Capítulo 5

De hecho, Menéndez podía contar más cosas sobre los hermanos a Catalina Lucena que ella a él. Había pedido que llevaran a la casa los expedientes delictivos y recortes de la hemeroteca, y los había mirado por encima. Revelaban casi todo lo que se había publicado, edulcorado para ¡Hola! y bien exprimido para Interviú y Playboy.

Pedro y Juan Ángel habían nacido treinta y cuatro años antes en uno de los suburbios más pobres de Barcelona. Eran siameses, unidos por la cintura desde el nacimiento, pero sólo en parte, aunque los médicos no descubrieron al principio este detalle. No compartían órganos internos, sino que sólo estaban unidos por la piel, pero en la España de aquel tiempo eran fenómenos de la medicina, y nadie supo diagnosticar el caso.

Su padre era un marinero que trabajaba en cargueros. Un año después de su nacimiento, zarpó hacia Kowloon y nunca se supo nada más de él. Casi todo el mundo supuso que ya no podía pagar las facturas que le pasaba el Hospital de la Virgen. Poco después de su segundo cumpleaños, los hermanos Ángel fueron separados mediante una sencilla operación pagada por suscripción pública, y a partir de ese momento ya no fueron noticia y desaparecieron de la conciencia pública.

En parte, fue un acto de conveniencia social. Los periódicos habían pintado al principio la imagen de una familia pobre que hacía frente con arrojo a un problema sin parangón. Barcelona es una ciudad grande, pero un lugar pequeño. Tales ficciones poseen una vida limitada. Su madre trabajaba de prostituta en los muelles, casi todas las horas del día, y la ciudad no tardó en enterarse. La operación salvó más o menos la conciencia pública, y la gente se preocupó de otras cosas. Para la familia no supuso ningún cambio. La madre siguió ejerciendo de prostituta, y de la educación de los niños se encargaba por lo general una tía que ya tenía seis hijos propios, todos chicos. Abominaba de su responsabilidad, y en particular del hecho de que fueran varones. Había pedido a la Virgen María hijas, desde el nacimiento de su primer hijo, pero sus plegarias no habían obtenido respuesta. Pedro y Juan eran unos chicos delicados, callados, afeminados, de modo que la tía actuó como si fueran la respuesta. Durante los ocho primeros años de su vida los trató como si fueran chicas. Llevaban vestidos de volantes los domingos, iban a clases de danza, participaban en las procesiones. Utilizaban nombres de chica (Ana, Belén). En ocasiones, cuando los domingos iban ataviados con sus mejores galas, y un toque de colorete en las mejillas, algunos hombres sonreían y los piropeaban. Nadie los relacionaba ya con los siameses. La historia había quedado relegada al pasado.

A los ocho años, sus tendencias se pusieron de manifiesto durante las clases de comunión y fueron expulsados ipso facto de la iglesia, y del colegio propiedad de la iglesia. El punto de vista general era que ellos mismos se habían metido en aquel atolladero, y que la responsabilidad de su futuro dependía por entero de ambos. Los dos se lo tomaron en serio y pasaron la mayor parte de la década siguiente dedicados a vivir en la calle, buscándose la vida como chaperos, vendiendo drogas duras y blandas, hasta implicarse en el círculo vicioso de la delincuencia juvenil: robaban bolsos y cámaras a los turistas, conducían coches robados a excesiva velocidad, realizaban pequeños atracos en los almacenes de los muelles. Pasaron cuatro períodos en un reformatorio, y más tarde uno en la cárcel antes de cumplir los veintidós, siempre juntos, pues se negaban a que les separaran. Fue durante su última estancia en la cárcel cuando tomaron clases de arte.

Una vez en libertad, los hermanos se autoproclamaron artistas y dieron a luz una serie de obras que les granjearon creciente fama y controversia, primero en Barcelona, y después a nivel internacional. Vendieron una colección de cabezas de toro encerradas en plexiglás por treinta y dos mil dólares, mediante la Sotheby’s de Nueva York, y después indignaron a la opinión católica hinchando una réplica de un condón de cuarenta y cinco metros delante de la Sagrada Familia. Trabajos posteriores incluyeron un cordero nacido muerto envuelto en plástico que alcanzó veinticinco mil libras en Londres (Torrillo, al enterarse, dijo: «He de contárselo a mi primo Carlos, cría ganado en Antequera. Supongo que podría cederles una oveja por, no sé, digamos la mitad de ese precio».). Un objeto titulado Naturaleza muerta, que consistía en una caja de cartón llena de kleenex con los que los hermanos se habían masturbado no logró venderse, hasta que apareció en Los Ángeles con un precio inicial de cincuenta mil dólares.

Al cumplir treinta años, cuatro antes de su muerte, los hermanos Ángel se habían establecido en el circuito de arte moderno internacional. Habían aparecido como estrellas invitadas en tres películas de Almodovar, y diseñado una campaña de Benetton. Las revistas calculaban que ambos eran millonarios en dólares, con cuatro casas en España, una en la Riviera francesa y un pequeño apartamento en el Lower East Side de Nueva York.

Los informes de la policía también demostraban que no habían renunciado del todo a su pasado. Los dos habían sido multados por posesión de heroína a mediados de los ochenta (a Menéndez le sorprendió que los hermanos siempre se metieran en problemas juntos, nunca por separado), y se les había amonestado por un incidente ocurrido en Barcelona, cuando un niño de doce años denunció abusos sexuales y diversas perversiones, pero retiró las acusaciones, al parecer después de ser sobornado. Admitieron ser habituales consumidores de drogas y, dos años antes de su muerte, revelaron que eran cero positivos, aunque no mostraban síntomas de padecer el sida.

Menéndez calló los detalles más salaces de la historia. La mujer era una anciana. Aún debía ser fiel a sus principios católicos. Cuando terminó, la mujer le estaba mirando fijamente.

—Pagaban, pero casi nunca estaban aquí —dijo, irritada por verse obligada a confesar que necesitaba el dinero—. No eran… mi estilo de gente. Pero pagaban.

Menéndez reflexionó sobre la geografía de la casa.

—Usted no oyó nada, no vio nada.

—Yo no he dicho eso —replicó la mujer con firmeza—. No me lo ha preguntado.

—Por favor…

La mujer bebió un sorbo de agua de un vaso que descansaba sobre una mesilla auxiliar.

—Cuando desperté ayer por la tarde, oí algo en el patio. Había alguien en el jardín, uno de esos gamberros. Saltó por encima del muro.

—¿Por qué no salió por la cancela?

—Porque está cerrada con llave, y es alta. Ya se habrá fijado.

—¿La cerró usted?

Ella le miró con desdén.

—¿Tengo aspecto de ser capaz? La criada lo hizo. Trabaja unas horas al día. Viene cuando los Ángel lo solicitan. Cuando no, me ayuda. Es un acuerdo al que hemos llegado.

—¿Qué aspecto tenía esa persona?

—Rojo. Iba de rojo. Estaba muy lejos. Detrás de los árboles. Sólo lancé una mirada, pero…

—¿Sí?

—Mis ojos ya no son lo que eran.

Vació el vaso y se volvió hacia la mujer policía.

—Hay una botella de fino en aquella vitrina. Me apetece un poco.

La agente regresó con la botella, una marca barata de supermercado que Menéndez no conocía.

—Creo que llevaba un disfraz.

—¿Qué clase de disfraz?

—Un… hábito. No sé. No pude ver la cara y…

Se interrumpió un momento. Menéndez pensó que iba a ponerse a llorar.

—Creo que ya le he hecho bastantes preguntas. Agradezco su colaboración.

La mujer asintió y se llevó un pañuelo gris a la cara.

—¿Se refería a los árboles que hay junto a la parra?

Señaló a la izquierda del patio.

—No, no. Allí. Al fondo.

—Ah. Ahora lo entiendo.

—Era un gamberro. Un vulgar ladronzuelo.

—Sí. Quizá.

Torrillo estaba contemplando el fondo del jardín. Menéndez cerró su libreta.

—He de hacerle una pregunta, doña Catalina. Supongo que se le debe dinero del alquiler, ¿verdad? Ella le miró con suspicacia.

—Hemos encontrado dinero en la habitación de los hermanos. Me ocuparé de que le paguen seis meses de alquiler. Supongo que es el mínimo en estos días.

La mujer asintió, aferrando el mojado pañuelo.

—Es el olor. El olor.

—Lo sé —dijo Menéndez—, lo sé.