CAPÍTULO XI

… Y TRES HOMBRES MALOS SE ALEJAN

Las figuras de César Guzmán y Joao da Silveira formaban ya casi parte del ambiente de San Julián del Valle. Durante las mañanas y mediada la tarde, podía vérseles pasear por la calle principal, examinando la marcha de las obras le la nueva escuela y del hospital, o repasando notas en la oficina del sheriff. Los dos amigos habíanse transformado en algo así como la Ley del Condado de San Onofre. Muerto Molero, todo el pueblo había decidido, unánimemente, que José María Cáceres retornase a su puesto; pero en aquellos momentos el joven se encontraba aún en el lecho, reponiéndose de su herida.

También Diego de Abriles se iba reponiendo lentamente del balazo que antes de caer le enviara Niño MacCoy. Además de Guzmán y Silveira, varios comerciantes acomodados intervenían en la administración de los asuntos del sheriff. Ellos fueron quienes hicieron pedazos las nuevas órdenes de detención que desde San Francisco se enviaron contra los «Tres». También fueron ellos quienes reclamaron el pago del premio concedido por quien acabase o detuviera al Niño MacCoy.

—Nunca hemos cobrado por matar a un hombre —declaró Guzmán, cuando una comisión quiso hacerle entrega de diez mil dólares, que era el total de los premios ofrecidos por la captura o muerte del famoso bandido.

Fue inútil toda insistencia. Creyendo que Abriles, que al fin y al cabo llevaba en el cuerpo una bala salida del revólver del bandido, podría aceptar el premio que como matador de MacCoy le correspondía, unos cuantos comisionados se introdujeron hasta su habitación, ofreciendo la bolsa de monedas de oro, que Abriles rechazó con las mismas palabras pronunciadas por su compañero.

—No cobramos por matar a un hombre.

Al fin, por indicación de César Guzmán, los del pueblo decidieron invertir aquel dinero en la renovación de la iglesia, en traer un sacerdote católico, pues hacía varios años que faltaba, comprar ornamentos religiosos y algunas imágenes.

—¿Por qué no se quedan entre nosotros? —preguntaba un día a Abriles, el propietario del almacén—. Aquí nadie vendrá a buscarles. Será como si hubiesen muerto. Podrían quedarse en las tierras de Hopkins. Aún no se han vendido. Si lo propongo, todos estarán conformes en que sean para ustedes.

Una leve sonrisa floreció en los labios de los dos hombres.

—Es inútil. No sabríamos vivir aquí. Tal vez regresemos alguna vez; pero hasta entonces tenemos que seguir nuestro camino, nuestra suerte.

Las palabras de Guzmán hicieron inclinar la cabeza al tendero.

—Comprendo —murmuró—. Lamento que no puedan quedarse. Ayer mismo estaba diciendo a mi amigo Sampedro que teniéndoles a ustedes aquí tendríamos asegurada la tranquilidad para siempre. Ningún cuatrero se atrevería a acercarse a estos lugares.

—Si ustedes quieren tampoco se acercarán ahora —dijo Silveira—. Cáceres es un muchacho valiente. Apóyenle y él les librará de toda preocupación.

—No sé si tendrá bastante vigor para su cargo.

—Lo tendrá. Pero ustedes no deben dejarle a él todo el trabajo.

El tendero se rascó la cabeza y en aquel momento tuvo que ir a atender a un cliente. Guzmán y Silveira abandonaron el establecimiento.

—No deja de ser divertido que dos hombres malos, perseguidos por la Ley, hayan impuesto la Ley en lucha abierta contra la Justicia —comentó Silveira—. Hemos dejado al Condado de San Onofre sin sheriff, sin delegado del Gobierno y sin alcalde, y nunca ha vivido tan apaciblemente como ahora.

—Pero ya se acaba —murmuró Guzmán.

—¿Nos vamos? —inquirió Silveira.

—Sí. Abriles está ya casi bien. No hace más que pedirme que nos marchemos.

—Para él no ha sido muy afortunada nuestra visita a San Julián.

—No, no lo ha sido. Después de tanto sufrir, si la suerte le hubiera sonreído un poco, podría haber encontrado en el Rancho de los Olmos la meta de su viaje, y ahora sólo tú y yo marcharíamos a caballo por nuestro sendero.

—Tal vez hubiera sido mejor —comentó Silveira, con desacostumbrada seriedad—. El final de nuestro camino es peligroso. Valdría más detenerse a mitad de él. Somos enemigos de la Ley y de los que viven al margen de ella. Más pronto o más tarde, cara a cara o a traición, caeremos uno a uno, o juntos los tres. Estamos destinados a morir con las botas puestas.

César Guzmán dejó vagar la vista por la lejanía y sus ojos se nublaron acuosamente. Respirando hondo, y como queriendo cambiar de conversación, preguntó:

—¿Cómo te las compusiste para acabar con Hopkins? Aún no me lo has explicado.

Y Silveira, que estaba también deseoso de olvidar aquella conversación, se apresuró a explicar:

—A Badenas lo mataron valiéndose de un procedimiento sumamente original. Cuando Niño MacCoy le registró, llevaba las manos untadas con un preparado fosfórico, con el que untó las pistoleras del viejo. Mientras hubo luz, nadie notó nada, pero una vez dentro del almacén de Purvis, en plena oscuridad, el brillo fosfórico del preparado se destacaba de tal forma, que ofrecía un blanco perfecto a los disparos de Hopkins. Ese disparó dos veces su revólver. Una, apuntando algo por encima del brillo de las pistoleras, o sea al vientre, y el otro disparo al aire, para poder decir luego que había disparado primero Badenas y que él lo hizo tirando contra el fogonazo.

»A continuación debió de dirigirse adonde había caído Badenas, y después de asegurarse de que estaba bien muerto, borró con un pañuelo todo rastro de fósforo, a fin de evitar sospechas. Cuando hubo terminado, disparó una vez el revólver de su víctima, a fin de que se viera que el arma también había sido disparada, y salió luego con el cuento que os explicó en la taberna.

»Pero yo sospechaba que algo sucio había habido allí, y en cuanto el almacén quedó vacío, entré en él y al llegar al sitio donde Badenas había muerto, vi un levísimo resplandor. Era un poco de fósforo que había quedado en una paja, al caer Badenas sobre ella. Aquello me dio la clave del misterio. Quemé la paja, pues ya no la necesitaba, y marché a examinar el cadáver de Badenas. Pagué su entierro, y gracias a ello pude examinar su cinturón y revólver. En una de las fundas descubrí una leve partícula de fósforo. Era la última prueba que necesitaba. Aquello me convenció de que Badenas había sido asesinado. Y por ello decidí acabar con Hopkins por el mismo sistema que él empleara con Badenas.

»Me fingí borracho, insulté al alcalde, y al cabo de un rato, Hopkins debió de enterarse que yo me encontraba en la taberna diciendo verdades acerca de él. Se puso de acuerdo con Molero y planearon hacer conmigo lo que habían hecho con Badenas. Yo les facilité el trabajo, pero antes de que ellos me embadurnasen de fósforo mis pistoleras, yo, que me había hecho preparar en el almacén una mezcla fosfórea, similar, me la puse en el dedo índice, y acercándome a Hopkins le planté el dedo en las pistoleras, y Hopkins disparó sobre ellas. Luego, yo, apuntando al manchón de luz que el alcalde tenía en la frente, le alcancé donde había prometido. No fue difícil.

Guzmán y Silveira continuaron caminando hacia la salida del pueblo. La gente que se cruzaba con ellos les saludaba amablemente.

—¿Te has fijado que son mayoría los que van ya sin armas? —indicó Silveira.

—Sí. Se sienten seguros. Pero esto no durará. Como la miel atrae a las moscas, las riquezas de este valle atraerán a los pistoleros, tahúres y cuatreros, la sangre volverá a correr, hasta que la verdadera civilización se extienda hasta aquí.

—Entonces hay para años.

—Muchos.

Cuando los dos compañeros llegaron al Rancho de los Olmos, vieron en él la misma actividad y conmoción que en los momentos más dramáticos de la lucha contra Samuels y los suyos.

—¿Qué ocurre? —preguntó Guzmán, al llegar a la escalera que conducía a la terraza.

Don Julio acudió a su encuentro.

—¡Su amigo! —exclamó.

—¿Qué le ha pasado? —preguntó, inquieto, Silveira.

—Se marcha. Dice que ya está fuerte y que no puede quedarse más tiempo.

—Es raro —comentó Guzmán—. ¿Le han dado alguna mala noticia?

—Al contrario. Cáceres y Marisol entraron a anunciarle que se van a casar. Se puso muy contento, les felicitó y dijo que se alegraba mucho de que le hubieran dado entonces la noticia, pues de tardar un poco más, no habría podido felicitarles, ya que esta misma tarde pensaba marchar de aquí.

—Es verdad —intervino Silveira, mintiendo con toda desfachatez—. Ahora recuerdo que ayer me habló de ello. Me dijo que hoy sería el último día que pasaríamos en el rancho.

—Pero, ¿a qué tanta prisa? —preguntó don Julio—. Nadie les espera. Por qué nuestro compañero, nos hubiéramos marchado al día siguiente de aquellos sucesos. No sabemos permanecer en un sitio donde no hacemos falta.

—Pero si aquí todo el mundo se muere de ganas de que se queden. Si quieren, les nombrarán alcalde, representante del Gobierno y hasta sheriff.

Silveira y Guzmán sonrieron.

—Es inútil, señor Benavente —dijo el español—. Tenemos que marcharnos.

En aquel momento apareció Abriles en la terraza. Las semanas de encierro habían dado a su cutis una palidez que contrastaba con el bronce de sus compañeros.

—Daos prisa —gritó—. Hay que prepararlo todo en seguida. Debemos ponernos en marcha al atardecer.

—Pero antes comerán con nosotros, ¿verdad? —preguntó don Julio.

—Un convite de usted no se rechaza nunca —declaró Silveira.

Don Julio corrió a ordenar la preparación de una buena comida, y más tarde, mientras fue consumida, la alegría reinó en la mesa. Pero un observador atento hubiera podido notar que aquella alegría tenía mucho de falso. Reíase con la boca, con la garganta, pero no con los ojos, que permanecían todos sombríos.

Eran las cinco de la tarde cuando, al fin, los comensales se levantaron de la mesa. Marisol y José María de Cáceres estrecharon fuertemente las manos de Abriles.

—Nunca podremos pagarle lo que ha hecho por nosotros —dijeron.

Una triste sonrisa iluminó el rostro del mejicano.

—Ni yo a ustedes —replicó—. Me han hecho sentirme joven otra vez.

Los rostros de la joven y de su prometido expresaron su desconcierto. Abriles volvió a sonreír y en seguida dirigióse hacia su caballo, comprobó si estaba bien ensillado, ató a la grupa un paquete con víveres, vio si la cantimplora estaba llena de agua, si el rifle estaba bien colocado, y luego, estrechando una vez más la mano que le tendía don Julio Benavente, montó a caballo.

Guzmán y Silveira le habían precedido ya, y esperaban que él lo hiciera para ponerse en marcha.

En lo alto de la escalera, María Sol Benavente y José María de Cáceres estaban muy juntos, con la mirada fija en las tres sombrías figuras que lentamente dirigíanse hacia la salida del rancho. Más abajo, don Julio agitaba aún una mano por encima de su cabeza.

Cuando Silveira y sus dos compañeros cruzaron la puerta del rancho, volviéronse y se quitaron los sombreros. Marisol y su novio saludaron con la mano.

Durante unos minutos no pudo verse a los tres negros jinetes. Luego reaparecieron ascendiendo por la falda de una colina. Cuando llegaran al otro lado ya no se les podría volver a ver.

Los tres hombres y sus caballos destacábanse sobre el verde fondo de la tierra. Iban muy juntos, formando casi una negra masa.

Al fin llegaron a lo alto de la colina. Lentamente se volvieron hacia el rancho. Abriles, que por su sombrero mejicano se destacaba entre sus dos compañeros levantó una mano en un último saludo. Silveira y Guzmán saludaron con sus sombreros.

Y aunque la distancia era demasiado grande para, hacerse oír ni siquiera a gritos, Marisol, en voz muy baja que ahogaban las lágrimas, murmuró:

—Adiós, amigos, adiós.

El sol se hundía en el horizonte. Parecía hacerlo detrás de aquella colina, en cuya cumbre permanecían aún inmóviles tres negros jinetes.

Una vez más, los «Tres» saludaron a los amigos que quedaban en el Rancho de los Olmos. Luego encabritaron sus caballos y al galope desaparecieron por la otra vertiente de la colina, dejando tras ellos una nube de polvo y una historia que contar a los hijos que nacerían de la unión de Marisol y de Cáceres. Una historia de tres hombres malos que tanto bien hicieron a la comunidad del Valle de San Aparicio, a la que dejaron sin Ley, pero mucho mejor gobernada que unos días antes.