Cuando la guerra empezó, acababa de cumplir catorce años. La familia Lucena vivía en la vieja mansión familiar de Carmona, por aquel entonces un barrio con algunas casas de clase alta, que se alzaban en amplias calles polvorientas flanqueadas de palmeras, y en las que de vez en cuando aparecían montones de excrementos marrón oscuro dejados por los carruajes que la gente todavía prefería, aunque la mayoría se podían permitir un coche. Ella era la menor: tres hermanos y una hermana, entre los dieciséis y los veintiún años, la superaban en edad, y se ocupaban de definir su posición en la casa, que era la de una niña. Desde que tenía uso de razón, la habían mantenido aislada. Catalina Lucena era demasiado pequeña para entender nada. No estaba preparada para los juegos que practicaban, para los círculos en que se movían. Cuando los amigos importantes de papá venían de visita, ella era la primera en ser expulsada de la sala. A ellos se les permitía quedarse, al menos un ratito, para enterarse de las noticias y habladurías que llegaban de Madrid, de Barcelona, de Palma. Ella se sentaba ante la puerta de la sala, escuchaba los susurros detrás de la puerta, como las alas batientes de una paloma en la oscuridad, y la cólera y la indignación quemaban su cara.
Era la menor, el bebé. No obstante, unas semanas antes, cuando estaba tendida en la cama, acalorada, cubierta de sudor, en el atardecer sofocante, había sentido un dolor abrasador en la boca del estómago, había examinado su camisa de la tarde y descubierto la mancha roja en su entrepierna. Había palpado a través del fino algodón la espesa humedad que traspasaba la tela y manchaba sus dedos, había visto que la mancha crecía hasta empapar el cubrecama bordado. Después, se había quitado con cuidado la camisa, la había doblado sobre la cama dejando la mancha boca arriba, se había bañado, limpiado y cambiado. Había dejado la camisa como una señal, para anunciar: me estoy haciendo mayor, voy a ser como vosotros. Después, bajó y paseó de habitación en habitación, con la cara radiante, los ojos centelleantes. Cuando por fin volvió a su habitación, la camisa había desaparecido, habían cambiado el cubrecama. Esperó a que alguien hablara, su madre, su padre, su hermana. Incluso una criada. Pero era como si nada hubiera sucedido. El incidente ocurrió tres veces, una vez cada mes, con el mismo dolor breve y acuciante, el calor, el sudor, los temblores, y después, la sangre. Tres veces había dejado la señal del cambio sobre su cama. Tres veces se la habían llevado sin una palabra. Y no podía preguntar a nadie, no podía hablar a nadie. La familia se estaba alejando cada vez más, de ella y entre sí.
No comprendía nada.
A medida que avanzaba el verano, papá dejó de salir de casa, excepto en raras ocasiones, cuando tenía que ir al banco. Le hablaba en muy raras ocasiones. Parecía preocupado, su cara reservada y hermosa parecía ahora demacrada y preocupada. Albergaba una aflicción que ella era incapaz de definir, una intensa preocupación interior que no parecía tener cura. Su madre, más retraída que nunca, apenas parecía darse cuenta de lo que estaba pasando. La vida cotidiana se convirtió en una rutina fragmentada de comidas que se tomaban en silencio, o eran interrumpidas por noticias o habladurías sin importancia. Después, llegaban inmensas horas vacías, en que ella vagaba por la casa sola, leía libros o hablaba con los criados.
Era como estar en un jardín antes de que se desencadenara una gran tormenta. Notaba la presión que se acumulaba, el cambio en la atmósfera, la inminencia de la catástrofe. No obstante, a su alrededor, daba la impresión de que la familia fingía que nada había cambiado. La vida era una parodia de lo que había sido antes. Se interpretaban los mismos acontecimientos como de memoria, como si reviviendo un ritual, el pasado (¿había sido un pasado feliz?, se preguntaba) pudiera ser resucitado como por arte de magia y convertido en realidad en el presente.
Una noche, cuando el calor era tan intenso que no la dejaba dormir, se irguió en su cama, sola en la habitación que daba al jardín, y escuchó, esperó. Afuera, el mundo parecía inquieto. Había ruidos, ruidos extraños, de soldados y caballos, carruajes pesados y desconocidos y, omnipresente, aquella voz extraña y agresiva que los hombres utilizaban cuando intentaban demostrar que eran hombres. Oyó gritos en la planta baja, cada vez más altos. Era la voz de su madre, aguda, histérica y acusadora, y las palabras parecían dar vueltas en un círculo vicioso: «¿Por qué tenéis que tomar partido? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?».
Escuchó, pero no hubo respuesta.
Ya había tenido premoniciones antes. Cuando una prima le había escrito una carta, había presentido su llegada antes de que el cartero apareciera en el camino particular. Cuando su padre se había ido a su despacho sin el paraguas, ella había adivinado el motivo de su regreso apresurado, antes de que hablara. Su padre también se había dado cuenta, a su manera. La llamaba «nuestra pequeña gitana», y la miraba con aquellos preocupados ojos castaños, como disculpándose. Como si intentara decir, lo siento, es lo mejor que puedo hacer dadas las circunstancias. No es suficiente, y por eso lo siento.
Aquella noche no supo si estaba dormida o despierta, si el terror que se había apoderado de ella era real o el producto de un sueño, una mortal premonición de las tinieblas que iban a engullirlos. Mientras la luz empezaba a desvanecerse, siguió tendida en la cama, rígida, con las manos detrás de la cabeza y la vista fija en el techo, escuchando las voces procedentes de abajo hasta que enmudecieron. Creyó oír llorar a su madre, y se preguntó si podía ser cierto. Su madre nunca lloraba así. Era indigno de una Lucena, incluso aunque no fuera descendiente directa de la dinastía. Pero luego, oyó unos sollozos inconfundibles, rítmicos, portadores de una tristeza que Catalina nunca había conocido.
Afuera, en la oscuridad semi tropical, sonó un disparo, y Catalina se estremeció en su cama de hierro. Las gotas de sudor que cubrían su piel se congelaron y, por un momento, se sintió completamente sola en el mundo. Nada se interponía entre ella y las estrellas. Ahora, Dios estaba ausente del universo y en su lugar había una negrura infinita, fría, inhumana, capaz de engullir su diminuta existencia como si fuera una mota de polvo que flotara en una habitación iluminada por el sol.
Catalina volvió a estremecerse, cerró los ojos e intentó dormir. La noche dio paso a vagas formas cambiantes de un rojo profundo, formas que vagaban y se retorcían en su conciencia, deformes, mudas, incansables, como enormes fantasmas sin rostro de tejido vivo, que bailaban en la noche. También hacían cosas humanas, cosas que ella sólo comprendía a medias. Del tejido rojo sanguinolento se formaban miembros, después se abrían y cerraban sobre ellos. Enormes torsos se alzaban y descendían, embestían, se retorcían, se contorsionaban unos contra otros, brotaba sangre de cavidades oscuras que aparecían y luego se desvanecían. Así era el mundo, una procesión infinita de sangre, tejido y músculo, entrelazados, que no cesaban de entrelazarse, siempre sin descanso, siempre en agonía. Y por debajo se oía un sonido, un gemido profundo que mezclaba dolor y éxtasis con gruñidos animales que parecían casi palabras, palabras auténticas, palabras que Catalina sólo comprendía a medias. Palabras que temía, por el efecto que pudieran obrar sobre ella.
Vio que dos fantasmas se contorsionaban en el escenario central de su pesadilla, se aferraban, a veces en forma semi humana, en otras una masa de fibra y carne. Después, se separaron y, por un momento, adoptaron una forma casi reconocible. Se formaron brazos del tronco, grandes y carnosos, cada uno terminado en una punta enrojecida veteada de venas y arterias. Había una cabeza, un cuerpo, y después piernas, anchas como troncos de árbol. De alguna parte llegó un sonido agudo similar a una carcajada, pero no igual. Era demasiado forzado, demasiado rápido, demasiado mecánico. Tenía algo líquido, y por un momento se preguntó si su cordura la estaba abandonando. Después, los seres se abrazaron de una forma repulsiva. Uno cayó sobre su espalda, las enormes piernas arbóreas se abrieron y revelaron una inmensa cavidad sanguinolenta en la entrepierna, y su pareja cambió de forma, transformada en algo inmenso y amenazador. Se agachó hacia el hueco cavernoso, penetró en él, embistió, se hizo uno con la carne, embistió y lanzó gritos de éxtasis y júbilo. El mundo se estremeció. Sólo abarcaba aquella imagen, la de dos cosas consumiéndose mutuamente. Vio que la de debajo se dividía, era partida en dos por su pareja, y luego se transformaban ambos en una sola masa de carne enrollada, que rodaba en las olas de sangre que les rodeaba, un inmenso océano rojo poseído por un calor que sentía en su piel, con un olor en el que se mezclaba la sangre con algo más fundamental, alguna esencia humana básica.
Catalina cerró los ojos, pero la obscenidad seguía allí, delante de ella. Alzó la vista, hacia el cielo, hacia Dios. Era una noche clara y despejada. Las estrellas brillaban contra una oscuridad azul, formas desconocidas, constelaciones que no reconocía. Estaba más allá del mundo, más allá del universo.
Había una luz en el centro del cielo, y se acercó. Reconoció la forma. Era una paloma, de un blanco inmaculado, un blanco radiante e iridiscente, y deseó proteger sus ojos de la ferocidad de su pureza. Cuando se acercó más, oyó un solo sonido monótono: un tono musical agudo e inalterable, procedente de un instrumento que no reconocía, y que parecía llegar desde todas las direcciones al mismo tiempo.
La paloma se acercó más. Sus alas batían con una regularidad lenta y perezosa. Vio que cada pluma se movía con suavidad en el aire, adelante y atrás, con los extremos de las alas translúcidos, y se veía el brillo de las estrellas a su través.
Se acercó más, más, hasta que flotó, con una lentitud imposible, a escasos centímetros de su cara y la miró con un solo ojo. Notó que el batir de sus alas desplazaba el aire. Podía examinar hasta el último centímetro de su cuerpo impoluto. Irradiaba una luz pura y cegadora, de una intensidad preternatural, brillaba a centímetros de su rostro y la cegaba con su resplandor.
Catalina miró su cabeza. El pico semiabierto era amarillo, el color del trigo recién madurado bajo el sol. Mantenía la cabeza inmóvil mientras las alas batían lentamente en el aire. El animal poseía una nobleza y una majestuosidad que la embargaron de admiración.
Miró su ojo, y al punto percibió algo erróneo. Era oscuro, con un tenue círculo blanco de iris cerca del borde. Lo miró y, con un sobresalto que no pudo explicar, comprendió que la paloma era ciega. Si esto era Dios, era un Dios que no podía ver, y se le antojó el detalle más horrible de toda la pesadilla. Clavó la vista en su ojo negro, en busca de una aceptación, pero no encontró ninguna. Entonces, algo cambió. Dio la impresión de que el centro negro cambiaba de forma, su color se oscurecía. Era una diminuta masa remolineante de líquido que cambiaba de tono cuanto más la miraba.
Catalina vio, incapaz de apartar los ojos, que un punto de sangre brillante aparecía en el centro de la retina. Creció, como un torbellino escarlata, creció y creció. Una gota cayó del pico de la paloma y manchó las plumas perfectas de su pecho. Catalina se puso a gritar, pero ningún sonido escapó de su boca. El ave ya no era un mensajero de Dios. Sus ojos eran pozos rojos. Un chorro de sangre constante brotaba del pico amarillo como el trigo, perlas rojas luminosas sobre el cielo de terciopelo.
Catalina intentó cubrirse los ojos con las manos, pero la visión perduró. Seguía allí, siempre allí, exigiendo que la contemplara. Se miró los dedos. Estaban cubiertos de sangre. La sangre del animal. La paloma abrió el pico. Más. Más de lo que era posible. Su garganta era un pozo rojo.
Oyó el sonido de alas, unas alas más grandes. Sombras negras se cernieron sobre ella y el olor regresó: fétido, miasmático y, al mismo tiempo, horriblemente humano.
Esta vez, la paloma chilló, como un niño presa del terror. Vio que su cabeza estallaba en una nube de sangre eterna. Salpicó su cara, se coló en su boca. Notó sus sesos en la lengua. El mundo se tiñó de negro, después de blanco, después de rojo. Sintió que caía de cabeza por un túnel largo y estrecho que conducía al infierno.
Luz blanca. Luz blanca y resplandeciente. Estaba despierta. En su habitación. Por la mañana. El sol entraba a chorros por la ventana abierta. Oyó los ruidos de la calle, potentes, desconocidos, amenazadores. Se miró. Ninguna había sido así. Parecía imposible. Un enorme charco de sangre seca empapaba su camisón desde la rodilla a la cintura. Habría que tirar el cubrecama. Se palpó. La sangre era caliente y pegajosa, pero había dejado de manar. No se trataba de una enfermedad, sino de algo normal. Se miró los dedos, cubiertos de grumos secos. Los olió, y experimentó una sensación de asombro.
La habitación no era diferente. Sólo el mundo era un poquito diferente. Había sobrevivido. Había oído chillidos, había oído gritos, de eso estaba segura. Y nadie había venido. Nadie.
Catalina volvió a mirarse sus dedos de catorce años y pensó, he conocido a Dios y me ha fallado. He querido a mi familia y me ha fallado. He sufrido una hemorragia y sólo yo me he dado cuenta. Pero soy una Lucena, y no me rendiré.
Se bañó, demorándose en el agua una buena media hora, salió limpia, oliendo a jabón fuerte y polvos de talco, se puso un vestido blanco recién planchado, bajó a desayunar, y luego recorrió las habitaciones. Escuchó sus conversaciones, preñadas de miedo y ansiedad. Vio que la miraban a través de una neblina de condescendencia. No sabían, no veían.
A las diez de la mañana había vuelto a su habitación, cansada de la tensa oleada de semi histeria que parecía haberse apoderado de la casa, avergonzada de su miedo. Se había puesto su vestido favorito de algodón blanco y rosa, y dibujó un poco: el patio desde la ventana, la luz que moteaba los árboles, la piedra dorada del muro. Había hecho caso omiso de los ruidos de la calle. Ahora, eran irrelevantes. Había empezado un nuevo libro, Secuestrado, de Robert Louis Stevenson, y penetrado en un mundo diferente entre sus tapas de piel verde, con el título grabado en letras doradas. Se había adormecido, había soñado.
Cerca de mediodía, un ruido había despertado a Catalina Lucena. Había bajado, mirado al patio y retrocedido, sobresaltada, cuando un ruido más fuerte desgarró el tejido de su mundo.
Cuando vio una paloma caer desde el cielo, decapitada, chorreando sangre por el cuello, comprendió casi al borde de las náuseas que, esta vez, la pesadilla sería real.