—Puede que sea lesbiana. Debe de serlo. Eso es. Lesbiana. Es posible. Sin la menor duda.
El subinspector Felipe «Oso» Torrillo estaba escuchando con atención, la cara cada vez más encarnada, algo inusual sólo por la hora que era. Torrillo, un metro ochenta, ciento cuarenta kilos de peso, con la cara de un querubín gigantesco, estaba temblando de rabia contenida. Escuchaba a Quemada, el bocazas del grupo, y ardía en deseos de partirle en dos.
—Mira, Torrillo, tú no entiendes de estas cosas. En el fondo, las lesbianas se sienten culpables de serlo, así que no paran de dejarnos como un trapo, pero en el fondo, lo que quieren es catar una buena polla. Créeme. Mira allí. —Quemada apuntó un dedo hacia la menuda figura sentada en la sala de espera, frente a la oficina, y procuró que la mujer se diera cuenta de que estaba hablando de ella—. Estás viendo a una auténtica lesbiana. Baja al mercado y compra un buen pepino, verás si me equivoco o no. Les gusta tratar con polis, te lo aseguro, les gusta porque saben que somos hombres de verdad, no como los maricones con los que suelen andar. ¿Sabes por qué lo hacen? Porque confían en que un día las curemos.
La luz eléctrica arrancaba destellos de la calva del hombre, más bajo y viejo, se reflejaba en la delgada y brillante línea de su sonrisa, en la delgada y brillante tela de su traje. Había un año de diferencia entre los dos hombres, pero parecía una década. Tonillo se puso en pie y tembló en el traje de algodón holgado que colgaba sobre su corpachón con pliegues arrugados, el cabello color castaño largo y sujeto alrededor de su cara mediante una corta coleta, como una reliquia de una lejana estancia en la brigada antidroga. Quemada parecía un director de banco mal pagado, casi treinta centímetros más bajo y mucho más gordo, con una grasienta muestra de pelo aplastado en círculo alrededor de su calvicie. Resollaba cuando hablaba, y gotas de sudor perlaban su frente. Quemada removió una masa de papeles que cubrían el escritorio, como si alguien hubiera volcado una papelera sobre el mueble.
—Di a tu pequeña lesbiana si quiere curarse. Quizá yo pueda medicarla.
Tres de los demás policías que había detrás de él rieron, pero al ver la expresión de Torrillo callaron.
—Eres un capullo de mierda. Quemada —dijo el hombretón con semblante inexpresivo—. Un capullo de mierda.
Quemada buscó algo que decir, perdió la batalla, se repitió de nuevo, después miró hacia la puerta abierta, y Rodríguez entró en la sala. El inspector jefe olisqueó el aire: cigarrillos, sudor, chorizo barato y pedos rancios. Echó un vistazo a la figura sentada en la sala de espera, miró a Torrillo, cuyo rostro estaba ahora púrpura, y señaló su despacho. Los dos hombres avanzaron por el pasillo, Torrillo abrió la puerta de cristal, y ambos entraron y tomaron asiento.
Rodríguez, sentado en su butaca de piel con un traje recto azul oscuro, miró hacia la catedral, situada al otro lado de la plaza, la grotesca mezcla de gótico cristiano y mezquita árabe que atraía a rebaños de turistas cada día de la semana. Esta era la vista, su vista. Le pertenecía desde hacía más de una década. La forma en que la contemplaba, silencioso, pensativo, cuando los casos se ponían difíciles, la forma en que daba con una solución cuando todos los demás seguían en la inopia, eran cosas que se habían convertido en un mito de la comisaría. Le llamaban «el viejo» años antes de que lo mereciera, pero lo había aceptado sin problemas. Del caos y la corrupción que había sido el estamento policial durante Franco, había forjado algo que actuaba, funcionaba y lograba algo. Y aunque no siempre entendían cómo se las apañaba, eso también formaba parte del mito, la magia. A veces, no era necesario entenderlo todo.
La Torre del Oro, la torre del reloj de treinta metros de altura que fue minarete en otra época, arrojaba una sombra larga y estrecha sobre la plaza. Eran las ocho y media de la mañana, y en el Alarcón, el pequeño bar favorito de los policías, Rodríguez vio a una buena parte del turno de mañana comiendo montones de churros, que sobresalían de grasientos cucuruchos de papel, bebiendo tazas de café y chocolate, o copas de coñac. Torrillo observó que el inspector jefe se acomodaba en su sitio, y sintió, con una inesperada punzada de inquietud, la preocupación que le estaba jodiendo en los últimos tiempos sin cesar. El viejo, el detective al que todos habían respetado durante más tiempo del que nadie recordaba, parecía viejo. Hubo un tiempo en que todo el mundo estaba pendiente de sus palabras. Cuando era cosa sabida que, por pringados que estuvieran los demás miembros del departamento. Rodríguez era recto, se atenía a las normas y solucionaba problemas que nadie era capaz de ver. Pero había pasado mucho tiempo desde que todo se había solucionado. Ahora, parecía viejo, acomodado y satisfecho. Debía pasar ya de los cincuenta y ocho años, la jubilación le estaba guiñando el ojo desde el horizonte y él empezaba a devolverle el guiño: una casita en la costa. Dedicar un poco de tiempo a la familia, de la que tanto hablaba. Torrillo ya le veía jubilado, la cara bronceada y vivaracha que poco a poco iba adoptando el color de la caoba bajo el sol, los ojos vivos y oscuros que perdían su brillo. Ya estaba sucediendo. Todos lo sabían. Cuando las cosas se complicaban, cuando un caso se atascaba, hubo un tiempo, sentados ante sus copas en el Alarcón, hundidos y cabizbajos, en el que alguien decía, «el viejo lo solucionará». El tiempo iba pasando. Las generaciones cambiaban, y con ellas las costumbres del mundo.
Torrillo se daba cuenta de todo, se daba cuenta de que el viejo se estaba apoltronando, se preguntó por qué alguien iba a culparle.
—Joder, ¿por qué nosotros? —preguntó en voz alta.
Rodríguez miró a su subinspector y sonrió.
—¿Y por qué no? La chica quiere aprender. ¿Con quién mejor que con nosotros? Es un cumplido.
—Esos no parecen pensar lo mismo.
Torrillo señaló con el pulgar la oficina de fuera.
—Son… ¿cuál era la frase que he oído por la puerta? Unos capullos de mierda.
Torrillo rio.
—Yo también. A veces.
—A veces.
Un destello de buen humor alumbró en los ojos de Rodríguez, que también revelaron cierta viveza, aunque tal vez no durara. Torrillo se recordó que nadie del edificio, nadie, tenía ese aspecto, sobre todo a aquella hora de la mañana, y en Semana Santa.
—Hazla entrar. Luego, ve a buscar café. Nos atendremos al horario previsto. Después, trabajaremos un poco.
Torrillo se puso en pie. Ya habían aparecido grandes manchas de sudor en sus axilas.
—Desde luego. Algo pasa ahí fuera esta mañana, algo nuevo. No sé qué es. Trajeron algo para usted antes de que llegara.
Rodríguez asintió y echó un vistazo al informe que descansaba sobre su escritorio. Aún lo estaba mirando cuando se abrió la puerta y entró María Gutiérrez.
Torrillo la siguió, cerró la puerta y carraspeó.
—Iré a buscar café.
—Y un poco de agua para mí, por favor —dijo la mujer en voz baja. El acento era leve, pero definitivo: del norte, clase media, firme.
Rodríguez la miró. El informe que había recibido sobre la adscripción, y que apenas había leído, le preparaba para otra persona. María Gutiérrez era menuda, poco más de metro cincuenta. Vestía una camisa de estopilla azul claro y tejanos descoloridos y abolsados, con aspecto de haber sido comprados en un mercadillo. Su cabello daba la impresión de salir disparado de su cabeza en una masa enredada, hasta ser rendido por la fuerza de la gravedad. Rodríguez no supo decidir si era un estilo deliberado o simple falta de cuidado. En contraste con su rostro, delicado y llamativo, poseía una especie de elegancia desordenada, pero no era de las mujeres que se esforzaran por resultar atractivas. No llevaba ningún maquillaje sobre su piel clara y pálida, que parecía más del norte de Europa que española. Unos ojos azules brillantes e inteligentes le examinaron a su vez. Rodríguez lamentó no haber leído a fondo el informe. No pudo adivinar su edad: entre los veinte y los treinta. La edad nunca había sido uno de sus puntos fuertes.
Torrillo volvió al despacho, dejó tres tazas de café sobre el escritorio, y tendió a la mujer un vaso de plástico con un poco de agua.
—Gracias —dijo ella—, y gracias por concederme el tiempo de dejarles ver en acción.
Torrillo sonrió y se ruborizó al mismo tiempo.
—Señora Gutiérrez —dijo Rodríguez—, ¿estudia usted en Salamanca?
—No, inspector. Soy profesora en Salamanca.
—Ah.
—Profesora de humanidades. Pensaba que le habrían informado.
—¿Humanidades? —preguntó Torrillo, perplejo—. Esto es una comisaría de policía. No parece el sitio más adecuado para investigar humanidades.
—Soy licenciada en humanidades. Trabajo para el ministerio de Administraciones Públicas.
Lo dijo en tono pausado, paciente.
—Estamos poniendo en marcha una serie de proyectos que estudian la forma de trabajar de las fuerzas policiales. Se engloban en un plan subvencionado por el gobierno, que a la larga puede dar lugar a recomendaciones para programas de preparación e investigación oficiales. La universidad también se enfrenta a los cambios que dictan los tiempos actuales, inspector. Hemos de pagar nuestros gastos, por eso aceptamos estos contratos. Hemos llevado a cabo estudios en Madrid, Barcelona y Málaga. Estamos trabajando en otros aquí, y también en Burgos y Santander. A la larga, se hará un informe… Existe una metodología del proyecto que le podemos proporcionar, si así lo desea. Básicamente, nuestra misión es observar, seguir el desarrollo de un solo caso, e informar después sobre la forma de llevarlo.
—¿Una meto qué?
Torrillo frunció el ceño, confuso.
—Una metodología. Un procedimiento, si lo prefiere.
—Prefiero procedimiento. Es una palabra que la policía utiliza.
—¿Inspector?
Rodríguez había devuelto su atención al informe. Lo abandonó a regañadientes.
—Inspector, ¿no quiere que le explique cómo voy a trabajar?
—Le ruego que sea breve. He recibido una carta de Madrid en la que se nos pide que atendamos sus solicitudes y le concedamos libertad de movimientos, siempre que sea posible. Por lo tanto, sea bienvenida, pero, como sin duda comprenderá, nuestra prioridad es hacer el trabajo por el que nos pagan. La ayudaré en todo cuanto pueda, siempre que, y es importante que comprenda esto, siempre que no interfiera en nuestro trabajo.
Los ojos azules relampaguearon, y Rodríguez reconoció el hielo que había detrás de ellos, tal como se esperaba de él.
—Por supuesto. No tengo la costumbre de entrometerme. Sólo deseo seguir su trabajo, observar, tomar notas. Cuando haya terminado mi cometido, le haré unas preguntas a usted y a su subinspector. Un interrogatorio, si lo prefiere. Le enviaré una copia del informe definitivo.
Rodríguez movió la mano sobre el escritorio, un gesto dirigido a los volúmenes que forraban las paredes del despacho.
—Informes, informes, informes. La vida de un policía está hecha de papel.
La mujer le miró, inexpresiva.
—No. Lo siento, Me gustaría recibir su informe, por supuesto. De momento, debo concentrarme en uno diferente.
Cogió la hoja de papel que tenía delante.
—La idea, si la he entendido bien, es que siga una sola investigación desde el principio hasta el final…, sea cual sea.
La mujer asintió.
—El final puede ser poco concluyente, desde luego. Tenemos un buen tanto por ciento de éxitos, pero nadie es perfecto.
—Lo comprendo. Lo más fácil sería asignarme a un caso que necesite un potencial humano significativo, y me retiraré en cuanto la investigación haya concluido o estén a punto de resolverla.
—Entiendo —dijo Rodríguez, y miró de nuevo el papel de su escritorio—. ¿Es usted impresionable, profesora?
Los ojos azules ni siquiera parpadearon.
—Bien. Ya lo averiguaremos. ¿Ha oído hablar de los hermanos Ángel?
—¿Los artistas? Sí, claro. ¿Quién no?
Torrillo negó con la cabeza.
—Yo no.
—Bien. Ya los conocerá. Los encontraron muertos anoche. Asesinados, probablemente. Muy molesto a principios de Semana Santa, si quiere que le diga la verdad. Había esperado captar su atención con una explicación sobre nuestros excelentes sistemas de control del orden público, profesora, pero parece que esto no va a poder ser. La casa está en Carmona. Encargaré el caso al inspector Menéndez. Se encontrará con usted en el aparcamiento.
La mujer no se inmutó.
—¿Anoche, inspector?
—Eso he dicho.
—¿Y son casi las nueve de la mañana del día siguiente? ¿Tanto tarda un oficial de policía en llegar al lugar de los hechos?
—Fueron encontrados anoche por una señora muy anciana. Es muy frágil y, comprensiblemente, estaba muy confusa. Cuando telefoneó al número de emergencias, sólo se quejó de un olor muy malo. Nada más.
—¿Y?
—El operador la puso en contacto con un fontanero, cosa difícil a esas horas de la noche. Cuando el fontanero llegó, nos llamó y explicó cuál era la verdadera situación. Creo justo reconocer que hubo un problema con nuestra… ¿cómo ha dicho usted?, metodología. Por favor, el inspector Menéndez está esperando.
Tonillo se levantó, caminó hacia el perchero y se puso la chaqueta. Ella le siguió hasta la puerta, mientras garrapateaba frenéticamente en una pequeña libreta.
Torrillo se paró antes de salir para firmar. Quemada estaba sentado a la mesa de al lado con una sonrisa estúpida en la cara, para que todo el mundo se diera cuenta. La miró de arriba abajo, chasqueó la lengua repetidas veces, se encogió de hombros y dibujó una sonrisa torcida, como diciendo, tal vez en un mal día.
María Gutiérrez dejó de escribir, se agachó y miró a Quemada a la cara, tan cerca que pudo oler su aliento a tabaco. Torrillo captó el repentino cambio en la atmósfera que reinaba en la oficina y se volvió para mirar.
Quemada se inclinó sobre la mesa y flexionó el brazo. Un músculo fofo se formó entre el codo y el hombro.
—¿Le gustan los bíceps, señora? —sonrió Quemada.
—Cuando están entre las orejas no.
Torrillo lanzó una carcajada, un sonido estentóreo que se propagó por toda la oficina. Quemada guardó silencio, con la cara púrpura. María Gutiérrez se enderezó, guardó su cuaderno en un pequeño maletín de piel gris y salió por la puerta, saludada por una salva de alegres aplausos.
Torrillo miró a Quemada, cuya barbilla seguía casi pegada al escritorio, y sintió una punzada de simpatía.
—Puede que sea lesbiana, amigo —dijo—, pero si lo es, es nuestra lesbiana.
Después, la siguió, bajaron dos tramos de escaleras y llegaron al aparcamiento. Ya en el exterior. Torrillo se encaminó a un gran Ford sedán y abrió la puerta para que María entrara. El hombre sentado delante ni siquiera se volvió.
—Le presento al inspector Menéndez —gruñó Torrillo, casi avergonzado.
—Buenos días, inspector —saludó la mujer al hombre del traje gris, mejor dicho, a su espalda. No hubo respuesta.
Dos minutos después, salieron en silencio de la comisaría de policía. El calor había llegado pronto aquel año. Colgaba pesado y húmedo en el aire.
En la plaza, brigadas de obreros se dedicaban a completar las tribunas improvisadas que seguían la ruta de la procesión principal del domingo siguiente, Trepaban y se colgaban de los enormes armazones, similares a esqueletos, como insectos que inspeccionaran los huesos de una bestia muerta tiempo atrás.
Torrillo giró a la derecha en la Torre del Oro, esperó a que el semáforo se pusiera verde, entró en Campillos, y después pasó ante el enorme muro circular de una plaza de toros, de un dorado suave bajo el sol de la mañana.
—Semana Santa. Uf.
Estuvo a punto de escupir por la ventanilla, pero luego recordó que tenía compañía.
Menéndez inspeccionaba las calles, y luego se volvió para mirarla. Una cara fría, delgada, sin rebasar los treinta años, angulosa, con un bigotillo negro. El inspector iba vestido con un pulcro traje azul oscuro, una inmaculada camisa blanca y una corbata de seda rojo oscuro. Parecía un corredor de bolsa.
—La tradición no es un punto fuerte del cuerpo de policía, profesora —dijo con voz monótona—. Somos propensos a vivir al día.
—Tradición —ladró Torrillo por la ventanilla abierta. La mujer vio que su coleta, sujeta por una goma, se agitaba cuando hablaba—. Semana Santa… ¡Mierda santa! ¿Sabe lo que hacen? Pasan los tres primeros días de la semana de rodillas, y los cuatro siguientes tumbados. Bebiendo o fo… Bien, ya sabe a qué me refiero. Recibimos unos cien mil visitantes durante la Semana Santa, y todos son iguales. Tres días lloriqueando —aflauta la voz y por un momento levanta las manos del volante y las junta—, «por favor, Jesús, sálvanos, por favor, hemos sido muy, muy malos este año». Después, directos a la feria del parque, toda la santa noche en las casetas, hasta ponerse ciegos de fino. Si eres policía en Semana Santa, o estás dirigiendo el tráfico, a borrachos extraviados, o calmando a gente confusa, porque son incapaces de decidir si pelean o folian. Perdone mi rudeza, señora, no estará escribiendo eso, ¿verdad?
Torrillo miró por el retrovisor y vio que María sonreía.
—Estupendo. No me gustaría que escribiera eso. Podría dar una idea equivocada a la gente que paga nuestros sueldos.
El coche dobló una esquina estrecha y cerrada, flanqueada por muros de piedra blanca, y pasó junto a peatones que andaban por las angostas aceras. Después, la calle se abrió a una arteria más ancha. Las casas parecían más grandes, con enormes puertas de madera. La mayoría estaban entreabiertas y revelaban patios sombreados, iluminados por pinceladas de color: el rojo de los geranios, el púrpura de las jacarandas.
—Carmona. Ya estamos. ¿Ve la iglesia parroquial? Dicen que tiene la mejor virgen de la ciudad. De donde yo vengo, no hay vírgenes en la ciudad. Por lo visto, en Carmona aún quedan algunas. Y aquí nunca decimos la palabra que empieza por efe. Si lo hace, la gente se desploma muerta en las calles, de tan delicada que es.
Torrillo siguió con la mirada a un carruaje tirado por un caballo, lleno de pasajeros que parecían bastante borrachos, hasta que se internó poco a poco en una callecita lateral. Señaló con un dedo índice, que parecía salido del mostrador de una carnicería, hacia una antigua mansión cuadrada. Una ambulancia Citroën blanca estaba aparcada ante la puerta, además de dos furgonetas de la policía. Torrillo pasó por las puertas de hierro, que necesitaban una capa de pintura, y luego aparcó en un camino de grava, bajo una mimosa muy enmarañada. Como si fuera un taxista, salió del coche primero, dio la vuelta y abrió la puerta posterior.
—Puede llamarme Oso, si quiere. Todo el mundo lo hace, excepto el inspector.
María Gutiérrez salió del Ford. Su cabeza quedaba a la altura del pecho de Torrillo.
—Oso.
—Creo que es cariñoso. Casi siempre, al menos.
Cuando se volvieron hacia la casa, Menéndez ya estaba conversando con uno de los agentes de la policía científica. Su cara, bronceada y angulosa, oculta ahora por unas gafas de sol, era inescrutable.