Catalina Lucena estaba tendida en la cama del hospital, exhausta, pero de alguna manera satisfecha. María intentó descifrar su expresión. Bajo las arrugas de la edad, bajo la palidez grisácea, algo la complacía. ¿Qué? María trató de analizar sus propios sentimientos. Era como si le hubiera transmitido algo, un peso que hubiera cambiado de recipiendario. No conseguía comprender lo que acababa de suceder entre las dos, qué significaba el intercambio de aquella antigua historia. Pero la inquietaba. Se sentía sucia, se sentía mancillada por haber sido testigo distante de acontecimientos que aún eran moneda de uso corriente en la ciudad. Se sentía marcada.
María trazó una larga línea bajo sus notas, con tinta azul. ¿Qué podía deducir de todo ello? ¿Qué podía creer? Consultó su reloj. Habían transcurrido tres horas desde su llegada, y apenas se había dado cuenta. Intentó traspasar la muralla que Catalina había erigido a su alrededor, lo intentó y fracasó.
—Debe de estar cansada —dijo.
Catalina cerró los ojos.
—La edad. Tan sólo el cansancio de la vejez. Lo odio.
María sirvió agua para las dos, y después ayudó a Catalina a incorporarse en la cama para que pudiera beber. Afuera se oía el estruendo de una banda, barata y chillona, que desfilaba poco a poco por la calle. La sirena de una ambulancia avanzó hacia la habitación, estabilizó su tono y murió en la distancia.
—¿Antonio está muerto?
La anciana volvió a cerrar los ojos.
—Hace más de diez años. Estaba enfermo.
—¿Volvieron a verse?
—No. Yo sí le vi. No reparó en mi presencia.
María esperó.
—Fue tres años después. En la plaza de toros. Para entonces, se había convertido en una personalidad importante de la ciudad. El escándalo de La Soledad había remitido, otros habían cargado con las culpas. Antonio sabía agradar a la gente. Sabía darles «cosas buenas». Le querían. Le adoraban. Tenía un cargo elevado en la Falange. Trabajaba en el ayuntamiento. Ya no tenía que empujar camillas de un lado a otro.
Pronunció las palabras con una precisión lenta y metódica.
—Lo había pensado durante mucho tiempo. Aún conservaba el cuchillo, el pequeño cuchillo que había cogido en la casa de La Soledad. Esperé a que terminara Semana Santa, la gran corrida de toros. Franco estaba allí, era el invitado especial. Había miles de personas, que pugnaban por acercarse al palco presidencial. Esto sucedía cuando los falangistas estaban en la cumbre de su poder, antes de que el miedo y la amargura se extendieran por doquier. No había términos medios. O estabas con ellos, o no existías. Yo me uní a la corriente general. Después de la última faena, nos congregamos alrededor del palco, saltamos dentro, la gente besaba al Caudillo, le besaba la mano, le bendecía. Antonio se erguía a su lado en silencio, con la mirada clavada en el ruedo. Yo estaba detrás de él. Podría haberle matado. Habría sido muy fácil.
María esperó, mientras la anciana buscaba las palabras.
—Pero no lo hice.
—¿Por qué?
—Busca motivos con tanto desparpajo, con tanta facilidad. ¿Cree que la vida se basa en los motivos? Por este motivo hacemos esto, por otro no. La vida no es como una máquina, como un motor. Ni siquiera la de usted.
María odió en aquel momento a Catalina Lucena, con tal intensidad que se sintió culpable.
—No estamos hablando de mi vida.
Los labios delgados se fruncieron.
—No. ¿Por qué? Tal vez, de alguna manera, le quería. Al menos, sabía que era la única persona a la que sería capaz de amar en esta vida. Ya no le deseaba. Pensaba en él, es cierto, pensaba en cuando estábamos juntos, en lo real que era aquella situación. Pero ya no existía. Matarle no me habría devuelto los viejos tiempos. Palpé el cuchillo debajo de mi vestido. Podría haberle matado, pero me pareció…, me pareció absurdo. De haber sido un hombre, lo habría hecho, por supuesto. Los hombres se ven impulsados por instintos más básicos, los celos, la venganza, el odio. Yo no sentía nada de esto.
—¿Qué sentía?
Catalina la miró con una expresión cercana al desprecio.
—Sentía que él me había fallado. ¿Qué, si no?
—¿Y después?
—Después, le vi por la ciudad. Siempre por casualidad. Nunca nos encontramos cara a cara. Sospecho que no me habría reconocido. Tenía un aspecto muy diferente de la niña a la que había conocido. Seguí su trayectoria a lo largo de los años. Su cara salía mucho en la prensa, después hubo un escándalo, algo relacionado con la política. La siguiente vez que le vi, se estaba muriendo. Era evidente. Era un hombre lleno de vida, de energía. Un día, le vi cerca del ayuntamiento y se estaba muriendo. Lo llevaba escrito en la cara. Un cáncer le estaba royendo las entrañas. Un año después leí en el periódico que había muerto. Había una necrológica muy breve: «Un hombre amante de la familia».
Catalina resopló, un gesto desagradable y desdeñoso.
María quería marcharse sin hacer la pregunta. No podía. Cuando volviera a la comisaría, lo preguntaría. Si no era ella, otro la haría.
—Catalina.
La anciana tenía los labios apretados. Parecía demacrada y desteñida, como si formara parte de la cama, una delgada sábana de humanidad en medio de algodón doblado.
—¿Vio la tumba de su hijo? ¿Sus tíos se la enseñaron, o le dijeron dónde estaba?
La anciana resopló, y ahora María sí se dio cuenta de lo que era: desprecio en estado puro.
—¿La tumba? ¿La tumba? ¿Cree que soy idiota?
—No —dijo María en voz baja—. No, doña Catalina, no.