Los primeros días fueron borrosos. Había un dormitorio que se convirtió en su universo. Conocía de memoria cada vela, cada adorno, recordaba cada flor del papel pintado, cada crucifijo, cada cuadro religioso, fijos y eternos a la mortecina luz interior. Francisca y Ramón entraban y salían. Miraba sus rostros preocupados y vigilantes, y se preguntaba, ¿me creen ahora?
Sí, la creyeron. Creían más y más cada día, a medida que la suciedad y el polvo de las carreteras desaparecían, las arrugas de su cara se desvanecían, y veían algo de la Catalina de antaño. Algo.
Ramón se esforzaba por ganársela, por borrar la frialdad que había exhibido cuando pasó la puerta, con el aspecto de un mendigo más que venía a suplicar comida. Se habían multiplicado desde el estallido de la guerra. Algunos eran huérfanos, a otros los habían abandonado a su suerte. Cuando los combates empezaron, Francisca y él habían hablado y llegado a un acuerdo: cuidaremos de los nuestros. Y lo hicieron. Y descubrir que casi había rechazado a uno de los suyos se le antojaba un pecado, algo que debía expiar.
Catalina les recordaba de sus visitas a Jerez cuando era niña, y de las fiestas que celebraba la familia en la ciudad. En los viejos tiempos, antes de la guerra, Ramón casi parecía otro crío. Se sumaba a sus juegos. Pasaba el rato con los niños, cuando los demás adultos sólo querían olvidarlos. ¿Por qué?, se había preguntado entonces, y mamá se había limitado a comentar algo acerca de «su tragedia». Más tarde, se había enterado. Habían tenido un hijo fallecido prematuramente, apenas un bebé. No podían tener más. La oportunidad de jugar con niños, de estar cerca de ellos, era algo que Ramón anhelaba, siquiera una hora, un mundo del que la vida le había excluido, les había excluido, incluso antes de cumplir los treinta años.
Poco a poco, los días empezaron a cobrar sentido, a tener un ritmo. Aún se sentía enferma. Solía encontrarse mal por la mañana, pero al cabo de un tiempo se recuperó. No, más que eso. Se sentía pletórica, llena de vida. La sangre corría por sus venas con una fuerza, una vitalidad que casi podía medir. Se sentía viva, se sentía revigorizada por la energía de su cuerpo, por el mismo hecho de existir. No era lo mismo que la felicidad. No era feliz. No creía que volviera a serlo. No estaba segura de haber sido feliz en el pasado. Fuera lo que fuera la felicidad, era algo que había sido erradicado de su círculo de experiencias. Al igual que algunas personas no sabían silbar, Catalina se dio cuenta de que era incapaz de experimentar júbilo con espontaneidad. Le habían robado la alegría y no la echaba de menos. Lo único que contaba era la supervivencia, la energía, la aptitud física y mental. Eran cosas que podía controlar.
Tenía un apetito desmesurado. Ramón y Francisca bromearon al respecto durante unos días. Después, empezaron a intercambiar miradas cuando bromeaban, y Catalina las seguía, en secreto, seguía sus ojos, se preguntaba qué mensajes ocultos se estaban transmitiendo. Comía todo cuanto le traían: leche, huevos, lomo, salchichas, pollo, patatas. Independientemente de la marcha de la guerra, no tenían dificultad en encontrar comida. O eso, o le reservaban la mejor parte de lo que conseguían. Más tarde, cuando empezó a salir del dormitorio, a pasear por la casa, a pasar horas descansando en el salón, fresco y sombreado, descubrió que era lo último. Compraban lo que podían, pero no era gran cosa. En secreto, sin que ella lo supiera, le daban la mejor parte.
Una mañana, cuando la amenaza de la enfermedad reapareció y desapareció al poco, tan inexplicablemente como había llegado, estaba tendida en la cama, en camisón, y se palpó el estómago. La forma había cambiado. Había una plenitud que antes no existía, un bulto cálido sobre el vello muy agradable al tacto. Pasó la mano por debajo del camisón, la apoyó sobre la carne y experimentó un estremecimiento de alegría, aunque aún ignoraba por qué.
El día estaba nublado, como un presagio del otoño. Ramón y Francisca dijeron que los enfrentamientos locales habían terminado, y los que aún perduraban estaban tan lejanos que los agricultores se disponían a iniciar la cosecha. Pronto, todo el mundo estaría en los campos, inclinados sobre las viñas, las cabezas gachas, tocados con sombreros de paja para protegerse del sol. Se repetiría el viejo ritual. Si lo practicaban con denuedo, quizá obraría su magia, las heridas se cicatrizarían, la paz volvería al campo, la guerra terminaría.
Catalina acarició el bulto, se preguntó si debería dejar de comer tanto, y luego pensó, de improviso: no sangro.
Eso no significaba nada para ella. Las relaciones eran demasiado imprecisas, poco explicadas. Pero relaciones había.
No sangro.
Sintió la carne tibia bajo su mano y casi tuvo la sensación de que había algo allí, algo que se movía.
Su campo de visión se estrechó. Era como si las paredes se cerraran sobre ella. Sólo podía ver su cuerpo en la cama.
Se subió el camisón por encima de las caderas, notó que se arrugaba bajo su espalda, y luego se relajó. Bajó la vista. Había una forma inequívoca en la base de su estómago. Era real. Se curvaba hacia abajo desde el ombligo con una plenitud creciente, que se le antojó natural, adulta. Un año antes, apenas había empezado a asomar el vello. Ahora, cuando se miró, tenía el aspecto de una mujer adulta, como el torso de un museo, el tipo de talla ante el que siempre habían pasado a toda prisa, mientras los niños lanzaban risitas tontas.
Catalina apoyó la mano sobre el estómago una vez más, sintió el calor de su carne, y sintió, aunque sabía que era imposible, un movimiento claro y real bajo sus dedos.
Cerró los ojos con fuerza, contuvo el aliento lo máximo posible. Cuando ya no pudo aguantar más, cuando volvió a mirarse, a respirar, nada había cambiado. Era real. Era el regalo de despedida de Antonio.
Se levantó, salió de la habitación, encontró a Francisca en la cocina. Se miraron y Catalina comprendió que ella sabía, ya lo sabía. Su mirada reflejaba una mezcla de simpatía y compasión. Tal vez incluso un poco de envidia.
Francisca se acercó a ella, pasó los brazos alrededor de su cuello. Catalina sintió que las lágrimas de su tía le mojaban la piel, pero no lloró. Sería madre antes de cumplir los quince años. No había espacio para las lágrimas.
El niño nació en el dormitorio de la casita de Jerez, cerca de la medianoche del Viernes Santo de 1937. Catalina tenía la vista clavada en las flores del techo. Se había negado a chillar, a llorar, pero al final fue imposible. El dolor era excesivo. Tuvo la sensación de que se estaba partiendo en dos. Nada de lo sucedido en La Soledad o en el viaje a través de las montañas podía compararse con la intensidad de aquella agonía física.
Leyó preocupación en la cara del médico. No era un parto normal. Algo, el bebé, se movía en su interior, se movía de una manera errónea, adoptaba una posición absurda. Podía sentirlo (¿él, ella?) en su interior, sin saber cómo prepararse, luchando por liberarse de ella. Cuando empujó no pasó nada, sólo que la obstrucción, el obstáculo, adquirió más solidez.
Mordió con fuerza la correa de cuero que habían embutido entre sus dientes, empujó otra vez, sin resultado. Entonces, levantó la vista y vio el destello plateado a la tenue luz eléctrica, dos brazos, como cuernos, una forma que le resultaba algo familiar, como salida de un arcón lleno de juguetes.
El médico se colocó al pie de la cama. Catalina empujó hacia adelante, intentó ver por encima de su estómago inmenso, mientras el sudor resbalaba por su frente y se le metía en los ojos. El médico cogió los fórceps, mortalmente pálido. Se persignó, los brazos plateados bajaron de nuevo, de forma que Catalina ya no los vio, y notó un dolor como jamás había sentido ni volvería a sentir.
Catalina abrió la boca, la correa de cuero escapó de entre sus dientes, y pensó que el grito iba a partir su cabeza, hasta convertirse en todo cuanto existía en el mundo, una cuchillada roja de dolor y furia. Y entonces terminó. Una neblina escarlata cayó ante sus ojos, la habitación se disolvió en la bruma, y con ella el dolor. Lo último que oyó fue un llanto tenue y agudo, como solidario. Después, el mundo desapareció, de repente, y lo único que pudo oír en la oscuridad fue el torrente de su sangre en las venas.
Pasó una semana antes de que se sintiera con fuerzas para preguntar. Una semana en que el pasado había resucitado para atormentarla. Una semana de fantasmas y espectros, una semana en que los muertos, sus muertos, habían caminado, la habían mirado, meneado la cabeza y regresado a la oscuridad. Hablaban de fiebre, pero era más que eso. Durante aquella semana, supo Catalina, había fluctuado entre dos mundos, sin integrarse por completo en ninguno de ambos. No quería pensar en lo que los muertos le habían dicho. No quería recordar sus requerimientos. Cuando despertó por fin, quería estar en su mundo, no en el de ellos.
Aún había estameña sobre la ventana. No habían tenido tiempo de quitarla, ni habían pensado en ello. La guerra estaba lo bastante lejos para que la Semana Santa se celebrara, al menos de una forma discreta, algo empobrecida. El médico ya sólo venía una vez al día. Ramón y Francisca la cuidaban constantemente, traían pan, sopa y fruta, y agua con un poco de vino. Era joven, se recobraría enseguida.
Esperó a que Francisca estuviera sola, y un día preguntó, en tono monótono e insistente. Su tía no se atrevió a mirarla. Desvió la vista hacia la ventana. Catalina no necesitó verla para saber que había lágrimas en sus ojos.
—El bebé murió, Catalina —dijo, de espaldas a la cama—. El médico no pudo hacer nada. Fue un parto prematuro. No se pudo hacer nada.
Dio media vuelta, se acercó a la cama y abrazó a su sobrina. Catalina se sentía extrañamente alejada de la escena. La luz era gris y difusa. No parecía real.
—Era un niño —dijo su tía—. Muy pequeño. Era fuerte, pero no lo bastante. Sé valiente. El médico dice que eres joven, y fuerte. Nada impedirá, cuando te cases, que puedas tener más hijos.
Catalina sonrió para sí. Había un impedimento…
—Y además, Catalina… Si hubiera vivido…, aún no has cumplido quince años. No habrías podido mantenerlo.
Al instante, Francisca se arrepintió de haber hablado. La muchacha le dirigió una mirada de una ferocidad aterradora. No era la cara de una niña de catorce años. Reflejaba más dolor, más experiencia, más dureza de la que Francisca habría deseado ver en alguien mucho mayor.
—Era mi hijo —dijo—. Era mío.
Francisca recogió la bandeja con los platos vacíos, y luego miró a su sobrina.
—Sí —contestó—, pero has de olvidar todo esto. La semana que viene irás a Cádiz a recuperarte. Te alojarás en un buen hotel, propiedad de unos amigos. Nosotros pagaremos. Te cuidarán bien. El aire del mar, la comida, te sentarán muy bien. Allí también tenemos parientes. Quizá no te acuerdes de ellos, pero irán a visitarte.
Catalina sacudió la cabeza. No entendía nada.
—¿Quieres que me vaya?
Francisca amontonó los platos en la bandeja.
—Todo esto ha sido muy duro para Ramón y yo. También necesitamos un poco de reposo, Catalina. Tenemos una casa en Melilla, que compramos hace años. Está junto al mar. Cuando te hayas marchado, cogeremos el transbordador en Algeciras. No es un viaje largo. Ya hemos hablado con los abogados. Heredarás la propiedad de la ciudad. Es muy valiosa, pero no la controlarás hasta que hayas cumplido veintiún años, por supuesto.
—Y hasta entonces…
Notó que la cólera se apoderaba de ella. Francisca no se atrevía a mirarla.
—Hasta entonces…, ya veremos qué pasa. Cuando todos hayamos tenido tiempo de pensar en estas cosas.
Siete días después, llegó un coche para conducir a Catalina a Cádiz. Vivió allí, en la misma habitación, con la misma familia silenciosa y distante, durante los siguientes seis años, sin recibir más visitas que las de los abogados que intentaban determinar la sucesión. Ramón y Francisca le enviaban una carta de vez en cuando, todas con matasellos de Melilla. Para el resto del mundo, ya no existía.
Después, cuando el papeleo se solucionó, regresó a la ciudad y la acompañaron en coche a la mansión. Con la sensación de ser un fantasma que regresaba, giró la llave en la puerta y entró en su casa, su hogar. Estaba llena de polvo, de cadáveres de polillas. Una esquina de la primera planta había sufrido los efectos de una bomba. Cuando entró en su dormitorio, se sintió por un momento como si volviera a tener catorce años, oyó sus voces abajo, amortiguadas, tensas, prestas a la discusión. Se sentó en la cama. Nubes de polvo se levantaron de las sábanas. Sobre la almohada, ahora de un gris sucio, había un libro abierto boca arriba. Lo cogió y, con una claridad que la asombró, recordó, recordó con toda precisión, recordó la parte de la novela a la que había llegado, dónde estaban los personajes, las frases, hasta la última palabra de la frase.
Le dio la vuelta y contempló la cubierta, aunque sabía lo que ponía. El entramado dorado se veía opaco y descosido, pero aún se leía, en letras mayúsculas, Secuestrado.