Una hora después, cuatro coches de la policía atravesaban a toda velocidad barrios de clase media. Las calles aún no estaban vacías. Grupos de gente, embotada a causa de la bebida y malhumorada a causa del cansancio, se congregaban en las esquinas. La alegría se había desvanecido. Era demasiado tarde. Menéndez iba en el primer coche, con Velasco y Quemada. En los otros tres vehículos iban doce agentes, todos uniformados, todos armados. Cuatro eran del grupo de operaciones especiales. Dos eran del equipo de tiro de la policía nacional que el año anterior había ganado el concurso nacional de tiro en Valencia.
—¿Qué vamos a hacer, inspector? —preguntó Quemada.
Menéndez contemplaba las calles que pasaban de largo, los muros altos, iluminados por farolas de hierro forjado.
—Llamar a la puerta y preguntar. ¿Qué otra cosa quiere que hagamos?
Quemada dedicó una mueca a la noche.
—Es la clase de tipo que no se va a dejar esposar y encerrar fácilmente, ¿verdad?
Menéndez mostró su desacuerdo.
—Tal vez. Si caemos sobre él como surgidos de la nada, tal vez reaccione así.
—Una cuestión de psicología, vamos.
—Si quiere llamarlo así.
El coche giró a la derecha, entró en una avenida sin salida y frenó ante un camino particular custodiado por una verja de hierro alta. Bajaron y esperaron a los demás coches.
—Sí —dijo Quemada a su compañero—, si empieza a tirar dardos a diestro y siniestro, no seré yo quien utilice la psicología para convencerle de que se rinda. Esos chicos solucionarán el problema. Para eso les pagan.
Velasco sacudió la cabeza.
—Déjalo en manos del inspector, ¿eh? Sabe lo que hace.
—Sí. Déjalo en manos del inspector. Si uno de nosotros resulta muerto, quizá ascienda antes a inspector jefe —dijo con sarcasmo Quemada, y dio una patada a la grava del camino.
Menéndez, que les precedía un metro, tanteó en busca del picaporte, descubrió que no había candado, lo abrió y pasó. Los demás le siguieron. La casa era un chalet moderno de dos plantas rodeado por un amplio jardín. Al fondo, la luna rielaba sobre la superficie de una piscina en forma de riñón. El perfume nocturno de las flores impregnaba el jardín. Bajo un cobertizo anexo a la casa había un Mercedes sedán de cuatro puertas.
Quemada lo vio y susurró:
—Ese tío tiene pasta. Podía permitirse algunos amiguitos, si le daba la gana.
No había luces dentro de la casa. La puerta principal y todas las ventanas de la planta baja estaban protegidas por rejas de hierro forjado. Menéndez sacudió con delicadeza la que había sobre la puerta principal. Estaba cerrada con llave. Se volvió hacia el agente del grupo de operaciones especiales que portaba la almádena, vio la reacción y negó con la cabeza.
Quemada echó un vistazo a los hombres armados.
—Mierda —dijo a Velasco—, llevan chalecos antibalas. ¿Cómo es que ellos llevan y nosotros no? ¿Por qué?
—Porque si hay un tiroteo serán los que se encargarán del trabajo.
—Tienes toda la razón —contestó Quemada, y se preguntó cuánto valdría el Mercedes.
Menéndez oprimió el timbre de la puerta iluminado. Dentro de la casa se oyó un largo sonido metálico, como un gong. Oyeron que resonaba en pasillos largos y desnudos, buscaba una respuesta y no la encontraba. Menéndez volvió a apretarlo, luego otra vez, y esperó. Velasco y Quemada se preguntaron qué sucedería a continuación. No sería fácil entrar, en plena noche, sin saber qué les aguardaba dentro.
Entonces, una luz, poco potente y amarilla, se encendió en el segundo piso. Una luz de lamparilla de noche, algo normal. Oyeron ruidos en el interior, de alguien que se movía. Más luces, más ruidos, que se acercaban. La puerta se abrió con un estruendo repentino. Quemada y Velasco retrocedieron sin darse cuenta, hasta situarse detrás del grupo uniformado. Contemplaron a los hombres que lo integraban, que aguardaban con las manos apoyadas sobre las culatas de las pistolas, tensos y expectantes. El grupo armado se encontraba a tres metros detrás de Menéndez, que estaba apoyado sobre la verja de hierro de la puerta, esperando a ver quién salía. Entonces, se encendió la luz del porche, la puerta se abrió del todo, y una cansada figura femenina, vestida con una bata larga, caminó hacia Menéndez.
Quemada y Velasco se relejaron un poco, avanzaron y, sin darse cuenta, se encontraron entre el grupo armado y Menéndez. Querían oír la conversación.
—¿Señora Romero? Somos agentes de la policía —dijo Menéndez.
La mujer le miró, asintió, y después intentó ver qué había detrás de él, en la oscuridad. Daba la impresión de necesitar gafas. Forzaba la vista para distinguir quién estaba detrás del inspector.
—¿Qué quieren? —preguntó en voz baja—. ¿Qué hora es?
—Nos gustaría hablar con su marido. Lamento la hora, pero es importante.
Ella le miró, y Velasco se descubrió acariciando la funda de su pistola, por si acaso. La mujer parecía algo más que loca.
—¿Quiere hablar con mi marido? ¿Es policía, y quiere hablar con mi marido?
—Sí.
—¿Es una broma?
Menéndez guardó silencio. Algo le estaba intrigando desde que Quemada y Velasco le habían despertado. Aquel nombre, Luis Romero, le sonaba de algo. Intentó pensar de qué. Pensó en los informes, los incidentes que habían pasado por su escritorio, incidentes que conocía íntimamente. Había una laguna. Se había ido de vacaciones, una breve semana de viaje por la costa. Había vuelto, examinado el diario de registro para averiguar qué había sucedido durante su ausencia, por si algo exigía su atención…, y allí estaba. Luis Romero, muerto, enterrado, semi olvidado.
Contempló a la mujer, pálida y triste.
—Lo siento. Ha habido un error. Sólo puedo pedirle disculpas, pero debo hablar con usted. Por favor.
—¿Ahora?
Menéndez asintió y la mujer empezó a abrir la verja de la puerta.
El inspector se volvió hacia sus hombres y despidió al equipo uniformado. Desaparecieron en la noche, con la decepción flotando sobre ellos como una nube. Quemada y Velasco se quedaron con él.
—¿No está en casa? —preguntó Velasco—. ¿Algún problema?
Menéndez hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta, esperó a que la mujer empujara la verja de hierro forjado y se encaminó hacia la casa.
—Luis Romero se suicidó hace dos meses. Constaba en los informes. Tendría que haberme acordado.
—¿Dos meses? —preguntó Quemada.
—Mierda —masculló Velasco, y después siguió a Menéndez al interior de la casa.
Teresa Romero se sentó en un sofá crema de la sala de estar, bajo un ancho lienzo moderno. Menéndez creyó reconocerlo, pero el nombre se le escapó. Quemada y Velasco ocuparon sillas de comedor apartadas, y se dispusieron a tomar notas en silencio. Daba la impresión de que la mujer tenía los nervios a flor de piel. Su cabello era lacio, largo y fuerte. Colgaba sin vida sobre sus hombros flacos, tenía la tez pálida y descolorida. Tendría unos cincuenta años, calculó Menéndez, pero sus facciones, consumidas por algo (¿angustia, miedo, la vida?), aparentaban muchos más. Había algo obsesivo y obsesionante en sus ojos.
—Lo siento —repitió Menéndez—. No relacionamos el nombre de su marido con la información que nos dieron. Ha sido un error. Le ruego me disculpe.
La mujer aferraba una copa de coñac. Eran cerca de las cuatro de la mañana.
—¿Qué quiere saber?
Era como si tuviera miedo a la pregunta.
—Señora Romero… —Menéndez se esforzó por encontrar una forma de empezar, y se sorprendió deseando que María estuviera con ellos—. Estamos investigando unos delitos muy graves, y nos hemos topado con el nombre de su marido.
Nada cambió en su cara. No quería formular la pregunta.
—Al menos en una ocasión, cuando alguien utilizó su nombre, fue de forma deliberada, porque fue la semana pasada. He de saber si ha sido así siempre. He de saber qué clase de compañías frecuentaba.
La mujer bebió un poco de coñac.
—¿Sabe quién era mi marido?
—¿Trabajaba en la universidad? No consigo recordarlo.
—Era profesor de historia. Era «el historiador».
Le miró para ver si captaba la referencia, y después lanzó una seca carcajada cuando comprendió que no.
—¿Era un profesor popular?
Teresa Romero rio de nuevo y bebió un poco más de coñac.
—Oh, sí. Era popular. Cada día, cada noche. Siempre era popular en algún sitio. Mire.
Se levantó, caminó hasta una mesita auxiliar, cogió una fotografía y la entregó a Menéndez.
—Mire. ¿Qué ve usted?
Era un retrato, algo afectado, de un hombre adentrado en la cuarentena, con una camisa floreada de cuello abierto, que levantaba una copa hacia la cámara. Llevaba una pulsera de oro en la muñeca y una cadena de oro alrededor de su cuello bronceado. Tenía el cabello castaño y ensortijado, bigote y una amplia sonrisa.
La mujer se inclinó sobre él y Menéndez percibió el olor a coñac.
—¿Un profesor de historia, o un actor de segunda fila intentando fingir que aún tiene veinticinco años?
Se tambaleó hasta el sofá y se sentó.
—¿Su marido era homosexual? —preguntó Menéndez.
—No —replicó ella al instante—. Eso no. Le gustaban las mujeres, le gustaba la historia. Mucha gente se lo podrá confirmar. Yo sólo estaba casada con el hombre. No tengo ni idea.
—¿Sabe si utilizaba agencias de contactos gays? Encontramos su nombre en los archivos de una.
La mujer pensó en la pregunta.
—No. No puedo creer que fuera él.
Hablaba de una forma soñolienta.
Menéndez sacó una hoja de papel del bolsillo. En ella estaban escritas los nombres de Abraxas. Se la pasó.
—¿Reconoce alguno de estos nombres?
La mujer repasó la lista.
—No —dijo después.
—¿Le interesaban las corridas de toros?
—Oh, sí. Sangre, estruendo, pasión. Le encantaba. Era muy aficionado a un torero en particular. Ya sabe, ese guapo, el del pelo rubio.
—¿El Guapo? —preguntó Velasco.
—Sí, ese. Iba a todas las corridas. Creo que Luis le conocía un poco.
—¿Y la religión?
Ella le miró fijamente.
—¿Habla en serio?
—¿Participaba en las actividades de Semana Santa? ¿Era miembro de alguna cofradía?
—Mi marido era un anarquista que odiaba todo lo relacionado con la Iglesia, inspector. Lo único que le gustaba de la Semana Santa era la corrida de clausura.
—Entiendo.
Menéndez se levantó de la silla.
—Es tarde.
—¿Sí? —preguntó la mujer.
—Señora Romero…
La mujer estaba como absorta en otra cosa, y las preguntas empezaban a resbalarle.
—¿Por qué cree que su marido se suicidó?
La mujer resopló y derramó coñac sobre su bata.
—¿Por qué?
—Parecía un hombre feliz. Puede que su estilo de vida fuera poco convencional, pero a juzgar por la foto, no parecía desdichado.
La mujer miró por la ventana. El alba apuntaba en el cielo.
—No lo sé —dijo—. Desde hace diez años que no lo sabía. No era el hombre con quien me había casado. Se transformó en otra persona, alguien que perseguía la juventud que nunca había tenido. Nunca supe qué pasaba por su mente. Además…
Menéndez vio que vacilaba, y luego vencía su resistencia.
—¿Además?
La mujer dejó la copa sobre la mesa con una expresión de desagrado en la cara.
—Bebo esta mierda. Dios sabe por qué. Culpo a Luis, pero no fue culpa suya.
—¿Qué cree que pasó?
—Le diré exactamente lo que ya dije a sus compañeros antes. Me da igual lo que piensen, pero alguien le mató.
Menéndez no dijo nada.
—No soy una viuda histérica y desolada, inspector. No lo era cuando esto pasó. No lo soy ahora. Pero conocía lo bastante a Luis para saber que no se haría eso. Otras cosas sí, pero eso no.
—Entiendo.
—¿De veras?
La mujer cogió un paquete de cigarrillos, lo abrió, se lo pensó mejor y volvió a dejarlo sobre la mesa.
—Nadie sabe lo que sucede entre un hombre y una mujer que llevan casados varios años. Nadie lo sabe, inspector. Ni siquiera los propios interesados. Todo sucede de una manera invisible, a nuestro alrededor, y si nos damos cuentas, somos demasiado educados para mencionarlo.
—¿Por qué querría alguien matar a su marido?
—No tengo ni idea. Ninguna en absoluto.
Menéndez guardó en el bolsillo su libreta y pensó en qué más preguntas podía hacer. No se le ocurrió ninguna. Se levantó para irse y los agentes le imitaron.
—Señora Romero —dijo Menéndez—, ha dicho que su marido era profesor de historia.
—Sí.
—¿Cuál era su especialidad?
Teresa Romero cambió de idea, cogió los cigarrillos y encendió uno.
—Luis era un historiador brillante, inspector. Nadie podrá negarlo. Empezó en la línea clásica, pero durante los últimos diez años sólo se interesó en un tema. La historia de la Guerra Civil.
—¿En la ciudad?
—Pues sí. Sin la ciudad no habría historia.
—No —repuso Menéndez—, supongo que no. ¿Le interesaba en particular la historia de la guerra en la ciudad, lo que pasó aquí? Esto puede ser importante.
Ella le miró, sorprendida por el apremio que percibía detrás de la pregunta.
—Creo que sí. Debería preguntar a sus colegas. Nunca tuve el privilegio de conocer los detalles de lo que le interesaba.
—No —dijo Menéndez, e indicó a Quemada y Velasco que había llegado el momento de marcharse.
—La mantendremos informada —dijo antes de salir.
—¿Sobre qué?
—Sobre la muerte de su marido. Las causas.
—Inspector —dijo Teresa Romero—, no lo ha entendido. Es posible que Luis haya sido asesinado. No. Fue asesinado. Pero me da igual. Es un asunto que carece de toda importancia para mí. Él ha muerto y mi vida no ha cambiado.
Menéndez asintió y miró una vez más el lienzo. Miró. Ahora reconoció la imaginería: sol, toros, sangre, muerte.
—No —dijo, y salió al aire fresco de la madrugada.