Capítulo 6

Torrillo condujo el Ford en dirección al Viejo. Era media tarde y las calles estaban semi desiertas. Sujetaba un enorme bocadillo de queso en la mano izquierda, con la ventanilla bajada, y le daba mordiscos siempre que el tráfico se lo permitía.

—¿Qué harán a continuación?

La mujer iba sentada en el asiento trasero del coche, y se sentía aislada de los pensamientos de ambos.

—El informe médico preliminar nos estará esperando cuando regresemos a la comisaría. La causa de la muerte es bastante evidente, en mi opinión. Hay heridas de poca importancia en el pecho de ambas víctimas. Usted vio los dardos, pero hay otras heridas, sin rastro del arma que las infligió. Ninguna era lo bastante grave para ser mortal. Yo diría que les atravesaron el corazón, tal vez con una espada, para matarles. Da la impresión de que el método es idéntico en ambos casos. —Menéndez hizo una pausa—. Todas las circunstancias que concurren en los hermanos Ángel parecen idénticas.

—¿Y?

—Y seguiremos el procedimiento habitual. Determinamos la causa de la muerte. Averiguamos todo lo posible sobre las últimas horas de los fallecidos, lo cual puede resultar difícil, porque me parece que llevaban muertos una semana, al menos, y aún no entiendo por qué dos hombres ricos, con casas repartidas por todo el mundo, alquilaron un apartamento como ese, que apenas utilizaban. Hablamos con la gente que les conocía. En el apartamento encontramos un diario y una agenda, pero…

Calló, como si no se decidiera a continuar.

—¿Pero…?

—Pero… ¿Le interesa nuestra metodología? Es sencilla. La mayoría de los asesinatos son asuntos sencillos. Asuntos triviales. Peleas de amantes. No son… complicados.

La mujer garrapateaba en su libreta de nuevo.

—Lo que tenemos entre manos, profesora, parece un asesinato ritual de dos hombres famosos y excéntricos, quienes al parecer carecían de motivos para estar donde estaban. Y la postura… Daba la impresión de que los cadáveres estaban colocados en una postura concreta, ¿no cree?

—Sí.

—Creo que los hermanos Ángel tenían gustos peculiares en cuanto al atuendo, pero sospecho que no llegaban a… ¿Qué llevaban? ¿Jubón y calzones? Casi. ¿Habrían ido a una fiesta de disfraces o algo por el estilo? No lo sé. Era un atuendo más bien… de gala.

Miró por el espejo del conductor y vio que la mujer sonreía.

—A los policías no les interesa el arte, subinspector.

—¿Llama a eso arte? —murmuró Torrillo, con la boca llena de pan—. Mi primo Carlos podría…

—Claro, claro. —Menéndez le indicó que guardara silencio—. Creo que la profesora quiere decirnos algo.

—¿Tenemos tiempo para un pequeño desvío?

—¿Cuánto rato? —preguntó Menéndez.

—Cinco minutos. Para ir a un sitio. Lo que tardemos después depende de ustedes.

Se irguió en su asiento y miró por la ventana.

—¿Conocen la antigua lonja de pescado, en Veracruz?

—La cerraron hace cinco años —dijo Torrillo—. Están hablando de convertirla en atracción turística cuando se haya desvanecido el olor a pescado.

—Llévenme allí.

El coche se desvió de la avenida, recorrió diversas calles estrechas, sin hacer caso de las quejas de los peatones. Ropa puesta a secar colgaba fuera de las ventanas. Un viejo edificio semi derruido, vallado con tablas, se cernía a lo lejos.

—Gire a la izquierda, continúe unos trescientos metros, y a la izquierda otra vez. Es un callejón sin salida. Tendría que haber un letrero indicador del hospicio.

Torrillo lanzó una sombría carcajada.

—¿El hospicio? Claro. Lo conozco. Mi tío estuvo allí. Entró como un corderito, a los tres meses estaba de cuerpo presente.

Giraron en un callejón sin salida y aparcaron el coche en una línea amarilla. Torrillo señaló un viejo portal de hierro que se abría en el muro de piedra.

—¿Quieren que les acompañe? Odio estos sitios. Me ponen la carne de gallina.

—Termine el bocadillo y síganos —dijo Menéndez.

Salió del coche, y la mujer le imitó a continuación.

Atravesaron la puerta y se encontraron en un fresco patio adoquinado, lo cruzaron en dirección a la única puerta situada en el vértice del lado opuesto, y al entrar vieron un escritorio. Una monja anciana, vestida de blanco y gris, estaba sentada detrás de un diario abierto y un tintero anticuado. Dejó de leer y alzó la vista, sin demostrar sorpresa.

—¿Está abierta la capilla, hermana? —preguntó María.

La monja agitó un llavero que colgaba de su cintura y señaló un cepillo de madera astillado. Menéndez introdujo un billete de mil pesetas.

—Espero que valga la pena —murmuró.

Caminaron hasta el final de un largo pasillo decorado con baldosas azules y blancas, que plasmaban escenas de la Biblia. Un anciano, increíblemente delgado, con una cara que sólo hablaba de desesperación, les miraba desde su silla de ruedas. La monja abrió una puerta y les invitó a entrar.

Torrillo les alcanzó en dos zancadas. María advirtió, algo sorprendida, su prisa repentina.

—Hace frío ahí —dijo—. Estos lugares me dan escalofríos.

Estaba demasiado oscuro, y sus ojos tardaron en acostumbrarse a la falta de luz. Al fondo, en el altar, unos candelabros de oro arrojaban su pálida luz. Encima, un pequeño punto de luz iluminaba un cuadro de la Ascensión. Los colores se veían radiantes, incluso en la penumbra. Había más cuadros en todas las paredes de la capilla, apenas iluminados: escenas de un pesebre, Abraham a punto de sacrificar a su hijo, dos lienzos de la Virgen y el Niño.

—Síganme.

Caminaron con ella hasta el centro de la sala, en dirección al altar.

—Dense la vuelta.

Lo hicieron, y la boca de Torrillo se abrió como una trampilla.

—Joder…

Sobre la entrada había un lienzo de unos dos metros de anchura y uno de alto. Dos focos pequeños lo iluminaban desde cada extremo del marco. La pintura parecía una fotografía, al óleo, de la escena que habían contemplado hacía poco: dos hombres, vestidos con trajes elegantes, uno rojo y otro verde, yacían muertos sobre una cama doble. Su piel estaba putrefacta, y surgían gusanos de sus cavidades oculares. Una mano fantasmal (la mano de Dios) aparecía en la esquina derecha del marco con una balanza, sopesando el alma y el corazón de cada uno, y descubría que eran merecedores de su misericordia. En la esquina inferior izquierda, ardían los fuegos del infierno.

—Artistas en la vida, artistas en la muerte —murmuró la mujer, con algo más que una pizca de presunción—. Tal vez los hermanos Ángel habrían aprobado su fin.