Estaba anocheciendo. Afuera, oía ruidos de animales. ¿Eran sólo animales? No. También había voces humanas, una excitada corriente subterránea de hombres, que hablaban a cierta distancia. No podía distinguir las palabras, pero notaba la tensión de las voces.
Catalina saltó de la cama, se puso su vestido de algodón blanco y rosa y trató de orientarse por la casa. Era una diminuta vivienda de campesino: un dormitorio, una sala de estar, un pequeño cuarto de baño, una pequeña cocina. Había una puerta delantera y una posterior, en la cocina. El pestillo de ambas estaba pasado por dentro. No se atrevió a mirar si estaban cerradas con llave.
Todas las ventanas estaban cubiertas con una pesada cortina raída que impedía la entrada de la luz y el calor. Descorrió una, creyendo que la ventana daba a la parte posterior de la casa. Se abría a la nada, sólo una ladera rocosa que se alzaba detrás de la construcción, unas pocas higueras que se esforzaban por crecer en la tierra ocre. La luz permitió que viera un poco mejor la sala de estar. Había ropas masculinas esparcidas por la habitación, sobre sillas de mimbre baratas, en el suelo. Los muebles en que había reparado antes. Algunas botellas de vino y un viejo aparador polvoriento. No era un vulgar barracón. Aquí vivía un hombre, un hombre que tenía cierta autoridad sobre los demás.
El dolor se había convertido en un tenue malestar. De alguna manera, se sentía orgullosa de él. Lo sucedido era algo ajeno a su antigua vida, con sus estrechos confines, su belleza afable, su régimen aséptico. La antigua vida no podía haber continuado. Tenía hemorragias, se estaba transformando en algo nuevo, aunque su familia, incluso su madre, se negaba a reconocer el hecho.
Sólo Antonio había reconocido este cambio, la única persona en el mundo. Lo había visto, lo había aceptado por lo que era, y después la había tomado, la había introducido a una nueva y salvaje realidad, de dolor y sangre, de sentimientos oscuros y arrebatados. Una nueva realidad que la intrigaba, pese al dolor.
Quería pensar en su familia. Intentar ayudarla. Pero no podía quitarse de la cabeza la imagen de aquel hombre, tan poderosa era. Ni la imagen del acto que habían realizado juntos, algo tan extraño, tan fundamental, tan real. Al recrearlo ahora, al revivirlo en la barahúnda de imágenes y sensaciones dolorosas que invadían su cabeza, lo vio como una especie de puerta a una nueva realidad, un mundo más sólido, más sustancial que el que había dejado atrás para siempre aquella mañana. Extendió las manos delante de ella. No temblaban. Era una Lucena.
Las voces de fuera aumentaron de intensidad. Catalina miró hacia la ventana de delante. Era larga y honda, las cortinas deshilachadas lo ocultaban todo. Había una sencilla silla de madera en un extremo de la ventana. La arrastró hacia el centro, junto al hueco entre las cortinas, se arrodilló encima, se inclinó hacia adelante y abrió una diminuta rendija de luz entre los dos fragmentos de tela. Percibió un olor a polvo, un olor viejo, seco y polvoriento. Buscó una causa, hasta comprender que era la propia cortina. Años de suciedad, humedad y descuido se habían entretejido en su tela. Miró por la rendija y vio el sol bajo e inmóvil en el cielo.
La vista daba al campo. Las puertas estaban cerradas. Se preguntó qué estaría haciendo el resto de la familia. Si habían dado permiso a sus padres para ver a los demás. Si estaban pensando en ella.
En la parte delantera del campo, cerca del toril y del ruedo de prácticas, grupos de hombres hablaban en voz tensa y baja, las mismas voces que había oído al despertar. Estaban demasiado lejos para distinguir las palabras. Un poco más allá, vislumbró movimientos en el ruedo de prácticas. Alguien estaba empujando la máquina que había visto antes, durante unas vacaciones en un cortijo. La máquina a la que llamaba la «carretilla»: un par de cuernos sobre ruedas que había visto utilizar cuando se entrenaban. Había algunas personas en el ruedo, se movían con lentitud. Era imposible ver qué hacían.
Catalina corrió las cortinas lentamente y bajó de la silla. De repente, sintió hambre. Un hueco grande y doloroso había aparecido en su estómago. Registró la cocina. Había una hogaza de pan seco y duro, un poco de queso, un poco de jamón envejecido. Miró en el cajón de la mesa de madera, encontró un cuchillo afilado pequeño y cortó con cuidado las esquinas del queso, el jamón y el pan. Enrolló la carne y el queso juntos, y los puso entre dos rebanadas de pan. La comida estaba tan seca que casi se atragantó. Buscó el cántaro y bebió un poco de agua. Estaba tibia y sabía a polvo.
Después, se sentó y esperó a que él regresara.
Más adelante, cuando se estaba recuperando en la nerviosa tranquilidad de la casa de Jerez, preguntándose si el clima cambiaría y si tendría que volver a La Soledad, intentó contar los días. Tal vez habían sido treinta, tal vez más. Cada uno se fundía con el siguiente, sin resquicios, como fusionados, día y noche transformados en uno. Despertaba y comía. Él traía comida, la dejaba sobre la mesa. Más pan, más queso, naranjas de vez en cuando. Su vida no discurría por una senda convencional. Catalina no tardó en darse cuenta. A veces, él estaba allí cuando la luz del sol que entraba por la ventana del dormitorio la despertaba. Estaba desnudo, con una sombra de barba en el mentón y las mejillas. Ella le miraba dormir y recordaba que los pelos la arañaban, se hundían en su cara, en su hombro, cuando la cabalgaba.
Cuando dormía, lo hacía de una manera tan profunda que nada conseguiría despertarle, pensaba Catalina. De haber ido a la cocina, cogido el pequeño cuchillo del cajón, regresado, para luego degollarle de oreja a oreja, mientras veía la sangre florecer sobre las sábanas, ¿habría despertado, la habría visto erguida sobre él, con el cuchillo destellando al sol? No. No lo creía así. Era posible, pero no lo hizo. Podría haber matado a un hombre. De eso estaba segura. Pero a él no. Existía un vínculo. Él la protegía y, si bien era cierto que todo había empezado como una violación, después el acto había cambiado, con el correr de los días. Ahora le daba la bienvenida, le esperaba. Él la enseñaba, la cuidaba, era su guardián y su amante, y le estaba agradecida. A veces hacía cosas (tocaba sus pequeños pechos, besaba los pezones, los veía crecer y endurecerse), cosas que la hacían sentir diferente, adulta, como una mujer. Llegó un momento, al poco tiempo, en que ella se dio cuenta de que deseaba el acto, en que sufría una decepción si él se daba la vuelta y se dormía, pues a veces parecía cansado, preocupado, distraído. La primera vez que ocurrió, Catalina le había tocado el pecho, palpado el vello negro y suave, el calor de su piel, explorado su cuerpo, extendido la mano hasta tocarle entre las piernas y, ante su asombro, sintió que crecía y se endurecía entre sus dedos, notó que su respiración se alteraba, y después, sin pensar en lo que hacía, le besó allí.
Era un acto de complicidad que, una vez realizado, ya no admitía marcha atrás.
Él le dijo que nunca saliera de la casa. Cerraba con llave cada vez que se iba. Catalina oía la llave en la puerta y nunca intentaba escapar. En cualquier caso, no había ningún sitio a donde ir, y tampoco quería abandonarle. El oscuro interior de la casa se convirtió en su mundo, su universo. Los días parecían interminables. Era raro que él regresara de sus asuntos antes de que la luz se desvaneciera. Pasaban las noches abrazados, sudorosos, jadeantes, extasiados por la feroz dulzura que compartían. Catalina empezó a cuidar de la casa, de la ropa del hombre. Cada mañana, antes de marcharse, le traía agua para que lavara cosas, un poco de comida. Ella aprendió a freír los huevos recién puestos que su hombre le entregaba.
Transcurrió una semana antes de que le preguntara por su familia. Su rostro se ensombreció. Desvió la vista. Ella se odió por hacer la pregunta.
—Si te callas —dijo él por fin—, si haces lo que yo digo, conseguiré que sigas viva, Catalina. Aquí, en La Soledad, hay hombres enloquecidos. Hacen cosas que no puedo impedir. Si lo intentara, me matarían. Ten paciencia. Cuando terminen los combates en la ciudad, cosa que sucederá muy pronto, la situación mejorará, será más segura. No me presiones. No hagas preguntas. Sobre todo, no salgas. No les recuerdes tu presencia. Haré lo que pueda por tu familia.
Ella notó la vacilación en su voz.
—¿Y por mí?
—Y por ti. Siempre.
Catalina sonrió. Era cierto. Los dos contra el mundo. Lo había intuido desde el primer momento, y acababa de confirmárselo.
—Tu pacto es conmigo, no con mi familia —dijo Catalina, con los ojos brillando en la oscuridad.
Antonio Álvarez la miró y se preguntó qué llave había girado para iniciar la transformación que había presenciado. La chica parecía mayor. Iba vestida con el atuendo de campesina que un día le había traído. Aún estaba delgada, pero sus pechos iban creciendo y podía pasar perfectamente por la joven esposa de un granjero, bonita, llena de vida, todos los días. Pensó en su propia vida, en la ciudad, y se preguntó cómo le había podido llevar tan lejos el hambre. Después, pensó en la noche, en sus miembros moviéndose juntos sobre el duro colchón de paja, su cara a la luz de la luna, los ojos cerrados, la boca entreabierta, sus dulces gemidos como el aleteo de un ave. No era posible, y odiaba la idea.
—No salgas. No digas nada. Mantente alejada de las ventanas —dijo, y luego se levantó de la mesa, cogió su chaqueta y abrió la puerta.
Ella había asentido.
—Sí —dijo.
Pero aún era una niña y no lo dijo en serio.