La plaza del Potro estaba llena de gente, algunos con hábitos, otros en traje de calle, todos cabizbajos, silenciosos, bajo el cielo estrellado. Menéndez, Torrillo y María se abrieron paso entre los congregados. Cerca de la entrada había un grupo de periodistas, tanto de diarios como de cadenas de televisión. Cuando entraron, destellaron flashes cegadores y les gritaron preguntas. Menéndez no hizo caso. Torrillo y María le siguieron.
Pasaron ante dos guardias uniformados que custodiaban la puerta y entraron en la oficina de la planta baja que habían abandonado tan sólo unas horas antes. Desde arriba llegaba el sonido de voces graves masculinas. Menéndez se encaminó hacia la escalera.
La oficina parecía empapada en sangre. Había en el suelo, charcos pegajosos de color rojo oscuro. Salpicaba las paredes. El aroma dulzón colgaba en el aire. Cinco policías estaban inspeccionando la habitación. María no reconoció a ninguno. Un hombre con una chaqueta de nilón blanca estaba examinando el cadáver. A primera vista, parecía una carcasa procedente de una carnicería.
Menéndez se agachó sobre el cuerpo. Torrillo se puso a hablar con los policías que habían llegado antes. María se sentía dividida entre los dos, sin saber qué querían que hiciera. Después, se dio cuenta de que, para ellos, ahora era invisible. El asunto estaba adquiriendo nuevas proporciones. Su trabajo, el trabajo que se había propuesto, parecía cada vez más irrelevante. Se preguntó por qué Menéndez la había tolerado hasta el momento, si continuaría haciéndolo, qué pasaría si dejaba de ser útil. Cuando la respuesta llegó, casi automáticamente, ella se acercó a Menéndez y al patólogo, que estaban examinando los restos mortales de Miguel Castañeda.
El patólogo llevaba guantes de plástico blancos, ahora cubiertos de sangre, y estaba acuclillado sobre el cuerpo como si lo estuviera atendiendo.
Mientras trabajaba, pinchaba y sondeaba, examinaba pliegues de carne desgarrada, diversas heridas, hurgaba en el interior de la boca del muerto, levantaba cada brazo para determinar el grado de rigor mortis, investigaba la tirantez de un anillo que el muerto llevaba en la mano derecha. Menéndez y María miraban en silencio. Por fin, el hombre terminó, se levantó y se volvió hacia ellos. Tenía una cabeza estrecha y cetrina, con una expresión algo neurótica y un bigotillo que daba la impresión de haber tardado toda una vida en crecer. Sonrió. Tenía los dientes manchados de tabaco.
—¿Inspector?
—Doctor Gastares.
—Ahora le daré la versión abreviada. Mañana, la extensa.
—¿Cuál es la versión abreviada?
—Lo mataron hace un rato. Por la tarde, tal vez por la mañana. Múltiples heridas, al menos tres instrumentos. Uno de ellos está aquí.
Señaló un dardo con una cinta roja, guardado en una bolsa contigua al cuerpo.
—Estaba en el suelo, pero tiene sangre y tejido. Yo diría que… Hay una herida en el ojo. —Señaló la cabeza de Castañeda. La cavidad ocular era una masa de sangre, líquido coagulado y tejido purpúreo. No parecía humana—. El dardo fue el probable causante de la herida. Lo arrojó contra el hombre, le rompió el cristal de las gafas, hay rastros de vidrio en el ojo, y luego perforó el ojo. No era una herida fatal. Lo que le mató fue la estocada en la garganta. Le atravesó la tráquea. Después de eso, no debió de sobrevivir más de unos segundos.
La cabeza de Menéndez daba vueltas. ¿Seis, siete horas?
—Hay más heridas.
—Sí —admitió Gastares—. Muchas. Le daré una lista completa después de la autopsia, pero yo diría que unas veinte, como mínimo. Infligidas probablemente después de la muerte. Algunas pueden haber sido ocasionadas por dardos. Otras parecen causadas por un objeto puntiagudo más grande. Es difícil decirlo.
—¿Usted practicó la autopsia a los hermanos Ángel?
—Sí.
—¿Parecían similares?
Gastares pensó un momento.
—No me agobie, inspector. Miraré mis archivos y se lo confirmaré, pero sí, creo que son similares.
—Por lo tanto, usted piensa que primero arrojó el dardo, y que alcanzó a Castañeda en el ojo.
—Sí.
Menéndez dio media vuelta, miró hacia la puerta, paseó la vista por la oficina, pensó en cómo había pasado.
—No es lo que el asesino había planeado, de modo que improvisó. Es un «hombre práctico». Mató a Castañeda con el estoque y después trinchó el cadáver, para acomodarse al ritual lo máximo posible.
—Interprete los hechos como le parezca —dijo Gastares—. Sólo puedo decir que no había motivos para las heridas secundarias. Ninguna de ellas es mortal de necesidad.
Uno de los policías que estaba examinando los efectos de la oficina, detrás del escritorio de Castañeda, recogió un libro y lo dejó sobre la mesa.
—Esto huele al Matador, ¿eh?
Menéndez asintió.
—Eso parece.
—Bien —dijo el policía—, hay algo curioso. Yo estuve en la casa de aquellos maricones, y estaba llena de cosas valiosas. Esperando a que alguien las cogiera. Sin embargo, el asesino no robó nada, por lo que nosotros sabemos, ¿verdad?
—No que sepamos —admitió Menéndez.
—Bien, yo suelo investigar robos, ¿vale? —Señaló el archivador gris que había junto al escritorio—. Por lo tanto, me fijo en estas cosas. Mire.
Se acercó al archivador, sacó un pañuelo y abrió el cajón de arriba.
—Casi todos los muebles de esta oficina tienen cerraduras que se podrían abrir con una presilla. Aún no sé por qué se toman la molestia. Pero este es diferente. Tiene estos pequeños candados que se pasan por las armellas. ¿Lo ve?
Menéndez se acercó a examinar el archivador.
—Bien, todos estos candados están abiertos. Todos. Así que eché un vistazo dentro.
Abrió los cajones, uno por uno, empezando por el de arriba.
—Están llenos, en efecto. Todos excepto este.
Dio una patadita en el de abajo. Menéndez se agachó y lo examinó. Había unos pocos expedientes, sin identificación. Cogió uno al azar.
—Todos están vacíos —dijo el policía—. Salvo este. No se preocupe por las huellas, inspector. Nuestro amigo no dejó ni una.
Señaló el último expediente del cajón. Menéndez lo sacó y miró en su interior. Había una sola hoja de papel de oficina, en blanco, salvo por una marca en la esquina. Parecía una huella dactilar roja.
—De guante —dijo el agente—. Sólo una huella de guante, ensangrentada. ¿Ve lo que quiero decir?
Menéndez asintió.
—Vació el cajón.
—Ni rastro de lo que contenía. Si mira en los otros, encontrará lo de siempre. Actas de reuniones, cuentas, listas de miembros.
—¿Está seguro de que son listas de miembros?
—Por completo. Aún siguen ahí. —Tiró del segundo cajón—. En este, y en el de abajo, sólo hay documentación. Algunos papeles son de hace bastantes años. ¿Ve esto?
Sacó la tarjeta que había delante del cajón.
—Los tres de encima tienen tarjetas que informan de su contenido. Este tipo llevaba un buen sistema de archivo, muy escrupuloso. El de abajo no tiene nada. Nada de nada. Hay una tarjeta, pero en blanco. Es evidente que nuestro amigo sabía lo que había ahí dentro, pero no quería que nadie más lo supiera.
—Quizá no eran papeles, sino algo valioso.
—No. Miré en los demás cajones. Alguien ya los había registrado. Se ve por la forma en que están desordenados los papeles. Incluso aparecen algunas manchas de sangre. Es comprensible, dadas las circunstancias.
Menéndez meneó la cabeza. Nada tenía sentido.
—Espere —dijo el policía—. Vamos a echar un vistazo a este viejo archivador. A veces hay cosas extraviadas detrás. Un tío de la oficina me lo dijo una vez.
Introdujo la mano en el archivador vacío, movió un mecanismo interno y sacó poco a poco el archivador del cuerpo. Debajo había un pequeño ejército de bolas de polvo, varias presillas, la punta de un lápiz… y una sola hoja de papel. Menéndez la cogió y le echó un vistazo. María miró por encima de su hombro. Era una lista de nombres, nombres de empresas. Al lado de cada uno había una cantidad. Eran cantidades elevadas. No había fechas.
—¿Donaciones? —preguntó María.
—Quién sabe. ¿Reconoce algún nombre?
Ella negó con la cabeza.
—No parecen multinacionales.
—No —dijo Menéndez.
Dobló la hoja y la guardó en el bolsillo. Ella le miró con curiosidad. Su rostro no reveló nada.
—¿Dijo algo la mujer que le encontró? —preguntó Menéndez.
—Nada importante. El señor Castañeda era un auténtico caballero, etcétera. ¿Quién querría matarle?
Menéndez indicó el archivador.
—Llévelo a la comisaría cuando hayan sacado el cadáver. Quiero que se investiguen las posibles relaciones de cada miembro de la cofradía con los hermanos Ángel, con corruptores de menores y con el mundo de los toros. Que algunos chicos del turno de noche se pongan a trabajar en ello. Quiero un informe por la mañana.
—Por supuesto.
—Si me necesita, ya sabe dónde estoy.
Los tres fueron abajo.
—Inspector. —Un policía de paisano se acercó a ellos con un pañuelo manchado en la mano—. Parece que el tipo utilizaba una especie de disfraz. Hay rastros de maquillaje y algo parecido a pelo en el lavabo.
Torrillo sacó la libreta del bolsillo de la chaqueta, encontró la página, garrapateó el nombre, y después arrancó la página nueva.
—Haz el favor de investigar el nombre.
—Claro, Oso —dijo el hombre, y salió a buscar el coche.
Los tres se quedaron solos en un rincón de la oficina, alejados de los agentes que registraban el edificio.
María sintió su silencio, triste y deprimido.
—¿De veras cree que fue él, el que vimos?
—¿El que registré? —Torrillo miró por la ventana con aire sombrío—. Lo sabremos cuando comparen su carnet de identidad.
—La hora parece coincidir —dijo Menéndez—. Haga un esfuerzo por recordar.
María intentó reconstruir lo que había sucedido como si fuera una fotografía, algo susceptible de ser recuperado e impreso en película. Lo intentó, y comprendió que tenían razón.
—Su intención no era asustarme —dijo—. Estaba apoyado contra la puerta porque estaba pensando en cómo iba a hacerlo, estaba distraído.
Pensó de nuevo.
—Su cara era demasiado encarnada. Su barba también era… demasiado negra.
—Sí —dijo Menéndez. Ahora, todos estaban convencidos—. Es el viejo truco del ilusionista. Vimos lo que quería que viéramos, no la realidad.
—Pero, pero… —María se esforzó por encontrar las palabras—. ¿Quiere decir que vino a matar a Castañeda, le interrumpimos, y aun así continuó con su plan?
—Eso parece —dijo Torrillo.
María sacudió la cabeza.
—Es imposible. No puedo creer que la interrupción ni siquiera le hiciera vacilar.
—Inteligencia, confianza, impulsividad, falta de remordimientos, culpabilidad o vergüenza, por lo que puede juzgarse. —Menéndez contó los puntos con los dedos—. Falta de reacciones automáticas ante el miedo o la aprensión previas al hecho, insensibilidad…
—¿Les enseñan estas cosas en la policía? —preguntó María.
—No necesariamente, pero uno llega a aprenderlas. Leí una vez que el quince, tal vez el veinte por ciento de la delincuencia, está relacionado con la psicopatía, y que esa cifra es mucho más elevada en delitos violentos. Quizá deberíamos aprender más sobre esos temas.
María intentó recordar lo que había leído años atrás.
—¿Coinciden las cifras con los hechos?
—Sí —dijo Menéndez, y ella se quedó sorprendida por la firmeza de su tono—. Coincide con toda exactitud.
—Pero ¿en qué ayuda?
Menéndez meditó.
—Todo indica que esto es obra de alguien con tendencias psicopáticas. Deberíamos estudiar los historiales para buscar relaciones, hablar con hospitales, pero en cierto sentido es deprimente.
—¿Por qué?
—Para un policía, el problema principal que plantea el comportamiento psicopático es que no procede de una alteración emocional subyacente. No se puede definir a esas personas por su comportamiento, excepto cuando cometen un delito. Pueden ser personas que tengan un trabajo respetable, que vayan a la oficina cada día, que mantengan relaciones corteses, tensas en ocasiones, pero siempre distantes, con sus conocidos. No es que conozcan a nadie muy bien, por supuesto. Creen que son normales también cuando matan. Eso dificulta nuestro trabajo.
Torrillo hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta y exhaló un largo suspiro.
—Lo que el inspector intenta decir, María, es que cuando detenemos a alguien es porque sabemos que conduce un Panda rojo, apaliza a su mujer o lleva algo encima que no deberían. Podemos intuir nuestro método, pero necesitamos un poco de ayuda. Dile a esos tíos de ahí fuera que estamos buscando a un sujeto normal, con el pequeño detalle de que odia a su prójimo, le odia hasta el punto de matar de vez en cuando, y corres el peligro de que un montón de policías se encojan de hombros y digan: ¿de qué va esta mierda? Nosotros odiamos a nuestro prójimo y nos cabreamos a veces. La ciudad es así.
—Está fuera de servicio, subinspector —dijo Menéndez—. Vamos a ver qué aspecto tiene esto a la luz del día.
Torrillo gruñó y miró al suelo. María esperó.
—No es un cuadro —dijo.
Menéndez la miró y ella deseó que su rostro fuera más abierto, más legible.
—¿Qué quiere decir?
—Los Ángel. Se tomó mucho trabajo para que se pareciera al cuadro. Era como si se tratara de algo más que un simple asesinato. Algo simbólico. Pero en este caso, no es más que un asesinato. Deliberado. Es algo diferente. No sé en qué, pero es diferente.
Menéndez meditó sobre sus palabras.
—Con los Ángel tenía tiempo. Aquí no.
Ella no pudo rebatirle.
—Lo sé, pero es diferente. Intuyo una diferencia.
—Pero es la misma persona. Ha de serlo. Nadie podría copiar el método con tanto detalle.
—No, tiene razón.
Lo dijo de una forma que significaba todo lo contrario, y él lo sabía.
—María —dijo Menéndez—, me gustaría que hiciera algo por mí mañana por la mañana. Me gustaría que fuera a ver a Catalina Lucena y le preguntara, a bocajarro, qué pasó en La Soledad. Tal vez se lo cuente. Sé que a mí no me lo dirá. Enviaré un coche a buscarla. El chófer esperará fuera del hospital.
—¿Usted no quiere venir?
—Sería inútil. Si ha de decir algo, se lo dirá a una mujer, pero tampoco a una mujer policía. Además…, tengo otras cosas que hacer.
Uno de los agentes regresó con una nota.
—Este carnet de identidad es falso, inspector. Denunciaron el robo hace dos meses. Pertenece a un conductor de autobús. Hemos interrogado a sus vecinos. Está de vacaciones en Mallorca con su mujer y sus hijos.
Torrillo gruñó. Menéndez se puso en marcha y le siguieron.
La noche era húmeda y calurosa. No tardaron en salir de la plaza, en dejar atrás a las multitudes.
—¿Inspector?
Menéndez abrió la puerta del coche para que María entrara. Esta pensó que parecía agotado.
—Quiero que sepa que no incluiré estos detalles en mi informe. No pienso ser tan minuciosa.
—Debería anotar lo que quiera. No hay nada que ocultar. Lo dejaré todo bien claro en mis informes. No se sienta obligada a protegerme a mí o a Torrillo.
María tuvo ganas de pellizcarse.
—No me refería a eso. Quería decir… que no creo que deba culparse.
—No. Tal vez no. Pregúntemelo mañana.
Menéndez la acompañó a casa en silencio, bajó del coche y la siguió hasta la puerta del edificio, esperó hasta que oyó cerrarse la puerta. María subió al apartamento, examinó las librerías de la sala de estar, seleccionó cinco títulos diferentes, fue al dormitorio y los tiró sobre la cama. Se quitó la chaqueta, dejó que cayera sobre la cama, y luego cogió el primer libro. Se titulaba La máscara de la cordura.