La atmósfera había cambiado en la calle. María casi pudo palpar la diferencia a través de la ventanilla abierta del coche, que se abría paso lentamente entre las multitudes. Era una atmósfera electrizada. Un coro de muchachos, vestidos de blanco, cargados con cruces y libros de salmos, cruzaba la plaza poco a poco, casi en formación militar, con un cura calvo a la cabeza. Las multitudes observaban desde la calzada, hacían fotos, removían los pies, leían folletos, intentaban decidir qué hacer a continuación. Una gitana esperanzada cantaba una melodía improvisada en la esquina contigua a la farmacia, y luego introdujo una mano por la ventanilla, pidiendo calderilla. Torrillo ladró algo, y la mano desapareció con la misma celeridad que había aparecido. Los cuerpos rozaban el coche, a veces caían sobre él. Las campanas de la gran torre tañeron sobre sus cabezas, y una bandada de palomas alzó el vuelo hacia el cielo, ahora de un azul profundo, con un leve rastro de cirros altos delante de una indolente medialuna casi borrada. Los olores de la mañana (café, jamón frito, el dulce perfume de churros y azúcar) se mezclaba con los aromas de la Semana Santa. Incienso y excrementos de caballo, diésel y vino barato. Un grupo de bailarinas con los trajes tradicionales y peinetas negras, que se recortaban contra el cielo, pasaron a su lado envueltas en una nube de perfume hediondo, lanzando carcajadas con sus voces jóvenes y frescas, los tacones repiqueteando sobre los adoquines, las caras muy maquilladas y los labios de color carmín. Tatareaban canciones al ritmo ocasional de unas castañuelas. Las seguían un hombre y una mujer montados a caballo, inmaculadamente vestidos, el hombre con traje gris y sombrero cordobés, la mujer con pantalones de montar blancos, cazadora rojo sangre y botas de piel negra altas hasta la rodilla. Los dos cabalgaban con una mano sujetando las riendas; en la otra llevaban una copa de jerez. En la esquina más alejada de la plaza, cerca de la entrada lateral de la catedral, María vio el punto focal de la muchedumbre, lanzando destellos dorados bajo el sol, una enorme plataforma de madera tallada, sostenida sobre los hombros de un grupo de hombres que lloraban y sudaban a causa del calor. En el centro, dentro de una urna, distinguió la figura de la Virgen, con una cruz en la mano. Parecía una muñeca de cera anticuada. Un grupo de penitentes, calmos, silenciosos y anónimos, seguían a la Virgen.
Iban vestidos de blanco.
Entonces, el coche se liberó de las masas, se sacudió la pereza y se desvió por la avenida más amplia de El Cano. Torrillo puso la tercera y dejó atrás a las multitudes. Desaparecieron, como abejas centradas en un solo panal. Las calles estaban casi desiertas, y muchas tiendas estaban cerradas. Al final de una estrecha callejuela vio los indicios de otra procesión, oyó el bramido de las trompetas y el redoble de un tambor. Después, se desvaneció, desapareció en el laberinto de calles y callejones, medievales y más antiguas, que componían San Isidro, el barrio más antiguo de la ciudad, la parte más vieja del Viejo. El barrio del barrio, donde sus habitantes vivían casi hacinados, gritaban por las ventanas, nunca parecían dormir, crecían con el plano de las esquinas y plazas que les rodeaban ya grabados en sus mentes. Una vez, en sus tiempos de estudiante, se había perdido en el laberinto, caminado durante horas sin poder salir, sin sentirse amenazada en ningún momento, pero siempre sola, una extraña, fuera de lugar en un mundo diminuto y cerrado sobre sí mismo que, de alguna manera, estaba separado hasta de la ciudad.
Torrillo frenó y aparcó el Ford en una calle adoquinada, junto a una farmacia, con el vehículo tan cerca de la pared que todos se vieron obligados a salir por las puertas de la izquierda.
—Tendremos que seguir a pie —dijo el subinspector—. No está lejos.
Se agachó bajo un arco oscuro y estrecho que olía a pipí de gato y le siguieron. Menéndez cerraba el pequeño cortejo. La callejuela se ensanchaba lo bastante para que pasaran dos mulos casi con comodidad. Las paredes eran blancas, iluminadas por destellos de geranios rojos. Los olores del barrio, a colada, flores, orina, desagües y comida, comida por todas partes, impregnaban el aire. Un niño chillaba, su madre le reñía, un televisor parloteaba detrás de una puerta entreabierta, desde una ventana elevada se oían los inconfundibles sonidos de una pareja haciendo el amor, los frenéticos crujidos de una cama, los gemidos de pasión.
Entraron en una hermosa plaza pequeña, lo bastante bonita para atraer a los turistas, si reunían el suficiente valor para apartarse de las rutas que los paneles del ayuntamiento anunciaban en las partes más seguras de la ciudad. En el centro, una fuente del renacimiento manaba agua, con la estatua de un corcel alzado sobre sus patas traseras en mitad de una valva de concha.
Torrillo indicó un letrero clavado en la pared.
—La plaza del Potro. Está por aquí.
El subinspector preguntó en la tienda, un batiburrillo de pan, galletas, queso y carne, alojada en la sala delantera de una vivienda, salió y se encaminó hacia el edificio situado en la esquina opuesta. Había una puerta cerrada, pintada de un tono crema claro, y un portero automático con una serie de botones al lado. Torrillo oprimió uno, habló y, cuando se oyó el zumbido, empujó la puerta.
La oficina estaba en el primer piso, una habitación sencilla y elegante, bien amueblada, con escritorios y armarios de teca, muebles forrados de cuero y olor a cera. Miguel Castañeda, secretario general de la Cofradía de la Sangre de Cristo, estaba sentado en la butaca de aspecto más caro, tras un inmenso escritorio. Aparentaba unos setenta años, como mínimo, bajo, rechoncho, de piel correosa, y les dedicó una desagradable mirada desde detrás de sus gafas rectangulares de montura dorada. Movió su silla con lenta y subrepticia deliberación.
—No. La respuesta ha de ser no, inspector. Nuestra lista de miembros es un asunto entre la cofradía y Dios. No las entregamos a la curiosidad pública.
Menéndez paseó la vista por la habitación. Las paredes estaban cubiertas de fotografías antiguas en blanco y negro. La cara de Franco, blanca, arrogante, a veces perpleja, aparecía en muchas. En una, el general iba uniformado, al frente de filas de penitentes; en otra, vestido de calle, contemplaba el paso de una procesión, con aspecto de aburrimiento.
—No estamos hablando de curiosidad pública, don Miguel. Le aseguro que sólo la policía verá las listas.
Castañeda emitió un ruido muy desagradable y carraspeó.
—La policía, la policía. Hace veinte, treinta, cuarenta años habría podido hacerme esta promesa. Ahora no. Ustedes no son más que peones, inspector, servidores de este Estado corrompido.
—Somos policías, señor, y estamos investigando dos asesinatos y un intento de asesinato, actos cometidos por alguien que, o bien es miembro de su cofradía, o está íntimamente relacionado con ella. Su deber es ayudarnos.
—¿Mi deber? —Castañeda les traspasó con la mirada y la palabra quedó colgando en el aire—. ¿Mi deber? Usted desconoce el significado de la palabra. Todos ustedes lo desconocen.
—Tenemos el deber de proteger a los ciudadanos de esta ciudad —dijo Menéndez—. Para ello debemos, debemos examinar sus listas de miembros. Por lo que yo sé, todos los miembros son inocentes. ¿No se da cuenta de que, hasta que pueda eliminarlos del ámbito de nuestras investigaciones, hemos de considerarlos a todos sospechosos?
—Eso es ridículo, inspector, como ya sabrá a menos que sea tonto, y presumo que no es el caso. El propósito de la cofradía es la caridad, la tradición, el culto. Y el deber. Sí, el verdadero deber. Está perdiendo el tiempo, y me lo está haciendo perder a mí.
—Podríamos traer un mandamiento judicial. Llevaría tiempo, no obstante, y todo sería más fácil, más discreto, si usted nos ofreciera su colaboración.
—Inténtelo. ¿Tiene idea de la clase de hombres que pertenecen a esta cofradía? No hay zascandiles callejeros. No hay ratas de alcantarilla, la gentuza con la que ustedes suelen tratar. Podría descolgar el teléfono ahora mismo y hablar con alguno de sus superiores. Podría hablar con algunos jueces del tribunal supremo.
—No lo dudo, ni tampoco de que estarán a la altura de su responsabilidad en este asunto. Esto es una investigación policial oficial y usted ha de ayudarnos.
—No lo entiende, inspector. Es inconcebible que uno de nuestros cofrades pueda siquiera plantearse la hipótesis de que está implicado en la clase de crímenes que están investigando. Esos hermanos, esos sodomitas…
Castañeda pronunció las palabras con evidente desagrado.
—Usted es un policía. Sabe dónde buscar a la clase de escoria que se mueve en esos círculos. Y no es aquí.
—Sin embargo, tenemos pruebas concluyentes de que estos crímenes fueron cometidos por alguien que llevaba el hábito de la cofradía.
—Impostores. Embaucadores.
—Pero ¿por qué la cofradía? ¿Por qué la eligieron?
Castañeda se encogió de hombros.
—Eso no es asunto mío.
—Quizá podamos llegar a un compromiso —intervino María—, si le proporcionáramos ciertos detalles, usted podría compararlos con las listas y decirnos si existe alguna coincidencia.
Castañeda miró a Menéndez.
—¿Esta mujer es de la policía?
—Es una paisana que nos está ayudando en el caso.
El anciano sacudió la cabeza.
—Increíble.
—Estamos buscando a alguien muy relacionado con las corridas de toros —dijo Torrillo—. ¿Qué puede decirnos?
—Dudo que haya un hombre en la cofradía que no siga los toros.
—¿Tienen a miembros de la profesión? ¿Administradores, matadores, jueces? —preguntó Menéndez.
—Por supuesto. Volvemos a la pregunta del principio. Para contestarla, debería darles la lista entera de nuestros miembros, lo cual es imposible.
—¿Y él?
Torrillo señaló con un cabeceo un pequeño cartel colgado en un rincón. Anunciaba la corrida que marcaba el final de la Semana Santa del año anterior. En lo alto de la lista de diestros, se veían las palabras «El Guapo» en grandes letras negras de tipo gótico, más grandes que las demás. Al lado había una foto de un joven de cabello rubio, que parecía teñido, cuya sonrisa exhibía unos dientes perfectos. Recuerda más a una estrella del pop que a un matador, pensó Torrillo. No tenían aquel aspecto cuando, durante una breve temporada, se había aficionado a los toros.
—No veo más carteles de corridas. ¿Qué me dice de Mateo? ¿Le gusta o qué?
El anciano se agitó visiblemente.
—Es un matador muy popular. Tal vez algunos puristas no aprobarían su estilo, pero no soy quién para juzgarlo.
—¿Es miembro de la cofradía? —preguntó Menéndez.
El viejo suspiró.
—Esto se está haciendo tedioso. La cofradía está cerrada. No diré nada sobre este tema y mi silencio no significa nada. Puede que sí. Puede que no. Mi silencio no indica ni lo uno ni lo otro.
—¿Se encuentra ahora en la ciudad?
—Creo, por lo que he leído en los periódicos, que será el matador más diestro que toree esta semana. Nació en la ciudad. No es ningún secreto, de modo que, sí, supongo que ya habrá llegado.
Torrillo se acercó al cartel para examinarlo con más detalle. Frotó el papel entre sus dedos, barato, grueso y satinado, y miró la fotografía hasta distinguir los puntos que la formaban.
—Señor Castañeda, es un chico muy… —las palabras salieron con mucha lentitud— guapo. Si examináramos las listas de las fiestas a las que acudieron los hermanos asesinados, ¿cree posible que se conocieran?
Castañeda rio, un sonido como el de rocas retumbando en un pozo.
—Si está insinuando lo que yo pienso, va bastante errado, subinspector. El Guapo es un «espadachín» dentro y fuera de la plaza. Dicen que es característico de la profesión. Pero no me haga caso. Descúbralo usted mismo. Haga lo que quiera. La entrevista ha terminado.
—Me temo que esto no acaba aquí —di jo Menéndez.
—Haga lo que quiera. Tengo trabajo que hacer.
Les acompañó hasta la puerta y bajaron la estrecha escalera de madera. Cuando llegaron al pie, Torrillo hizo una mueca, pateó el suelo y blasfemó.
—¿Qué les pasa a estos pedorros? No tiene nada que ocultar. ¿Por qué no quiere colaborar?
—Lo hará —dijo Menéndez—. Sólo quiere hacernos sudar un poco, eso es lodo.
María miró a su alrededor y vio el letrero de «Servicios».
—Discúlpenme un momento.
Menéndez asintió.
—La esperaremos fuera.
María siguió el letrero y encontró una puerta con una silueta de mujer provista de un abanico, entró, colgó su bolso de un gancho, se bajó los tejanos y se sentó. Percibió un fuerte olor a tabaco negro por el hueco de encima de la puerta. Se coló en el diminuto retrete, subió hasta el techo en forma de nube gris, y luego salió lentamente por la ventana entreabierta. Cuando terminó, se levantó, se subió la cremallera y se lavó las manos en un pequeño lavabo de cerámica muy limpio, utilizando la diminuta pastilla de jabón rosado que descansaba, mojada y en estado semi líquido, sobre el hueco. Se secó las manos en una raída toalla verde, las volvió a secar en el tejano por la fuerza de la costumbre, descorrió el pestillo, giró el pomo y empujó.
No ocurrió nada. Nada. La puerta se movió un centímetro, y luego volvió a su sitio. Algo la estaba bloqueando, algo que cedía, de forma imperceptible, cuando intentaba salir. El olor a humo de cigarrillo adquirió una intensidad más acre. Sintió que un escalofrío recorría su espina dorsal y se preguntó: ¿por qué?
Empujó de nuevo. La puerta cedió un poco más, tal vez unos siete centímetros. Vio que la luz del sol bañaba el pulido suelo de baldosas y algo más, la esquina de algo, antes de que la puerta, suave pero firmemente, se cerrara de nuevo.
María intentó imaginar lo que estaba pasando, se preguntó si debería gritar para que Torrillo y Menéndez acudieran, pero estaban fuera, y no podrían oírla. Miró a la ventana. Era demasiado pequeña para pasar por ella y, en cualquier caso, no sabía adónde conducía. No podía hacer nada más. Bajó el pomo otra vez, aplicó todo su escaso peso contra la puerta y empujó. Se movió a regañadientes de nuevo, cinco, siete, diez centímetros. Entonces, al empujar con más fuerza, se abrió del todo. Perdió el equilibrio, sintió que la fuerza de la gravedad la arrastraba hacia las baldosas, que centelleaban al sol. Cayó, pegó con las rodillas en el suelo, rodó para amortiguar el golpe y se encontró encogida de espaldas, con las rodillas subidas hasta el estómago, las manos alrededor de las pantorrillas, bajo la sombra de un gigante escarlata, vestido de pies a cabeza con una tela rojo sangre, los ojos reducidos a unas rendijas, pero que la estaba mirando, desde un punto que parecía cercano al techo.
Era inmenso, anónimo, mortífero.
El gigante empezó a sacar las manos de los bolsillos, y María descubrió que estaba chillando sin saber cuándo había empezado, chillando a pleno pulmón mientras rodaba sobre el suelo lustroso, desesperada por alejarse de la figura que se cernía sobre ella, rodando, rodando, agitando las manos. El bolso se abrió y su contenido se desparramó sobre el suelo. Vio que las manos surgían poco a poco de los pliegues de la tela, vio que se retraían poco a poco, que los dedos se extendían, poco a poco, con una lentitud mortal, vio piel blanca, mechones de pelo, creyó ver los poros, anchos, abiertos, gordos y grasientos bajo el sol. Y vio que los dedos, al abrirse, revelaban unas palmas vacías, al tiempo que la oscuridad caía sobre ella.
Torrillo fue el primero en entrar por la puerta. María estaba tendida sobre el linóleo y chillaba, el hombre tenía la espalda apoyada contra la puerta del lavabo, con las manos en el aire, los dedos agitados. Torrillo se interpuso entre ambos. María retrocedió hacia la puerta, jadeando, con las mejillas húmedas.
—Policía —ladró Torrillo al hombre.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Menéndez a María.
—Me asustó.
Parecía confusa.
El hombre se echó hacia atrás la capucha. Aparentaba unos treinta años, con un bigotillo bien cortado, barba, piel encarnada, ojos castaño claro desenfocados. Continuaba agitando las manos en el aire, apoyado contra la puerta.
—Estoy bien —dijo María.
Se levantó del suelo, sacudió el polvo de sus tejanos, empezó a recoger los objetos caídos del bolso y los guardó.
—Me asustó. Eso es todo. No podía salir. Cuando lo logré, él estaba aquí. Todo sucedió con mucha rapidez.
—No sabía que había alguien en el lavabo —se defendió el hombre—. El de caballeros estaba cerrado con llave o algo por el estilo, así que esperé a que la señora saliera. Creo que estaba un poco adormilado.
La voz era pastosa y vulgar. Había manchas de algo parecido a vino en la pechera de su hábito.
—No quería asustar a nadie. Bebimos tanto en la procesión que… tenía que ir al lavabo en algún momento. No era mi intención asustarla.
Torrillo gruñó y le registró de arriba abajo. De un bolsillo del hábito sacó unas monedas, un juego de llaves de coche, unos miles de pesetas en billetes, un paquete de cigarrillos, un encendedor barato desechable y un documento de identidad. Torrillo miró la foto del carnet y luego al hombre. Coincidían. Torrillo apuntó el nombre en su libreta.
El hombre se cogió la entrepierna.
—Tengo que ir, por favor. Se llega a beber muchísimo en estos festejos.
Menéndez cabeceó en dirección a la puerta.
—Gracias, señor.
Llevaba el capirote en una mano y empezó a levantarse el hábito antes incluso de llegar a la puerta. María vio unas piernas blancas y peludas, calcetines azules cortos, sandalias de punta abierta, y después unos calzoncillos color crema. El hombre entró en el lavabo como una exhalación, cerró a medias la puerta, y oyeron un gruñido de alivio seguido por el sonido de un chorro de líquido.
La mujer miró a Menéndez, cabizbaja.
—Uf. Ataque de pánico leve. Lo siento.
—Hay unas dos mil personas parecidas ahí fuera —dijo Menéndez—. No puede asustarse cada vez que vea a una.
—No —dijo María.
Torrillo observó que había lágrimas en sus ojos. Los dos hombres se adelantaron para dejarla sola. Ella les siguió por la callejuela, vio que Torrillo se agachaba bajo el arco de nuevo, y subió en silencio al coche.
—Ya estoy bien —dijo.
—Estupendo —asintió Menéndez—, supongo que habrá cámaras en la conferencia de prensa. Vale la pena tenerlo en cuenta.
El hombre vestido de rojo aguardó en la planta baja del edificio hasta que estuvieron lejos, después esperó otros cinco minutos, fue a la puerta principal y pasó el cerrojo por dentro. Volvió al lavabo, se miró en el espejo y sonrió. Calma. Ningún temor. Ningún tic. Ninguna duda.
Intentó recordar lo que había aprendido la última vez, intentó fijar sus recuerdos en la cabeza, pues sabía que cuando empezaba a suceder, sucedía deprisa. Después, enderezó la punta del capirote, se lo puso en la cabeza y salió del lavabo de señoras. Sacó el llavero que Torrillo había mirado, escogió la llave correcta, abrió con ella la puerta del lavabo de caballeros, entró y recuperó el equipo que había guardado detrás de la cisterna. Estaba envuelto en hule y medía un metro de largo. Lo desenrolló, sacó un par de guantes de plástico y se los puso con meticulosidad. Después, subió la escalera hacia la oficina donde Miguel Castañeda estaba sentado, tieso como un huso, hablando veloz y furiosamente por teléfono.
El hombre abrió la puerta y el teléfono fue colgado al instante. El viejo parecía un toro viejo, de color castaño oscuro y muy furioso.
—¿Quién demonios es usted? —ladró con una voz que la ira agudizaba—. Entrar así como así. Se llama antes de entrar.
El hombre introdujo la mano entre los pliegues del hule, sacó el primer dardo, sintió el metal, frío, duro y reconfortante a través de los guantes de plástico, echó hacia atrás el brazo, notó como los músculos se flexionaban. El pequeño misil surcó el aire, primero negro, después plateado, cuando cruzó la sombra proyectada por la persiana.
Castañeda abrió la boca para gritar y el dardo le alcanzó de lleno en el ojo izquierdo, rompió el cristal de las gafas, perforó la córnea y luego se hundió en la cavidad ocular. El hombre salió disparado de la silla. El ruido. Demasiado ruido.
—Mierda —dijo la figura de rojo.
Dejó las herramientas en el suelo, recogió la espada y fue al otro lado de la oficina. El viejo se retorció y extrajo el dardo de su cabeza. Sangre y mucosidades brotaban de la cavidad. Castañeda se estaba meciendo frenéticamente de un lado a otro e intentaba chillar.
El hombre del capirote hundió el estoque en la garganta del viejo. Atravesó la tráquea y casi partió su espina dorsal. La punta se hundió en la alfombra, y después en las tablas de madera de debajo, de forma que Castañeda quedó clavado al suelo. El hombre permaneció inmóvil, emitiendo algunos ruidos guturales.
Para asegurarse, el hombre se apoyó en el estoque con todo su peso, empalándolo en el suelo. Después, volvió a buscar el rollo de hule, recuperó algunos instrumentos más, regresó junto al cuerpo y contempló su obra. No era perfecta, pero ni siquiera en la plaza se podía alcanzar siempre la perfección, incluso en la plaza surgían circunstancias imprevistas. El hombre del capirote se secó las manos en el hábito, cogió dos dardos más, sacó una pica improvisada, hecha de una herramienta de jardín, e hizo lo posible por añadir un poco de arte a la situación.
Veinte minutos más tarde, después de haber registrado los archivadores, bajó y fue al lavabo para cambiarse. Se quitó el hábito y el capirote, sacó los pantalones deportivos, la camisa azul cielo y la chaqueta que había escondido en una bolsa de basura detrás de la cisterna, se lavó la sangre de manos y brazos, eliminó con todo cuidado el maquillaje, la barba y el bigote postizos, y luego se miró en el espejo. Guardó el disfraz en la bolsa de basura, la enrolló dentro del hule, puso los objetos que había cogido de los archivadores en una bolsa de Continente arrugada, miró a su alrededor para comprobar que no se dejaba nada y salió del cubículo.
Cuando iba hacia la puerta, vio algo en el suelo, se agachó, lo examinó y guardó en el bolsillo de su chaqueta.
—Malditos policías de mierda —masculló.
Después, salió al radiante sol de la tarde y paseó sin prisas por el barrio, mientras examinaba los contenedores de basura. Cuando encontró uno que estaba casi lleno a rebosar, puso el hule bajo la primera capa de basura. Retrocedió. Estaba bien escondido por bolsas de comida podrida, botellas de vino vacías y botellas de aceite. Caminó otros diez minutos hasta llegar a otra parte del barrio, se sentó en un pequeño restaurante y pidió el menú del día: sopa de picadillo, chuleta de cerdo con patatas, flan y media botella de vino tinto fresco. Seiscientas pesetas. Mientras esperaba, utilizó el teléfono para llamar al servicio de recogida de basuras y pedir que retiraran cuanto antes el contenedor que había usado antes, con la excusa de que estaba lleno y olía fatal. El funcionario del ayuntamiento contestó que lo incluiría en el turno de tarde.
Cuando terminó de comer, fue a otra parte del barrio, entró por una puerta pequeña, subió hasta un apartamento de dos habitaciones limpio, de paredes blancas, se duchó, se puso un albornoz limpio, se sirvió un agua mineral con gas, tomó asiento en el barato sofá de lona de Habitat, encendió la televisión y empezó a zapear.
Retransmitían en directo la conferencia de prensa por el canal 8. Los medios ya le habían puesto un mote: el Matador.
Sonrió. Le gustaba. Los polis estaban en la pantalla, el grande silencioso, el viejo, el inspector jefe, hablando, hablando sobre precauciones y vigilancia y la necesidad de información. Dieron un número de teléfono gratis y prometieron la máxima discreción. Observó, por sus expresiones tranquilas, que aún no sabían lo de Castañeda.
El ángulo de la cámara se movió a un lado y, por primera vez, vio que ella estaba detrás de los policías, observando, atenta, el cabello rubio peinado hacia atrás y sujeto con una cinta, la piel clara. Parecía diferente del tipo de mujeres que había conocido, las putitas de la calle. Entonces, su rostro se movió y empezó a buscar la cámara. Se volvió a la derecha, luego a la izquierda, a la derecha de nuevo, miró a la cámara, miró a su través, le miró a él, inquisitiva, curiosa. Por un momento, el mundo dejó de moverse, el zumbido se alejó. Él estaba tranquilo por dentro. Solo con ella. La sensación era buena.
Extendió la mano para coger la chaqueta, buscó en el bolsillo y sacó la agenda. Tenía una cubierta plastificada reluciente, con un dibujo floral y apenas unos milímetros de grosor. La mayoría de las páginas estaban en blanco. Las pocas anotaciones estaban escritas con tinta negra y una bonita letra femenina. Eran antiguas. Todas las direcciones eran del norte del país. Volvió al principio. En la página de la propietaria había su nombre, una dirección de Salamanca, un número de teléfono del trabajo, un número de teléfono de casa, un número de fax y un número de correo electrónico. En la misma página, escrita hacía poco con lápiz por la misma mano, había una dirección de la ciudad, no lejos de donde él se encontraba ahora, con un número de teléfono de la ciudad. No había ningún otro nombre añadido a la dirección.
Cerró la agenda, acarició la cubierta, sintió su textura, miró a la mujer de la pantalla, con las manos enlazadas delante de ella. Pensó en cuántas veces habrían utilizado aquellos dedos la agenda, se preguntó cuántas direcciones pertenecían a sus amantes, se preguntó qué habrían hecho juntos en las noches oscuras y largas, la miró con atención en la pantalla, intentó imaginar cómo debía de ser, cómo sería el tacto de su piel, qué sentiría al penetrarla y notar que la carne, suave y húmeda, se abría como una rosa.
Cuando llegó la erección, empezó a masturbarse delante del televisor, una mano alrededor del pene y la otra sobre la agenda. El programa se interrumpió para dejar paso a la publicidad («Este verano no olvide su Casera», «Compre un Renault Clio ya», «Beba coñac Osborne y conozca a bellas mujeres»). Sintió que se aproximaba, sintió que la presión empezaba a formarse. Masajeó la base del pene con la agenda, suavemente, y sintió la cubierta fría y lustrosa sobre su piel. Después, cuando casi estaba a punto, la abrió por el medio, la sostuvo abierta bajo la cabeza rosada. Todo terminó con un chorro breve e involuntario que le hizo arquearse un poco hacia arriba. Cogió un pañuelo de papel de la caja que había en la mesa y secó el semen de la página con suma minuciosidad. La tinta de una dirección de Madrid se había borrado un poco.
Examinó sus dedos, vio manchas de sangre a lo largo de la cutícula, dijo «vaya» y fue al cuarto de baño en busca de un cepillo de uñas.