Capítulo 8

—Venga, Oso. Tú hablas un poco de inglés. Fuiste al cursillo el año pasado.

Cuanto más le daba al pico el hombre sentado ante él, más suplicaba Quemada. La Semana Santa empezaba a ponerse al rojo vivo. El despacho albergaba a dos prostitutas, un carterista, un par de turistas que se quejaban de haber sido robados. Y el hombre de Quemada, que era un misterio.

—Este tío me va a volver loco, Oso. Grazna más que un pato al que le están asando el culo, y no entiendo una mierda de lo que dice. Ocúpate de él hasta que lleguen los chicos de la brigada de protección a los turistas, ¿vale?

Torrillo se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano y maldijo el tiempo. Hacía el mismo calor que a mediados de verano, y tenía otro motivo para sudar: no quería confesar a Quemada el poco inglés que se le había quedado después de terminar el cursillo de introducción, y que casi todo lo había aprendido en la calle a lo largo de los años, hablando con turistas. Se inclinó hacia el hombre sentado en la silla, le miró con aire amenazador el tiempo suficiente para conseguir un momento de silencio, y después dijo en voz alta, lenta y decidida:

—¡Cierra tu jodida boca!

El hombre hizo una pausa, con aspecto ofendido, y luego habló con su acento norteamericano.

—Esto es el colmo. Hasta aquí podíamos llegar. Pónganme en comunicación con el cónsul norteamericano, y háganlo ahora. Estoy hasta los huevos de esta jodida ciudad, y cuando descubran con quién se la están jugando, les aseguro que lo lamentarán…

Torrillo le miró de nuevo, y repitió en voz más alta:

—¡Cierra tu jodida boca!

—Oh, Jesús —chilló el hombre—, ¿es lo único que sabe decir en inglés?

Vengo para denunciar a un jodido lunático que ha intentado atacarme, y lo único que consigo es que un mandril con una jodida coleta…

El norteamericano se puso en pie, con la cara congestionada. Llevaba una sudadera de nilón roja y pantalones de chándal rojos. Metro ochenta, constitución atlética, cabello oscuro, unos treinta años, calculó Torrillo. Pensó que podría con él, y ya estaba empezando a cabrearse.

—Cierre la…

—¡Llevo dos horas aquí y quiero hablar con el cónsul norteamericano! —Estaba golpeando la mesa con los dos puños, y la mesa se movía al compás de los impactos—. Quiero hablar con él ahora. Quiero un billete para volver a mi país. Ya estoy hasta los cojones de este lugar. Los mosquitos me han picado, sus jodidos camareros me han estafado, un matón con un bigote que mi propio padre habría aprobado me asaltó a las siete de la mañana, a las siete de la mañana. Jesús, ¿ya se dedican a eso a semejantes horas del día? No puedo entrenarme porque hace tanto calor como en unos jodidos baños turcos, pese a todo lo que dicen sus encantadores delegados turísticos en Nueva York, un benigno clima primaveral, señor Famiani, benigno clima, y una mierda, y por fin, y esta es la gota que colma el vaso, después de tomar una cena que no le serviría ni a un cerdo, cuando vuelvo a mi hotel para tratar de dormir un poco, suponiendo que sus jodidos conciudadanos dejen de hacer ruido y me permitan cerrar los ojos, justo en ese momento un lunático aparece como por arte de magia, chillando como un personaje de dibujos animados, y tiene los santos cojones de tirarme esto…

El norteamericano introdujo la mano en el bolsillo, veloz como un rayo, sacó algo, lo sostuvo ante él entre el índice y el pulgar.

Torrillo lo miró, se fijó en el rostro colorado del hombre, pensó un segundo, le miró a los ojos, y después, sin siquiera echar el brazo hacia atrás, le dio un puñetazo en plena cara. Para el norteamericano, fue como si le hubiera golpeado un muro de ladrillo. Su nariz se arrugó, su cuerpo se arqueó hacia atrás y voló sobre el escritorio de Quemada, llevándose por delante un fajo de papeles. El objeto metálico que sostenía en la mano voló por el aire, cayó y se deslizó sobre el sucio suelo de plástico. El hombre fue a parar, hecho un guiñapo, contra una silla giratoria de hierro, mientras manaba sangre de su nariz. Había lágrimas en sus ojos, y esta vez chilló de verdad, como si se hubiera vuelto loco, y Torrillo no entendió ni una palabra.

Torrillo se acercó, se agachó, buscó bajo el escritorio, cogió algo y lo alzó en su mano: un dardo completamente nuevo, brillante y reluciente, con el asta plateada manchada de marrón oscuro desde la punta a la mitad del astil, y una cinta amarilla atada a la base de las plumas de plástico.

Torrillo lo dejó sobre el escritorio, a unos buenos dos metros del hombre vestido de rojo, y luego se acercó a él. Buscó en el cajón del escritorio, sacó unas esposas, obligó al hombre a darse la vuelta, esposó una mano, y luego la otra. Después, lo puso en pie, lo sentó de un empujón en una de las sillas metálicas, con las manos a la espalda. Sangre y mocos brotaban de su nariz, resbalaban sobre su boca abierta, y luego goteaban de su barbilla.

—Cierra tu jodida boca —dijo Torrillo, con voz tranquila y lenta.

El norteamericano empezó a sollozar por lo bajo. Diminutas burbujas de un rosa brillante se formaron en su nariz y boca.

Quemada miró el guiñapo tirado en la silla, miró a Torrillo, sacudió la cabeza y emitió un largo silbido.

—Joder, Oso. Cuando te ocupas de alguien, lo haces a conciencia.