María se descubrió adormecida sobre el libro. Le había recordado cosas que había aprendido cuando era estudiante, aprendido y luego olvidado, pues parecían irreales, alejadas de su vida. Pero comprendía la depresión de Menéndez. La psicopatía era un estado capaz de proporcionar un disfraz perfecto en la ciudad. Había un conglomerado de características y pautas de comportamiento que caían bajo un epígrafe general. Era un estado habitual, pero mal comprendido. La psicopatía se revelaba más por mediación de un comportamiento antisocial impulsivo que por el delito directo. Pero en cuanto se empezaba, la tendencia a la violencia era a menudo imparable. La dificultad para los médicos y la policía residía en que los signos habituales de enfermedad mental (psicosis, neurosis, deficiencia mental) estaban ausentes. La psicopatía no brotaba de una alteración mental subyacente. No era una tendencia que se contagiaba por haber nacido en una comunidad de delincuentes, transmitida de padres a hijos por la fuerza de la costumbre. Los delincuentes «normales» podían cometer delitos y sentir al mismo tiempo culpabilidad y preocupación. Eran capaces de establecer relaciones familiares de afecto, sin renunciar por ello a su carrera criminal. Para un psicópata, esto era imposible. Las relaciones afectivas no significaban nada. El crimen, si la alteración se manifestaba de esta forma (podía manifestarse como hedonismo, intolerancia profesional, impulsividad o comportamiento antisocial general) era algo que simplemente sucedía. Un acto deliberado nacido del deseo de cometerlo. Algunas pruebas sugerían que existía un disparador del comportamiento psicopático intenso, pero se trataba de acontecimientos cotidianos: un accidente de coche, un insulto, un dolor de cabeza. El psicópata carecía del sentido de la proporción que limitaba y definía las reacciones de la gente «normal». En consecuencia, si frenaba en la carretera y le enviaban a la mierda con un ademán a modo de respuesta, el incidente bastaba para desencadenar una escalada de agresividad, incluso hasta el punto de llegar al asesinato. Cuando después se le preguntaba al respecto, se asombraba de que alguien pudiera cuestionar sus actos o pensara que eran desproporcionados en relación al insulto recibido.
Eran como personas normales, pero un monstruo habitaba en su interior, con algunas llagas en la superficie. Si alguien ponía el dedo en una llaga, el monstruo aparecía, se vengaba, y luego volvía a adormilarse, hasta la próxima vez.
María se estremeció, cerró el libro y se dio la vuelta en la cama. Este hombre no se delataría enloqueciendo, encerrándose en una casa y desafiando a la policía a sacarlo. No se delataría mediante una escalada de violencia tan brutal que hasta la fuerza de policía más torpe le sorprendería con las manos en la masa. Recordó un pasaje que había leído: «Los intentos de modificar el comportamiento de los psicópatas no han tenido éxito, tal vez porque no padecen angustias personales, no ven nada de malo en su comportamiento y no se sienten motivados a cambiar».
Este hombre meditaría sobre lo que deseaba hacer. Sobre a quién quería matar. Después, en el momento propicio, saldría, cometería el acto, volvería a casa, se ducharía, se cambiaría, encendería la televisión y esperaría a que dieran la noticia en el telediario de la noche. Como si esperara el resultado de un partido de fútbol: relajado, interesado, paciente. Y entre crimen y crimen, estaría en casa o iría a trabajar, silencioso, discreto, tal vez calificado de un poco introvertido por sus vecinos, por sus conocidos (porque no tendría amigos). Menéndez tenía razón. Lo único que podía hacer era examinar los actos, intentar establecer algún vínculo, algún cruce entre los detalles. Y esperar.
Saltó de la cama, atravesó la sala de estar, entró en la pequeña cocina y se sirvió un vaso de agua mineral de la botella que había en la nevera. Después, volvió a la sala de estar y se sentó en el sofá de piel. María palpó los brazos, relucientes tubos metálicos, y pensó, justo lo que un hombre compraría, todo apariencia, ninguna comodidad. Afuera se oía el ruido de la muchedumbre, gritos, algunos de borrachos, cánticos, las bocinas de los coches que despertaban ecos en las estrechas calles de piedra. Aún no era medianoche, y el tumulto continuaría hasta el amanecer.
El apartamento ocupaba la primera planta de un edificio de dos pisos, sobre una óptica, y se accedía por una puerta privada contigua al escaparate, con sus gafas enormes y anuncios de lentillas. Abría la puerta, avanzaba un paso, subía el tramo de escalera hasta la segunda puerta. Daba acceso a la sala de estar, el triple de larga que de ancha, decorada con muebles italianos crema y marrón. Unas librerías cubrían la pared del frente, con una chimenea cegada en el centro. Dos puertas salían de la sala de estar. Una daba a una pequeña cocina, la otra al dormitorio, con un cuarto de baño contiguo. Un piso de soltero, un mundo para una persona, cerrado, privado, aislado.
María pensó un momento en el propietario. Cuando habían estudiado juntos en la ciudad, tanto tiempo atrás, habían sido amantes durante un mes. Recordó sus paseos por el Viejo bebiendo vino barato, tomando tapas, noches calurosas en un diminuto estudio, una sola cama de armazón metálico y muelles que chirriaban como gatos mecánicos. Después, la relación se había disuelto en una simple amistad, lenta e inconscientemente, con naturalidad. La pasión, si de pasión se trataba, se había disipado como si poseyera vida propia, una vida finita, restringida a un breve período de tiempo, como una polilla. Después, había muerto, desatendida, sin que nadie la llorara.
—Pablo —susurró, y hasta su nombre le sonó diferente después de tantos años, como si convocara a una persona diferente, alguien muy distinto del muchacho silencioso y amante de los libros al que una vez se había llevado con timidez a la cama.
María bebió el agua, se levantó y procedió a quitarse la ropa. Se miró desnuda en el espejo de cuerpo entero que había detrás de la puerta del apartamento. Su cabello estaba tan enredado como siempre. Había bolsas, rosadas y arrugadas, bajo sus ojos. Su carne colgaba. Tenía treinta y tres años, y ya se sentía vieja. Se tocó el pecho izquierdo, apretó el pezón con suavidad hasta que se endureció, y pensó, ¿era esta la misma carne que experimentó una fugaz pasión en esta misma ciudad, hace más de una década?
Había algo que no encajaba. La persona alegre, ingenua y reticente que era entonces parecía una actriz que hubiera intervenido en un drama olvidado, recitando frases que ya no tenían sentido. Carecía de la menor percepción de haber sido tal persona, ningún recuerdo interior vinculaba a la María de antes con la María de ahora. Los años intermedios las habían separado de una forma irrevocable, los años en que se había sumergido en las secas y desapasionadas ambiciones académicas, y en aquel breve, incomprensible destello de luz que había sido su vida con Luis. Era un abismo que nunca podría volver a cruzar, un abismo en el que se había hundido algún elemento fundamental de su vida, sin nada tangible, nada que demostrara el esfuerzo.
Se miró en el espejo, con la mano izquierda sobre el pecho, el pezón tumefacto a regañadientes, el vaso de agua en la mano derecha, se miró desnuda delante del espejo, trató de preguntarse, ¿aún soy atractiva? ¿Me importa, en cualquier caso?
De repente, un sonido estridente, el timbre del teléfono. Se estremeció, un espasmo involuntario, sintió que el vaso resbalaba de su mano, miró cómo caía, fascinada, como a cámara lenta. Golpeó el suelo de piedra y se rompió en mil pedazos brillantes de cristal y líquido.
—Mierda —dijo María, y se apartó de los restos. Caminó hasta la mesita, mientras se preguntaba por qué la incomodaba tanto ir desnuda.
Descolgó el teléfono y esperó a que alguien hablara. Sólo oyó una respiración profunda y controlada.
—¿Quién es?
Miró el reloj que había junto a la cama. Casi las doce de la noche. Automáticamente, comprobó de nuevo que las cortinas estaban corridas.
—¿Quién es? Voy a colgar.
Se oyó algo parecido a una carcajada, fría y seca.
—Ni siquiera sabes que la has perdido —dijo una voz de hombre. Parecía alguien joven, un poco amodorrado, tal vez incluso borracho.
—Creo que se ha equivocado de número.
La risa otra vez.
—¿De veras?
—De veras.
María colgó el teléfono. Se sentó un momento, esperó a que sonara de nuevo. Como no lo hizo, se acostó y se sumergió en un sueño profundo, sin sueños, en que el mundo nocturno no era más que un paisaje tenebroso, gris, sin vida, de dos dimensiones ineludibles.