Eran al menos doce hombres. Llevaban toscas ropas de campo: chaquetas gruesas, pesados pantalones de algodón. Portaban rifles al hombro o los sostenían con aire amenazador sobre un brazo. La violencia flotaba a su alrededor como moscas al acecho de un animal muerto. Cuando Catalina intentó mirarles a los ojos, descubrió que no veía nada en ellos, salvo la insinuación lejana y ominosa de un odio mudo.
Con un sobresalto, se dio cuenta de qué le recordaban: una partida de caza.
Indicaron con gestos a la familia que se encaminara hacia la parte posterior de una furgoneta de reparto. Dentro, en la oscuridad carente de aire, papá no se atrevió a mirar a nadie. Contemplaba la pared metálica, su cara iluminada de vez en cuando por una ventana enrejada que había a cada lado. Daba la impresión de estar ausente. Uno de los chicos, Fernando, pensó ella, dijo algo y un hombre le chilló, al tiempo que movía su arma. Después, todos guardaron silencio, mientras el vehículo traqueteaba por las calles, en silencio, a excepción de los sollozos de su madre, sentada con las manos sobre los ojos.
Catalina pensó, si van a matarnos, ¿por qué no nos matan en casa? ¿Por qué nos llevan a otro sitio?
No tenía sentido. Aunque claro, matar gente tampoco tenía sentido. Se descubrió embargada por una silenciosa sensación interna de indignación. No por lo que estaba pasando, o por lo que podía pasar, sino por la absoluta estupidez de todo aquello. «Juegos de hombres». Había oído a su madre utilizar esa frase cuando había reprendido a papá por «tomar partido». Estos eran «juegos de hombres», de una estupidez indescriptible.
Fueron en la camioneta durante lo que se le antojaron horas. Notó el cambio en el aire cuando dejaron la ciudad y salieron al campo. El olor a caballos y gases de los coches fue sustituido por el de campos, estiércol, el aroma penetrante, seco y polvoriento de los cultivos que esperaban ser cosechados. Los sonidos también cambiaron. Los pájaros eran diferentes, la demora entre sus cánticos más pronunciada. Poco a poco, el canto de los pájaros desapareció por completo, y después, con un brusco giro a la derecha, la furgoneta se desvió de la carretera, rodó sobre un terreno irregular y se detuvo.
Por favor, pensó Catalina, no abráis las puertas. Que todo sea una broma. Dejadnos aquí, pudriéndonos en nuestro miedo. Toda la noche, si queréis. Dejad que nos cozamos en nuestro propio terror. Divertíos. Disfrutad vuestra diversión de hombres.
Entonces, las puertas se abrieron, la luz entró a chorros en la furgoneta, áspera, cruel y dorada, y contemplaron un paisaje de absoluta desolación. Catalina oyó que su madre lanzaba un grito tan desesperado que la hizo temblar, y sintió que un terror colectivo les envolvía como una capa.
La Soledad.
La aflicción.
El campo había sido construido en una depresión llana de poca profundidad, situada en un terreno estéril de color pardo grisáceo, a pocos kilómetros de los límites de la ciudad. No se veía ni una brizna de hierba, ni rastro de agua. Se encontraban frente a las dos puertas principales, que ahora se abrían para recibirlos. Un poco a la derecha había una casa blanca de una sola planta, al lado un toril, y un poco más allá, uno de los ruedos donde los hacendados ponían a prueba a sus animales, separaban a los rápidos de los lentos, a los bravos de los cautelosos. Un escaso rebaño de toros estaban inmóviles en el cercado, con la boca abierta, jadeando en el quieto aire veraniego. No parecían animales destinados al ruedo. Estaban delgados y apáticos, y los huesos sobresalían de sus cuartos traseros.
Esto no es una broma, Catalina.
La idea se le ocurrió de repente, y se puso a temblar. Estaba mojada otra vez y no se atrevía a mirar si se notaba. Antes de que les metieran a empujones en el campo, se volvió y miró hacia la casa. Los trastos de la corrida estaban colgados en la destartalada valla del pequeño ruedo. Varas, petos de caballo, banderillas con cintas desteñidas clavadas en la madera. Había una mancha en la arena que parecía reciente. Meneó la cabeza, intentó mirar otra vez, pero un brazo la empujó hacia la puerta y obedeció.
Daba la impresión de que La Soledad estaba hecha de restos de naufragios recogidos en la playa. El cercado tenía la forma de un oblongo tosco, redondeado en cada ángulo. El perímetro parecía impenetrable: una cerca de estacas de madera, de unos tres metros y medio de altura, con destartalados puestos de guardia de una sola vertiente en cada esquina, accesibles mediante escalerillas. De cada puesto de guardia asomaba el largo morro gris plateado de una ametralladora, con una figura caqui detrás, resguardada del sol mediante un techo de palmas improvisado. Bajo el puesto más próximo a la puerta principal había una pequeña cabaña, y en una ventana ondeaba la bandera de la Falange. Alrededor del cercado se alzaban al azar edificios bajos sencillos, tal vez hasta veinte cobertizos desvencijados hechos con sobras de metal y madera, paja y algún ladrillo ocasional. Unos pocos tenían hojas de palmera a modo de porche, sostenidas mediante estacas de bambú. Hombres y mujeres estaban tendidos a la sombra, silenciosos, inmóviles, sin vida. No había sillas. No se oía el menor sonido. Catalina percibió el olor a aguas residuales. Un hedor a letrinas al aire libre llegaba desde detrás de una endeble cerca.
Los miembros de la familia habían entrado juntos, pero no tardaron en separarlos. Los hombres de los rifles ordenaron a su madre y a su padre que se dirigieran a una cabaña situada cerca de las letrinas. Los demás hijos recibieron la orden de ir al lado opuesto del campo, hacia una cabaña que parecía una pocilga transformada. Catalina se palpó con discreción, notó la humedad entre sus piernas y se preguntó cómo se las iba a apañar. No había criadas, no había ni rastro de agua.
Estaban atravesando el terreno seco y polvoriento que formaba el centro del cercado, cuando le vio. Estaba sentado en una silla delante del puesto de guardia donde ondeaba la bandera. Parecía tener cierta autoridad, a juzgar por la forma en que estaba sentado, con indolencia, balanceándose atrás y adelante, con un puro en la boca.
Vio que él la miraba, sintió la desagradable atención de sus ojos, desvió la vista. Ahora, estaba detrás de ella. Podía fingir que no existía, seguir a sus hermanos y hermanas hasta la cabaña, guardar silencio, obedecer, lo que fuera. Podía hacerlo.
Uno de los guardias que caminaba delante de ellos indicó que se detuvieran. Catalina levantó la vista. En lo alto, formas negras volaban en círculos. Sentía una sed tremenda. Parpadeó, y cuando abrió los ojos, él estaba delante de ella. La miraba. Sonriente. El silencio atronaba a su alrededor.
El hombre preguntó al guardia sus nombres. Sonrió cuando los oyó.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó a Catalina.
Ella tragó saliva. Era difícil hacerlo con aquel calor.
—Catorce años, señor —dijo.
—Ah.
Se irguió sobre ella y ocultó el sol. Ella quería mirarle, pero descubrió que no podía.
—No tienes buen aspecto, Catalina.
Intentó tragar saliva de nuevo.
—Me gustaría beber un poco de agua, señor. Si es posible.
El hombre rio.
—Es posible. Ven.
El guardia le estaba mirando.
—¿Antonio…?
El hombre se volvió hacia él y Catalina le vio la cara por primera vez. El sol la bañaba de lleno, y se quedó atónita. Antonio Álvarez parecía un actor de cine: pómulos altos bien cincelados, piel clara, algo bronceada, ojos oscuros e inteligentes, un bigotillo negro que casi parecía dibujado sobre la piel, de tan pulcro, recto y fino. Se parecía a los hombres que había visto en el cine, hombres que parecían más que humanos. Hombres valientes, arrojados, honorables. No podía quitarle los ojos de encima.
—Recuerda tu lugar, amigo —dijo Álvarez con frialdad, y el guardia calló—. Ven.
Cruzaron el campo, él delante, ella detrás, una muchacha perpleja con un vestido de algodón rosa y blanco. Antonio ladró a los guardias de la entrada. Las puertas de madera se abrieron poco a poco. Ella le siguió hasta la casita blanca, manteniendo en todo momento la misma distancia. Cuando llegaron al porche, el hombre sacó una llave, abrió la vieja puerta de madera, pintada de un azul fuerte que ya estaba perdiendo el color, y esperó a que ella entrara. La casa era fresca y oscura. Antonio Álvarez descorrió una cortina raída. La luz bañó un lado de la sala. Catalina vio un escritorio con papeles, unas pocas sillas, un viejo sofá, una jofaina con agua y un cántaro sobre una mesita que había al lado. A la izquierda había una puerta entreabierta. Dentro se veía una cama doble, deshecha.
El hombre se acercó a la mesita, levantó el cántaro y le sirvió un vaso de agua.
—También tenemos vino, Catalina. Y coñac.
Ella negó con la cabeza, bebió el agua y no dijo nada. Tuvo la impresión de que la sala carecía de límites, con sombras profundas en cada esquina. Percibió un olor, rancio y orgánico, que no pudo definir.
—¿Estás enferma?
—¿Señor?
Ella le miró, intentando aparentar la menor edad posible.
—Pareces enferma. Hay sangre en tu vestido.
Ella negó con la cabeza.
—No es nada, señor. No estoy enferma. Me gustaría volver con mi familia.
Álvarez paseó la vista alrededor del gran escritorio, localizó una lámpara de aceite y la encendió. Una luz amarillenta cayó sobre los rincones en tinieblas de la sala.
—¿Sabes lo que hacía antes de la guerra?
—No, señor.
—Trabajaba en un hospital. Ayudaba a los enfermos. A las personas que sangraban. Como tú. Aún ayudo a la gente. Es una buena cosa. Todo lo que yo te diga, Catalina, todo será por una buena causa.
—No estoy enferma, señor. Son cosas que pasan. No es una enfermedad.
—No —dijo Álvarez. Corrió la cortina, se acercó a la puerta y pasó el pestillo—. Pero siempre deberías obedecer a los médicos, Catalina. ¿No te lo ha dicho tu madre?
Catalina no veía muy bien con aquella luz. El hombre se movía delante de ella, entre los rayos amarillos de la lámpara. Entonces, sintió sus brazos sobre ella. Y su aliento.
—No tengas miedo —dijo.
Sintió que le levantaba el vestido, que la guiaba en silencio hacia el dormitorio.
—Yo sólo te enseñaré cosas buenas —dijo el hombre.
Pero ella chilló debido al dolor que le causó, chilló hasta que él le tapó la boca con la mano, mientras se mecía sobre ella, se mecía, la empalaba, infligía a su cuerpo una brutal agonía que se le antojó eterna.
Hasta que él chilló también, el mundo se hundió en las tinieblas, dio vueltas, más parecido a un sueño que a la realidad. Estaban en un lugar donde el bien y el mal coexistían, eran indivisibles. Habían ido juntos a él.
El hombre parecía consumido, su belleza había desaparecido. Respiraba de forma entrecortada, desesperada. Catalina palpó entre sus piernas, donde la sangre parecía ahora un trapo empapado, palpó la cosa dura que aún seguía en su interior, se preguntó qué había hecho para merecer aquello.
El hombre salió de ella, rodó sobre la cama, se secó la entrepierna con la sábana, automáticamente, sin pensar. Catalina bajó la vista, intentó distinguir a la escasa luz qué le había pasado. Era imposible.
El hombre contemplaba el techo, y su respiración se iba normalizando. Después, se incorporó, pasó las piernas por encima de la cama y empezó a ponerse los pantalones. Ella quiso decir algo. Quiso disculparse. Se sentía unida a él de una forma que no comprendía.
El hombre se levantó, se ciñó el cinturón, hundió las manos en los bolsillos y la miró, sonriente. Catalina no pudo descifrar la expresión. De pronto, un terrible dolor se apoderó de ella. Puso la mano en el sitio, apretó con suavidad y empezó a llorar.
El hombre se inclinó y levantó su barbilla.
—Haz lo que yo te diga, Catalina, y sólo te pasarán cosas buenas. Y también a tu familia. Estamos en guerra. Caminamos por un estrecho sendero, la vida a un lado, la muerte al otro. Podemos mantenernos vivos mutuamente. Si haces lo que digo.
Ella asintió, y después se preguntó si el movimiento de su cabeza nacía de su voluntad o de la fuerza de la mano que sujetaba su barbilla. Le hacía daño. Las lágrimas se agolparon en sus ojos. Las secó con la sábana.
—Hay un baño en la habitación de al lado. Úsalo. Cerraré la puerta con llave cuando salga. Así no te molestará nadie. Mientras esté fuera, me ocuparé de que traten bien a tu familia.
Ahora volvía a parecer guapo. Como alguien que había visto en el cine, un norteamericano. Hacía de pirata en las películas.
La puerta se cerró. La habitación se encontraba en una oscuridad casi total. Sólo una tenue luz entraba por las cortinas corridas sobre las ventanas cuadradas que había a cada lado de la habitación. Se tambaleó hacia el cuarto de baño, vertió agua caliente en la bañera y se lavó, lenta y distraídamente. Después, se arrastró hasta la cama y cayó dormida.