Cuarenta y cinco minutos después, Menéndez, Torrillo y María Gutiérrez estaban sentados en la sala de interrogatorios. Un médico de la policía estaba curando la cara del hombre, que, como ya sabían ahora, era Freddy Famiani, de treinta y dos años, atleta profesional de Laguna Beach (California). El médico había aplicado un ancho emplasto a una herida de dardo que Famiani tenía en el brazo.
El inglés de Menéndez era pasable, y el de María Gutiérrez fluido. Entre los dos habían conseguido reunir suficientes datos de la historia para comprender la equivocación, sacar las esposas, llamar a un médico, calmar un poco a Famiani, convencerle de que no había necesidad de llamar a un abogado ni al cónsul norteamericano, y que los daños sufridos eran de escasa importancia.
—No tiene tan mal aspecto. Sólo le di un sopapo —dijo Torrillo, cuando el médico terminó de secar la cara de Famiani—. Si le hubiera pegado fuerte, aún estaría durmiendo.
María no tradujo las palabras.
—El subinspector creyó que usted iba a atacarle —dijo María—. Alguien que responde a su descripción atacó a una persona con dardos como el que sacó del bolsillo.
—¿Un ataque?
—Un ataque grave —dijo Menéndez.
—¿Grave? ¿Mató a su víctima, o algo por el estilo?
Menéndez no dijo nada.
—Mierda. —Famiani se pasó la manga por la cara—. Cualquiera pensaría que esto es Nueva York. ¿Tienen agua?
Torrillo abrió la puerta, se acercó a la fuente de agua y regresó con un vaso de plástico.
—He de mantener una ingesta de líquido constante —dijo Famiani—. Es importante. Como esto.
Introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta y extrajo un frasco de píldoras. Menéndez vio que dejaba caer dos en la mano y las engullía.
—Nada ilegal, señor policía —dijo Famiani. Sorbió un poco de sangre por la nariz—. Vitaminas. Sales. Buenos productos naturales. Cuando corro, me gusta ganar con limpieza. Quizá por eso no gano mucho.
Menéndez sacó una pluma y se puso a escribir.
—Se llama Frederick Famiani. Es de Laguna Beach, California. Llegó aquí el pasado miércoles, en el tren procedente de Málaga. ¿Cuándo llegó a España?
—Hace un mes. Fui a ver a unos amigos que viven en la costa. Tienen una escuela de tenis cerca de Mijas. Enseñan a tirar por encima de la cabeza a vejestorios ricachones. Hay que ganarse la vida. Después, vine aquí. Un poco de turismo, un poco de entrenamiento. Sus representantes turísticos en Nueva York dijeron que el tiempo sería, cito literalmente, «benigno». Suave.
—¿Por qué se entrena?
—¿Es que no sigue los deportes? El mes que viene es el maratón de Berlín. Un gran acontecimiento, quince mil participantes, y una bolsa del copón. Alrededor del muro, a uno y otro lado de la puerta de Brandeburgo. El año pasado quedé el decimoquinto, el tiempo me influyó un poco y, si quieren que les diga la verdad, era mi primera carrera en Europa y no estaba acostumbrado a correr con toda esa mierda de perro. Había tanta que te entraban ganas de vomitar. Aquí es aún peor. Si se hiciera un maratón en esta ciudad se llamaría la Gran Cagada, y bastaría con dejarse deslizar desde el principio hasta el final. Este año es diferente. Este año la mierda de perro no me molesta. Y estoy más en forma. Al menos, hasta que ustedes empezaron a darme de hostias. ¿Les ponen muchas denuncias? ¿No? Me sorprende. No se trasladen a Estados Unidos. Nunca conseguirían el seguro de indemnización profesional. Si esto hubiera ocurrido allí, me forraría. Jesús, más de un año de maratones.
—¿Conoce a alguien en la ciudad?
—A nadie, excepto a sus encantadores subordinados, aunque en algunos de los sitios a los que voy a entrenar hay toda clase de damas que no paran de decirme hola. O son cordiales por naturaleza, o tienen segundas intenciones.
Sonrió a María.
—Oiga, usted es bastante bonita. ¿También es policía? Nooo. No es posible. Perdone mi grosería. Mi entrenador dice que si mantuviera la boca cerrada, ganaría más carreras: ahorra aliento y conserva las energías. ¿Me explico?
Famiani miró aquellos fríos ojos azules y descubrió que, en ocasiones, el silencio es lo más natural.
—Cuénteme otra vez, por favor, esta vez poco a poco y con todo lujo de detalles, cómo llegó esto a su poder.
Menéndez alzó el dardo, ahora guardado en una bolsa de plástico.
—Eh, amigo, no tan deprisa. Yo llegué a su poder, ¿comprendido?
Famiani bebió un poco más de agua. Torrillo pensó que aquello no iba a acabar nunca.
—Verá, me gusta correr temprano por las mañanas y tarde por las noches. No me tropiezo con tanta gente y hace fresco. Buena disciplina para un corredor. Saltar de la cama temprano, dar el callo. Cenar un poco, esperar a la digestión, repetición de la jugada. Me alojo en una fonda de mala muerte, que está por… —señaló por la ventana, al otro lado de la Torre del Oro—, por allí, que no está exactamente a la altura del Holiday Inn y te da derecho a serenatas de muelles interpretadas por los vecinos en sus camas, ya me entiende. El mejor sitio para entrenar me parece ese parque, ese grande con palomas y todo el rollo.
—¿El Alfabia?
—Sí. El del letrero azul y blanco grande sobre los azulejos de la entrada, con un pequeño arco, y una especie de canal con puentecitos. ¿No es ese?
Menéndez asintió.
—Bien, pues me levanto alrededor de las cinco, desayuno un poco, por llamarlo de alguna manera, y voy allí, como las tres últimas mañanas. Anoche, se me ocurrió ir también a correr, antes de acostarme. Y allí ocurrió.
—¿Qué pasó?
—El tío me clavó el dardo.
Famiani se subió la manga.
—Aquí. Ahora no se ve por el vendaje, pero el cabrón me lo tiró, desde no más lejos de donde está usted. Salió de detrás de un puentecito y me lo tiró. ¿Sabe una cosa? Creo que el cabrón iba a tirarme otro. No hay mucha luz allí, pero le vi. Tuve la impresión de que estaba buscando otra cosa. Le vi. Tal vez otro dardo. No lo sé. O quizá algo más grande. Era difícil saberlo.
Famiani sacudió la cabeza.
—¿Sabe otra cosa? Creo que el cabrón se quedó sorprendido. Creo que esperaba una reacción por mi parte. Tenía una pose agresiva. Llegas a conocerla cuando vas tanto por las calles como yo. En plan provocador. Alguien intentó algo por el estilo en Marina del Rey porque casi tropecé con su carrito de la compra o algo por el estilo. No con un dardo, claro, sino con…
Alzó los puños.
—Todo es por culpa de la mala dieta. Un serio desequilibrio del Ying y el Yang. Demasiada carne roja y marisco. Es malo para el equilibrio interior y tal. Debería hablar con Benny, mi entrenador, sabe mucho sobre estas cosas. Pescado, pollo, verdura hervida. Te mantienen en forma, en armonía. Deberían probarlo. Por lo que he visto, comen demasiado tocino. Su elección es muy poco armoniosa.
Menéndez seguía escribiendo, y habló sin levantar la vista de la página.
—Y en cambio, corrió.
—¿Que si corrí? Si un cabrón me arroja una de esas cosas, ya puede apostar a que correré. Salí cagando leches. Lástima que no hubiera una competición, porque la habría ganado.
—¿El hombre intentó seguirle?
—No habría podido.
—¿Puede describirle?
—No.
Los tres le miraron y esperaron.
—Lo siento, señor Famiani. Quizá no haya entendido la pregunta.
—Claro que la he entendido. Ha dicho, ¿puede describirle?, y yo he contestado, no, no puedo. ¿Me están escuchando, o es que me he perdido algo? Ni siquiera vi al tipo. Sólo… ¡eso!
—Quizá debería sacudirle un poco más —dijo Torrillo en español.
—¡Eh, eh, eh! Creo que he captado su intención —farfulló Famiani—. No intento hacerme el gracioso con ustedes, de veras. Palabra de scout y todo eso. Es la verdad. Sólo vi ese disfraz extravagante que se ponen ustedes cuando van tirando incienso por ahí.
—¿Disfraz?
—Sí. Ya sabe, como el Ku Klux Klan. Me parece de muy mal gusto que sus ropas de iglesia se parezcan a lo que llevan esos bastardos. Es su país, y allá ustedes, pero a mí me parece de mal gusto.
Menéndez arrancó una hoja de papel y dibujó una figura con el lápiz.
—¿Se refiere a esto?
—Sí. ¿No se lo he dicho? Esa capa larga que llega hasta el suelo, con las mangas anchas. El gran sombrero puntiagudo, los agujeros para los ojos. No vi nada detrás. Nada. Ni siquiera los ojos.
—Su mano.
—Claro, su mano. Tengo que haberla visto. Lanzó el jodido dardo con ella. Después de que me lo clavara, vi que manoteaba dentro de su capa, como si buscara algo más. No sé qué. ¿Una Uzi? ¿Aquí no hay? Fue espantoso verle rebuscar de esa manera, tío. ¿Ha visto Alien, cuando el tío tiene esa cosa en el estómago y empieza a retorcerse dentro de él, empujando hacia fuera su camiseta al tiempo que sale? Horroroso. Fue algo por el estilo. Como si se retorciera. Ya puede apostar a que salí corriendo. Y como ya he dicho, era imposible que me siguiera, ni aunque fuera Jesse Owens. Sobre todo con esa capa alrededor de los tobillos. Hasta mi viejo le habría ganado.
—¿Puede describir su mano?
—Blanca. Con dedos. ¿Cómo quiere que le describa una mano, por los clavos de Cristo? ¿Qué hará ahora? ¿Me enseñará fotos de manos, a ver si puedo reconocerla?
—¿Llevaba algo encima del atuendo? ¿Alguna joya?
—¿Alguna joya? ¿Esto va de mariconadas? Jesús, este lugar está jodido. No, no llevaba nada encima del atuendo.
Famiani sorbió por la nariz de nuevo y estiró sus largas piernas.
—No puedo decirle nada más. ¿Puedo marcharme? Quiero coger el tren de la tarde para Madrid. Benny me espera allí. No se ofenda, pero este lugar me pone los pelos de punta. Tíos con sotana tirando dardos por ahí…
Menéndez anotó las direcciones de Madrid, Berlín y California donde podía ponerse en contacto con él.
—Es necesario que vuelva al parque con uno de los agentes, para identificar el lugar exacto donde tuvo lugar el ataque. Después, le acompañaremos a su hotel, y después a la estación, si quiere.
—Muy amable, pero creo que es lo mínimo que pueden hacer, dadas las circunstancias.
—Si se le ocurre algo más, aquí tiene mi número.
Menéndez le entregó una pequeña tarjeta blanca, con el escudo de armas de la ciudad en la parte superior.
—Claro. No tengo nada más que decirle. Todo terminó en cuestión de segundos. Gracias a Dios. En cualquier caso, no soy la clase de tipo que va fijándose en las cosas cuando corre. Correr exige concentración.
—Gracias —dijo Menéndez con expresión impenetrable.
—Diga al grandullón que no hace falta que me acompañe. Ya me ha ayudado bastante por hoy.
Famiani se levantó, se secó la nariz con la manga, cogió un tobillo, y lo levantó hacia atrás para estirar el músculo. Después, hizo lo mismo con la otra pierna y sonrió.
—Dentro de todo, no me siento demasiado mal.
Caminó hacia la puerta, cerró la mano alrededor del pomo, y luego se volvió hacia ellos.
—El vestido. Era rojo, más o menos. Ya se lo he dicho, ¿no? Claro que sí. Rojo profundo. Como escarlata. Siniestro. El Klan los prefiere blancos, lo cual tiene sentido, supongo. El rojo es nuevo para mí, y si quieren que les diga la verdad, ya se lo pueden quedar.