Catalina Lucena estaba sentada muy tiesa en su cama, en una diminuta habitación privada del Hospital de las Hermanas de la Caridad. María sólo la había visto una vez, el día anterior al descubrimiento de los cadáveres. En tal circunstancia, lo normal era que estuviera disgustada. Ahora, en la cama del hospital, parecía una persona cambiada. Su piel había adquirido un tono macilento gris que antes no poseía, pero María no esperaba que se mostrara tan serena.
La luz del sol entraba a chorros por una enorme ventana situada junto a la cama. La habitación era de techo alto, con adornos de yeso casi ocultos por años de capas de pintura. Parecía lo que era: la habitación de una criada anciana donada a una institución pública. Una monja, vestida de gris y negro, trajo las bebidas que habían pedido: un té al limón para María, agua caliente para Catalina Lucena. Les sonrió, se fue, y María buscó una forma de empezar, hasta que le ahorraron la tarea.
—Diga al policía que le estoy agradecida.
—Lo siento, no la comprendo.
—Las monjas me lo dijeron. Esta habitación la paga alguna obra de caridad de la policía. Yo no me la habría podido permitir. Dígale que estoy agradecida.
—Lo haré. —María asintió y bebió su té. Estaba tibio y tenía un sabor metálico—. ¿Cómo se encuentra?
La anciana sonrió.
—Soy vieja. Siempre me encuentro igual. Lo llaman principio de neumonía. Es posible. No me siento ni mejor ni peor que de costumbre, pero no me dejan beber manzanilla, y quizá sea mejor así. En cualquier caso, no la echo de menos. Son amables. No hacen preguntas. Me aceptan por lo que soy: una vieja solitaria cercana al final de su vida. Su fe en Dios es conmovedora. Ojalá la tuviera yo.
María escuchaba el canto de los pájaros por la ventana, y pensó que había peores lugares donde morir.
—Estoy segura de que se pondrá mejor.
—Sí. Intenta ser amable. Los jóvenes siempre hacen lo mismo con los viejos. Los tratan como a niños. Pero usted también quiere hacer preguntas. Al menos, lo va a intentar.
María dejó el té y miró a la anciana. Percibió una fuerza interior en ella, por frágil que fuera el cuerpo que la encerraba.
—No soy de la policía. No soy una interrogadora profesional. Imagino que se nota.
—Se nota. Por eso la han enviado. El inspector no es tonto. No sabe tanto como cree, pero no es tonto. ¿Han asesinado a más personas?
María asintió.
—Lo suponía. No me dan periódicos. Me tratan como a una vieja senil, pero sabía que usted volvería si había más asesinatos.
—¿Qué es lo que no sabe el inspector?
Daba la impresión de que Catalina Lucena estaba mirando a través de ella, con sus ojos penetrantes hundidos en las cuencas.
—Los hombres están excluidos de esto.
—¿De qué? —preguntó María, y una imagen surgida de la nada, que ya había visto antes, cruzó poco a poco, vacilante, ante sus ojos: la imagen de una paloma blanca, decapitada, que descendía lentamente de un cielo azul inmaculado, derramando gotas de sangre de su cuello segado. Meneó la cabeza y desapareció.
—Del flujo de la vida y la muerte que atraviesa el mundo —dijo la anciana, y María sintió que un frío mortal invadía la habitación—. Sólo fluye de nosotras. Cuando se corta, sólo nosotras somos las causantes.
María estaba temblando. La habitación parecía más pequeña que antes, la luz había virado de una calidez dorada a un color diferente, brillante, frío, áspero. En la mujer habitaba una locura que la asustaba.
—No estoy segura de comprenderla…
—Lo hará. Ellos la herirán, ellos la dominarán, pero al final usted comprenderá. Y les derrotará, mediante el dolor. Es nuestro don, el don por el cual nos odian, porque nunca nos lo podrán arrebatar.
María miró sus manos y vio que estaban temblando. Las enlazó y se calmaron, poco a poco. La sangre volvió, la calidez volvió, la habitación recuperó su apariencia anterior.
—Él la ha enviado para que le hable de la guerra —dijo la anciana, con una voz que parecía tener siglos de edad—. Sabe que nunca se lo diré a él. Sabe que nunca se lo he dicho a nadie. Cree que usted puede descubrir el secreto. ¿Por qué lo cree?
—No lo sé.
—Porque sabe que ellos también han marcado su pasado. Ha reconocido las cicatrices.
¿Luis?, pensó. ¿Tan visibles eran las cicatrices? ¿O sólo eran simples informes en algún expediente?
—Ser herido por un ser amado es más doloroso que ser herido por alguien a quien se odia —dijo Catalina Lucena.
María hundió las uñas en las palmas de sus manos y trató de serenarse.
—¿Cómo sabe estas cosas? ¿De dónde obtiene su sabiduría?
—Miro y veo.
Rio. Era el sonido de hojas secas aplastadas por una bota.
—Bien, ¿le gustaría saber qué pasó en La Soledad? —preguntó Catalina Lucena.
No, pensó María, no, no, no. Preferiría que me hablara de cualquier otra cosa, de la música, de las flores, del sol, de los patios frescos, del agua que corre, del sonido de la risa, de los niños, de la luz. Me gustaría escuchar una conversación que me inspirara, que me llenara de vida, me gustaría oír hablar de la vida, de la bondad, de la gratitud.
La mascarilla verde y las paredes de terciopelo rojo.
—Sí —contestó—. Me gustaría saber qué pasó en La Soledad.
Y por un momento, la paloma regresó, con sus tres metros de altura, delante de su cara, mientras no cesaba de chorrear sangre en el aire.
Cuando se recuperó, cuando el chillido agazapado en su interior se disolvió en la nada, miró a la anciana. Había una expresión de triunfo en el rostro grisáceo y arrugado.