Capítulo 10

Quemada y Velasco pegaban con los pies en las patas de sus escritorios, con aspecto desdichado. El incidente de Famiani había provocado que se quedaran hasta bastante después de terminado su turno, que finalizaba a las nueve de la noche, y no les gustaba esperar en la oficina principal mientras Torrillo y la mujer se divertían en otro sitio. Miraron al norteamericano con hosquedad cuando salió de la sala de interrogatorios, acompañado por un agente para ir a echar un vistazo al parque, y luego se fue mascullando algo sobre lo agradable que sería largarse cuanto antes de la puta ciudad. Torrillo les indicó con un gesto que entraran en el despacho de Rodríguez. Cuando se levantaron, examinaron a la mujer por detrás. Los mismos tejanos desteñidos y abolsados, blusa diferente. El pelo aún necesitaba un poco de cuidado y atención. Teniendo en cuenta la situación, parecía más prudente callarse las gracias.

Menéndez abrió la puerta verde oscuro y les precedió. El sol entraba a raudales por las ventanas. La pizarra seguía igual que la noche anterior, pero el escritorio del inspector jefe estaba ahora invadido de papeles, en su mayor parte hojas arrancadas de libretas, cubiertas por una escritura apretada. El inspector se sentó en una butaca de piel, sugirió que hicieran lo mismo, envió a Torrillo en busca de café y esperó a que regresara.

—El inspector jefe me ha pedido que le sustituyera durante esta reunión —dijo por fin—. Está ocupado. ¿Y bien?

Velasco respiró hondo, sacó brillo sin darse cuenta a las rodilleras de sus pantalones con sus palmas sudorosas, y se preguntó por qué su compañero siempre dejaba que fuera él quien diera las explicaciones. Su asociación parecía funcionar bien casi siempre. Al menos, así había sido durante tres años. No obstante, pese a las bromas, pese a las ocasionales borracheras espontáneas después de trabajar, aún creía que no acababa de conocer bien a Quemada. Velasco intentó olvidar su resentimiento y habló.

—No le va a gustar.

Tomó un largo sorbo de café requemado y empezó.

—Tal como nosotros lo vemos, ese apartamento de la mansión debía ser como, no sé, una especie de sala de fiestas para los muchachos.

Menéndez volvió a escribir, sin levantar la vista.

—Explíquese.

—Bien, anoche hablamos con montones de personas que conocían en Madrid y Barcelona, y el responsable de guardia hasta nos dio permiso para hacer una llamada de larga distancia a Nueva York y hablar con otras personas de allí.

—¿Sabían que tenían un apartamento aquí? —preguntó Menéndez.

—Más o menos —contestó Velasco—. La gente con la que pudimos hablar es escasa. Esos tíos no tenían amigos, sólo conocidos. Por lo que hemos averiguado, tenían sus casas en Madrid y demás lugares, y vivían allí cuando se dedicaban a sus negocios. Es decir, entrevistarse con agentes, con las personas que compraban sus obras, iban a fiestas con la clase de gente que sale en las revistas. Se exhibían, pero da la impresión de que no tenían una vida allí.

—Sí. —Quemada sacó una libreta—. Hablamos con su agente, un extranjero llamado Mendelsohn que vive en Madrid, y cuando le preguntamos quiénes eran los amigos de los hermanos, dijo que no tenían. No tenían ninguno. Y yo le digo, bien, ¿a quién veían, con quién les gustaba pasar el rato? Y él contesta, con quien les invitaba a sus fiestas. Era como si su vida girara en torno a las fiestas, a promocionar sus obras. Nada más. A mí me parece que esos chicos no son del tipo que carecen de relaciones, así que le pregunto, ¿dónde iban a divertirse, o en busca de lo que ellos consideraban diversión? Contesta que no está seguro, pero cree que venían aquí, porque a veces se ausentaban durante semanas, cuando se cansaban de fiestas con la jet set, y cuando volvían, dijo, se les veía radiantes. Los compañeros de Madrid y Barcelona han puesto sus casas patas arriba y no han encontrado nada, aparte de algunos libros guarros y unos cuantos gramos de hierba. Por lo tanto…

—Por lo tanto, da la impresión de que la casa de la vieja estuviera inundada de semen y saliva casi siempre que los chicos vivían en ella. —Velasco sonrió. No iba a permitir que su compañero le pisara aquella parte—. Encontraron suficientes jeringas en los cajones para abastecer a un dispensario normal. Lo curioso es que no había perico. Otras cosas sí, material sadomaso: esposas, trajes de goma, cosas para recibir una buena paliza. Hay una cama vacía en un dormitorio. Descubrieron rastros de sangre, pero no pertenecía a los hermanos. Ahora la están analizando. No en cantidad suficiente para pensar que alguien fue herido de gravedad. Pura diversión. Jueguecitos.

—También hicimos otras llamadas —dijo Quemada—, en los circuitos habituales. Los chaperos los conocían, y algunos bastante bien, en apariencia.

—¿Algún nombre?

—De momento no. Pensamos hablar con algunas personas esta noche. Los tíos importantes de la profesión no trabajan de día, y sólo Dios sabe a dónde van cuando terminan la jornada.

—Bien.

Menéndez levantó una hoja de papel del montón que había sobre su escritorio.

—¿Leyeron sus diarios?

—Sí. Eran demasiado listos para anotar cosas comprometedoras. Quizá guardaban diarios privados en algún sitio, pero no hemos encontrado nada.

—¿Iban a las corridas de toros?

—Sí —dijo Velasco—. Mucho. Madrid, Barcelona. Aquí, un par de veces. Era uno de los círculos en los que se movían. El agente lo confirmó. Fiestas que daban toreros. Les gustaba salir en las fotos con esos tíos.

—Pone cachondos a los maricones. Los trajes y toda la pesca —dijo Quemada.

Menéndez se frotó los ojos con el dorso de las manos. Parecía que no había dormido.

—Ya hace dos horas que terminó su turno. ¿Pueden concederme otra media hora?

Los dos asintieron. No les gustaba Menéndez, sobre todo debido al descaro con que aspiraba al puesto del inspector jefe. Sin embargo, les gustaba oírle pensar.

—Bien. Tómense un descanso, continuaremos dentro de quince minutos, cuando haya ordenado mis notas. Intentaré aclarar un poco la situación.

Se separaron. Los dos agentes terminaron su trabajo administrativo. Torrillo llevó a María al Alarcón donde, entre las risotadas de agentes ruidosos, comió dos enormes tostadas de jamón que chorreaba grasa, con la ayuda de un café y una copa de coñac. La mujer bebió agua mineral y, al cabo de treinta segundos, desistió de intentar alejar el humo de cigarrillo que les asediaba por todas partes.

—¿Va a escribir esto en su informe?

—¿Qué?

—«Y al cabo de una hora fueron al bar de la esquina y se pusieron morados de comida basura». María rio, y Torrillo pensó que no sucedía a menudo.

—No.

—¿Qué escribirá?

La mujer reflexionó.

—Aún no lo sé. Tengo algunas notas, pero…

Dos policías de tráfico se abrieron paso hasta la barra y ladraron sus peticiones.

—Joder —vociferó Torrillo—. ¿No os habéis dado cuenta de que hay una señora?

Uno de los policías de tráfico se volvió hacia él y le miró desde detrás de sus gafas de sol opacas.

—Claro que sí, Oso. Lo que no entiendo es por qué, eso es todo.

Alguien la observó desde detrás de las gafas.

—¡Eh! —dijo el policía de tráfico—. Ya sé quién es. Quemada me lo dijo. Es la reina de hielo. Se nota a un kilómetro. ¿Ya ha pensado cómo enseñará a estos chicos la forma de hacer su trabajo, señora?

María sintió que la sangre se agolpaba en sus mejillas. Las gafas de sol opacas continuaban mirándola, y las palabras se estrangularon en su boca.

—Estos malditos motoristas se creen que son personajes de película —gritó Torrillo—. Quitaos de mi vista.

Entonces, apartó al policía de tráfico y se dirigió al extremo de la diminuta barra, amontonó una pila de platos y vasos sucios para dejar sitio a los suyos, y dio una lenta media vuelta con el fin de dejar el espacio libre suficiente para que María estuviera cómoda. La mujer dejó su vaso de agua sobre la mugrienta mesa de plástico y, por un momento, se arrepintió de haber dejado de fumar.

—No haga caso de esa gente, profesora. Los bocazas son consustanciales a este trabajo. No significa nada.

—No —dijo ella, y se preguntó si debía sentirse irritada o divertida—. No.

—Estaba diciendo…

El hombretón quería recuperar el hilo de la conversación lo antes posible.

—La cuestión es, Oso…, que debo escribir sobre metodologías existentes, perdón, sobre procedimientos existentes.

—¿Sí?

—Y aún estoy intentando descubrir cuáles son.

El hombre forzó la vista y torció su gran cara redonda.

—Lo que quiere decir es, ¿dónde está el manual?

—Como quieras.

Torrillo se preguntó si debía confiar en la mujer. ¿Era alguna treta de las alturas para ponerles impedimentos con más normas, reglamentos y papeleos? El problema era que la mujer no tenía pinta de pez gordo.

—Hay una especie de manuales para casi todo, pero no se puede escribir un manual para lo que tenemos entre manos ahora.

—Me doy cuenta.

—Y también está el inspector jefe.

Ella esperó en silencio a que continuara.

—El inspector jefe es diferente. Tiene una especie de intuición para estas cosas, que la mayoría de las veces hace superfluo el manual. Nosotros nos encargamos de los detalles, pero lo que cuenta es lo que se deduce de los detalles.

Bebió más café, y María se preguntó por qué tenía ese aspecto. ¿A qué cuento venía la coleta, a qué cuento venía la indumentaria de cuero, más adecuada para un manager de grupo de rock?

—Es una cuestión de intuición, de inspiración. Viene de aquí —se dio unos golpecitos en la cabeza—, no de los manuales. Voy a contarle una historia. Cuando era pequeño, pasaba temporadas con unos parientes que vivían cerca de Santiago. ¿Ha estado allí? Es verde. Siempre. Siempre llueve y todo es verde, no hay esta maleza reseca que tenemos aquí. En aquellos tiempos, me interesaban las aves. Aquí hay águilas, buitres, abubillas, animales de categoría. Allí arriba, había mirlos por todas partes y me fascinaban, porque no veíamos tantos y son unos pájaros muy inteligentes. Puedes mirarlos, pensar en ellos e intentar adivinar qué están haciendo. La cuestión es que me gustaba observar a los mirlos, que saltaban sobre la hierba y buscaban gusanos, y nunca podía adivinarlo. Hay que verlos, con la cabeza un poco ladeada, los ojos en cada lado de la cabeza, y cuando saltan, saltan a otro sitio. Un sitio al que no estaban mirando. Los observaba durante horas y horas, y nunca era capaz de adivinarlo, hasta que un día me di cuenta de lo estúpido que era. Yo suponía que vigilaban la aparición de gusanos. Pues no. Cuando ladeaban la cabeza, era para escucharlos. Para escuchar su roce sobre la hierba, o lo que sea. El inspector jefe es así. Crees que está buscando algo, pero en realidad está escuchando, escuchando con suma atención, con el oído puesto en un lugar distinto. O sea, nosotros salimos a la calle, investigamos, volvemos y esperamos. Mientras él escucha. Esas cosas no las pone el manual.

La mujer vació su vaso y echó un vistazo al reloj de plástico barato que llevaba en la muñeca.

—Creo que el significado de los manuales, Oso, es que existen para prestar apoyo a la imaginación. Existen para proporcionarte algo con qué trabajar cuando la inspiración falla. Cuando escuchas y sólo oyes el viento.

—Bien, profesora, esa es la cuestión. Trabajo con el inspector jefe desde hace mucho tiempo. Como todos. Ya sabe que para muchos de nosotros es como una especie de leyenda. El hombre que siempre lo consigue. No puedo recordar una situación en que su intuición fallara. Al final.

—Al final.

María le miró con curiosidad, calculando si había suficiente confianza.

—Ya no es joven, Oso. A veces, parece cansado.

Torrillo sonrió. Le daba igual. Casi lo esperaba.

—Sí. Perdone que se lo diga, pero a veces habla como ese retorcido de Menéndez. Aspira al puesto del inspector jefe. Supongo que ya se habrá dado cuenta.

—Es ambicioso. ¿Qué tiene de malo?

—Nada, pero no es agradable demostrarlo tanto. Al menos, debería esperar a que el viejo se jubilara. Ya no le queda mucho.

—Oso, ¿me harás un favor?

—Si está en mi mano.

—Llámame María, por favor. Pídele al inspector jefe que también lo haga. Y al inspector Menéndez. Si es capaz de tal sacrificio.

—Gracias, María.

—De nada —dijo ella, y sonrió.

Dos veces en un día. Esto va bien, pensó Torrillo. A veces, la reina de hielo se funde un poco.

Rodríguez estaba detrás de su escritorio, detrás de su montaña de papeles, pero la pizarra estaba limpia como una patena. Esperó a que todos llegaran, dio las gracias a Quemada y Velasco por ampliar su horario («¿Nos pagarán horas extras por esto, inspector?», preguntó Velasco, esperanzado, pero se calló cuando no hubo respuesta), y luego se levantó con una tiza en la mano. Menéndez se agachó sobre una libreta, con un bolígrafo sobre la hoja.

—Veo tres rutas de investigación evidentes. Velasco y Quemada seguirán la que ya han iniciado.

—Claro, inspector —dijo Velasco.

—¿La que estamos siguiendo, o las tres? —preguntó Quemada.

—Las tres —replicó Rodríguez.

—¿Se refiere a acosar a los chaperas, sacarles todo lo que podamos?

—Sí.

—Estupendo. —Quemada bostezó—. Ya lo tengo más claro. Ha sido una noche larga y mi cerebro embotado prefiere que le deletreen las cosas.

Incluso aquel pequeño acto de insubordinación enconó a Torrillo, que fulminó con la mirada a Quemada desde el otro lado de la habitación, le vio contemplar sus zapatos, algo irritado, y luego siguió hablando.

—Yo me encargo de la segunda ruta de investigación. Es el tío del traje rojo, ¿verdad? ¿Hay muchos?

—Joder —dijo Torrillo—. Es Semana Santa. Habrá unos diez mil por las calles.

—Diez mil personas con hábitos de penitente, tal vez más —dijo Velasco—. Pero no habrá miles que vayan de rojo. Habrá unas sesenta cofradías de penitentes en total, y la mayoría van de blanco, unas cuantas de negro, unas pocas de marrón. No hay muchas rojas, que yo recuerde.

Rodríguez cogió una hoja de papel de su escritorio.

—Tres. La Cofradía de la Vera Cruz.

—¿Qué más da la Vera cruz, la Falsa Cruz, o la madre que las parió? Estos beatos me dan por el culo —dijo Quemada.

—Eres un ignorante —replicó Velasco—. Tengo parientes metidos en eso, y es una tradición. Trabajan todo el año haciendo cosas de las que no has oído hablar, como recaudar dinero para caridad, y parte de ese dinero se destina a la policía. No deberías difamarlos.

—Sí, bueno, uno de ellos no está recaudando dinero para la policía, nos está dando trabajo.

Quemada estaba inclinado hacia adelante, y utilizaba los pulgares para mantener levantados los párpados.

—La Cofradía de la Vera Cruz —continuó Rodríguez—, la Cofradía de la Llama Eterna.

—Ya puede olvidarse de esa —dijo Velasco—. Tenía un primo cofrade. La indumentaria es roja, desde luego, pero tirando a un rojo anaranjado. Es imposible que alguien la describa como escarlata. Además, creo que está de capa caída. Mi primo ingresó hace años. Ahora va de negro. Por cierto, ya puede olvidarse también de la primera. Si mi memoria no me engaña, se fusionaron con la Llama Eterna hace un par de años. Suele pasar últimamente. La religión ya no es lo que era. Los jóvenes prefieren las motos y comprar droga en el parque, algunos al menos. Puede que no consten en el listín, pero son lo mismo. Llevan el mismo hábito.

Rodríguez escribió en el papel que tenía delante.

—Bien. Descartadas, a menos que decida lo contrario. Eso nos deja la Cofradía de la Sangre de Cristo.

Los ojos de Quemada se iluminaron.

—¡He oído hablar de esa! ¡Me suena mucho!

Velasco se quedó boquiabierto y puso los ojos en blanco.

—Hostia, todo el mundo ha oído hablar de esa.

—Sí —dijo Torrillo—. Todo el mundo.

—Yo no —dijo María.

—Usted está de campo y playa, señora, no participa en la investigación —dijo al instante Quemada.

María se preguntó por qué las palabras dolían tanto. En cierto sentido, eran precisas. Miró al inspector jefe por si veía alguna señal, alguna pista del lugar que ocupaba en la jerarquía simbólica, pero el hombre pareció ignorar el comentario de Quemada.

Rodríguez prosiguió.

—La Cofradía de la Sangre de Cristo es relativamente reciente. Se remonta a la Guerra Civil. Tiene unos dos mil miembros en la ciudad. Hay una pequeña oficina, una secretaría de la cofradía. Menéndez hablará con ellos más tarde.

—Escuche. —Quemada se enderezó en su silla—. Ya sé dónde he oído hablar de esa. Es la que prefieren los policías que reciben la llamada de Dios. Si eres poli, esa es la tuya.

—Hostia santa. —Velasco gimió y se llevó las manos a la cabeza—. ¿La llamada de Dios? Y luego se preguntan por qué esta mierda de sociedad se está yendo al carajo.

—La identidad de los miembros es secreta —dijo Rodríguez—. Podríamos amenazarles con acciones legales si se ponen difíciles, pero considero justo decir que el ingreso en la cofradía está férreamente controlado. Policías. Autoridades ciudadanas. Políticos, algunos autonómicos, otros nacionales.

—¿Qué clase de políticos? —preguntó María—, ¿un poco a la derecha de la democracia cristiana?

Rodríguez asintió.

—Ya he dicho que se remontaba a la Guerra Civil. Quizá incluso directamente a la Falange. Con los años se ha ablandado, por supuesto. También ha disminuido bastante de tamaño. Carece de influencia. No sirve de nada con una administración socialista.

—¿Eres miembro de ese rollo, Velasco? ¿Esnifas incienso en tus ratos libres?

Quemada miraba a su compañero con auténtico estupor.

—No, yo no lo soy —replicó con vehemencia el agente—, y aunque lo fuera, es de mal gusto preguntarlo, incluso a tu compañero. Además, no hemos dicho que estemos buscando a alguien metido ahí. Estamos buscando a un loco que le gusta llevar el uniforme, eso es todo. Supongo que hasta se pueden alquilar en una tienda de disfraces. Quizá lo alquiló para la ocasión.

Menéndez levantó la vista de la página.

—No lo creo. Ya he preguntado a las seis principales empresas distribuidoras de la ciudad. Ninguna de ellas suministra disfraces de penitente para alquilar. Opinan que sería de mal gusto.

—Puede que lo hiciera él. Su madre se lo hizo a medida.

—Tal vez —dijo Menéndez—, pero aunque fuera así, deberíamos suponer alguna asociación. Directa o indirecta, a través de un pariente o un conocido. ¿Por qué eligió el rojo? El blanco sería mucho más anónimo.

—No mucho más —dijo Torrillo—. Aún nos quedan unos dos mil paseando por ahí. No podemos detenerles uno por uno, y aunque lo hiciéramos, ¿qué les íbamos a preguntar?

—Sí —dijo Velasco, con semblante sombrío—. El año que viene me tomaré la Semana Santa de vacaciones. ¿Cuál es la tercera cosa que debemos saber? Quizá habría podido adivinar estas dos, pero con la tercera voy perdido.

—Los dardos.

Rodríguez abrió el cajón de su escritorio y sacó una bolsa de pruebas. Los objetos plateados parecían insulsos e inofensivos detrás del plástico semi opaco. La sostuvo por la etiqueta atada alrededor de la parte superior.

—Clavó dardos en los cuerpos de los hermanos antes de matarlos. Lo sabemos por las heridas. No perforó la piel después de muertos. En el caso de Famiani, que debemos suponer otro intento de asesinato, tiró los dardos antes de intentar utilizar otro tipo de arma.

—En cualquier caso, es probable que los hermanos le dejaran tirar los dardos —dijo Quemada—. Les alcanzaron en los brazos y el pecho. Había marcas en las nalgas, como indicando que ya habían recibido pinchazos antes. Le dejarían hacerlo a modo de precalentamiento. Lo digo en serio.

—Y luego les suministró la droga que les dejó inconscientes y los mató —dijo Velasco.

Su compañero asintió.

—Tuvo que hacerlo, porque no podía matar a los dos al mismo tiempo. Sí. Tiene sentido. Lo veo.

—¿Qué le habría pasado a Famiani si hubiera opuesto resistencia? —preguntó María—. ¿Qué nos dicen los hermanos al respecto?

—Después de ser alcanzados con los dardos, recibieron heridas profundas en los hombros y a un lado del abdomen, con un instrumento largo y puntiagudo —dijo Rodríguez—. Las heridas no fueron fatales. Eran deliberadas, planeadas, sin intención de matar. Si los hermanos aún estaban conscientes, tuvieron que ser dolorosas.

—¿Como si los estuviera espoleando? —preguntó Torrillo, con una expresión de perplejidad inocente.

—Sí, y después…

María sonrió (tres veces en un día, pensó Torrillo) y levantó la mano, como una colegiala que sabe la respuesta.

—¿Profesora?

—¿Y después los mató de una sola estocada en el corazón con una hoja larga?

María notó que todos los ojos se volvían para examinarla. Un destello de irritación momentánea pasó por la cara de Rodríguez, y luego desapareció.

—Correcto.

—Eso es. Los toros. Es una simulación de una corrida. Casi exacta. El rojo de la indumentaria representa los capotes de los banderilleros cuando empiezan la faena. Después, una señal de cierto sentido práctico por su parte, invierte el orden natural. Los dardos, que arroja a continuación, para espolear más a la víctima. Después, se convierte en picador y utiliza alguna clase de lanza. Por fin, se transforma en el matador. Remata la faena, realiza el sacrificio, con una sola estocada en el corazón.

Velasco parecía confuso.

—He conocido personas que copiaban cosas, y siempre procuran ser precisas en sus rituales. Son un poco maníacas. Por eso copian. No se les ocurriría hacer las cosas de otra manera que no fuera la exacta. Si está intentando copiar la vida real, ¿por qué no lo hace con exactitud?

María saltó con la respuesta.

—Porque, como ya he dicho, es práctico. No intenta copiar la vida real, intenta adaptar la forma de un ritual real a una nueva situación, la de asesinar a un ser humano, que no es tan estúpido como un toro. Ver los dardos no alertaría a los hermanos. Debieron de considerarlos como parte del juego. Cuando la lanza, o el arma que utilizó, apareció, el dolor, la gravedad de las heridas, presagiaron algo diferente. De forma similar, en el caso de Famiani, muchos hombres habrían respondido al ataque con dardos con violencia y agresividad.

—Yo le habría dado de hostias hasta en el carnet de identidad —dijo Quemada.

—No. Habría muerto. Cuando lo hubiera intentado, se habría encontrado con la lanza. Y cuando estuviera incapacitado por la lanza, se habría encontrado con el estoque.

—Por lo tanto, ¿estamos buscando a un pervertido sexual, miembro de la Cofradía de la Sangre de Cristo, y que está relacionado con las corridas de toros? —preguntó Torrillo.

—Estamos buscando relaciones entre esas tres parcelas —dijo Rodríguez.

—Tengo un buen contacto con el mundo del toreo, de hace mucho tiempo —dijo Torrillo a Menéndez—. Podríamos hablar con él después de interrogar a la gente de la cofradía.

—Bien.

—¿Y las demás preguntas?

Por la forma en que la miraban, María empezó a pensar que había intervenido demasiado. Flotaba algo no verbalizado en el ambiente. Algo que no se podía decir delante de ella.

—¿El móvil? —preguntó—. ¿Catalina Lucena? ¿La elección del cuadro como una especie de motivo para el asesinato? ¿El carácter fortuito de todo esto? Famiani debió de ser elegido al azar. ¿Cómo saben que no pasó lo mismo con los hermanos?

—Prioridades, profesora. Es absurdo porfiar en lo que no sabemos hasta haber exprimido lo que sabemos. La reunión ha terminado.

Velasco se puso en pie.

—¿Cómo voy a dormir después de esto? —se quejó.

—No hay problema —respondió Quemada—. Piensa en Jesús. Eso es capaz de dormir a cualquiera. Nuestro turno empieza a las seis.

Empezaron a salir del despacho.

—Profesora.

María se detuvo en la puerta.

—¿Podemos hablar en privado?

Los demás intercambiaron miradas, y luego se marcharon. Ella volvió y se sentó ante el caótico escritorio. Rodríguez se frotó los ojos.

—Perdone. Me he pasado casi toda la noche leyendo.

Ella asintió.

—Usted también necesita descansar un rato.

—Lo haré. Un rato. ¿Le importa que le pregunte si esto es útil para su informe?

—Sí.

No sabía qué otra respuesta darle.

—No se trata de un caso convencional. Tiene poco que ver con la práctica rutinaria.

—¿Tienen casos más convencionales?

—Oh, sí. La mayor parte de nuestro trabajo se ciñe a procedimientos normales. Incluso los asesinatos. Tal vez le resultaría más instructivo aplazar su estancia hasta que este caso haya terminado.

Rodríguez intentó leer detrás de sus fríos ojos azules, pero fue imposible.

—¿Es eso lo que quiere? ¿Qué me marche?

—Creo que debería pensar en esa posibilidad. Volver cuando nuestro trabajo sea más útil para su informe.

—No ha contestado a mi pregunta.

—No, no lo he hecho. Debería decidirlo usted.

—Si cree que estoy entorpeciendo su investigación…

El inspector jefe indicó con un ademán que callara.

—En absoluto. En absoluto. Si lo pensara, no estaríamos sosteniendo esta conversación. Mire.

Extendió la mano hacia atrás y abrió un expediente. Llevaba el nombre de María.

—Este es el documento que firmó cuando llegó aquí, ¿verdad?

María miró la página, llena de jerga y advertencias, con su firma al pie.

—Sí.

—No lo leyó, por supuesto. No comprendo cómo alguien sería capaz de leer este tipo de lenguaje, o qué clase de persona podría escribirlo. ¿Sabe lo que significa, al menos?

—Creo que sí.

—Significa que toda la información sobre un caso que escuche o vea aquí, todo, es confidencial. No debe ser revelada a una tercera parte sin el permiso por escrito de un alto funcionario de la Policía Nacional.

—Sí. Accedí a eso.

—Lo comprendo, pero es mejor que recuerde haber firmado esto.

—¿Contestará a mi pregunta?

Rodríguez la miró y, por un momento, María vislumbró el destello oculto de inteligencia, de implacabilidad, en su cara, comprendió por qué habían llegado a respetarle tanto. Después, desapareció tras la sonrisa de un funcionario público.

—Sí. Espero que se quede, en tanto dure este caso. No es una investigación normal. Tiene aspectos, tal vez aspectos sexuales, que quizá se beneficien de la opinión de una inteligencia ajena a nuestro medio. Es usted inteligente, sin la menor duda, aunque en el futuro, le agradecería que me dejara presentar mis descubrimientos sin interrupciones.

María notó que vacilaba.

—Tengo la sensación, inspector, de que iba a decir «pero».

—Pero… debe darse cuenta de a qué nos enfrentamos.

—Creo que lo hago.

—¿A qué?

—A alguien que ha asesinado a dos personas y ha intentado herir a una tercera.

—Eso sólo es una parte, probablemente.

—¿Qué hay más?

—Una pauta, familiar incluso para agentes como nuestros amigos Quemada y Velasco, si bien no quisieron hablar de ello con usted delante. El asesinato de los hermanos Ángel no fue fortuito. Debían de conocer a su asesino, porque le dejaron entrar en su apartamento y le permitieron intimar hasta tal extremo con ellos. Por otra parte, el ataque perpetrado contra nuestro amigo Famiani parece puramente oportunista.

—¿Y la pauta?

—Hay dos posibilidades. Una, que nuestro amigo haya matado a los hermanos Ángel, y luego descubierto que le gustaba. O que esté siguiendo un ciclo. Recuerde que nos avisó sobre los cadáveres volviendo a la mansión de los Lucena, y dejando después la puerta abierta. Quería que encontráramos los cadáveres.

—En cualquier caso, usted supone que volverá a matar.

—Lo más seguro. Yo diría que sigue una especie de ciclo, un ciclo relacionado con la Semana Santa. La ciudad se vuelve un poco loca en esta época del año. Sólo acaba de empezar. La juerga irá en aumento hasta el domingo, con la procesión final, y luego los toros. Es normal que las detenciones, de todas las categorías, aumenten en progresión geométrica con cada día de las fiestas. Tal vez las pasiones se desatan, o lo que sea. Todos los asesinatos de esta naturaleza llegan a su fin, porque el culpable es detenido o porque el ciclo finaliza. Hay muy pocos ejemplos de asesinatos múltiples continuados, a lo largo de un período de años. La psicología del asesino demuestra que algo sucede para que termine. Tal vez se liberan del deseo. Se casan. Encuentran a Dios.

—Entiendo lo que dice.

—¿De veras? Nos estamos enfrentando a alguien inteligente, lo bastante inteligente para modelar la muerte de dos artistas modernos a imagen y semejanza de un lienzo con siglos de edad a cuestas, lo bastante inteligente para discernir el paralelismo entre los dos, como usted diría. Esta persona, o personas, puede que sea peligrosa, no sólo desde el punto de vista físico. He visto a policías duros, obtusos e insensibles destrozados por la simple maldad que otros seres humanos inscriben en este mundo. Me preocupa lo que dijo anoche sobre esta ciudad. No debe pensar así, o saldrá perjudicada.

—Estaba cansada. Estaba deprimida. No sé por qué.

El inspector jefe desvió la vista hacia el expediente.

—¿Sabe que leí esto anoche por primera vez?

—¿Sí?

—Estuvo casada.

—Sí.

—¿Ya no?

—Mi marido murió. Una enfermedad repentina. Hace dos años. Tenía treinta y dos.

—¿Fue cuando sustituyó la enseñanza por la investigación?

—Sí. Quería cambiar algo de mi vida. Me parecía absurdo seguir igual, como si nada hubiera pasado.

—¿Su muerte aún la deprime?

—A veces.

—Entiendo.

—¿Es importante?

—Su tranquilidad espiritual es muy importante para mí.

—¿Puedo continuar?

—Sí. Me gustaría. No tardará en hacer una visita con Menéndez y Torrillo. Voy a doblar los hombres destinados a este caso a partir de mediodía. A las dos y media, habrá otra conferencia de prensa para facilitar información. Será un asunto delicado. Nos da pánico azuzar la suficiente preocupación para provocar una respuesta sin que el personal se asuste, pero puede que estemos perdiendo el tiempo, ya que es Semana Santa. ¿Quién mira la tele, profesora? ¿Quién lee los periódicos?

—Preferiría que me llamara María, inspector.

—Eso me dijo el subinspector. Muy bien.

—Gracias.

—Y si esto llega a ser demasiado para usted, María, no dude en decírmelo. Puede que necesite su ayuda. Tenemos muy pocas mujeres en el cuerpo, y haré mejor mi trabajo si no he de preocuparme por usted.

María estuvo a punto de reír.

—Procuraré que mi estado mental no interfiera en su competencia profesional, inspector.

La invitación no fue devuelta.

—Se lo agradecería. Bien, ¿quiere decir al subinspector Torrillo que vuelva, por favor?

Oso estaba apoyado en la fuente de agua, y amenazaba con volcarla. La miró a la cara, vio color en sus mejillas, algo cercano a la diversión.

—Cuarta vez hoy, María —dijo—. Esto podría convertirse en una costumbre.