A las seis de la tarde, mientras el coche de Torrillo traqueteaba sobre la polvorienta carretera que conducía al cortijo de Manolo Figuera, las procesiones empezaban a congregarse a lo largo y ancho de la ciudad. Bajo los capirotes de penitentes y los bonetes de los sacerdotes, bajo las mantillas de encaje y los sombreros de montar de fieltro gris, a pie, a caballo, a horcajadas de motos lentas y ruidosas, los asistentes acudían por millares, abarrotando las estrechas calles de los barrios, las arterias más amplias y zaparrastrosas de los suburbios de la clase obrera. En vestíbulos oscuros y polvorientos, los hombres cargaban a hombros los pasos dorados y plateados, gruñían, tensaban los músculos y los sacaban a las calles, grandes y recargados imanes para las multitudes que se empujaban y precipitaban a su alrededor.
La Semana Santa había llegado a su mitad y la tensión empezaba a hacer acto de presencia. La irritación despertaba, entre hombres y mujeres, entre feligreses y sacerdotes. Bajo la capa de santidad de la semana, las pasiones estallaban, las vidas tomaban nuevos cursos, se hacían y rompían juramentos en el omnipresente e impasible calor de la noche.
En el Viejo, con tres procesiones diferentes, de tres parroquias diferentes, cada una de las cuales consistía en apenas unos centenares de personas, y que iban a celebrarse aquella noche, los celebrantes se congregaban alrededor de la fuente del Potro, de blanco, de escarlata, con ropas sencillas y con ropas sagradas. El entusiasmo era mudo, casi culpable. A partir de aquel momento, la celebración se oscurecería, adquiriría más intensidad, hasta la tragedia del Viernes Santo, cuando la Muerte impondría su triunfo, como siempre, durante dos días, hasta que el mundo fuera creado de nuevo el Domingo de Resurrección. Y entonces, los toros correrían, la feria empezaría y la vida regresaría, vigorizada de nuevo, santificada de nuevo, redimida por el rito anual de pasión, poder y amor.
Desde el edificio de la esquina se oyó un grito que se perdió en el caos. Pasó otra hora antes de que el primer policía consiguiera abrirse paso entre la muchedumbre.