Capítulo 14

—Espectáculo —dijo Manolo Figuera con evidente desagrado—. Esto no es toreo. Es espectáculo.

Los tres visitantes estaban sentados en la sala delantera de la casita, con las cortinas corridas. Un pequeño televisor japonés, colocado sobre un aparato de vídeo, arrojaba destellos de colores.

—El Guapo. No es un apelativo halagador, ¿verdad?

María contempló la figura de la pantalla. Entre veinticinco y treinta años, rubio, alto, musculoso y apuesto al estilo de los modelos masculinos o las estrellas de cine menores. Sonreía sin cesar, interpretaba para el público, alentaba y recompensaba su atención. Exudaba cordialidad superficial, saludaba con espontaneidad a la muchedumbre, arrojó una oreja en una ocasión, todo para los espectadores que tanto le querían. No obstante, también había algo superficial en eso. Cuando la cámara enfocaba su rostro, sonriente, triunfante, después de un pase peligrosamente cercano al toro, María tenía la impresión de que se estaba burlando de la multitud. Los ojos, grises, bidimensionales, no reflejaban nada, nada en absoluto. Era espectáculo, el viejo tenía razón, puro espectáculo, o algo muy diferente.

—Ahora —dijo Figuera, y presionó el mando a distancia—. Permítanme que se lo enseñe. Esto es lo que el Guapo ha aportado al toreo. Es lo que provoca el amor de la multitud hacia él.

La película se aceleró en la pantalla: tierra de color pardo claro, destellos dorados y rojos y reluciente pelaje marrón. Volvió a presionar el mando a distancia, la escena se congeló un momento, y después empezó a avanzar.

Era hacia el final de la faena. Iba sin montera, la brisa agitaba su abundante cabello rubio. Los banderilleros se removían en el perímetro del ruedo, vigilantes, a la espera de que un repentino peligro exigiera su presencia. Los picadores, a horcajadas sobre sus caballos protegidos por un peto, estaban inmóviles al borde de la pantalla. El Guapo ocupaba el centro del ruedo con el toro. Estaba radiante con su traje de luces dorado y plateado, ceñido al cuerpo como una segunda piel. El sudor brillaba en su cara. Danzaba y fintaba con la muleta roja, hacía dar vueltas al toro a su alrededor como un títere. La bestia parecía agotada, pero también furiosa. Mocos y baba goteaban de su hocico y boca. Banderillas engalanadas perforaban sus cuartos delanteros, la sangre provocada por las varas de los picadores formaba una mancha rojo oscuro sobre su lomo. Cargaba, pateaba el suelo y resoplaba, inseguro de todo, excepto de su ira.

—Miren ahora —dijo Figuera. Estaba pendiente de cada movimiento. El viejo ritual despertaba sus recuerdos—. Miren. Se lo explicaré. Este es el momento en que cualquier matador convencional mataría al animal. El momento exacto. Ya está tardando demasiado. El toro está cansado, muy cansado. Ya no le quedan fuerzas.

El Guapo hizo bailar al animal por el ruedo tres veces más, y vieron que estaba a punto de desmoronarse debido al agotamiento.

—Yo habría entrado a matar hace dos minutos —explicó Figuera—. Era un buen animal. Se lo merecía.

La figura del traje de luces dio otro pase, más cerca que nunca, y después se alejó, se volvió hacia la multitud y saludó. Sonrió, una sonrisa de estrella de cine, dientes perfectos, las manos levantadas sobre la cabeza para recibir las aclamaciones. La cámara enfocó al público. Estaban exultantes. Hombres, mujeres, chicas, gritaban como enloquecidos. Un grupo de muchachas con vestidos cortos, flores en su pelo largo y oscuro, agitaban la cabeza frenéticamente, cerca de la histeria, a punto de llorar. María se sintió ajena por completo a ellas, como si fueran seres de otro planeta. No comprendía la evidente carga sexual que las consumía. El hombre, el acontecimiento, todo le parecía artificial, falso.

El Guapo tiró a un lado la muleta y el estoque que escondía, y caminó con parsimonia, desprotegido, hacia el toro. El animal se irguió, chorreando baba. El torero hablaba al toro, palabras que no podían oír. No podían oírlas, pero intuían la burla que comunicaban, y María pensó de repente: tú que vas a morir, salúdame.

El Guapo se arrodilló, a un metro apenas del toro. Sus cuernos brillaban bajo el sol resplandeciente. Caminó de rodillas sobre la arena dorada. El animal le miró, atontado. Cuando estaba a sólo treinta centímetros de su cara, levantó el brazo. La cámara pasó a primer plano. Se veía el aliento caliente del animal, entrecortado por el cansancio, que abofeteaba el rostro del matador, apartándole los rizos dorados de la frente. Por un momento, dio la impresión de que iba a besar al animal. Echó las manos atrás, avanzó de rodillas otros quince centímetros, extendió las manos y tocó los cuernos. Fue un momento electrizante. La multitud enmudeció por completo. Tocó con absoluta simetría la base de cada uno, palpó la gruesa asta y bajó hasta el cráneo. Entonces, lentamente, movió un solo dedo por cada lado, con la ternura de una caricia sexual. El animal estaba inmóvil, transfigurado, falto de aliento, sus ojos oscuros y enfocados, las pupilas contraídas hasta formar dos diminutos puntos negros. Se detuvo en el extremo de cada cuerno, juntó el índice y el pulgar de cada mano, palpó la punta, la inspeccionó. La cámara se acercó más en aquel momento: el dedo examinando la punta, que luego se retraía teatralmente, como impresionado de su fuerza, el filo del punto mortal. El realizador introdujo un inserto dentro de la grabación. En una pequeña ventana, las chicas que habían visto antes, con sus bonitos vestidos y rostros bronceados, gemían ahora de éxtasis, con el largo cabello que bailaba en el aire cuando sus cabezas se movían de un lado a otro, los ojos cerrados, la boca entreabierta. Dio la impresión de que una se estaba acariciando a través del vestido. La cámara se desvió con celeridad hacia otro encuadre.

El Guapo dejó caer las manos a los costados y miró al toro durante lo que pareció un larguísimo minuto. Quería ser una mirada de reverencia. Aún de rodillas, dio un giro de ciento ochenta grados, hasta dar la espalda al animal, que se encontraba ahora a un metro de distancia y daba señales de inquietud. Empezó a patear el suelo, su respiración adquirió un ritmo más regular, pero aún continuaba inmóvil, como hechizado por el ritual al que estaba sometido.

El ángulo de la cámara cambió y mostró al matador de cara. Estaba de rodillas, saludaba a la multitud, como indiferente al animal que tenía detrás. En el pequeño televisor, los cuernos y la enorme cabeza se cernían sobre la pequeña figura dorada. Casi parecían formar un solo ser: un hombre-toro, vida y muerte entrelazadas. Entonces, el Guapo se puso en pie, y el público, que había contenido el aliento durante todo el episodio, prorrumpió en vítores, se puso en pie, aplaudió, saludó, aulló. Cayeron flores de los graderíos, pañuelos, mantillas, sombreros. Toda la plaza, tanto sol como sombra, era un grito. Y el toro seguía impasible.

El Guapo recogió la muleta roja, recogió el estoque, lo ocultó bajo la tela, se acercó al toro y, con un solo y raudo movimiento, se inclinó sobre sus gigantescos cuernos y le clavó una estocada entre sus poderosos omóplatos. El animal pareció estremecerse, retrocedió, como despertado de un sueño por un sobresalto terrorífico. La multitud chilló de nuevo. Entonces, el toro se derrumbó, poco a poco, por el lado derecho, con una pata doblada por la rodilla. Brotó sangre de su hocico y una convulsión recorrió todo su cuerpo.

Cayó como un peso muerto al suelo, y la sangre roja se mezcló con la arena del ruedo. Invisible, la multitud empezó a rugir, y los vítores hicieron vibrar el altavoz del televisor.

—Espectáculo —dijo Figuera con expresión de desagrado, y pulsó un botón del mando. La imagen desapareció con un destello. Afuera, la luz empezaba a desvanecerse y los vencejos se habían marchado. La botella estaba vacía sobre la mesa. El viejo la miró—. A eso se reduce todo: espectáculo.

—¿Le ha conocido en persona? —preguntó Menéndez.

—Unos momentos. No se acordará de mí. No le interesa la historia.

—¿Qué más sabe sobre él? Es de la ciudad. Es huérfano.

Figuera rio.

—¿Huérfano? ¿Ahora se dice así? Tendré que acordarme. Huérfano.

Menéndez guardó silencio. Intuyó que Figuera estaba debatiendo en su interior si proporcionarle una información o no.

—Un bastardo. Literalmente, ya me comprende. Es un bastardo, no un huérfano.

—Usted sabe quién es el padre.

—Secretos de familia, inspector. Cómo le interesan. Primero, doña Catalina, ahora el Guapo. Cómo le interesan.

—No conozco secretos de familia concernientes a doña Catalina.

Figuera apagó el televisor y el vídeo.

—No. Tanto mejor. No obstante, le contaré un secreto de familia del Guapo y le diré por qué. Busquen en sus archivos. El padre ya ha muerto, pero en los años cincuenta, no puedo recordar cuándo con exactitud, era un «gran hombre» en nuestra bonita ciudad, por poco tiempo, tal vez dos años, hasta que alguien echó un vistazo a los libros y se preguntó adónde iba a parar el dinero. Antonio Álvarez. Sí. Escriba el nombre, anótelo bien. Ya ha muerto, hará sus buenos diez años, me parece. Nadie le lloró.

—¿Quién era la madre? —preguntó María.

Figuera sacudió la cabeza.

—¿Cree que llevo un registro de muertes y nacimientos en la cabeza? No. Lo siento. Me canso, me pongo de mal humor. No me acuerdo. He dicho que era el bastardo de Álvarez, pero no que fuera el único. Este hombre era y me contendré en su honor, señora, prolífico. Desde muy joven. Pregunten en la ciudad, repasen sus archivos. El Guapo tiene muchos medio hermanos y medio hermanas, aunque dudo que los reconociera por la calle.

Menéndez terminó de escribir.

—Se lo agradezco, pero hay algo que me intriga. ¿Por qué nos está contando esto, don Manolo?

El viejo le sonrió. Era una mirada de respeto.

—Es usted un hombre inteligente, inspector. Escucha. Es raro en estos tiempos. ¿Por qué? Porque Antonio Álvarez era un tipo diferente de bastardo. Era, por ejemplo, secretario de su cofradía. Esto es un hecho, lo encontrará en sus archivos. También era un franquista. No apoyaba al general para prosperar, para curarse en salud. Lo creía todo a pies juntillas. Y eso es lo peor.

—Investigaré en los archivos.

—Bien. Investíguelos. Los archivos son una cosa estupenda. Sin embargo, hay algo que no encontrará en sus archivos.

Menéndez notó la tensión interior del hombre cuando hablaba.

—Yo no le he contado esto. ¿Entendido?

El inspector asintió.

—Álvarez estuvo en La Soledad.

—¿Cuándo tuvieron lugar las matanzas?

—Sí —dijo Figuera.

—¿Usted cree que participó?

Figuera alzó la vista y empezó a llevarse los vasos.

—Creo que estoy cansado. Y creo que ya le he dicho bastante. Además, creo que su subinspector quiere hablar con usted.

Torrillo estaba en la puerta. Menéndez no había reparado en su ausencia. Ahora estaba junto a la puerta, silencioso, preocupado.

—Oí el teléfono del coche mientras ustedes hablaban, inspector.

Menéndez leyó su cara, morena, pálida y preocupada, en un instante.

—Gracias por su tiempo, don Manolo, y espero que podamos volver a hablar muy pronto.

El viejo no dijo nada cuando se fueron.