El teléfono de la mesita de noche sonó. María fue arrancada con brusquedad de un sueño sin fondo, dedicó un momento a averiguar dónde estaba y descolgó. El pequeño reloj digital de la mesita indicaba las ocho. Pensó que podría seguir durmiendo eternamente.
—Buenos días, María.
Era Torrillo. Por un momento, María se preguntó por qué había pensado que sería otra persona. Después, recordó la curiosa llamada de anoche. Intentó concentrarse. No fue fácil.
—Lo siento. Oso. Me he dormido. No me suele ocurrir.
—No pasa nada. Hay mucha gente por aquí que también anda dormida. Hemos tenido una noche ajetreada.
—¿Otro asesinato?
Se encogió al percibir la excitación que sentía. Le pareció inadecuado, de una morbosidad impropia de ella.
—No —contestó Oso—, pero ha sido ajetreada igualmente. Los chicos del turno de noche encontraron una pista. Empezamos a tener algunos nombres que investigar, y eso siempre pone contenta a la gente.
—Me visto y estoy ahí en quince minutos.
—El inspector dice que no hace falta. Quiere que vayas a ver a Catalina Lucena, al hospital, a ver si consigues que hable sobre la guerra. Nos interesa mucho. Habrá una reunión a las doce del mediodía. Intentaremos aclarar un poco la situación.
—¿De veras quiere que vaya sola?
—Por lo visto, considera que es esencial. Esa vieja no hablará con nosotros.
María se preguntó qué intuición le decía que ella lo haría mejor.
—¿Sabes dónde está?
—Sí. Iré a pie.
—Como quieras. Cuando necesites un coche, llama y te enviaremos uno.
—Lo haré.
—Buena suerte.
Torrillo colgó. María se maravilló de que estuviera tan lúcido a aquellas horas de la mañana. No era una costumbre universitaria. Saltó de la cama, se duchó, desayunó un poco en bata y se vistió. Unos pantalones negros sencillos, una blusa blanca. Recordaba la forma en que Catalina Lucena había mirado sus tejanos.
A las nueve y veinte bajó, salió por la puerta del frente y se encaminó hacia el hospital, un paseo de diez minutos.
A las nueve y media, cuando la óptica abrió, un joven con el uniforme azul claro que llevaba el nombre de la compañía eléctrica de la ciudad, bordado en el hombro izquierdo, terminó su café en el bar de la esquina opuesta al apartamento, cruzó la calle y entró en la tienda. El óptico, una figura aristocrática y severa en chaqueta de nilón blanco, se erguía detrás del mostrador. Llevaba gafas de concha caras y tenía el aire solícito del semi profesional. Contempló al visitante con desagrado apenas disimulado.
—¿Quiere hacerse unas gafas?
—No —dijo el hombre del uniforme—. La señora Gutiérrez nos ha telefoneado desde su oficina. Parece que tiene un problema con el suministro de fuerza, y nos pidió que le echáramos un vistazo con urgencia. Estaba fuera y no podía facilitarnos las llaves. Dijo que usted guardaba otro juego y que nos lo dejaría.
El óptico le miró fijamente.
—A nosotros no nos ha dicho nada.
El operario se encogió de hombros.
—A mí me da igual. Si no quiere dejarme entrar, allá usted, pero sería mejor que la llamara primero. Tendremos que volver otra vez, y le cargaremos un suplemento. Sólo quiero mirar el contador, a ver si funciona bien.
El óptico limpió el mostrador de cristal con un paño amarillo.
—Una de las chicas le acompañará.
—Estupendo —dijo el operario.
—¿Lleva herramientas?
—Ya le he dicho que sólo he de mirar el contador.
El óptico sacó un juego de tres llaves de debajo del mostrador y las dejó sobre el cristal.
—Juanita.
De la trastienda salió una bonita adolescente, de cabello castaño rojizo que le colgaba hasta los hombros. Vestía un mono rosa y llevaba en la mano unas gafas de montura metálica. El óptico indicó al operario con un cabeceo.
—Quiere echar un vistazo al contador del piso. Está al pie de la escalera, justo detrás de la puerta. No ha de mirar nada más.
Ella le miró y sonrió. Parecía agradable.
—Es la Chubb de latón —dijo el óptico mientras le daba las llaves.
Salieron por la puerta de la tienda, giraron a la izquierda, y la chica introdujo la llave en la cerradura.
—¿Siempre es tan alegre?
La chica lanzó una risita, no dijo nada, empujó la puerta y entraron. El vestíbulo estaba a oscuras. Oprimió el botón de la luz. Tenía un temporizador. El hombre oyó que marcaba los segundos mientras la puerta se cerraba tras ellos.
—Está aquí.
La chica señaló un armarito asegurado por un simple pasador. El operario lo abrió, contempló los cuadrantes e interruptores del interior. Nada del otro mundo.
—¿Funciona bien? —preguntó la chica—. El circuito es común a nuestro establecimiento. Una vez, cortaron la luz del piso y tuvimos que cerrar la tienda antes de la hora.
El hombre se irguió y sonrió.
—Ningún problema. Una falsa alarma.
La chica se preguntó cuántos años tendría: treinta, tal vez más. El bigote no le sentaba bien. Su estilo de peinado también podía mejorar.
—Muy bien. He de volver a la tienda.
El operario garrapateó algo en una libreta que había sacado del bolsillo.
—Sí. Ya cierro yo.
Sacó las llaves del bolsillo, las introdujo un momento en el amplio bolsillo de la cintura, apoyó la mano sobre la espalda de la chica y salieron. El interruptor de la luz aún seguía en funcionamiento: debían de quedar unos dos minutos. Cerró la puerta, introdujo la llave de latón en la cerradura y le imprimió medio giro.
—¿Has de hacer eso? —preguntó la chica.
—Sí. En algunas de estas cerraduras hay que dar un giro de más —dijo el hombre, y luego intentó sacar la llave. No salió.
—Mierda —dijo—. Se ha atascado.
Ella le miró en silencio con sus ojos de liebre.
El hombre introdujo la mano en el estuche de las herramientas y sacó un destornillador.
—Será un momento.
La empleada vio que desatornillaba un panel situado en la parte posterior de la cerradura, movía algunas palancas con el vástago, giraba la llave y la sacaba por la parte de delante.
Secó la llave con las manos y le echó un buen vistazo.
—No se ha estropeado. Sólo va un poco dura.
Le tendió el juego.
La muchacha entró en la tienda bajo la mirada ominosa del dueño. El operario palpó la masilla que llevaba en el bolsillo, supo que la impresión permanecería y se marchó a casa.