La Soledad.
Las palabras resonaron en la cabeza de la anciana, mientras despertaba lentamente de sus sueños, que ya se iban desvaneciendo a toda velocidad. Afuera, a través del arco y las columnas de la puerta, la ciudad rugía como un animal invisible. El olor de las adelfas se mezclaba con las emanaciones de diésel y cigarrillos. Desde su silla de mimbre, cuyas aristas y grietas mordían ahora sus huesos, la mujer veía el patio al otro lado del jardín. Un puñado de naranjos y limoneros moteados de fruta arrugada, polvorienta a la luz del atardecer, cáscaras llenas de semillas, de un rojo cerúleo, en un granado solitario, el repentino efluvio de orina de gato transportado por el inoportuno aire caliente del atardecer.
Catalina Lucena veía los fantasmas que se reagrupaban y poblaban otro lugar: radiantes, alegres, ruidosos. El sonido de las risas corría de una pared centelleante a otra, y los azulejos brillaban al sol como si fueran nuevos. Veía las figuras que se desplazaban de grupo en grupo, como habían hecho más de sesenta años antes cuando, siendo una muchacha, las había contemplado con admiración y embeleso desde esta misma habitación. Todos los grandes personajes de la época les habían visitado. Incluso el propio Lorca, en una ocasión. Les había visto beber fino y manzanilla bajo el joven naranjo. Les había oído hablar de cosas que no entendía. Había visto sus rostros cambiar en el espacio de dos estaciones, transmutar del buen humor optimista a, primero, una preocupación silenciada, tenue como una telaraña, luego a una visible angustia, y por fin al miedo, simple, desnudo, brutal.
Y los árboles siempre habían florecido, cargados de frutos. Colgaban de las ramas sin que nadie los cogiera, acumulando el polvo de los carruajes y coches que ella oía al otro lado del muro.
Un día, bajó de su habitación pequeña y soleada, despertada por algo que no identificó. El suelo estaba sembrado de fruta podrida. Era como si un repentino terremoto la hubiera hecho caer del árbol. Estaba tirada sobre la seca tierra parduzca, estropeada y podrida. Carne y pulpa asomaban debajo de las cortezas anaranjadas y amarillas destrozadas. La visión tenía algo de aterrador, de obsceno.
Toda una vida después, flotó sobre la muchacha que era entonces, la vio vestida con su traje de algodón blanco y rosa, suelto y fresco bajo el sol, al otro lado de la puerta del patio, de baldosas doradas y azules, contemplando aquella amarga cosecha con sobresalto, como asaltada por una premonición.
Esperó, esperó. Llegaría. Siempre llegaba.
Una explosión se oyó al otro lado del muro del patio, un ruido tan enorme, tan violento, que el mundo dio la impresión de partirse en dos. El aire y el cielo se estremecieron con el estrépito. Chilló y el tiempo se ausentó de sus sentidos, los segundos se convirtieron en horas, como para propagar el dolor que prometían.
Los árboles se cargaron de electricidad. Sus ramas chasquearon como en estado de alerta, como si un filamento fibroso de músculo, tirante como el acero, corriera por la savia y se hubiera tensado a causa de la furia o el miedo. Se cerraron como puños, después se relajaron, y el aire se llenó de hojas y ramas y del aroma dulzón a fruta podrida. Llegó a sus oídos la descarga del cañón, que trajo un nuevo olor, el olor penetrante a cordita y quemado.
Sobre su cabeza, el sonido de alas, el grito frenético de los pájaros, que batían, batían, batían.
Una forma toma cuerpo ante su vista, desciende flotando desde el cielo, lágrimas de sangre contra el blanco puro, lo bastante cerca para tocarlas. Cae con la velocidad de una sola pluma, lenta, casi grácilmente. Ve el rojo, profundo y real, que cubre sus plumas, ve el tajo sanguinolento alrededor de su cuello, donde el disparo ha segado la cabeza. En el fondo de su mente, se oye gritar. Pero no hay ruido, no hay dolor, no hay sensaciones. El mundo se ha reducido a este único acontecimiento: una paloma decapitada desciende delante de ella con una lentitud sobrenatural.
Ve que su cuello se agita frenéticamente de un lado a otro. Ve la sangre bombeada desde su corazón, que aún late. Las gotas vuelan con lentitud por el aire, perlas rojas perfectas, casi congeladas en su movimiento. Salpican su vestido, su piel. Ve el rojo sobre sus brazos, lo siente pegajoso en el cuello. Cuando grita, siente la fina lluvia roja en su lengua, y no puede evitar probarla, nueva, tibia y salada, lamer su paladar en una reacción automática, y sólo el pensar en ello empieza a revolverle el estómago, mucho antes de que la sensación física se instale en la realidad.
El tiempo se detiene. Hay un momento en que la paloma se queda petrificada ante ella como diciendo: este es el sentido. Y después, los segundos cobran realidad de nuevo. El animal cae al suelo con un repentino y brutal aleteo, y cuando ella empieza a tener náuseas, comprende que este acontecimiento, si bien no es más que el precursor de otros peores, la marcará para el resto de su vida. En otro tiempo, una muchacha vomita en el patio de su casa ancestral, con el cuerpecito destrozado de una paloma a sus pies. Afuera, el sonido de las armas, el olor a sangre.
La Soledad.
Doña Catalina ve a su fantasma alejarse, desvanecerse lentamente en el sol del atardecer. Una súbita cólera se apodera de ella: ¿por qué ahora? ¿Por qué los muertos no siguen enterrados? Un cosquilleo de lágrimas en sus ojos. Se siente avergonzada del sabor, seco y agrio, de la manzanilla rancia en su garganta. Una frugal colación, un sorbo del recipiente de plástico que la asistenta a tiempo parcial compra en la esquina, tardes sudorosas, soñolientas. Pero al menos, los sueños se han mantenido alejados, durante años, casi hasta el punto de poder olvidarlos.
Un ruido llama su atención. Pese a su fragilidad, sus ojos, sus oídos, siguen tan penetrantes como siempre. Percibe un movimiento en la esquina del patio. Ve que una figura se precipita tras una confusión de buganvillas púrpura y corre hacia la pared del fondo. Está medio oculta por los árboles. Lo único que ve es rojo, rojo por todas partes, ninguna cara, ninguna identidad.
Rojo profundo, el color de la sangre de la paloma.
Siente que la cólera aún no la ha abandonado, tensa las manos sobre los brazos de la silla de mimbre y se incorpora. Sus huesos protestan. Aferra el viejo bastón que ahora ha de utilizar siempre, y su invalidez alimenta su furia.
—¡Mierda, mierda, mierda! —grita por la puerta abierta.
El sonido resuena en el patio de azulejos. Su voz vuelve a ella como el graznido de un cuervo. Nuevas lágrimas se agolpan en sus ojos.
—¡Ladronzuelos de mierda! Abusáis de una vieja en lugar de trabajar para vivir. Venid aquí. Vais a ver lo que es bueno. ¡Os meteré el bastón por el culo, ladronzuelos!
Se oye un roce de hojas en la esquina del patio, un gruñido de agotamiento. La figura roja salta por encima del muro.
La mujer experimenta alivio, y vergüenza al darse cuenta. Así son sus días: despertar, comer, dormir, contar las pesetas para comprobar que podrá hacer lo mismo mañana. Y ahora, gritar a los ladrones de poca monta que vienen a robarle.
Vuelve a sentarse en su silla y pasea la vista por la habitación. Los objetos más valiosos ya han desaparecido, camino de la sala de subastas de la calle Mayor. Las pinturas, la porcelana, las alfombras chinas. Toda la trama de sus recuerdos de infancia ya se ha dispersado. En el ojo de su mente, esa parte activa y proteica de su imaginación en que ahora prefiere habitar, ve los apartamentos de los nouveaux riches del barrio nuevo donde viven, atestados en cajas estrechas, sin intimidad, como los pobres, pero con televisores y radios atronadoras. Su vida, sus antepasados, encerrados entre sus delgados muros de yeso, prestan una leve autenticidad a esas existencias mundanas y hueras.
Bien, no falta nada. Está segura casi de inmediato. Todo cuanto queda en su vida es una piedra angular firme, tangible. Perder un jarrón, un fragmento de realidad del pasado, bastaría para que se diera cuenta al instante.
Doña Catalina parpadea y se da cuenta de que, durante un breve período de tiempo, su mente ha desaparecido. Ningún pensamiento, ni siquiera la vieja y bienvenida punzada de ira, la repentina estocada de sentimientos que la mantenían con vida. La vejez estaba empezando a fosilizaría, poco a poco, día a día. El proceso había empezado décadas antes, con la suave caída de la paloma decapitada. Ahora, se estaba acelerando hacia su inevitable final. No significaba nada para ella.
Olfatea el aire y empieza a comprender. Es el olor, el viejo olor.
Una vez más, se levanta penosamente de la silla de mimbre. Lleva un viejo y descolorido vestido estampado que ahora cuelga como un saco sobre sus huesos. Rosas azules, en otro tiempo del color del mar, son pálidos aguafuertes contra un fondo negro de hojas. Su cabello, gris con mechas color jengibre, está recogido en la nuca con un severo moño. Su rostro, arrugado y parduzco, aún conserva cierto aspecto aristocrático: la mirada capaz de fulminar a los imprudentes, la nariz ganchuda que ha caracterizado a su familia desde los tiempos de la Reconquista, como mínimo, los pómulos, casi puntiagudos que fulguran bajo los ojos. Parece una frágil águila anciana en busca de una presa, mientras avanza hacia la puerta de la planta baja apoyada en el bastón.
Doña Catalina gira el pomo y entra en el vestíbulo. Es más elegante que su habitación. La entrada es grande y fresca. El sol se derrama por los cristales polvorientos que coronan una antigua puerta doble chapada de latón. El suelo está barrido, los azulejos centellean con el brillo de una vasija de cerámica centenaria. En una pared del vestíbulo rectangular cuelga un enorme espejo largo hasta el suelo, con puntos en los que asomaba el azogue. Se ve al otro lado de la sala: un ser etéreo y borroso, que da la impresión de fundirse con la mansión.
Así terminan las grandes familias, piensa, en la decadencia, en la ruina, en la pálida gloria de su pasado. Aquellos idiotas de la guerra se equivocaron. No hubo el gran punto de inflexión, ni momento apocalíptico. Sencillamente, todo… se desvanece, hasta que nada queda, salvo una colección dispersa de cosas efímeras, sin ninguna relación, excepto una historia que ninguna persona viva sería capaz discernir.
Huele el aire de nuevo y un escalofrío recorre su espina dorsal. Empieza a comprender el motivo de que se despertara, y no ha sido el ladronzuelo del jardín.
Camina arrastrando los pies hasta las demás habitaciones de la planta baja. Están desocupadas, pero en estos días, ¿quién sabe? Cuanto más avanza hacia la escalera, más se aleja el olor. De todos modos, saca el llavero de su bolsillo, introduce las llaves en las cerraduras y mira dentro, para retrasar lo inevitable. Nada, excepto muebles cubiertos con sudarios, como fantasmas deformes esperando que algo los despierte. Las tres están iguales: silenciosas, polvorientas, muertas.
Después de cerrar la puerta de la última. Doña Catalina se sienta en una pequeña silla de respaldo vertical colocada junto al espejo. Hay un asiento más cómodo al otro lado de la sala, pero no quiere ver su reflejo en el cristal. Hasta la visión de su propia cara podría aterrarla.
«Los hermanos Ángel», dice para sí, y menea la cabeza. Habían pagado bien este último año y, en cierto sentido, no la habían engañado. Sólo se alojaban en la casa muy raras veces. Eran famosos, decían. Y era cierto. Le enseñaron los artículos de los periódicos: las exposiciones en Londres y Nueva York, sus perfiles biográficos en lujosas revistas extranjeras. Pero también eran famosos por otras cosas, y pronto fue patente. Las puertas que se cerraban con estrépito a media noche. Extraños visitantes con extraños atuendos. Peculiaridades que, en ocasiones, la asustaban, le provocaban un escalofrío demasiado familiar.
Un día, en el vestíbulo, les había visto bajar a los dos, cogidos de las manos y riendo como niños, vestidos con unas prendas de cuero extravagantes que les daban un aspecto ridículo. Ella no era una ignorante. Sabía de ciertas cosas.
—Son de Barcelona —dijo, y les dirigió aquella mirada de águila que nadie, ni siquiera los hermanos Ángel con la sangre inundada de sustancias, podía ignorar.
Pedro, el silencioso, el del cabello rubio (¿era teñido?), asintió.
—¿Son hermanos? ¿Son hermanos de verdad?
—Sí, doña Catalina —dijo (y ella se dio cuenta de que, por algún motivo, el segundo parecía incapaz de hablar)—. Somos más que hermanos. Somos gemelos.
Ella miró a los dos. No se parecían en nada. No podía creerlo.
Pedro pareció ofenderse.
—Es verdad. Nosotros no le diríamos mentiras. Mire.
Sacudió a su hermano, cuyos ojos parecían abismados, desenfocados y extraviados.
—Vamos a demostrárselo.
Los dos bajaron la cremallera de sus chaquetas de cuero y empezaron a sacarse de los pantalones los faldones de sus camisas de algodón blancas escaroladas. Doña Catalina percibió el aroma de sus cuerpos, pesado, fuerte y femenino.
—Mire aquí.
Pedro señaló una pálida cicatriz que tenía en la cintura. Sus dedos estaban manchados de pintura: roja, azul, amarilla. Tenía las uñas largas y sucias. La marca de su cuerpo medía unos diez centímetros de largo y cinco de altura, con algunas ronchas más pequeñas alrededor de los bordes, como desgarrones en una herida autoinfligida. Estaba en su costado izquierdo. El hermano mayor se limitó a levantar su camisa para dejar al descubierto una cintura pálida y estrecha. Tenía una cicatriz casi idéntica en el costado derecho.
—¿Lo ve? —dijo Pedro—, yo soy el gemelo derecho. Juan es el izquierdo. Estuvimos unidos así hasta los dos años. No sólo somos hermanos, somos gemelos. No sólo somos gemelos, somos gemelos celestiales.
Lanzó una risita, como si hubiera bebido, pero poseía una energía que no podía ser obra del alcohol.
—Este es el secreto, el secreto de nuestro arte. Porque durante nuestros dos primeros años fuimos un ser con dos mentes. Ahora somos dos seres, dos mentes, pero cuando creamos —utilizó la palabra como si fuera sagrada—, creamos como uno. Dos mentes, un solo propósito.
Ella le miró, con un sabor amargo en la boca.
—Les ruego que no hagan ruido por las noches —dijo—. No hagan nada que traiga mala fama a esta casa. Lo que es permisible en Barcelona tal vez no lo sea aquí. Bajo mi techo no, al menos.
—Sólo le traeremos honor, madame. —Utilizaba el francés con espontaneidad. Ya lo había hecho antes—. Un día habrá una placa sobre su puerta.
Les había dejado, mientras salían tambaleándose por la puerta, para volver Dios sabría cuándo. Y, haciendo honor a su palabra, los ruidos habían disminuido. El último mes apenas les había oído. El dinero era bienvenido. No, el dinero era esencial.
Mientras se pone en pie, se da cuenta de que esto es casi lo que más teme. Es demasiado vieja para aceptar personas nuevas. Por eso nunca intentó ocupar las demás habitaciones. La tarea de encontrar nuevos «huéspedes», examinarlos, vigilarlos y comprobar que pagaban sin retrasos, la sobrepasaba. Los hermanos Ángel, pasara lo que pasara detrás de sus puertas cerradas con llave, pagaban con puntualidad y ya no la molestaban. Significaban su seguridad hasta que llegara el final. Ya no quedaba nada por vender, excepto la propia casa, y sabía que eso la mataría, con tanta eficacia como una enfermedad o cualquier matón de la calle.
Doña Catalina suspira, pasa ante el enorme espejo sin mirarlo y se encamina hacia la escalera. En otro tiempo, se había deslizado por la barandilla para caer en los brazos de su padre. En otro tiempo. Ahora, la aferra con manos arrugadas y sarmentosas, posa un pie sobre el escalón, el otro a continuación, sigue de esta guisa, un pasito cada vez. Hay veintisiete escalones (los contó cuando tenía cuatro años), y cada uno le cuesta casi un minuto entero. Al final de la escalera se sienta. Ahora, las lágrimas resbalan por sus mejillas. Su respiración es entrecortada. La puerta del apartamento está entreabierta y el olor es insoportable: un hedor fétido, mefítico, que le produce escalofríos.
La Soledad.
Sabe que el teléfono, el teléfono de ellos, está sobre una mesita, al otro lado de la puerta abierta. Nada en el mundo, ni siquiera Dios, convencería a doña Catalina de cruzar ese umbral. Se sienta durante un rato que es incapaz de calcular, los recuerdos, los terrores que cruzan su mente, con tal cruel claridad que la bilis sube a su garganta.
Cuando el mundo deja de dar vueltas se seca la cara con la manga, se levanta, se agarra a la barandilla y vuelve a descender, pasito a paso. La luz del sol que entra por el cristal de encima de la puerta está perdiendo intensidad. Afuera se oye el sonido de los pájaros, que saludan al crepúsculo. Tarda otros veinte minutos en llegar al teléfono de su habitación.
En el tablero de llamadas urgentes de la jefatura de policía situada detrás de la plaza de la Paz, una luz roja destella. Miguel Domingo, un funcionario obeso convencido de que tiene cosas mejores que hacer con su tiempo que atender llamadas telefónicas misteriosas, la ve parpadear frente a él. Termina una lata de San Miguel, muerde un pedazo de bocadillo de jamón, mastica, traga, eructa, y después extiende la mano hacia la clavija. Con tanta agresividad aburrida como es capaz de reunir, acciona el interruptor y brama: «Dígame».
Pero pasa un minuto antes de que doña Catalina pueda dejar de sollozar y empezar a hablar.