No la siguieron, al menos ella no lo supo. Despertó al día siguiente al lado de la carretera, medio escondida en una zanja llena de maleza. Los pies, las piernas, todo su cuerpo le dolía, al unísono. Estaba hambrienta y sedienta. No sabía dónde estaba, qué día de la semana era. Catalina salió de la zanja y se puso a caminar hacia las lejanas montañas bajas. Le parecían familiares, como las que había en la carretera de Ronda. Y la alejaban de la ciudad.
La Soledad demostró haber sido una buena escuela para lo que pasó durante las siguientes dos semanas. Pronto comprendió que no podría sobrevivir sin ayuda. De vez en cuando, encontraba un poco de agua en un arroyo de la montaña. De vez en cuando, comía hierbas, cogía un higo, intentaba arrancar las diminutas espinas de su piel. Pero no podría sobrevivir sin la ayuda de otras personas, y tenía que conseguir esa ayuda de una forma u otra.
No eran personas directamente implicadas en la guerra. Se mantenían al margen del conflicto, que trabajaban para quien les pagara más, gente de la montaña, solitaria, silenciosa, suspicaz. Mientras recorría las laderas, de un pueblo pequeño y blanco a otro, aprendió a conmoverlas. A veces, eran pequeñas gentilezas que no exigían nada a cambio: agua, fruta, salchichas. A veces, se ganaba una comida, incluso una noche en un edificio anexo, haciendo el trabajo que necesitaran, o fingían necesitar, barriendo establos, regando la pocilga, desgranando el trigo seco y polvoriento bajo el sol de mediodía. Adquirió práctica en pedir de la forma correcta, pedir no por caridad, sino a cambio de una paga. Quería informarles de que no era una vulgar mendiga, y cuando la miraban a los ojos, y veían la mirada acerada y gris que ahora los habitaba, solían apreciarla en su valía.
A veces, conseguía lo que necesitaba por otros medios.
Las distancias no eran pequeñas, y el clima duro, caluroso y seco, con un sol abrasador. Pronto aprendió de memoria la geografía de las montañas. Sabía dónde estaba, sabía adónde quería ir: al oeste, hasta el punto donde la sierra descendía a la llanura y Jerez sólo distaba unos pocos kilómetros. Tardaría semanas en recorrer esa distancia. Una mañana, después de ganarse una cama y un poco de comida haciendo la colada de una anciana en el arroyo del pueblo, dejó atrás la última casa, se sentó junto a la carretera y esperó. Media hora después pasó un viejo camión oxidado, el conductor la vio, sonrió y la invitó a subir.
Sabía que, por lo general, había un precio. Con Antonio había aprendido cosas que podía enseñarles, con sus dedos diestros y ágiles, cosas que conducían el asunto a una veloz conclusión, y después volvían a la carretera, el hombre perplejo, satisfecho en parte, intrigado por la muchacha sentada a su lado, que parecía tan joven y tan vieja al mismo tiempo.
A veces, intentaban ir más allá, más allá de lo que ella deseaba. Sólo un hombre la había conocido de esa manera. Sólo un hombre lo haría. Y si lo intentaban demasiado, aún le quedaba el cuchillo, gastado y diminuto, pero afilado como una daga, y no temía usarlo. Retrocedían cuando la veían apuntarles con él, cuando veían el brillo homicida de sus ojos.
La niña de catorce años, con su vestido de algodón blanco y rosa, que vivía en su mundo particular en una mansión con azulejos, columnas de mármol y patios frescos sombreados por palmeras, esa niña estaba enterrada y muerta. Su lugar lo ocupaba alguien infinitamente mayor, alguien marcado para siempre por la oscuridad del mundo.
Un mes después de que la antigua Catalina muriera, una joven ataviada con un vestido de campesina descolorido, el rostro arrugado, bronceado y correoso, paró a un camión en Medina Sidonia. Había dormido en el patio de la iglesia, a la sombra de antiguas almenas árabes. Cuando despertó, se sentía extraña, mareada, con náuseas. Había vomitado con el estómago vacío, y después, de pronto, se sintió mucho mejor. Un granjero conducía el camión, y se dirigía a Jerez para comprar vino. Un hombre de unos veinte años, preocupado por el viaje, preocupado por la posibilidad de que los combates no hubieran cesado en la meseta, como todas las habladurías de la ciudad insistían. No le pidió nada, excepto que le escuchara mientras pasaba revista a sus temores, contaba anécdotas sobre los horrores de la guerra, la sangre, las batallas, las masacres. Cuando Catalina bajó de la cabina, en las afueras de Jerez, sólo sentía desprecio por él, y no se detuvo a preguntar por qué.
Las calles de la ciudad estaban desiertas. Era media tarde, pero la apatía no se debía a la hora. Jerez estaba a la espera, con la esperanza de que lo peor de la guerra hubiera pasado, con la esperanza de que no volvería.
Se sentó en el bordillo, intentó orientarse, fracasó, y después preguntó el camino a un solitario cartero que pasaba por la calle. La miró, le dijo lo que quería, y se apresuró a continuar su camino.
Catalina bordeó el centro de la ciudad, siguió una avenida frondosa, se desvió por una calle lateral y reconoció la casa. Habían pasado tres o cuatro años desde la última vez que había visto a sus tíos. La casa, una villa de clase media de dos plantas, cubierta de buganvillas, con jacarandas en el jardín delantero, parecía mucho más pequeña de cómo la recordaba. La veía con ojos de adulta, la recordaba con la memoria de una niña.
Catalina abrió las puertas de hierro y recorrió el camino particular. Un hombre apareció desde la parte posterior de la casa, la miró y empezó a gritar. Catalina se quedó donde estaba. Era su tío, Ramón.
—Vete —dijo—. No tenemos nada para ti. La ciudad está llena de pedigüeños. No podemos darles de comer a todos.
Catalina casi obedeció. Se sentía extraña. El mundo oscilaba ante ella. Pensó que iba a vomitar de nuevo.
—¿Puede darme un vaso de agua? —preguntó.
Ramón sostenía una azada. La aferraba como si fuera un arma. Oyó la voz de otra persona, que llegaba desde la izquierda. Era su tía Francisca. Vestía una bata floreada, del tipo que utilizaban las mujeres cuando limpiaban. Llevaba un vaso de agua en la mano, con una curiosa expresión en los ojos. Los colores bailaban y oscilaban delante de Catalina.
—Gracias —dijo, y se llevó el vaso a la boca.
El agua estaba fresca y maravillosa, pero aún tenía ganas de vomitar.
Francisca la estaba mirando, como tratando de descifrar algo.
—Están muertos —dijo Catalina—. Todos están muertos.
Ramón se acercó más, intentó ver lo que su mujer veía.
—¿Quiénes están muertos, muchacha? —preguntó Francisca.
—Papá. Mamá. Todos. Los mataron. En La Soledad.
Francisca posó una mano sobre su cara. Sintió su sequedad, su aspereza. Miró a la chica del vestido sucio. Aparentaba veinte años, como mínimo.
—¿Catalina? —preguntó Francisca con incredulidad—. ¿Catalina? ¿Eres tú?
Pero el mundo se estaba pintando de negro, negro y remolineante. Una cortina descendió sobre su visión, y ya había perdido el sentido antes de que su cuerpo se estrellara contra el suelo con un ruido que les sobrecogió.