El inspector jefe Rodríguez acudió nada más salir de la conferencia de prensa, con los ojos todavía deslumbrados por los flashes. Había una pizarra en una esquina de su despacho. Menéndez estaba delante de ella, con una tiza en la mano. Los dos detectives recién asignados al caso, Velasco y un Quemada aún ruborizado, se reunieron con Torrillo y María Gutiérrez. Eran casi las nueve de la noche. El sol estaba agonizando, y pintaba la ciudad de un tono dorado bruñido. Un nuevo turno había entrado de guardia, con un murmullo de saludos, bromas y rechiflas. Rodríguez no tenía aspecto de ir a marcharse pronto.
—Preguntas —dijo, y empezó a escribir en la pizarra.
—¿Algo más?
—Desde luego —dijo Torrillo—. ¿A cuánta gente estamos buscando? No creo que esos tíos se dejaran matar así como así. ¿Los ataron? ¿Cómo lo hicieron?
Rodríguez cogió una hoja de papel que había sobre su escritorio.
—Drogados. Lo dice el informe médico. Con anestésico de hospital vulgar.
—Por tanto, ¿estamos buscando a alguien que tenga acceso a fármacos? ¿Un médico o algo por el estilo?
—Tal vez —dijo Menéndez—, pero debe recordar que los Ángel eran yonquis. Una buena parte de la droga que utilizaban debía de proceder de servicios sanitarios. Si fue su camello quien les asesinó, pudo conseguir el anestésico con igual facilidad que la heroína. Tal vez los mezcló para que se inyectaran el mejunje. Pero es una buena observación.
6. ¿Cómo sucedió exactamente?
—¿Algo más?
—Novios —dijo Quemada—. Siempre pasa lo mismo con estos maricones. En circunstancias normales, el marido apalea a la mujer, unas cuantas contusiones, punto. Ningún problema. Con los maricones, enseguida salen los cuchillos a relucir. Novios, tenga en cuenta mis palabras.
Rodríguez, que no parecía muy convencido, rodeó con un círculo el punto número tres, y el detective se encogió de hombros.
—¿Algo más?
—¿Por qué volvió? —Los dos detectives nuevos volvieron la vista hacia María—. ¿No lo quieren averiguar? Llevaban muertos una semana. ¿Por qué volvió a la casa?
—Perdió algo, olvidó algo, lo más probable —dijo Quemada.
—Sí, lo más probable —coreó Velasco.
María miró al nuevo y trató de adivinar su lugar en la jerarquía de la comisaría, porque estaba claro que existía una jerarquía. La ley del más fuerte, cumplida sin necesidad de decir nada, con Rodríguez al frente, no sólo por rango, sino por un sentido de jerarquía sencillo y no verbalizado. Velasco aparentaba treinta y pico años, tenía la piel amarillenta, la cara enjuta y mal afeitada, con expresión triste. Llevaba un arrugado traje de poliéster que brillaba bajo la luz del despacho, y la tela era un torbellino de colores diferentes. Velasco piensa que tiene aspecto elegante, se dijo María. Se equivoca.
—¿Lo más probable? —preguntó. El traje de Quemada tembló, como si no esperara una respuesta—. Entonces, ¿por qué dejó la puerta abierta? ¿Por qué no se limitó a entrar, coger lo que quería y cerrarla como antes? Es como si…
—Inspector. —Los ojos de Quemada suplicaron a Rodríguez—. Tengo entendido que hemos de aguantar a la señora, pero ¿también tenemos que escucharla?
Rodríguez se puso tenso, con una leve pomposidad que todos los hombres habían llegado a conocer, y miró a la mujer.
—Necesitamos todas las ideas que podamos reunir. Además, ninguno de ustedes captó la pista del cuadro. Continúe, profesora.
María oyó el gruñido de Quemada antes de que empezara a hablar.
—Es como si quisiera que encontraran los cuerpos. No en cualquier momento, sino en aquel.
—¿Por qué? —preguntó Rodríguez.
—No lo sé.
—No —dijo el inspector jefe, y apuntó algo en su libreta—, pero es una buena pregunta.
7. ¿Por qué volvió el hombre y dejó la puerta abierta al marcharse?
—¿Algo más?
Torrillo dio unos golpecitos con la pluma sobre la mesa.
—¿Subinspector?
El hombretón gruñó.
—Usted conoce a esa tal Catalina Lucena, ¿verdad?
—He oído hablar de ella, como casi todo el mundo nacido en esta ciudad. Una familia muy antigua y muy distinguida. La última del linaje. El resto de su familia fue aniquilada durante la guerra civil.
—Sí, bueno. —Torrillo se hurgó una oreja—. Debo decir, inspector, que no me dio la impresión de que estuviera diciendo toda la verdad.
—¿Por qué?
—Es una señora anciana pero ojo avizor, ¿me entiende? O sea, es vieja, pero no creo que su cerebro esté tan deteriorado como ella quiere que pensemos.
Rodríguez no dijo nada.
—Bien, eso fue lo que me llamó la atención, inspector. No ve nada en el jardín, sólo un tío vestido de rojo, pero ni la cara ni nada. A mí, su vista me pareció muy buena. Sabía cuándo el inspector señalaba al lugar correcto o al que no. ¿Cómo es que no vio nada más? ¿Está vieja y chocha, o quizá asustada de saber quién lo hizo, y de que puede volver?
Rodríguez se volvió hacia la pizarra y escribió.
8. ¿Mintió Catalina Lucena?
—Creo que ahí está el quid de la cuestión.
Rodríguez trazó una raya bajo la última pregunta, y se volvió hacia sus hombres.
—Investiguen el diario y la agenda que encontramos en el apartamento. Hablen con Barcelona y Madrid, donde los hermanos solían vivir casi siempre. Sigan la pista de contactos y citas. Averigüen con quién pasaban el tiempo cuando estaban aquí. Cuando llegaron. Qué hicieron.
Velasco sacudió unas migas invisibles de su traje y se levantó. Quemada recogió sus papeles y ambos salieron por la puerta acristalada, seguidos de Menéndez.
Rodríguez miró a Torrillo.
—Está fuera de servicio, subinspector. Ha sido un día largo, y mañana también lo será. Vaya a dormir un poco.
—Antes comeré algo —gruñó el hombretón.
—¿Profesora?
María apenas se tenía en pie. Daba la impresión de que el día la había agotado por completo. La libreta descansaba sobre su regazo, intocada durante la última media hora.
—¿Inspector?
—Es tarde y no me parece aconsejable que vuelva a casa sola a esta hora. Hay mucha animación en las calles esta semana. A veces, demasiada. Yo la acompañaré.
—Cogeré un taxi.
—Si puede encontrarlo. Por favor, insisto.
Bajaron dos tramos de escaleras hasta el aparcamiento. Rodríguez abrió la puerta del pasajero para que la mujer entrara. Dio la vuelta al coche, se sentó y se ciñó el cinturón de seguridad.
—¿Se aloja en el barrio?
—Un amigo me ha prestado su apartamento. Es psicólogo. Acaba de trasladarse a Nueva York.
—¿Se aloja sola?
Ella intentó leer su expresión a la luz de las calles, pero fracasó.
—Sí.
—¿Quiere hacer el favor de decirme cómo conocía la pintura del hospicio?
—Viví aquí una corta temporada cuando era estudiante, para hacer la tesina. Mucha gente pasaba los días en los bares y las discos. Yo prefería las galerías. En realidad, es un cuadro muy conocido en los círculos artísticos. El artista era de Sevilla, Valdés Leal.
—Su nombre me suena.
—No era tan bueno como Murillo, pero sí de la misma época. El Siglo de Oro. Si usted fuera de Sevilla le conocería bien, se lo aseguro. Pintó algunos cuadros religiosos menores, pero se le conoce mejor por sus… ¿pinturas de horror? Sí. Creo que se podrían llamar así. Hay otra, también en Sevilla, que es particularmente espantosa. Murillo decía que no podía mirarla sin apretarse la nariz.
—¿Cuál es su objetivo?
—Uno muy concreto. Valdés Leal era muy religioso. El objetivo de su pintura es subrayar que, aun en las glorias de la vida, existe la muerte, que la vida en la tierra es pasajera y termina en la putrefacción, y que al final de ella seremos juzgados, salvados o condenados.
—¿Cree que los hermanos Ángel conocían su obra, y esta pintura en particular?
—Absolutamente —dijo María sin la menor vacilación—. Su objetivo es impresionar, contiene elementos que ofenden, que dan náuseas, es apocalíptica. Cuando los hermanos encierran el cuerpo descompuesto de un cordero en plexiglás y piden a los ricos que paguen decenas de miles de dólares por ella, ¿no están haciendo lo mismo? Ni se me ha pasado por la cabeza que la desconocieran. ¿Y a usted?
—No. Tal como me lo ha explicado, no puedo.
La mujer indicó que doblara a la derecha.
—Es la tercera casa, donde hay una óptica. Tengo un apartamento en el primer piso, sobre la tienda.
El coche se detuvo sobre la calzada adoquinada.
—¿Puedo hacerle una pregunta, inspector?
—La contestaré si puedo.
—¿Quién es Catalina Lucena? A la gente parece intrigarle.
El inspector jefe suspiró y miró por la ventanilla.
—No es una historia agradable, sobre todo después de un día como el de hoy.
—Me gustaría escucharla, de todos modos. Usted sabe espolear la curiosidad ajena. Sería injusto que me dejara a medias.
—¿No cree que ya cuenta con suficiente material para alimentar pesadillas?
—No creo que más pueda empeorarlas.
—Tal vez no.
La mujer esperó. Ahora, Rodríguez parecía viejo y cansado bajo la luz de las farolas. El contraste con los hombres a los que mandaba era más marcado que nunca. Habría podido ser un catedrático de universidad, uno de los ancianos educados y distinguidos que había llegado a apreciar y admirar en la universidad, hombres que hablaban, hablaban y hablaban hasta altas horas de la noche, tejiendo historias, tejiendo historia.
—La familia Lucena es muy antigua. Se remonta a la Reconquista. Corre una historia a ese propósito. La dinastía fue fundada por un soldado, he olvidado el nombre, a quien se concedieron tierras en el sur por defender una fortaleza en particular cuando estaba asediada por los moros.
—¿Era algo poco común?
—Su forma de defenderla lo fue. Los moros pusieron cerco a la fortaleza durante seis meses, hasta que lograron capturar a la hija del soldado, que estaba de viaje por otra parte del país. La llevaron ante los muros de la fortaleza y le dijeron que la degollarían a menos que se rindiera. Sin vacilar, el hombre se llevó la mano al cinto, lanzó su daga y dijo: «Usad esta».
—¿Qué pasó?
—Los moros capitularon sin hacer daño a la muchacha. A partir de ese momento, los Lucena parecieron destinados no sólo a ser valientes, sino más valientes que los demás. Lea las historias militares. El apellido sale en todas partes, desde la Armada Invencible hasta la guerra de la Independencia. Cuando Catalina Lucena te mira desde esa nariz aristocrática, te está mirando desde el punto de vista elevado de los siglos. ¿No sentiría usted el mismo orgullo?
—Podría. Y no podría comprenderlo.
—Un orgullo condenado, por supuesto, puesto que es soltera y ningún miembro de su familia sobrevivió a la guerra civil, excepto ella.
—¿Ninguno?
—Ninguno. La gente de aquí no habla de la guerra. Incluso mi padre, que la vivió de principio a fin, me habló en muy raras ocasiones. Sólo corren algunas historias, y una de ellas se refiere a los Lucena. Algo extraño, algo misterioso ocurrió a la gente de estas tierras. Izquierdas y derechas se enemistaron a muerte. Los Lucena estaban con la izquierda, la izquierda aristocrática, y durante un tiempo llevaron las de ganar. Después, la derecha empezó a imponerse, gracias a tumultos callejeros, bandas armadas y la dialéctica de la violencia. Un día, cuando llegó la noticia de que Lorca había sido asesinado por la Falange en Granada, un grupo de falangistas, al menos un grupo que afirmaba ser falangista, se dirigió a la mansión de los Lucena. Donde usted ha estado hoy. Parece que lo ocurrido en Granada les había inspirado. Los Lucena tenían su propia guardia en el exterior. Hubo una batalla, pero la guardia era inferior en número. La banda consiguió entrar, capturó a todos los que estaban dentro, los padres de Catalina, otros parientes, hermanos y hermanas. He olvidado cuántos. Durante un tiempo los retuvieron en una prisión improvisada que utilizaba la Falange, en las afueras de la ciudad. La Soledad. Después, como había pasado con Lorca, un día fueron sacados, obligados a cavar una fosa y a meterse en ella.
Ella esperó, sabiendo lo que se avecinaba.
—Ametrallaron a toda la familia, doce, tal vez quince personas. La fosa fue su tumba.
Rodríguez miró hacia la noche con ojos desenfocados.
—¿Y Catalina?
—Era la más joven de la familia. Trece o catorce años. Cuando su padre se dio cuenta de lo que iba a pasar, la tiró al suelo y dijo que no se moviera. Los cuerpos, al caer, la protegieron. Esto es lo que hemos deducido. Es una historia que ha sufrido algunas variaciones, y por lo que yo sé, Catalina nunca ha hablado de ella. La versión anecdótica es que quedó tendida bajo los muertos y agonizantes durante casi todo el día, algunos dicen que con una herida superficial, otros dicen que no. Al anochecer, cuando llegaron otros prisioneros para llenar la fosa, salió de debajo de los cuerpos y huyó. Cómo, nadie lo sabe. Algunos dicen que los prisioneros la ayudaron y fueron fusilados por ello, pero son simples conjeturas.
Un pequeño grupo pasó junto al coche en silencio, vestidos todos de blanco de pies a cabeza. Hablaban en susurros, y sus voces resonaban tenuemente en las paredes de piedra.
—¿Cómo es posible vivir con ese recuerdo? —preguntó María.
—¿Cómo? Quizá es más fácil para ella. Es Catalina Lucena. Recuerde al padre de la Reconquista, recuerde la daga que arrojó desde las murallas. Su destino es vencer a la adversidad, cualquier adversidad. Supongo que lo debe creer así.
—Esta ciudad es terrible —dijo ella sin pensar—. Tuve la misma sensación la vez anterior que estuve. Cuando era estudiante. Tiene algo siniestro, algo sobrenatural. Es amenazadora, incluso en medio de la alegría.
—No —contestó Rodríguez, con una nueva firmeza en su voz—. Es una ciudad real. Al igual que su cuadro de Valdés Leal es un cuadro real. Al igual que los hermanos Ángel, muertos en su cama, son reales. Sólo es amenazadora porque no intenta ocultar lo que preferimos no ver. Utiliza la cercanía de la muerte para ayudarnos a apreciar la alegría de la vida.
Ella le miró en la oscuridad, intentó descifrar la expresión de sus ojos, que ahora despedían un brillo oscuro en el reflejo del parabrisas.
—Y esto es lo que gusta. Esto es lo que te impulsa.
Era una afirmación, no una pregunta.
El hombre extendió la mano y abrió la puerta del pasajero. El aire nocturno se coló en el vehículo, frío y perfumado de azahar.
—He de volver a la comisaría. Le ruego que excuse mi brusquedad.
La mujer cogió el bolso y lo dejó sobre su regazo.
—¿Cuándo puedo volver?
—Cuando guste. Nos reuniremos para comentar el caso a las diez de la mañana. Será bienvenida, por supuesto.
—Estaré allí a las diez.
—¿Para observar?
Ella se encogió de hombros.
—¿Para qué, si no?
Rodríguez la escudriñó en la oscuridad, y ella fue muy consciente del hecho. El inspector jefe tenía una cara interesante: rasgos finos, agradables, cordiales, pero debajo, cuando casi se le podía oír pensar, había algo más, una inteligencia penetrante y agresiva, que él controlaba hasta el momento en que la necesitaba. María no envidió a nadie que se convirtiera en el objetivo de la atención profesional del inspector jefe, incluso en la fase final de su carrera.
—No me opongo a que haga algo más que observar —dijo por fin el hombre—. En absoluto. Menéndez es un hombre inteligente, mejor preparado que la mayoría. Y también ambicioso. Pero su forma de pensar es demasiado simplista. Les pasa a todos. Merecen que alguien les de un vapuleo.
—Ese no es mi trabajo.
—No —dijo el inspector jefe, y ahora sus ojos brillaban—. No, no lo es, pero creo que usted ha de decir lo que considere oportuno.
María calló unos momentos.
—Le está poniendo a prueba, ¿verdad? —preguntó.
Rodríguez rio. Fue un sonido profundo, agradable.
—Usted es profesora, ¿verdad? Prefiero pensar que estoy dando un poco de cancha a nuestro inspector. Ha trabajado a mi sombra durante bastante tiempo, y ahora ya le toca trabajar solito un poco. Yo me limitaré a observar los resultados. No soy tonto. Él ya se ve como inspector jefe. Claro que sí. Pero yo pienso que aún me quedan unos cuantos años. Quién sabe, tal vez este caso nos enseñará de qué está hecho el amigo Menéndez.
—Entiendo —dijo ella, y bajó del coche—. Inspector…
El hombre le dedicó una sonrisa inocente desde su asiento.
—No deseo participar en ninguna intriga. Quiero dejarlo claro.
—Nada más lejos de mi mente, mi querida profesora. Nuestro objetivo principal es resolver este caso con la máxima rapidez y eficacia. No obstante, quiero descubrir si Menéndez está maduro para sucederme. Y lo pienso hacer.
Cerró la puerta y el motor se puso en marcha, entre una nube de humo. El coche rojo desapareció en la espesa noche de terciopelo.
María Gutiérrez introdujo la llave en la cerradura de su apartamento. El sonido del metal contra el metal despertó ecos en el largo y pulcro vestíbulo. Notó el latido de la soledad en su interior, y detrás, informes y apenas reconocibles, los tenues bordes dentados del miedo.