—El Matador. ¿El Matador? Joder. Es maravilloso. Justo lo que necesitábamos. Semana Santa. Turistas. Locos. Borrachos. Y por si no fuera bastante, la prensa nos sale con El Matador. ¿A quién se le ocurren esas cosas?
Torrillo estaba hablando para sí de cara a la ventanilla, mientras el coche atravesaba los suburbios. Menéndez iba en el asiento del pasajero. Hablaba por el teléfono del coche, tomaba notas y de vez en cuando hablaba. María iba sentada detrás y veía el mundo pasar. Aquella era la parte de la ciudad que los turistas no veían. Altos edificios de apartamentos carentes del menor atractivo se alzaban entre depósitos de chatarra y vertederos. Figuras bronceadas envueltas en ropas mugrientas caminaban con lentitud y sin rumbo fijo por las aceras. Algunas investigaban las basuras, por si encontraban algo digno de atención. Pasaron junto a un lagar, el aire impregnado de un olor acre y opresivo. Al lado de la carretera había pilas de aceitunas, secas y parduzcas bajo el sol, que alcanzaban los seis metros de altura. Fábricas pequeñas, una planta de neumáticos, cementerios de coches, un puesto ambulante que vendía fruta y verdura, naranjas, pepinos, aguacates y tomates. Dejaron atrás los terrenos elevados, y las fábricas empezaron a desaparecer. Se veían pequeñas parcelas, esparcidas por la tierra rojiza, donde se cultivaban verduras, con chozas entre los campos. Hombres y mujeres trabajaban la tierra, vestidos de negro, agachados bajo sus sombreros de paja. Araban la tierra con las manos.
Menéndez continuaba hablando por teléfono. Torrillo desahogaba su ira. María se estaba preguntando, ¿me dejará dormir por la noche la historia, Oso? Y de repente, como surgido de la nada, frío y cruel, afilado como una hoz, llegó un pensamiento.
La mascarilla verde y las paredes de terciopelo rojo.
Pensó en el día, dos años antes, en que Luis había regresado del hospital y comentado los análisis. Se habían sentado a la mesita redonda de la cocina, la misma mesa donde, una semana antes, habían tomado por fin la decisión de tener hijos, de convertirse, con palabras de él (no, de ella no, de ella no), en «seres completos», y sintió su presencia allí. Desconocida, invisible, amenazadora. Aquella cosa que procedía de algún sitio (¿de dónde?) exterior a él había penetrado en su cuerpo, envenenado su ser. Aquella cosa que desconocían, a la que no podían asignar un nombre correcto, aquella cosa le estaba devorando.
Esa noche, ella le había mirado a la cara y visto su muerte. Había algo detrás de sus ojos gris pálido, algo que ya estaba muriendo. Su cara, tan llena, tan saludable, comenzaba a arrugarse. Su piel estaba adquiriendo un tono amarillento. Y los análisis no mostraban nada, nada excepto que se estaba muriendo, de alguna consunción interna, de algún misterioso cáncer que consumía el tejido, la fibra, los nervios, la misma maquinaria de su ser.
Después de la conversación se había hecho el silencio, se habían acostado y hecho el amor, poco a poco, sin alegría, pensando que sería la última vez. Se equivocaron. Durante dos, tal vez tres semanas (ya no se acordaba, esos días eran borrosos), él se había aferrado a la normalidad, y la proximidad de la muerte pareció avivar su deseo. Por la mañana, por la tarde, por la noche, la cogía de repente por la mano y ella le seguía. Lo que sucedía no era tan sólo sexual. Era un acto de desafío, su forma de frustrar a la muerte. Su forma de decir «no nos rendimos con facilidad». Después, la enfermedad, la cosa contraatacó. Él se difuminó ante los ojos de María. No podía recobrar el recuerdo del aspecto que tenía en aquellas últimas semanas. Algo bloqueaba la visión de aquella cara devastada, de aquel cuerpo esquelético, el pálido remedo de un ser humano, tendido inmóvil y sin vida en una cama de hospital, con un brillo opaco en los ojos, como de plomo, a la luz grisácea del atardecer.
Murió doce semanas después de aquella noche en la mesa redonda. Ella había permanecido junto a su lecho durante la mayor parte de un día, una noche, constantemente, cogiendo su mano, acariciando el pergamino frío y gris que había sido su piel. Y después, había dejado de existir, cesado de respirar, así de sencillo.
Una semana antes de morir, ella se había sentado en el cuarto de baño, contemplado su orina en el pequeño tubo de plástico transparente, había visto que cambiaba de color, mientras lágrimas de rabia resbalaban sobre sus mejillas. Él aún conservaba la lucidez en aquel momento, pero no se lo dijo. ¿Qué dijiste? ¿Qué la vida era algo que podías entregar, como un juguete a un niño?
Después del funeral, la pequeña ceremonia civil que apenas podía recordar, fue en coche al aeropuerto, voló a Madrid, hizo cola para comprar un billete a Londres, aterrizó en Heathrow, cogió el metro para ir a la ciudad y se registró en un hotel. Había visto el anuncio en la pared de la estación de metro, escribió el número en su muñeca, llamó en cuanto entró en la habitación. La vieron a la mañana siguiente, llevaron a cabo el «procedimiento» al día siguiente. Recordaba estar tendida de espaldas, contemplando un techo blanco, mientras trataba de fundirse con la nada, mientras trataba de no mirar a las paredes, las paredes de terciopelo rojo. Una cara anónima cubierta con una mascarilla verde claro se inclinó sobre ella, hubo un leve sondeo interno, demasiado indefinido para describirlo como dolor, y luego todo terminó, en cuestión de pocos minutos terminó. Cuando salía de la habitación, un poco mareada, vio en una bandeja un pequeño charco de sangre y tejido, vio que la figura de la mascarilla reparaba en su presencia, y luego ladró algo a una enfermera, que se apoderó de la bandeja y tiró el contenido en un recipiente que había junto a las palanganas. Todo había terminado. Dos muertes en otras tantas semanas y el resto de aquel año, un borrón indistinto. Salvo por los sueños: un pequeño charco de sangre y tejido tirado en una bandeja plateada. Moviéndose. Y al final, eso también murió. O quizá sólo se fue a dormir.
La mascarilla verde y las paredes de terciopelo rojo.
María se concentró en el paisaje de nuevo y observó que estaban en pleno campo. La luz estaba virando al tono dorado del atardecer. Menéndez había dejado de hablar por teléfono y escribía como podía, mientras el coche traqueteaba por una polvorienta carretera campestre. Daba la impresión de que había seguido su ensoñación sin volverse, y ahora se había dado cuenta de que había terminado.
—El torero, el Guapo, lleva cuatro días en la ciudad —dijo Menéndez—. Quemada y Velasco le están buscando e investigando los contactos de los hermanos Ángel. El nombre verdadero del Guapo es Jaime Mateo. Nació en el Viejo. Puede que exista una relación. Han ingresado a Catalina Lucena en un hospital para ancianos esta mañana. Existe la posibilidad de que tenga neumonía. Los médicos la están examinando ahora.
—¿Ha dado frutos la conferencia de prensa? —preguntó María.
—Se han recibido media docena de llamadas. La mayoría serán de lunáticos, probablemente. Las estamos investigando.
—¿Castañeda ha llamado a sus peces gordos?
—No que yo sepa.
Torrillo rio.
—Eso sí que es interesante. Me pareció el tipo de persona que llama a sus amigos del hábito rojo cada vez que le meten una multa por aparcamiento indebido.
Menéndez meditó en sus palabras y asintió.
—¿El forense ha dicho algo?
—Nada que no sepamos ya. No hay huellas. Las armas pudieron comprarse en cualquier mercado.
Torrillo meneó la cabeza.
—¿Este hombre es listo o afortunado?
—Tal vez las dos cosas —dijo María.
No la miraban cuando hablaba. Por lo visto, la escena ocurrida al salir de la oficina de Castañeda la había disminuido a sus ojos. O tal vez no tenían tiempo de pensar en eso, el tiempo de aislarla de lo que estaban haciendo.
—Tal vez —admitió Menéndez.
—Las fiestas de verdad empiezan a partir de ahora —dijo Torrillo—. Esta noche, doce o quince mil personas participarán en las procesiones por toda la ciudad, de unas quince o veinte parroquias diferentes. Tiene asegurado el anonimato. Tendríamos tantas posibilidades de encontrarle como si fuera vestido de camarero, por el amor de Dios. Es listo.
—Entonces, confiemos en que la suerte le empiece a fallar —dijo Menéndez.
El coche se desvió de la carretera por una pista de polvo y piedra. La recorrieron durante unos cuatrocientos metros, y después pararon ante un pequeño cortijo de una sola planta, construido con piedra marrón claro. María distinguió en el porche, sentado en una amplia silla de rafia, a un anciano vestido con camisa blanca y pantalones gris claro, con un sombrero de paja color crema calado hasta los ojos.
Torrillo lanzó una risita.
—Os va a gustar. Creedme, os va a gustar. En su día, el viejo Manolo fue uno de los mejores toreros. Un torero de verdad, no como los que se inventa Hollywood. Así que dejemos al Guapo para el final de la conversación, ¿eh? Tengo la impresión de que se armará cierto revuelo cuando el nombre salga a colación.
Bajaron del coche y se dirigieron hacia el charco de sombra que proporcionaba el techo cubierto de paja del porche. De repente, María volvió a pensar, ¿me dejará dormir por la noche la historia, Oso?
Manolo Figuera estaba sentado inmóvil en la silla de caña. Cuando llegaron, había entrado en la casa, regresado con una botella de vino blanco frío, una cubitera llena y un plato de aceitunas. Lo había dejado todo sobre una pequeña mesa de mimbre, y luego les invitó a sentarse. La casa, las sillas, el suelo agrietado del porche de madera blanca, todo parecía frágil y envejecido. Como el propio Figuera. Delante de la casa crecían algunas tomateras y unas cuantas berenjenas. Un depósito de agua de piedra estaba medio lleno, con la superficie de un verde oscuro y plagada de algas. Un grupo de vencejos volaba y cantaba en lo alto, recortados contra un cielo cerúleo sin nubes.
—¿Me vieron torear? —les preguntó.
María y Menéndez negaron con la cabeza.
—Se perdieron algo bueno —dijo Torrillo—. Cuando yo era pequeño, mi padre me llevaba a las corridas. Aquí, en Puerto de Santa María a veces, y también en Ronda, en una ocasión. Cuando la feria. Era algo… grande.
Figuera sonrió.
—Era algo grande. Fue hace mucho tiempo. Nadie se acuerda ya. ¿Qué edad cree que tengo?
María le miró y calculó.
—¿Setenta?
El anciano rio. Después, habló con mucha claridad, exhibiendo unos dientes limpios, blancos y postizos.
—Ochenta y dos. Ochenta y dos. Camino cinco kilómetros cada día. Voy a ver a mi hija, que vive en el pueblo. Cuido de la casa. Cultivo algunas verduras. Si después de retirarte vives como lo hacías en el ruedo, sigues siempre igual. Bien…
Indicó la mesa con un ademán, sirvió cuatro vasos de vino, y luego dejó caer un cubito de hielo en el suyo. María casi lanzó una exclamación. El mondila estaba tan frío que casi no sabía a nada. Sólo una sensación dura en la lengua, como de pedernal.
—Yo no era una estrella. Era demasiado tradicional para eso. Incluso en aquellos tiempos, la tradición no era algo que arrebatara a las masas. Yo gustaba a los puristas, a los aficionados. Las multitudes preferían a los chicos guapos, que hacían travesuras y malabarismos. No tanto como hoy. De todos modos, me ganaba la vida. Soy propietario de mi casa, que no es suntuosa, pero no encontrarán deudas cuando muera.
—Don Manolo —dijo Menéndez, y María percibió la formalidad—, necesitamos su consejo.
Figuera cogió algunas aceitunas y escuchó.
—Se ha cometido un crimen, tal vez dos, en la ciudad que tienen cierta relación con los toros. Mi subinspector, Torrillo, confía en que usted pueda ayudarnos… a comprenderlos mejor.
—¿A comprenderlos? Sí puedo, pero soy un hombre viejo. Voy a la ciudad muy raras veces. A los toros nunca, excepto cuando la romería de Ronda, y más por costumbre que por placer.
—En cualquier caso, agradeceríamos su opinión.
—¿Sobre qué?
Menéndez jugueteó con el vaso, hizo girar el vino con suaves movimientos de la mano.
—Se trata de un hombre que ha asesinado a dos personas e intentado asesinar a otra, utilizando algo que sólo puedo describir como una especie de copia de la corrida.
—¿Se refiere a que mata a gente en el ruedo?
—No, pero utiliza armas similares: los dardos, la lanza, el estoque. Existe un intento deliberado de conseguir que las muertes se parezcan a la corrida.
La cara de Figuera no delató la menor expresión. Los músculos se relajaron, y la piel de sus mejillas colgó como cuero sobre un marco. Cogió unas gafas de sol de la mesa y se las puso.
—Demasiado resol para estos viejos ojos. ¿Me decía…?
—En primer lugar, nos estábamos preguntando si usted estaba enterado de algún caso en que alguien relacionado con el toreo, fuera cual fuera su cometido, hubiera hecho algo parecido.
—¿No conservan historiales?
—Sí, tenemos historiales, pero se remontan a hace pocos años. El papeleo nunca ha sido el punto fuerte de la ciudad. No encontramos paralelismos, pero aunque existieran serían difíciles de descubrir. A lo largo de su carrera usted ha viajado por toda España. Conoce a mucha gente. Lo que nosotros tardaríamos un año en encontrar, usted nos lo puede resolver en cuestión de minutos.
No se adivinaba nada detrás de las gafas de sol. El viejo vació su vaso, se sirvió otro, dejó caer dos cubitos de hielo más.
—Torear es una cuestión de honor. No de crímenes. Incluso hoy, con los chicos bonitos que salen en la tele, sí, aún los veo, tengo televisión y vídeo, incluso con ellos es una cuestión de honor. Sin honor se fracasa en el ruedo. Esto es de cajón. Usted habla de crímenes. Bueno, las corridas son legales. El presidente puede, si quiere, encarcelar a cualquier matador que se niegue a torear. Eso sí sería un crimen, y si bien sé que ha sucedido, nunca lo he presenciado. Pero como los crímenes que se ven en las calles, nunca. Es inconcebible.
—No es necesario que sea un matador —dijo Torrillo—, hay otros. Tal vez un picador. Tal vez un apoderado.
—Nadie, nadie que salta al ruedo haría eso. ¿Por qué motivo? En cuanto a la gente que se mueve a su alrededor, bueno, quizá, pero no me convence. Hay delitos insignificantes. Malversaciones, corrupción, un poco de gorroneo por aquí y por allá, pero nada más, que yo sepa. Hay personajillos, gente importante, supongo, pero personajillos, a fin de cuentas. Empleados de banco. Contables. Abogados. Personajillos. ¿Sabe lo que es matar a un toro con un estoque? No. Nadie lo sabe hasta que lo hace. Es una cuestión de fuerza, física y también espiritual. Matar a un hombre de esta manera… No me lo puedo imaginar. Hay que tener un temple de acero. Estos personajillos carecen de él.
Hizo una pausa y dejó el vaso sobre la mesa.
—¿Dice que ha matado a más de una persona de esta forma?
—Sí. Dos que sepamos, y una a la que intentó asesinar.
—¿Y cree que lo volverá a intentar?
Menéndez terminó su vaso y se sirvió otro.
—Nos comprende tan bien como comprendía a sus toros, don Manolo.
—Un inspector de policía no viene hasta aquí con su subinspector y esa encantadora acompañante sólo para hablar con un viejo de temas sin importancia.
—Creemos que su sistema puede estar relacionado de alguna manera con la Semana Santa, y tememos que se trate de una especie de ciclo.
—Sí.
—Hay otro factor. Parece que el hombre lleva hábito de penitente, a modo de disfraz. De color escarlata, como los de la Cofradía de la Sangre de Cristo.
—Ah.
Esperaron, en vano.
—¿Significa esto algo para usted, don Manolo? —preguntó Menéndez por fin.
—Parece que soy el único que bebe vino, inspector. Hace mucho calor, pero no me suele suceder. Tal vez la señora sea tan amable de ir a buscar otra botella a la nevera. Está en la cocina, a la derecha. Hay un sacacorchos en el cajón.
Leyó la expresión de María desde detrás de sus gafas de sol.
—No se preocupe, querida. Esperaré a que vuelva.
Cuando María regresó, le sirvió vino en un vaso limpio, y luego se sentó. La mano de Menéndez pendía sobre su libreta, con el lápiz preparado.
Figuera bebió.
—Es un buen vino. De una bodega de Jerez. Tienen tantas uvas que ya no saben qué hacer con ellas. Ya nadie quiere beber fino, ni siquiera los ingleses. Las convierten en este vino y yo, al menos, no me quejo.
Se quitó las gafas, las dejó sobre la mesa y se frotó los ojos. Eran penetrantes, vivos, vigilantes.
—Sólo recuerdo una ocasión en que unas personas, más de dos en este caso, fueron asesinadas así. No lo encontrará en sus archivos. No lo encontrará en ningún archivo, aunque aún viven personas que se lo podrán contar con más precisión que yo. Si quieren, y lo dudo. Además, ocurrió hace mucho tiempo. Antes de que usted naciera, imagino.
—Creo que debería hablarnos de ello —dijo Menéndez.
—Pensaba que lo iba a decir —replicó Figuera—, nos hemos pasado la mitad del siglo negándonos con cortesía a hablar sobre ello, a pensar en la guerra. Y ahora, siempre hay oídos ansiosos por escuchar. Ahora, ya es demasiado tarde.
Durante la guerra, dijo Figuera, la gente de la ciudad estaba dividida en tres bandos: la derecha, la izquierda y aquellos que vivían en medio, la mayoría silenciosa cuya vida ya era bastante difícil sin necesidad de luchar.
—Yo me encontraba en esta categoría. Cuando la gente me preguntaba cuál era la posición que adoptaba ante la guerra, les miraba a los ojos y contestaba «al margen». Considérelo cobardía, si quiere, pero creo que no soy un cobarde. Es que no podía matar a otro español por razones tan repugnantes como las políticas. Si los alemanes nos hubieran invadido, o los ingleses, o quien fuera, habría combatido, desde luego, pero no por los bandidos que gobernaban España en aquel tiempo. Yo era joven, recién casado, esperábamos formar una familia. Estaba decidido a no implicarme. Como la gran mayoría. El centro era un lugar inseguro. Cambiaba, casi de un día para otro. Mientras la Falange y los comunistas luchaban, cambiaba tanto que quedabas marcado, no por lo que hacías, sino por lo que no dejabas de hacer. El enemigo de mi enemigo es mi amigo. ¿Conoce ese dicho? Así eran las cosas. Cuanto más te esforzaras por permanecer alejado de todo ello, más intentaban implicarte. Yo tuve suerte. Tenía una pequeña fama de matador. Me proporcionaba cierta protección de ambos bandos. Si hubiera sido un tipo diferente de artista, un pintor, o un poeta, como Lorca, habría sido un hombre marcado, pero tuve la suerte de que no fuera así. No sucedió lo mismo a muchos, y se vieron arrastrados contra su voluntad. Por eso no hablamos de la guerra durante tanto tiempo. Si hoy lee sobre las atrocidades, los campos de exterminio, los escuadrones de la muerte, tal vez piense que eran hombres especiales, duros, políticos con fuego en las entrañas, pero no lo eran, al menos casi nunca. Eran hombres normales. Carteros, panaderos, camareros, tenderos. Hombres atrapados entre dos fuegos que fueron engullidos por uno u otro, y de pronto se encontraron inmersos en un mundo de violencia. Hombres que, antes de la guerra, habrían sido incapaces de hacer daño a nadie, incluso llevados por la ira, se convirtieron en personas que asesinaban mujeres o niños sin pensarlo un momento, sólo por su apellido o el lugar donde vivían. Fue una guerra civil. Esa es la diferencia.
—La Soledad —dijo Menéndez—, usted vio ese lugar.
—Nunca. —El viejo escupió la palabra—. Nunca. Sabíamos que existía, todo el mundo lo sabía. Era una abominación, pero nadie en su sano juicio se acercó a ese lugar, excepto aquellos que tenían parientes dentro. Llegaban hasta las puertas, estaba muy bien protegido, e intentaban pasar comida por mediación de los guardias. Dudo que llegara gran cosa a sus destinatarios. Al principio, La Soledad era una simple cárcel, ya me entiende. La Falange la transformó en un campo de concentración para los soldados capturados en la batalla. Pero después, algo cambió. Los soldados se marcharon, seguramente al frente. Los civiles ocuparon su lugar. Recuerdo la época. Fue en julio de 1936. Durante un mes nadie en la ciudad habló de La Soledad, pero todo el mundo lo sabía, todo el mundo sabía que algo estaba pasando allí.
—¿Sólo un mes?
—Sí. Cuando los rumores, las habladurías, llegaron a oídos de Franco, envió a uno de sus oficiales a investigar. Todo el mando del campo fue cambiado, y los hombres que lo componían desaparecieron. Entonces, se convirtió en un campo de concentración como tantos otros. Las ejecuciones continuaron, por supuesto, y la gente de los alrededores siguió desapareciendo, aunque no creo que en La Soledad. El mando nacional ya lo tenía bajo su control, y había ciertos límites.
—Y durante ese mes —dijo María—, antes de que las cosas cambiaran, ¿asesinaban a la gente como si la torearan, tal como lo hemos descrito nosotros?
—Eso decían las habladurías. Y mucho más. Decían que algunas personas eran arrojadas a un ruedo improvisado con un toro previamente enfurecido, y obligadas a luchar sin armas. Otras eran tratadas como si fueran toros. Los guardias del campamento las atacaban con banderillas, con picas, y al final las mataban, con una estocada en el corazón. Esas fueron las historias que corrieron de boca en boca aquel mes. Al principio nadie podía creerlas, pero luego llegaron testimonios de gente que había visto cadáveres y oído gritos. Sabíamos que era cierto. Lo sabíamos.
María meneó la cabeza.
—¿Fue en esa época cuando asesinaron a la familia de Catalina Lucena? ¿Cuándo consiguió escapar del campamento?
Figuera cogió su vaso y dio un largo sorbo.
—Doña Catalina es una anciana honorable de una de las familias más grandes de España. Lo que sucedió a su familia fue una desgracia.
—¿Cómo escapó?
El hombre jugueteó con las gafas de sol.
—¿Por qué me lo pregunta a mí? Doña Catalina puede hablar por sí misma. No tengo por qué esparcir chismorreos sobre tales personas.
—Estamos hablando de asesinatos, Manolo —dijo Torrillo—. Hemos de saber.
—Si la buena señora ha decidido no hablar sobre lo que pasó hace tanto tiempo, no seré yo quien traicione su confianza. Lo repito, pregúntenle a ella.
—Es vieja —dijo María—. Su salud es delicada. Tal vez deberíamos ahorrarle ese dolor.
Figuera resopló, y el ruido no fue agradable.
—Es Catalina Lucena. Si quiere saber mi opinión, es más fuerte que todos nosotros, y si le pregunta, ella le contestará. Si quiere.
—Lo haremos —dijo Menéndez—. ¿Y la cofradía?
—La cofradía.
Apoyó la cabeza sobre los hombros. El cielo estaba lleno de vencejos. Sus gritos tejían una sinfonía sobre ellos.
—Ya conoce la respuesta, inspector —dijo Figuera por fin—. ¿Por qué lo pregunta? No necesita que se lo diga yo.
—Cuando la guerra terminó, la cofradía fue fundada por los líderes de la Falange local —dijo Menéndez. María le miraba mientras hablaba, pensaba, trataba de encontrar las conexiones—. Entre los miembros de la cofradía había hombres que habían estado en el campo. Hombres que conocían las atrocidades, que habían participado en ellas.
—Y otros también —dijo Figuera—. Hombres inocentes. Hombres a quienes no gustaba lo que hacían. No lo olvide. Pero sí, había hombres en la cofradía indignos de pertenecer a ninguna organización que llevara el nombre de Cristo. Y todos lo sabíamos. Todos lo sabíamos. Y nadie se atrevió a decir ni una palabra.
—Entiendo —dijo Menéndez, y deseó que fuera cierto.