movía los brazos mientras hablaba. María observó que Torrillo escudriñaba la cara del diestro y examinaba sus ojos.
—Yo qué sé. ¿Por qué vienen a molestarme? ¿Qué quieren de mí?
—¿Se encuentra bien? —preguntó Torrillo.
Mateo se encrespó, como nervioso.
—¿Eh?
—Le he preguntado si se encuentra bien, señor. Me parece que no tiene buen aspecto.
Mateo parpadeó y María pensó, los ojos. Oso ve algo en sus ojos, y le ha informado de que lo sabe.
—Estoy bien.
Mateo se secó la boca con el dorso de la mano.
—Pues no lo parece —replicó Torrillo—. A mí me parece un hombre con un problema de salud. ¿Sabe a qué me refiero?
Mateo intentó mostrarse encolerizado. Había partículas blancas en sus labios. Hizo un ademán en dirección a Menéndez.
—¿Para eso han venido, inspector? ¿Para acosarme? Tengo amigos, se lo advierto. Podría descolgar el teléfono y hablar con personas a las que usted no querría hablar.
—Sí —dijo Torrillo en voz baja, y después miró los cuadros de la pared.
—Han muerto unas personas a las que usted conocía, señor Mateo. Hemos de averiguar qué sabía usted sobre ellas. Cuando las vio por última vez. Eso es todo.
Mateo bebió un sorbo de té. Fue un gesto feo.
—¿Se refiere a los Ángel?
Menéndez hizo una pausa.
—Sí —dijo—. Para empezar.
—Vi por última vez a los hermanos hace tres meses. En Madrid. Una fiesta. Apenas les conocía, si quiere saberlo. No éramos amigos.
—¿Qué eran? —preguntó Torrillo.
Mateo se mordió el labio antes de contestar.
—Conocidos. Sólo eso. Conozco a toda clase de gente. Me exhiben en sus fiestas como si fuera de su propiedad. Es bueno para el negocio, supongo. Los Ángel… Me los encontraba de vez en cuando. Eran personas interesantes. Eran estrellas.
—¿Salía con ellos? —preguntó Torrillo.
—¿Si salía?
—Sí, ya sabe. Sexo, esas cosas.
El bronceado de Mateo estaba adquiriendo un tono marrón oscuro.
—¿Me está preguntando si me acostaba con los hermanos? ¿De veras me está preguntando eso?
—Sí —contestó Torrillo.
—Joder. —Mateo parecía incrédulo—. Escuche, conoces a montones de maricones en los círculos donde me muevo. Personalmente no me gustan. Yo nací en el barrio, ya saben. Te los presentan, estrechas su mano, saludas. Así son las cosas. Una cuestión de negocios.
—De modo que no se relacionaba con ellos, aparte de las fiestas. Con otros amigos, por así decirlo.
—¿Por así decirlo? ¿Cree que soy maricón? Joder. Cuando toreo, puedo mirar al público y elegir a la mujer que quiero. ¿Lo sabía? ¿Lo entiende? Cuando la corrida ha terminado, elijo a la que me da la gana. Usted vuelve a casa con su mujercita, policía, y yo elijo a mi gusto. Fin de la historia.
—Es característico del trabajo, ¿eh? No ser maricón y todo eso.
—Sí —escupió Mateo—. Es característico del trabajo. Si quiere pensarlo así, es su problema.
Menéndez consultó unas notas de su libreta.
—Eché un vistazo a su expediente antes de venir, señor Mateo.
—Maravilloso. ¿Por qué no se limita a leer los periódicos?
—Algunos hurtos de poca monta cuando era joven.
—Me cogieron. A los demás no les pasó, pero a mí sí. ¿Cree que ha descubierto algo nuevo? ¿No lee el ¡Hola!? Todo está ahí, semana sí y semana también. Buen titular: chico de suburbio triunfa en la vida.
—Hace dos años, en Cádiz, una chica presentó una denuncia.
—Claro, y sus archivos demostrarán que no pasó nada. La policía no hizo nada al respecto.
—¿Por qué? —preguntó Torrillo—. ¿Telefoneó a sus amigos?
—No hizo falta. Esa puta me abordó después de la corrida, entró a matar. Llegamos a la habitación y cambia el chip. Se lo pensó mejor.
Menéndez siguió repasando sus notas.
—Ella dice que usted la violó. Apoyó un cuchillo contra su garganta, y después la violó.
—Es una mentirosa de mierda. Si vas a casa de alguien a las dos de la mañana, ¿para qué cree que es? ¿Para jugar a cartas?
—Tenía quince años.
—Sí, y si la hubiera visto la noche de marras habría pensado que tenía veintidós. Fue después, al darse cuenta de lo que iba a decir mamá, cuando se puso a gritar que la estaba violando. Sólo después. Por eso la bofia la dejó marchar.
Menéndez escribió en la libreta, y luego pasó la página.
—¿Conocía a Luis Romero?
Mateo contempló el techo unos momentos.
—No me suena. ¿Debería conocerle?
—Profesor de la universidad. Esta es su fotografía.
Le pasó el retrato de la universidad. Romero sonreía a la cámara.
—¿Y bien? —preguntó Torrillo.
—No me venga con prisas —dijo Mateo—. Quiere la verdad, ¿no?
Alzó la fotografía para que le diera más la luz.
—Le he visto antes, pero no conocía su nombre.
—¿Dónde le vio? —preguntó Menéndez.
—Joder, yo qué sé. En alguna fiesta. Debía de ser un gorrón. Los hay a cientos, a miles. Te siguen por todas partes, te palmean la espalda como si fueras un amigo de toda la vida, luego vuelven a casa y cuentan a los amigos que han estado en una fiesta con el famoso de turno. Claro que le he visto antes. Gorroneando en alguna fiesta. No me pregunte dónde.
—¿Una fiesta en el apartamento de los Ángel? —preguntó María—. ¿Le vio allí?
Mateo pensó unos momentos.
—Podría ser. Los hermanos celebraron una fiesta hace cuatro o cinco meses. Fui porque me prometieron que no reunirían a la mariconada habitual.
—¿Fue así? —preguntó María.
—Fue así. Por una vez, cumplieron su promesa. Fue una cosa muy normal. Algunas mujeres, algunos hombres de negocios… Si querían, se montaban bien las historias.
—¿Cree que Romero pudo estar allí?
—Es posible. No lo sé. Es posible. No paro de asistir a fiestas. Dos, tres veces a la semana. No me acuerdo de quién está en cada una. Son demasiadas.
—Lo comprendo —dijo Menéndez—. ¿Qué me dice de Miguel Castañeda? ¿También era un gorrón?
—No —contestó Mateo con firmeza—. Ya sabe quién era. El tío que dirigía la cofradía. De vez en cuando, había acontecimientos sociales en que participaba la cofradía, y él iba, pero era un tío muy serio. No le gustaba mezclarse con la chusma.
—Ha dicho «era» —observó Torrillo.
—Sé leer. Salía en todas las primeras planas que ayer le mataron en su despacho.
—¿Conoce el lugar?
—Pues claro que lo conozco. Yo era miembro de la cofradía, por el amor de Dios. ¿No lo ha leído en su jodido expediente? Tenía que asistir a sus espantosas veladas de vez en cuando. La cosa tradicional. Ellos lo esperaban.
—¿Por qué? —preguntó María—. ¿Por qué tuvo que ser miembro?
Mateo contempló su taza de té vacía.
—Digamos que era una especie de legado para mí.
—De su padre. De Antonio Álvarez —dijo María.
La sangre afluyó a las mejillas de Mateo, y estrujó la taza con tanta fuerza que estuvo a punto de romperla.
—Hemos hecho los deberes, ¿eh?
—Su padre le buscó un lugar en la cofradía, como una especie de regalo.
Mateo rio.
—¿Un regalo? ¿Un regalo?
El brillo y la energía habían abandonado su rostro. Sus ojos parecían ahora opacos, las pupilas puntas de alfiler, desenfocadas, indiferentes.
—Mi padre no me hacía regalos. Nos daba dinero, nos mantenía. Pagaba mis clases de toreo. Me dejó lo que consideró mejor, la infraestructura ideal para vivir cuando fuera mayor. No creo que fuera un regalo. Cuando eriges cercados para proteger a tus vacas, cuando las vacunas para que no cojan enfermedades, no haces regalos, es una cuestión de responsabilidad. Se hace por deber, como llevar el perro a una perrera cuando te vas de vacaciones.
Esperaron en vano a que dijera algo más.
—¿Le veía a menudo? —preguntó María—. ¿Venía a su casa?
Mateo cerró los ojos. Su cara parecía una mascarilla.
—Una vez. Cuando yo era pequeño. Recuerdo a un hombre, un hombre alto, vestido de blanco. Llegó a casa y habló con mi madre. Fueron al piso de arriba. Oí ruidos que no comprendí en aquel momento. Después, bajaron. Él me palmeó la cabeza. Recuerdo su enorme mano morena sobre mi pelo, una cara delgada y demacrada, dientes amarillentos. Dejó dinero sobre la mesa de la cocina y mi madre me dijo que nunca, nunca debía contar a nadie que el señor Álvarez nos había visitado. En aquella época pensaba que mi padre había muerto antes de que yo naciera. Eso era lo que mi madre me decía. Sólo descubrí la verdad cuando ella estaba a punto de morir. Creo que fui el último en saberla. En el colegio se burlaban de mí, me llamaban el «bastardo de Antonio», pero yo no sabía qué querían decir. Después, cuando lo averigüé, ya estaba enfermo. Se negó a verme, pero el dinero seguía llegando. Lo utilicé para aprender a torear. Lo utilicé para escapar.
María se preguntó si alguien había podido escapar de Antonio Álvarez.
—Cuando murió, ya había caído en desgracia, pero tuvo un funeral público. Fui a ver el ataúd. No reconocí su cara. Estaba tan delgada, tan demacrada. No pude…, no pude sentir nada. Ni ahora tampoco.
—¿Su padre le legó un puesto en la cofradía?
—Y algunas otras cosas. Algo de dinero, algunos cuadros. Yo no era el único bastardo. Había muchos buitres al acecho, pero yo recibí más que la mayoría. Por algún motivo que desconozco, creo que me favoreció más que a los demás.
—¿Conoce a Catalina Lucena? —preguntó María—. ¿Significa el nombre algo para usted?
El hombre negó con la cabeza poco a poco.
—Nada. Nada en absoluto.
—Le gusta el arte.
Mateo se encogió de hombros.
—Gano dinero. Me gusta comprar cosas.
—¿Sabe lo que compra? Todos estos cuadros, al menos la mayoría, son del mismo período. Del mismo lugar.
—Sí, y de la misma galería. Compro estas cosas por lotes. ¿Cree que tengo tiempo de decorar mi casa?
—¿Sabe de quién son?
—Joder, ¿qué es esto? ¿Un examen? No. Son cuadros, como los que había en la pared cuando era pequeño. Me gustan. ¿Cree que debería comprar la clase de mierda que parían los Ángel?
Nadie contestó.
—Como miembro de la cofradía, tendrá un hábito —dijo Torrillo.
—Sí. No sé por dónde para. Ha pasado mucho tiempo desde que me lo puse por última vez.
—Tendríamos que llevárnoslo. Hemos de echarle un vistazo.
Mateo se encogió de hombros, fue a la puerta y ladró unas órdenes a su criado. Un minuto después, el hombre regresó con hábito, doblado sobre el brazo. Torrillo se lo arrebató y lo examinó sin perder tiempo. Estaba algo desteñido y olía a polvo y moho.
—¿Recuerda cuándo lo utilizó por última vez?
—No —dijo Mateo, cansado—. No es obligatorio para las solemnidades sociales. Sólo se utiliza en Semana Santa y en los ensayos, y yo no salgo entonces.
Torrillo tiró el hábito sobre una silla.
—No hace falta que nos lo llevemos. No tiene nada.
—Como quieran —dijo Mateo, y se derrumbó en la silla—. ¿Esto va a durar mucho más?
—¿Va a alguna parte? —preguntó Torrillo.
—No. Sólo estoy cansado. Me gusta acostarme temprano la semana antes de una corrida.
—Sí —dijo Torrillo—. Es lógico.
Menéndez se levantó de la silla.
—No le molestaremos más por esta noche, señor Mateo, pero tal vez necesitemos hablar con usted en otra ocasión.
—Me quedaré aquí hasta el martes. Después, iré a Málaga para torear el fin de semana.
—Estupendo. Buenas noches.
Casi ni les vio partir. Torrillo fue el primero en salir de la casa, abrió el coche, y luego las puertas para que entraran.
—Yo diría que se está pegando un chute en este mismo momento —dijo, mientras salían por la puerta—. ¿Han visto sus ojos?
María asintió.
—¿Qué piensa?
—Heroína, lo más probable. ¿Quién sabe? Es increíble. Un hombre lo bastante valiente para torear es incapaz de hacer frente al día sin alguna droga. Es absurdo.
—Para él no —señaló Menéndez.
María pensó, no es la corrida lo que le asusta. Es otra cosa, algo antiguo. Algo heredado.
Consultó su reloj. Eran casi las diez.
—Me gustaría ir a casa —dijo—. Estoy hecha polvo.
—Déjeme en la comisaría —dijo Menéndez—. Quiero buscar unos papeles.
Después, miró en silencio por la ventana, contempló las muchedumbres nocturnas, escuchó los sonidos nocturnos.
—No ha matado a nadie hoy —dijo, a nadie en particular.
—No que sepamos —contestó Torrillo.
—No. No ha matado a nadie. Cuando lo hace, nos informa. No intenta ocultar nada. Si hubiera matado a alguien hoy, ya nos habríamos enterado.
Torrillo consultó su reloj.
—Aún quedan dos horas. Quizá haga una faena nocturna.
María se estremeció en el asiento trasero del coche, en el aire calmo y húmedo de la noche.