El hombre lucía un bigote a lo Zapata y llevaba un vestido de raso rojo justo por encima de la rodilla. Estaba más que obeso, de la forma en que las personas delgadas engordan cuando ya no pueden parar. Piernas peludas y bronceadas asomaban por debajo del vestido y terminaban en unos zapatos de piel marrones. Tendría unos cuarenta años y fumaba un puro que emitía nubecillas de humo acre cada vez que daba una bocanada. La atmósfera del pequeño local, situado frente a la esquina del barrio donde se agrupaban las sex shops, olía a tabaco, sudor y nitrato de amilo.
Quemada y Velasco contemplaron al hombre que iban a interrogar e intercambiaron una mirada. No estaban contentos.
—Soy un hombre de negocios. Eso es todo. No hace falta que me acosen. Conozco mis derechos.
El problema consistía en que, cuando intentaban imaginar a Felipe Ordóñez sin el vestido, tenía el aspecto exacto de alguien que conociera sus derechos. Un abogado, un funcionario, un empleado de la compañía de transportes metropolitanos.
—Nadie intenta acosarle, señor Ordóñez.
Velasco intentaba que su tono pareciera el más razonable posible. Pensaba que lo estaba haciendo bastante bien, dentro de todo. Se sentía hecho una mierda. Su nariz empezaba a convertirse en una masa de mocos. El tiempo la estaba empeorando. Abrigaba la firme convicción de que padecía la fiebre del heno, la gripe asiática y el tifus, todo al mismo tiempo. Su cara tenía el color de un pergamino, el color de los libros antiguos que le gustaba hojear en los museos cuando quería desperdiciar dos horas laborables de un día inactivo. Todo el mundo exterior se daba cuenta de su estado. Sudaba en el interior de su traje de poliéster, se sentía peor a cada minuto que pasaba, y procuraba ser lo más razonable posible.
—No hemos venido para interrogarle sobre lo que hace. Sólo intentamos obtener cierta información sobre gente que usted tal vez conozca. Gente que se ha visto afectada por unos acontecimientos muy desafortunados, eso es todo.
—Soy un hombre de negocios. Esto es legal. Bajen a la oficina de la empresa, echen un vistazo a los libros. Pago mis impuestos, más que ustedes probablemente.
—No vamos a discutir con usted, señor —dijo Quemada, mientras echaba un vistazo a las fotos que adornaban las paredes. Eran de chicos en diversas poses: ataviados con suspensorios, reclinados en una playa, frunciendo los labios a la cámara. No le gustaba mirarlos, pero aún le gustaba menos mirar a Felipe Ordóñez. Cada vez que intentaba mirarle a la cara, se descubría mirando el vestido—. Lo único que intentamos es averiguar si usted concertó una cita para esas dos personas que fueron asesinadas. Si lo hizo, perfecto, ningún problema. Estamos hablando con todas las personas que se dedican a este tipo de negocio. Nada concreto. Nos gustaría que colaborara.
Daba la impresión de que la cara de Ordóñez intentaba imitar el color del vestido. Se estaba irritando.
—Yo no… ¡Dios mío, qué ignominia! Yo no concierto citas para gente. ¿Por quién me han tomado?
Quemada cogió un folleto a color que había sobre el escritorio. Llevaba el nombre y la dirección de la oficina donde se encontraban. La cubierta consistía en una fotografía de un grupo de chicos en la playa. Eran bronceados, flexibles, musculosos, y sonreían a la cámara. Debajo ponía: «Contactos Abraxas: Parejas selectas para hombres selectos».
Quemada contempló el folleto.
—Entonces, ¿qué servicios presta a sus clientes? ¿Les vende entradas para la ópera, concierta partidas de golf? ¿Qué nos llevamos entre manos? ¿Obras de caridad?
Ordóñez dejó el puro. Un pequeño tic se disparó sobre su ojo derecho, y el hombre lo atajó con un índice gordezuelo. Quemada y Velasco se miraron. A aquel individuo ya le habían investigado en otras ocasiones y no le gustaba. Sería fácil doblegarle.
Ordóñez logró controlar el tic.
—Dirijo una agencia de contactos. ¿Saben lo que eso significa?
—¿Una especie de burdel, sólo que usted mira a otra parte cuando empiezan a follar? —preguntó Quemada.
—Santo Dios.
Ordóñez se sentó con todo su peso sobre la silla metálica colocada detrás del escritorio.
—¿Por qué no nos dejan en paz? ¿Por qué me tiene que pasar esto dos, tres veces al mes? ¿Se portan igual con la gente honrada? ¿Quieren dinero?
Velasco se inclinó sobre él, le miró a la cara y aspiró por la nariz con mucha fuerza. Sonó como si un camello intentara carraspear. Ordóñez se encogió visiblemente.
—¿Nos está ofreciendo dinero? ¿Nos está ofreciendo dinero? Voy a fingir que no le he oído, porque en caso contrario le bajaría los humos ahora mismo. Lo que quiero que haga, señor Ordóñez, es escuchar lo que decimos. No nos interesa lo que hace aquí. Nos da igual que haya pollos, cabras u ovejas en sus álbumes. Nos la suda. Sólo nos interesa saber quién se ha puesto en contacto con los hermanos Ángel por su mediación. Nos lo dice, nos da los nombres, y nosotros nos vamos.
—Nunca proporcioné nombres a los hermanos Ángel.
Los policías no dijeron nada durante un rato y le vieron sudar.
Por fin, Quemada jugueteó con el folleto.
—La suya es la segunda agencia gay más importante de la ciudad, ¿verdad?
—Correcto.
—Y sólo hay tres agencias que operan legalmente, ¿verdad?
—Sí, pero mucha gente no utiliza las agencias. Piense en los anuncios particulares de los periódicos. Mucha gente no nos utiliza.
—Sí, bueno, tal vez, pero hemos ido a ver a sus rivales y examinado sus libros. No nos dieron tantas largas. Nos enseñaron sus archivos y sabemos que los hermanos Ángel no los utilizaron, o si lo hicieron no consta en sus registros.
—Lo cual consideramos improbable —añadió Velasco—, al ver cuántos nombres de los libros que nos enseñaron habrían llenado la primera plana de El Periódico durante varias semanas, así que nos parece inverosímil que oculten una lista secreta para gente como los hermanos Ángel, que nunca ocultaron sus tendencias.
—Por lo tanto —dijo Quemada—, también imaginamos que si los otros dos tipos nunca hablaron con los hermanos Ángel, tal vez estos hablaron con usted. O quizá no. En cualquier caso, nos gustaría, y perdone mi rudeza, nos gustaría que usted demostrara que nunca les proporcionó nombres. Ahí veo un bonito ordenador. No tiene archivadores grandes. Yo diría que le bastaría con sentarse delante del aparato, buscar un programa o algo por el estilo, teclear la palabra «Ángel» y demostrarnos así que no hay nada de nada.
—Sí —coreó Velasco—. Con eso bastaría.
Ordóñez les miró, y luego desvió la vista hacia el ordenador. Rodó en la silla hasta la esquina del escritorio en la que estaba el PC. Se movía como una secretaria acostumbrada a desplazarse por la oficina. Velasco meneó la cabeza. Ordóñez no dedicaba su tiempo a untar de aceite los cuerpos de jóvenes bronceados, como prometía el folleto. Pulsaba las teclas del PC como cualquier secretaria eficiente.
Ordóñez encendió el aparato y entró en Windows. Abrió una carpeta y pulsó el ratón. El ordenador hizo una pausa, la ventana cambió y apareció algo similar a una agenda en la pantalla. Había espacios para los nombres y apellidos, la dirección, el código postal, el número de teléfono y el número de fax.
—Ya está. ¿Quieren intentarlo ustedes, agentes?
Ordóñez les fulminó con la mirada. Gotas de humedad brillaban alrededor de sus ojos.
—No —dijo Quemada—. Siga usted.
Los dedos de Ordóñez volaron sobre el teclado a la velocidad de un mecanógrafo consumado. La palabra «Ángel» apareció en el campo de nombre.
—¿De acuerdo?
—De acuerdo —dijo Quemada.
Pulsó la tecla de retorno, el PC zumbó un momento, y el mensaje «Nombre no encontrado» apareció en el centro de la pantalla.
—¿Satisfechos? —dijo Ordóñez sin mirarles.
—Señor Ordóñez —dijo Velasco.
El hombre continuó jugando con el PC, moviendo el ratón, cerrando ventanas.
—Señor Ordóñez, ¿quiere mirarme, por los clavos de Cristo?
Velasco sintió que su garganta vibraba al elevarse el volumen de su voz, al tiempo que una flecha de dolor apagado empezaba a transitar desde una sien a la otra.
Ordóñez se secó los ojos con la manga y volvió la cabeza.
—Señor Ordóñez, ¿doy la impresión de tener mierda entre las orejas?
Velasco le apartó de un empujón y empezó a desplazar el ratón.
—¿Doy la impresión de ser estúpido, eh? Mi chico tiene un trasto de estos en casa. A veces, yo también lo uso. ¿Tengo aspecto de estúpido? ¿Se siente ofendido por el hecho de que le miremos y pensemos, quién es este maldito maricón vestido de rojo? Voy a decirle una cosa: a mí me ofende que entre por la puerta y usted piense, aquí viene un maldito policía, debe de tener mierda entre las orejas. Mire. Mire aquí. Estoy hablando de esto.
Velasco abandonó la aplicación que Ordóñez había abierto, fue a otra carpeta, la abrió y vio un icono llamado «Base de datos de clientes».
—Lo que nos estaba enseñando era una chorrada que utiliza para guardar nombres y direcciones, por si quiere escribir cartas o lo que sea. Lo sé, señor Ordóñez. Mi chico lo utiliza. Yo lo utilizo. Si quiere dirigir un negocio, no se utiliza esta mierda. Usted quiere grabar horas, lugares y dinero. ¿Le suena la palabra, señor Ordóñez? Dinero. Lo que obtiene de las personas a las que usted llama «clientes». Así.
Hizo clic dos veces sobre un icono, el ordenador zumbó y se inició una nueva aplicación. Apareció un texto en la pantalla con la orden de «Entrar contraseña».
—Sí. Una contraseña. Parece una buena idea, señor Ordóñez, teniendo en cuenta la situación. Ahora, sea bueno y éntrela. Cuanto antes lo haga, antes empezaremos a hablar, y antes nos iremos de su oficina.
Ordóñez cogió su puro, volvió a encenderlo, fumó unos momentos y esperó a que dijeran algo. Quemada y Velasco siguieron sentados en silencio, esperando a su vez.
—¿Dicen la verdad? ¿No irán más lejos? ¿No harán público de dónde obtuvieron la información? ¿No presentarán acusaciones contra mí?
—Señor Ordóñez —dijo Quemada con voz cansada—, ¿hemos de repetirnos una y otra vez?
—De acuerdo —dijo el hombre—. De acuerdo. Me parece bien.
Tecleó una palabra. Apareció en la pantalla en forma de asteriscos, y después la aplicación se abrió, nombres y direcciones se visualizaron. Bajó una pantalla de búsqueda, tecleó la palabra «Ángel», oprimió un botón llamado «Informe», y luego uno llamado «Imprimir». Unos segundos después, una pequeña impresora láser situada en un rincón de la oficina empezó a zumbar.
—Esos tíos estaban podridos —dijo Ordóñez, mientras fumaba el puro—. Me sorprende que no los apiolaran antes.
El humo se enroscó en silencio a través de su bigote y remolineó alrededor de sus mejillas.
—¿Saben una cosa? —dijo Ordóñez—. Cuando vinieron por primera vez, cuando me llamaron por primera vez, pensé que era un honor. ¿Se lo pueden creer?
Había sacado una botella de Soberano del escritorio y ahora estaba distribuyendo vasos de plástico. Velasco declinó la invitación al principio, pero llenó su vaso cuando vio que Quemada aceptaba. Arañó su garganta inflamada, pero le supo a gloria.
—Debió de ser hace dos años. Primero telefonearon, después vinieron a la oficina. Eran personajes famosos, ¿de acuerdo? Bien. Ya habíamos tenido antes, pero nunca de ese calibre. Dando la cara. Les daba igual.
—No lo entiendo —dijo Velasco—. ¿Por qué necesitaban ir a una agencia para procurarse amiguitos? Pensaba que los tenían a carretadas, con las fiestas y todo lo demás.
Ordóñez sonrió.
—No es tan fácil como todo eso. Sobre todo si se busca lo que ellos querían.
—¿Lo dejaron claro?
—No mucho. Si lo hubiera sabido al principio, me habría negado en redondo, pero no lo sabía.
—Esta lista de nombres. —Quemada echó un vistazo a la treintena de nombres y direcciones impresos como etiquetas de sobre, con una serie de datos al lado de cada uno—. ¿Tampoco lo sabían?
—Exacto —dijo Ordóñez, y volvió a rellenar sus vasos—. Los hermanos dijeron que querían conocer a otros chicos, más o menos de su edad, o un poco más jóvenes, con sentido del humor, amor al arte. Ya conoce ese rollo.
—No exactamente —dijo Quemada.
—Yo sí —dijo Velasco—. He visto ese lenguaje en los anuncios de contactos de los periódicos.
Quemada miró de reojo a su compañero.
—Sí, agente —dijo Ordóñez—. La mayoría de la gente es más concreta. Para ser sincero, y aunque no me crea, casi todos suelen querer compañía para una noche. Si se gustan mutuamente, estupendo, si quieren seguir adelante, no es asunto mío. La mayoría de los que telefonean están de paso por negocios, gente un poco solitaria, que busca a alguien con quien cenar. Alguien simpático.
—¿Y los hermanos Ángel?
—Los hermanos Ángel buscaban SM. No lo dijeron así. Lo descubrí cuando los chicos empezaron a quejarse.
—¿Se refiere a sadomasoquismo, como palizas y cosas por el estilo? —preguntó Quemada.
—Sí, pero los Ángel no se conformaban con eso. Tiene la lista. Pregunte a esa gente. —Ordóñez hizo una marca al lado de unos diez nombres—. Esos fueron los que se quejaron más. Era como una especie de juego para los Ángel. Eran muy amables con todas las parejas que conocían, las llevaban a un restaurante muy caro, las invitaban a café y copas…
—¿Y después?
—Después…, no había consentimiento mutuo.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Quemada.
—Intentaban pegarles y luego violarles —explicó Ordóñez—. A veces, se encontraban con la horma de su zapato. La gente les daba una buena paliza, pero quizá era lo que deseaban.
—¿Por qué no nos llamó nadie? —preguntó Quemada.
—¿Habla en serio? ¿Qué habrían hecho ustedes?
—Hablar con ellos. Detenerles. Pegar a la gente es un delito, sean quienes sean.
Ordóñez tomó un sorbo de coñac.
—Las cosas no funcionan así.
—¿Alguien de esta lista podría tener un resentimiento especial contra los hermanos?
Ordóñez pensó unos momentos.
—No se me ocurre nadie. Todos se quejaban. Tal vez otros sufrieron el mismo trato, pero no se quejaron.
—Quizá les gustaba —dijo Quemada.
Ordóñez le miró con aire de cansancio.
—Quizá.
—¿Estuvo con ellos, señor Ordóñez?
—No.
—¿Le invitaron?
—Sí.
—¿Por qué no fue? Ordóñez encendió otro puro.
—Estoy casado.
Quemada se quedó boquiabierto.
—Con una mujer, antes de que lo pregunte.
—Quiere decir que esto sólo es… ¿una cuestión de negocios?
El hombre asintió.
—Un negocio. Y también un poco de placer, a veces.
Velasco levantó la vista.
—¿Le gustan las corridas de toros, señor Ordóñez?
El hombre negó con la cabeza.
—No sólo no me gustan, sino que detesto ese espectáculo. Es bárbaro y cruel.
—¿Ha pertenecido alguna vez a una cofradía? —preguntó Velasco—. Me refiero a las religiosas.
—No.
Quemada pensó unos momentos.
—¿Hay alguna cofradía homosexual?
Ordóñez meneó la cabeza.
—No que yo sepa. Hay un movimiento homosexual eclesiástico, por supuesto, pero no creo que exista nada más.
—De acuerdo —dijo Quemada.
—¿Alguien de la lista es aficionado a los toros o pertenece a una cofradía?
—No tengo ni idea. Ellos telefonean. Yo hago una reserva. Casi nunca los conozco. Sólo una llamada telefónica.
—¿Nada más?
—Nada. Cuando recibí la última queja, hará unas tres o cuatro semanas, ahí constan las fechas, dije a los Ángel que no haría más tratos con ellos. No me salía a cuenta.
—¿Cómo reaccionaron?
—Dijeron que vendrían y prenderían fuego a mi casa.
—Unas personas encantadoras, ¿eh?
—Unas personas encantadoras.
Velasco escribió algo.
—Gracias, señor Ordóñez. Interrogaremos a estas personas, y si necesitamos algo más, volveremos a verle.
Quemada le miró de arriba abajo, y luego extendió la mano hacia el pomo de la puerta.
—Bonito vestido —comentó—, pero los zapatos desentonan.