Capítulo 29

Estaban sentados en el pequeño despacho, asfixiante a causa del calor y el sudor: Rodríguez, Menéndez, María, Tonillo. María miró a Rodríguez y recordó lo que Tonillo había dicho de él, recordó la confianza inquebrantable y no verbalizada que todos parecían depositar en él. Daba la impresión de que su distancia, su reticencia a implicarse en el caso iba desapareciendo, iba desvaneciéndose hora a hora. Estaban esperando a que diera un paso, a que emitiera su opinión. Como si reconociera la nueva situación, su levedad y, hasta cierto grado, su corrección, habían desaparecido. Se preguntó cómo era posible que le hubiera llegado a confundir con un humanista. Era un papel que representaba bien, con sutileza, pero Rodríguez, en el fondo, era un policía. Vio que sus ojos examinaban las páginas que tenía delante con ansiedad. Un policía preocupado, además.

Quemada y Velasco entraron a mitad de la reunión, después de haber aceptado lo inevitable: era un caso en que se trabajaba cuando tocaba, y la cuestión de los turnos tendría que esperar. Tenía lugar justo después de uno. La pizana estaba cubierta de notas garabateadas a toda prisa. María sintió que su cabeza daba vueltas. En cuestión de horas, daba la impresión de que habían pasado de la oscuridad a la luz, pero una luz que les cegaba. No podía absorber tanta información, tantas posibilidades que, de momento, no tenían sentido.

Menéndez dirigía la discusión, y escribió en la pizarra lo que él llamaba los «puntos conocidos» del caso.

María leyó su letra temblorosa.

  1. ¿Los asesinatos no fueron al azar? Algún vínculo: ¿tal vez homosexual?
  2. Luis Romero, profesor de historia, posible víctima.
  3. La Cofradía de la Sangre de Cristo: ¿animosidad? ¿Otro vínculo?
  4. ¿Antonio Álvarez?
  5. El Guapo. Vínculos con Álvarez, los hermanos Ángel y Romero.
  6. ¿Quién es el hijo de Catalina Lucena? ¿Sigue vivo?

Se produjo un intervalo de silencio en la conversación. Tanta información, tantas rutas que explorar…

—No puede ser el hijo —dijo María.

Menéndez se mostró de acuerdo.

—Imposible. Sería demasiado viejo. A punto de cumplir los sesenta. Toda la información apunta a alguien más joven.

—Es demasiado viejo —dijo María.

—Sí. Bien, usted le ha visto —murmuró Quemada.

María notó que la acusación resbalaba sobre ella, apenas recogida.

—Aún hemos de saber si está vivo —dijo Menéndez—, y si es así, dónde vive. Vosotros dos os pondréis en contacto con Melilla. Empezad por ahí.

Velasco escribió en su libreta. Hizo una mueca.

—Claro. El problema consiste, y perdone que le explique cómo hacer su trabajo, inspector, en que es muy difícil obtener datos del tiempo de la guerra. Entonces no eran tan meticulosos con los registros. Lo he intentado otras veces, para otros casos, y casi todo lo que he conseguido han sido puras anécdotas. Ni documentos, ni nada.

Rodríguez miró un momento a Velasco y Quemada.

—Investiguen en esa dirección hasta agotar todas las posibilidades. Hablen con la policía de Melilla. A ver qué pueden encontrar. Si es necesario, cojan un avión y vayan a la ciudad. Podrían ir y volver en un día. Quiero descartar esa posibilidad, para poder concentrarnos en algo más tangible.

Los dos agentes intercambiaron una mirada, asintieron y continuaron escribiendo.

—¿Han obtenido algo positivo de la lista que les facilitaron en la agencia de contactos? —preguntó Menéndez.

Velasco compuso una expresión de desaliento.

—Creo que no. Los chicos están investigando los nombres en este momento. Muchos interesantes, pero ninguno que se haya puesto en contacto con Romero, hasta el momento. Parece que Romero sólo conocía a los Ángel, y luego concertó una cita con nuestro atlético amigo norteamericano. Sólo que no era Romero, claro, sino nuestro amigo el matador.

—¿Están seguros?

—Seguros —dijo Quemada—. Ordóñez dice que nunca conoció a «Romero», pero habló con él siempre que telefoneó. Dijo que el tío tenía una voz joven, definitivamente joven. Insistió en eso.

—¿Por qué estaba tan seguro?

—Romero no pagaba mediante tarjeta de crédito ni nada por el estilo. Pagaba en metálico, lo metía en un sobre, después lo enviaba por correo o lo pasaba por debajo de la puerta cuando la oficina estaba cerrada. A veces, no lo hacía hasta después de la cita. Por eso nuestro amigo Ordóñez tenía buenos motivos para asegurarse de que podía confiar en él. Quería asegurarse de que pagara. Escuchaba con mucha atención esa voz.

—¿Con quién más se citó Romero? —preguntó María.

—Eso es lo curioso —dijo Quemada—. Concertó citas con otros tres tíos, pagó y no se presentó. Tenemos los nombres. Son tíos habituales, nada especial, sin relación con los toros, la guerra, la cofradía, nada por el estilo. Los están investigando con más detenimiento, pero nunca llegaron a conocer al cliente.

—Creen que no le llegaron a conocer, querrá decir —corrigió María.

—Supongo —contestó Quemada—. ¿Adónde quiere ir a parar?

María contempló la pizarra, intentó extraer verdades de la profusión de datos escritos en ella.

—Quiero decir que… no es posible afirmar que el caso esté relacionado con la homosexualidad. Si el asesino es homosexual, ¿no se habría acostado al menos con uno de ellos? Es como si su objetivo no fuera sexual. Persigue otra cosa.

—Mirarlos —dijo Menéndez—. Concierta citas para poder mirarlos. Sin que ellos lo sepan, por lo visto. Cuando los ha examinado, toma la decisión. Los hermanos Ángel despertaron su instinto. Famiani también.

—Pero no existe ninguna relación con nuestro amigo de la cofradía —indicó Quemada—. Le mató sin cita previa a través de alguna agencia. Castañeda era un tipo decente.

—No hacía falta que examinara a Castañeda —dijo María—. Lo sabía. Sabía que era el hombre que quería.

—Lo cual nos lleva de nuevo a la cofradía —dijo Quemada en tono sombrío—, y a todo ese rollo de la historia. Odio la historia.

—Tenemos a alguien, por lo tanto —intervino Menéndez—, relacionado directamente con esos acontecimientos de la guerra, tal vez incluso con La Soledad, que ahora se está vengando.

—Sólo que es demasiado joven para tener una relación directa —repuso Velasco—. Debe de ser algún rollo de segundas generaciones. ¿Por qué empezar ahora? ¿Por qué no empezó a matar hace años?

—Porque carecía de motivos —dijo Menéndez—. Nadie le había provocado.

—Quizá era demasiado joven —sugirió Torrillo—. Quizá estaba esperando.

—El Guapo —dijo Quemada—. Hemos de apretarle las clavijas. Los conocía a todos, excepto quizá a Castañeda, y Castañeda le conocía. Está relacionado con los toros, sabría muy bien cómo matar a personas. Si es verdad, como dijo el viejo, que es el hijo de Álvarez, tal vez…

Calló. Una nube de pensamientos ensombreció su rostro.

—¿Tal vez? —preguntó Rodríguez, que apenas disimulaba su mal humor—. No construimos casos a partir de suposiciones.

—Mierda —dijo Quemada. Era absurdo—. Quizá es el siguiente de la lista, yo qué sé. De todos modos, hemos de hablar con él.

—Estoy de acuerdo —dijo Menéndez—. ¿Tenemos cita en su apartamento a las ocho, subinspector?

Torrillo asintió.

—Bien.

Algo daba vueltas en la cabeza de María, algo que no conseguía definir. Acuchilló el aire con la mano, en busca de alguna idea.

—Pero ¿por qué…? ¿Por qué…? —Notó que el tono de su voz rozaba peligrosamente la histeria. El rostro de Catalina Lucena, gris y pálido, apareció un momento ante ella—. ¿Por qué eligió a Luis Romero?

Quemada se encogió de hombros.

—¿Por qué no? No es un nombre raro. Al tipo le gustaba la historia, la historia de la guerra civil. Tal vez leía sus libros. Tal vez le conoció, en una cita gay o algo así. No me acabo de tragar su idea de que esto no tiene que ver con el sexo.

—Pero sabía la dirección de Romero —insistió María—. Daba su dirección a la agencia de contactos antes de que Romero muriera. No era casual. Eligió a Romero como la identidad que deseaba utilizar, y le eligió por algún motivo concreto.

Menéndez pareció interesarse.

—¿Cuál podría ser? ¿Qué motivo podía tener?

María meneó la cabeza. Su cabello parecía más enmarañado que nunca.

—No lo sé. En las universidades, la gente se hace bromas a veces. Estudiantes, profesores. Piden cosas con el nombre de otro. Tal vez…

Quemada agitó una manaza bronceada en el aire.

—Vamos, vamos. Elige la identidad de una persona para matar gente, pero ¿elige la identidad de alguien tan cercano a él? Este tipo es demasiado listo para eso.

—Deberíamos comprobarlo —dijo Torrillo—. Deberíamos hablar con sus estudiantes, sus conocidos de la universidad.

—Claro —dijo Velasco—, lo haremos, pero tiene razón. ¿Cómo vas a utilizar el nombre de alguien tan cercano a ti? No tiene sentido.

—Nada en este caso tiene sentido —gruñó Quemada—. Todo esto es de locos.

—No —dijo María, y sintió que tenía razón, sintió la certeza que sustentaba sus palabras—. Tiene sentido, pero no lo vemos. Hay algo frío, directo y lógico en el procedimiento. Así es como él lo ve.

—Quizá lo único frío, directo y lógico es que le gusta matar gente incesantemente —dijo Quemada—. Algunos jugamos al golf, otros van al fútbol, pero nuestro amigo se viste de rojo, coge las herramientas y sale a matar. Así de sencillo. ¿Qué motivo había para atacar a ese Famiani, el corredor? Ni siquiera vive aquí. No tenía la menor relación con España. Apareció en el lugar de su cita con algún maricón, este le dio plantón, y nuestro hombre trató de ensartarlo. ¿Dónde está la lógica?

María intentó arrojar luz sobre la cuestión. Quemada estaba en lo cierto… y no. No encontraba las palabras.

—Tal vez empezó como María ha dicho —intervino Torrillo—. De una forma fría, directa y lógica. Después, cuando se metió en el rollo, cambió. Descubrió que le gustaba. No sólo matar a los tíos a quienes quería matar, sino a otros también. Quizá esté un poco desorientado en este momento. No sabe si está matando a gente porque tiene un motivo, o porque le gusta.

—Una idea muy alentadora, Oso —dijo Quemada—. Si estás en lo cierto, tenemos un buen lío entre las manos.

María miró por la ventana. La luz era constante, perseverante, el cielo, una capa de azul perfecto, puntuado por el vuelo veloz de los vencejos.

—Tienes razón, Oso —dijo—. Tienes toda la razón. Ya no lo sabe. Es incapaz de diferenciar.

Algo cercano a la compasión revoloteó sobre su cabeza como una polilla atraída por una vela. Lo ahuyentó, temblorosa.

—Bien —dijo Menéndez—. Iremos a ver al torero. Vosotros dos os encargáis de Melilla, y mirad si hay informes sobre Romero, sobre Ordóñez, sobre quien sea.

—Quien sea —repitió Quemada.

—¿Y Álvarez? —preguntó María. Las palabras salieron como adormecidas, lo contrario de lo que pretendía—. Quizá haya informes sobre él.

Los dos agentes intercambiaron una mirada. No les gustaba perseguir expedientes. No les gustaban las habitaciones llenas de archivadores polvorientos y legajos tediosos.

—Está muerto, señora —dijo Velasco—. Desde hace mucho tiempo.

—Da igual… —dijo María.

Miró a Menéndez. Este asintió. Los dos agentes salieron arrastrando los pies del despacho, rezongando.

—¿Qué hay de esos nombres de empresas que encontró en el despacho de Castañeda? —preguntó María.

Menéndez siguió en silencio al otro lado de la habitación.

—¿Nombres de empresas? —preguntó Rodríguez, confuso—. No me habló de nombres de empresas. En ninguno de sus informes me habla de nombres de empresas.

—No se ha comprobado nada —dijo Menéndez—. Nada en absoluto.

—Me da igual, inspector —dijo el inspector jefe—. Me gustaría verlos. En cuanto vuelva a su mesa.

Después, dirigió una mirada a María que nadie habría podido pasar por alto.

No soy tu cómplice en esto, pensó María para sí. No lo soy.

—Traeré el expediente ahora mismo —dijo Menéndez.

Rodríguez se frotó los ojos.

—No le estoy prestando el apoyo que se merece, inspector. No es culpa suya. Las fiestas de este año se me antojan desmesuradas. Hay más visitantes que nunca, todas las habitaciones de la ciudad están ocupadas, hasta la última, y no tenemos dotación suficiente para lidiar con las tareas ordinarias, y mucho menos esta. No podré cambiar la situación en los días venideros, así que deberá confiar en sus propias fuerzas por el momento, pero es esencial, esencial, que yo vea cada hoja de papel relacionada con la investigación.

—Sí, señor —dijo Menéndez con semblante sombrío.

María se pellizcó. De repente, tuvo la impresión de que la frialdad que Menéndez sentía hacia ella había bajado varios grados más hacia el cero.