Algo había cambiado en el exterior, algo que notaba en los ojos de Antonio, en la alteración de las voces al otro lado de la puerta cerrada con llave, en el mismo aire. La atmósfera era más opresiva. Antonio pasaba más horas fuera de casa. Le echaba de menos. A veces, por las noches, se sentía tan cansado que se dormía al instante, y sólo despertaba cuando ella le montaba, con las piernas alrededor de su estómago, la mano apoyada con suavidad sobre su entrepierna.
Pero el acto había cambiado. La excitación de Antonio había disminuido, se había desviado hacia otra parte. Había una expresión en su cara que ella no comprendía, no le gustaba. No se atrevía a preguntar la causa, ni qué estaba pasando fuera, en La Soledad.
Una noche regresó más tarde de lo acostumbrado, y ella estaba aburrida, resentida, se sentía abandonada. Había lavado su ropa, le había preparado la cena. La mitad no se había consumido. Había bebido un poco del áspero vino tinto que él traía en botellas verdes sin corcho. Conseguía que su cabeza diera vueltas, que pensara cosas indecentes. Cuando bebía demasiado, a veces se sentía mal. Pero aquella noche no. Aquella noche estaba henchida de curiosidad, de valentía, de impudicia.
Se acercó a la gran ventana del frente, apartó la silla de una patada y se puso delante de las cortinas. Era de noche, pero había luna llena, gloriosa y plateada en un cielo estrellado. No recordaba haber visto jamás una noche tan hermosa. Todo se veía limpio y silencioso bajo la luz de un blanco purísimo. Hasta la tierra yerma de La Soledad, los pequeños edificios, la cerca de estacas del campo, todo parecía perfecto. Recordó una frase que sus hermanos decían cuando jugaban a soldados: todos presentes y formados. Ese era el aspecto del paisaje que contemplaba. Todo, el afloramiento rocoso cubierto de maleza, las higueras escuálidas, el retrete de hierro exterior, todo estaba en su sitio.
Contempló la escena embelesada, contenta, inmersa en sus ensoñaciones, y deseó que nunca terminara. Entonces, oyó un sonido que no olvidaría nunca. Un sonido de agonía humana, tan fuerte, tan torturado, que creyó poder sentir el dolor. Siguió y siguió, como el grito de una bestia a la que están descuartizando, y una voz interior dijo a Catalina, baja, aléjate de la ventana, olvida, ve a dormir.
No era posible. Tenía que saber. Los chillidos se repitieron, y ella se estremeció en el calor de la noche. Catalina bajó de la ventana, fue a la mesa donde Antonio guardaba sus papeles, abrió el pequeño maletín de piel y sacó un par de prismáticos.
El sonido se reprodujo y ella se acercó a la ventana. Nunca había utilizado los prismáticos, pero le había visto jugar con ellos, mirar en silencio algo que ella sólo podía adivinar. Los cristales eran rugosos y lastimaron su piel. Apartó los prismáticos de la cara, frotó los cristales con la manga, volvió a probar. Al principio le costó, pero enseguida aprendió a manejarlos. Los enfocó, y no tardó en lograr distinguir el detalle de las puertas, la forma de las rocas y el terreno lejano. Después, volvió al campamento, intentó encontrar un hueco que le permitiera ver al otro lado de la cerca de estacas, pero no había nada.
Los chillidos se iban atenuando. Abandonó el perímetro de la cerca y se desvió a la izquierda, hacia el toril, donde había algunas formas oscuras inmóviles. Después, siguió más a la izquierda, hacia el ruedo de prácticas. Formas de hombres, y otras cosas, empezaron a definirse ante su vista, y lanzó una exclamación involuntaria. La voz interior habló de nuevo. Volvió a ignorarla.
Vio a Antonio, un bulto gris plateado bajo la luz de la luna, sentado sobre el travesaño superior del cercado. Delante de él, a ambos lados, había unos diez hombres, todos sentados, todos contemplando lo que sucedía en el ruedo. No pudo leer su expresión desde aquella distancia. Lo agradeció.
Catalina movió los prismáticos un poco y enfocó el ruedo. Un hombre estaba atado a la carretilla de prácticas, con las manos sujetas a las asas. A juzgar por la forma en que la luz de la luna brillaba sobre su espalda, supuso que lo habían desnudado hasta la cintura. Estaba derrumbado sobre las asas, como dormido. Entonces, una figura apareció por detrás, con objetos pequeños adornados con cintas en sus manos. Caminó hacia el hombre, echó hacia atrás los brazos, arrojó algo. Voló por el aire y se hundió en la espalda del hombre. Catalina vio que la cabeza se levantaba a causa del dolor, se preparó para el grito, que sonó débil y aterrador en el aire de la noche.
Alguien montado sobre un caballo pequeño apareció por un lado del ruedo. Empuñaba una pica. Sobresalía de una manera cómica por delante del animal, demasiado grande, demasiado desgarbada. Oyó que los hombres sentados en los travesaños reían. El jinete cabalgó con parsimonia hacia el centro del ruedo. Parecía aburrido. Daba la impresión de haberlo repetido en excesivas ocasiones. Levantó la pica con un perezoso arco del brazo, y después la clavó dos, tres veces, en el costado del hombre. La estructura rodante se movió unos pocos metros. Los hombres dieron voces de ánimo. La pica se elevó y descendió de nuevo, y la estructura se movió una vez más, hasta que la figura volvió a derrumbarse.
Los gritos eran ahora más fuertes, más impacientes, irritados. Por lo visto, el espectáculo no les complacía. Catalina miró a los hombres una vez más. La asustaban. Entonces, vio que Antonio levantaba la mano, en un gesto que no entendió. Hubo algunos aplausos. Uno de los hombres se puso en pie y entró en el ruedo. Llevaba algo largo y delgado en la mano. Catalina cerró los ojos, pero luego descubrió que los había abierto. Era un estoque.
Ahora estaban gritando, gritando a pleno pulmón, pero la figura atada a la estructura seguía inmóvil. Quizá ya estaba muerto, pensó. Sería mejor que hubiera muerto.
El hombre del estoque llegó a la estructura. Contempló el cuerpo, meneó la cabeza, pinchó el torso con el estoque. Se produjo un leve movimiento. Se encogió de hombros. Alzó la cabeza del torturado, examinó su cara, dejó que cayera de nuevo, levantó el estoque, lo suficiente para que la luz de la luna brillara como hielo en la hoja, gritó y asestó una estocada, y otra, una y otra vez, acuchilló la cabeza, la espalda, los costados, loca, frenéticamente, sin dejar de gritar, gritar, gritar.
Pero Catalina apenas se daba cuenta de nada. También estaba chillando, y nada más empezar dos guardias se precipitaron hacia la casa con las pistolas desenfundadas. Había visto la cara, pálida bajo la luna, la cara del hombre que agonizaba en el ruedo. Era la cara de su padre.
Mientras los guardias golpeaban la puerta y gritaban a Antonio que trajera la llave, ella retrocedió poco a poco, lo más lejos posible, hasta llegar a la cocina, donde la encontraron, la cara empapada de lágrimas e hinchada, acurrucada en el suelo, las manos alrededor de las rodillas, muda de miedo.
La sacaron de la casa a rastras entre gritos, una joven temerosa por su vida, sin sospechar, sin recordar que era Catalina Lucena, sin pensar que, antes de que llegaran, había tenido la presencia de ánimo de sacar el cuchillo afilado guardado en el cajón de la mesa, con el que preparaba las comidas, y esconderlo en el bolsillo de su sencillo vestido de campesina.
Antonio seguía sentado en el mismo sitio, dando la espalda a la enorme luna, plácida en el cielo nocturno. Dejaba su cara en la sombra. Catalina deseaba con desesperación ver su rostro, descifrar su expresión. Sabía descifrarla.
—Soltadla —dijo él desde las sombras—. No puede ir a ningún sitio.
Después, bajó y se volvió hacia ella. Vio su rostro, frío e inexpresivo a la luz de la luna. Lo comprendió al instante: había dos Antonios que compartían la misma piel. Dos gemelos, uno claro, otro oscuro. En la casa, donde había amor, ternura y pasión, habitaba el claro. Fuera, cerca del ruedo, el lugar de las torturas, gobernaba el oscuro. Y ahora la estaba mirando, desprovisto de compasión, sin nada en su expresión, salvo cierto aire de decepción.
Los hombres se congregaron a su alrededor. Habló uno, con voz ruda de campesino.
—Lo ha visto todo, Antonio. Has de matarla también. Todos podríamos morir si va pregonando esto. Ya te has divertido bastante. Ha llegado el momento.
Antonio dio una patada en el suelo, sin mirarles. Tenía poder sobre ellos. Era evidente, tangible.
—Yo soy el jefe. Yo diré cuándo será el momento.
—Lo ha visto. Podría meternos en un buen lío. Si nos cogen, somos hombres muertos.
Antonio rio.
—¿Crees que no lo somos ya? Dejadnos. Llevaos el cadáver. Yo hablaré con ella.
Los hombres se alejaron, entre gruñidos, llegaron al centro del ruedo y al bulto del ser humano derrumbado bajo la luz de la luna.
Antonio se inclinó hacia ella, le acarició la mejilla. Ella se estremeció.
—Niña, niña, niña. Te lo dije. Te lo dije. ¿Por qué no me hiciste caso?
Catalina estaba llorando, las lágrimas desbordaron sus ojos y humedecieron su cara.
—Ese es mi padre.
Quería oír que lo negaba, pero sabía que no lo haría.
—Sí. Todos han muerto. Excepto tú, y has tenido mucha suerte. La última Lucena. Esto es un campo de exterminio, Catalina. ¿Sabes lo que eso significa? ¿Lo entiendes? Eliminamos a nuestros enemigos para no tener que volver a luchar contra ellos. Ellos lo hacen. Nosotros lo hacemos. Como ya te dije, estamos en guerra.
Catalina notó que la furia crecía en su interior.
—¿Enemigos? ¿Mis hermanos? ¿Mi hermana?
Antonio se encogió de hombros.
—Quizá hoy no, pero esta guerra dictará el futuro. Mañana… ¿quién sabe?
—¿Soy yo tu enemiga?
Catalina se dio cuenta de que no era capaz de mirarla de frente, no era capaz de mirarla a los ojos. Antonio se volvió y contempló las colinas rocosas, sombrías a la luz de la luna.
—Tú eres… No sé qué eres. Eres… una fuente de placer.
—¿Tu puta?
Entonces, se volvió hacia ella, y vio ira en su cara.
—Una dama de tu edad no dice esas palabrotas.
La cogió por el vestido y tiró de ella.
—Ven. Voy a enseñarte algo.
Pasaron por detrás del ruedo. Un grupo de hombres estaba cargando el cadáver de su padre en una carretilla. Apartó la vista, él la soltó. Le siguió en silencio. Estaba a un minuto de distancia, y el hedor lo pregonaba. Nunca había olido algo semejante. Su estómago se revolvió. Pensó que iba a vomitar.
—Para.
La detuvo con el brazo extendido y, al instante, pareció cambiar. Era de nuevo el Antonio interior, pensó. Su voz era más suave. Sus maneras eran delicadas de nuevo.
—Mira.
Señaló. Estaba oscuro. Una hilera negra se extendía en las sombras, delante de ellos. El hedor procedía de ella.
—Toma.
Buscó en el bolsillo de la chaqueta y le pasó algo. Era la luz delantera de una bicicleta, una linterna a pilas. Catalina buscó el interruptor de baquelita, lo encontró, lo oprimió, dirigió la luz hacia donde él indicaba, lanzó una exclamación ahogada y la apagó.
—¿Has visto?
Catalina se llevó una mano a la boca. Sentía náuseas.
—¿Has visto?
—Sí —contestó.
La imagen fugaz se le apareció de nuevo. Cuerpos amontonados sobre más cuerpos, los miembros retorcidos, doblados en ángulos imposibles, ojos opacos que brillaban en la oscuridad, muertas bocas abiertas. Era una fosa común, el lugar donde escondían la carnicería.
—Quiero irme —dijo, en voz baja, serena, parsimoniosa.
Antonio dio media vuelta y ella le siguió. Caminaron hasta casi llegar al ruedo. El hedor disminuyó, pero no desapareció. Más adelante, pensó que lo olería durante semanas. Tal vez años.
—Ahí hay unas sesenta, quizá setenta personas. No sé a cuánta gente se cargaron antes de que yo llegara.
Catalina tosió, vomitó, lloró en silencio con la cabeza pegada a un puñado de maleza seca. Cuando terminó, él le dio su pañuelo para que se secara la boca. Sabía a aceite de pistola.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—Porque… —Pensó en un motivo—. Porque es posible. Estos hombres no luchan en una guerra, luchan contra el mundo. Sepultarían el mundo entero ahí si pudieran. Intento detenerlos lo máximo posible, pero no puedo cambiarlos. Si lo intentara, me matarían tan seguro como que te matarían a ti. Mi poder es muy relativo, pero hago lo que puedo. No han matado a todo el mundo. No te han matado a ti.
—Aún.
—No te matarán.
Era el Antonio interior quien hablaba, pensó. ¿Qué diría el Antonio de fuera?
Se secó la boca otra vez, y luego guardó el pañuelo en el bolsillo.
—Cuando me…, cuando me tomaste por primera vez, dijiste que eras médico. ¿Era verdad?
—Dije que había trabajado en un hospital.
—Me… hiciste pensar que eras médico.
—Era camillero. Llevaba a los enfermos de habitación en habitación. A veces, cargaba a los muertos. Alguien tiene que hacerlo. Alguien tiene que hacer esto.
Catalina intuyó su dolor, intuyó su certeza de que La Soledad no había dejado de afectarle.
—Tú me perteneces —dijo con voz metálica—. Eres mía. Has de comprenderlo. Entonces, los dos sobreviviremos.
—Tienes una esposa en la ciudad —dijo Catalina.
—Está en Madrid. Con sus padres.
—¿Es bonita?
Antonio espió la expresión de su cara, intentó adivinar sus pensamientos.
—Se parece un poco a ti. Como eres ahora. No como antes. Sí, es bonita.
—¿Tenéis hijos?
—No, hijos no.
—¿Y nosotros, después, cuando todo haya acabado?
Antonio rio.
—¿Cómo quieres que pensemos en «después»? Sólo existe el aquí y ahora. Sobrevive, Catalina, sobrevive. Sin eso, no hay «después». Ven.
Ella le siguió de vuelta al campo y al grupo de hombres congregados alrededor de la puerta de la cerca.
—Recuerda lo que te he dicho, Catalina. Me perteneces. Eres mía. Recuérdalo y ambos sobreviviremos. Estos hombres están enfadados. Querrían verte muerta.
Captó la nueva aspereza de su voz. Era como si cada paso que daba hacia ellos, cada paso que se alejaba de su intimidad, fuera un paso hacia el otro Antonio, el Antonio de fuera.
Se detuvo junto a los hombres y les sonrió.
—Juan —dijo.
Un joven, que estaba acuclillado en el suelo limpiando un rifle antiguo, alzó la vista. Catalina pensó que no podía tener más de diecisiete años. Estaba sucio. Tenía el cabello enmarañado y largo, sus ropas parecían andrajos.
—Levántate, Juan —ordenó Antonio.
Catalina observó que los hombres la miraban, intrigados.
El joven obedeció. Era de una delgadez asombrosa, con el pecho hundido y los hombros encorvados. Se apartó un mechón de pelo grasiento de la cara y dijo «señor». La voz era rústica y vulgar. Catalina percibió sus olores: sudor, ropa vieja, orina.
—Juan —dijo Antonio—, ¿habías visto antes algo parecido?
Levantó el vestido de Catalina. Sus piernas eran pálidas imágenes talladas, iluminadas por la luna. Juan pareció asustarse.
—No tengas miedo —dijo Antonio—. Mira.
Levantó más el vestido, sobre las rodillas, más aún, hasta que todos pudieron ver el pequeño triángulo oscuro que remataba sus piernas. Catalina temblaba de miedo y vergüenza, con los ojos cerrados, a punto de llorar.
—¿Has estado con una mujer, Juan?
El joven negó con la cabeza. Parecía imbécil.
Antonio soltó el vestido. Catalina sintió que caía alrededor de sus tobillos.
—Tómala. Allí, en el establo. Tómala. Ella sabe lo que ha de hacer. Te enseñará algunas cosas.
Los hombres rieron, un sonido sucio, animal.
—Ve. Cuando hayas terminado, llévala a la casa. Cierra la puerta con llave. Quizá la próxima vez hará lo que le dicen. Si no…, puede que otro tenga el mismo placer. ¡Ve!
El joven se puso delante de ella, sonrió. Tenía los dientes amarillos, desparejos y carcomidos. Catalina quiso dejar de respirar cuando recibió en plena cara las fétidas vaharadas de su aliento entrecortado.
Buscó a Antonio, pero ya se estaba alejando, ladrando órdenes a los rezagados, sonriendo a los jóvenes, haciendo gestos obscenos. Juan rio, se cogió la entrepierna con la mano y la empujó hacia atrás. Catalina pasó delante, en dirección al establo de la casa. La luna brillaba sobre las colinas distantes, pero empezaba a cubrirse de nubes.
El patán palmeó su trasero como si fuera una res, abrió la puerta del establo y la empujó al interior. No había caballos. Sólo paja y heno, un pesebre, un abrevadero. La empujó otra vez, hacia una esquina protegida por una marquesina destartalada.
—Ve ahí. No quiero que esos sucios bastardos miren.
Su voz era ronca y gutural. Escupía saliva cuando hablaba.
Catalina palmeó su bolsillo, se acercó al heno que cubría el suelo, se arrodilló, dio media vuelta y se tendió de espaldas. El joven le hizo un gesto. Catalina se levantó la falda hasta que él asintió, y se abrió un poco de piernas.
Juan rio, un ruidito banal, manoteó con los pantalones y los dejó caer hasta las rodillas. Tenía el pene semi erecto. Después, sin dejar de reír, se puso de rodillas y avanzó hacia ella. Catalina se abrió más de piernas. Olió su aliento, la peste que exhalaba su cuerpo. El palurdo la miró, medio desesperado, con el pene en la mano. Parecía perdido.
—Pónmelo tú —dijo—. Ya sabes cómo hacerlo.
Ella asintió y sacó la mano del bolsillo. Juan sintió el cálido placer en su pene, sonrió y la miró. Aún sonreía cuando la hoja destelló, un súbito arco plateado ante su vista, y después Juan se preguntó qué le había pasado a su garganta. Notó en ella una súbita sensación de calor, como si le escociera. Se llevó la mano a la piel, y luego la apartó. Algo tibio, algo viscoso, corría entre sus dedos. Notó que su estómago se agitaba. Cuando comprendió lo que estaba pasando empezó a gritar, pero Catalina se dio cuenta antes de que aún no había terminado el trabajo. Rodó para salir de debajo de él, se incorporó sobre los codos, y hundió el cuchillo en su garganta hasta el fondo. El joven se dobló en dos, aferrándose la garganta, mientras la vida se le escapaba poco a poco, como un río rojo y caudaloso. Se atragantó unos segundos, y luego cayó muerto a sus pies.
Catalina secó la hoja en el vestido y escuchó. Sólo se oían los sonidos del campo: un búho distante, ladridos de perros, chirridos de grillos. Desató las botas del chico, las sacó de sus pies hediondos y se las puso. Eran demasiado grandes para ella, pero no podía correr descalza, y menos campo a través. Después, saltó el muro y se detuvo un momento para mirar a su alrededor. El lejano grupo de hombres estaba trabajando cerca del ruedo, las brasas de los cigarrillos señalaban su presencia.
Sin pensar en otra cosa que la supervivencia, se volvió hacia las colinas y corrió y corrió y corrió.