Capítulo 2

La carretera está tranquila a las seis de la mañana. Dentro de una hora, los pesados camiones procedentes de las nuevas autovías de Cádiz, Sevilla y Córdoba, empezarán a estrangular los dos carriles, arrojarán nubes de diésel negro a las palmeras que bordean la autopista, disputarán el espacio a quienes van a trabajar desde los suburbios. Ahora, reina algo cercano a la paz.

María Gutiérrez mantiene una velocidad constante de cincuenta kilómetros por hora en su Seat Ibiza alquilado, con los ojos, a media asta, doloridos, vigilando la carretera. El pequeño coche rojo se pega al carril interior el máximo tiempo posible. María no corre, se deja llevar por el tráfico, intenta no pensar en el lugar al que la conduce. Han pasado diez años, una década, desde que estuvo por última vez en la ciudad, y regresar es como entrometerse en su pasado doloroso. Su cabello vuela sobre su cabeza, despeinado y enmarañado, suelto al viento polvoriento que sopla por la ventanilla medio bajada. Es de color castaño claro, con mechas rubias, demasiado joven, demasiado salvaje para ella, una reliquia del ayer. Sus ojos azul claro, penetrantes, un poco llamativos, se mueven entre la carretera y la calle, y viceversa, en busca de indicaciones, registran paisajes que agitan viejos recuerdos, despiertan el pasado que yace enterrado en algún lugar de su cabeza. Son unos ojos profundos, inteligentes, viejos, unos ojos asentados en un rostro pálido y vigilante, más impresionante que atractivo. María Gutiérrez tiene treinta y tres años. Tiene los ojos de alguien diez años mayor y el peinado de una veinteañera.

Siete horas antes, en plena noche, abandonó su bloque de apartamentos de Salamanca, en la ciudad nueva: luminosa, limpia, aséptica. Los bloques distan el número preciso de metros de sus vecinos, especificado por las autoridades locales. La forma pétrea gris y silenciosa del lugar posee corrección, exactitud, y una especie de confort frío y apagado. No se recoge la basura a las tres de la mañana. Se desalientan los cánticos, las fiestas que duran hasta el amanecer y las broncas familiares a voz en grito. Nadie conoce al vecino. La gente se levanta por la mañana, va a trabajar, vuelve a casa y se acuesta. Así ocurre en Castilla, así es la ciudad nueva, lejana y henchida de una sensación no verbalizada de pérdida. Pero también segura. Más al norte, las emociones saben estar en su sitio. Bajo la superficie, bajo la escalera, donde no pueden tocarte.

En el sur es diferente.

María Gutiérrez condujo seis horas en total oscuridad, por autovías que no conocía, a gusto con la negrura, a gusto con el anonimato, con la seguridad que prometía. Después, cuando el sol se elevó, brillante, amarillo e intrépido, sobre la cadena montañosa que se alzaba hacia el este, llegó a la ciudad.

La carretera bordea el barrio viejo siguiendo el perímetro de murallas exteriores construidas por los árabes en el siglo IX, poco después de capturarla. Trescientos años después, los cristianos regresaron, triunfantes. Desde detrás de esas mismas murallas lanzaron la campaña que dos siglos más tarde completaría la Reconquista de España. Otra guerra civil, quinientos años después, destruyó la mitad de las piedras agrietadas. Los planificadores urbanos de los años sesenta terminaron el trabajo, y las derribaron para dejar paso a una arteria de tráfico rápido asfaltada.

Aún quedan señales de los viejos límites: una puerta arqueada aquí, un fragmento de muralla allí. Un muchacho, alguien fascinado por su cabello, por sus ojos, se lo había enseñado una vez, cuando ella estaba en la universidad, cuando sus emociones le gastaban malas pasadas, antes de que aprendiera a dominarlas, a mantenerlas encerradas en su interior. Pasa ante las murallas y, en ese pequeño espejo interno que surge de la nada, no invitado, no deseado, ve su cara. Se pregunta dónde está, si sigue vivo. Un tenue recuerdo de su última discusión acude a su mente, el momento en que su intensidad, su intimidad, la abrumaron. Cuando escogió la seguridad de estar sola sobre los peligros de ser dos. El recuerdo se repliega en su sueño y, por un momento, ella deja vagar su mente por si despierta, contiene el aliento hasta que el silencio vuelve a reinar en su interior.

El coche deja atrás el antiguo desvío a Cádiz, se adentra en el perímetro amurallado, sigue la carretera de circunvalación a la derecha, y después empieza a avanzar hacia el río, una perezosa masa marrón que se encuentra a unos doscientos metros de distancia. En el camino que le lleva desde las montañas de Cazorla al Atlántico, el Guadalquivir da un extraño rodeo alrededor de la roca baja sobre la cual fue construida la ciudad. Fluye por ambos lados y forma una pequeña isla natural, fácilmente defendible, aunque demasiado pequeña para albergar el tipo de población que la ciudad no tardó en empezar a atraer. Deja atrás el laberinto de ladrillo y madera antiguos que señalaba los muelles medievales (Colón atracó aquí una vez), deja atrás los barcos de placer que esperan a los visitantes del día. Tras la barandilla barnizada de un pequeño vapor, alguien saca brillo al puente, con la ceniza del cigarrillo oscilando sobre la madera reluciente.

Ahora corre junto al borde del agua. Sólo un estrecho sendero peatonal, situado un poco más abajo, la separa del agua. Un grupo de adolescentes está ensayando para la corrida: trompeta, cornetas y tambores destrozan una de las viejas melodías. Se cuela un momento por la ventanilla entreabierta, cuando pasa a su lado. Después, piadosamente, se aleja sobre el agua hacia los verdes espacios abiertos del parque de Alfabia, en la orilla opuesta. Las palomas aletean en el aire, como irritadas por la cacofonía.

Cuatro puentes conducen a la ciudad vieja. Cada uno recibe el nombre de los cuatro barrios a los que prestan el servicio: Carmona, Veracruz, Santana y el Viejo. El barrio. Ella recuerda el nombre (no puede evitarlo, el espejo ha regresado y esta vez no se irá), piensa en pequeñas habitaciones de pequeños apartamentos, pequeñas camas, el sonido de una estructura de hierro que cruje bajo el peso de dos cuerpos. Sólo necesita pasar dos de los puentes antes de entrar en el Viejo, pero en cambio da una vuelta a la ciudad, otros veinte minutos de demora, rozando los bordes, en busca de una excusa para dar media vuelta, seguir las aceras, mirar, pensar en el día que se extiende ante ella. No hay excusa. Hoy será un día tranquilo. Aún faltan días para las grandes celebraciones, los momentos álgidos. Eso será el fin de semana. La Semana Santa acaba de empezar. Las barreras para contener a las masas aún están de una pieza; los juerguistas nocturnos todavía no las han tirado al río. Nadie ha prendido fuego a las gradas de asientos de madera instaladas para los desfiles. No hay ni una sola forma derrumbada sobre los bancos de la orilla.

El puente del Viejo aparece a su derecha, dorado y antiguo, con tres graciosos arcos sobre el Guadalquivir. Pone el intermitente, mira por el retrovisor y se adentra en la estrecha calle de un solo carril. El semáforo está verde, el coche atraviesa el puente mientras el viento silba desde las murallas. Pasa bajo la Puerta Almohade, un inmenso arco de triunfo degradado por los siglos y la polución más reciente, y entra en la plaza de la Paz, tuerce a la izquierda de nuevo, y ya está en el barrio. Recuerda la calle, localiza el pequeño aparcamiento subterráneo, deja el coche y vuelve a pie a la superficie. El apartamento está donde suponía. Abre la puerta, sube la escalera, tira la bolsa al suelo, abre la ventana para refrescar la asfixiante habitación y se tiende en la cama, con la vista clavada en el techo.

Los sonidos y los olores de la ciudad penetran desde el exterior. Una década después, son los mismos.