CAPÍTULO X

LA PAZ VUELVE AL VALLE DE SAN APARICIO…

Dos horas más tarde, Silveira y Guzmán estaban sentados a la mesa, bajo el emparrado. El español acababa de marcar una muesca más en la culata de su revólver, y lo mismo había hecho el portugués. La lima fue dejada sobre la mesa. Ninguno de los dos hombres demostraba en verdad alegría. Don Julio paseaba, nervioso, por la terraza.

—¡Tendríamos que hacer algo! —decía.

—Paciencia, don Julio —replicó Silveira—. Si Abriles no puede hacer nada, ninguno de nosotros lo podrá.

—¡Pero esta incertidumbre!

—Tómela con resignación; es mejor que así lo haga.

—Sí, desde luego, pero este martirio es superior a mis fuerzas.

—Si al amanecer no hemos recibido noticias, marcharemos por el camino que ha seguido Abriles —dijo Guzmán—. Si lo hiciéramos ahora, podríamos estorbarle en sus planes. Es mejor dejarle solo.

Siguió el lento paso de las horas. La luna caminaba ya hacia el ocaso. Las estrellas palidecían y se oía ya el anticipado canto de algún gallo. Los tres hombres que permanecían en la terraza sentíanse ligeramente entumecidos por el relente.

A las cuatro de la mañana oyóse el lejano galopar de un caballo. Don Julio y sus compañeros se incorporaron. ¡Sí, era un caballo! ¡Y se dirigía hacia el rancho! ¡No cabía duda alguna!

Pasaron los minutos con lentitud de siglos, y por fin, un negro jinete apareció a la entrada del patio. En sus brazos llevaba un bulto envuelto en una manta.

—¡Abriles! —gritó Silveira, corriendo hacia su amigo.

El jinete siguió avanzando, y al detenerse, Guzmán notó en su rostro una crispación de dolor.

—¿La trae? —preguntó don Julio, sin atreverse a abrigar esperanzas.

—Sí. Está desmayada. La emoción fue excesiva.

Inclinándose, el mejicano dejó en brazos de Silveira el bulto envuelto en la manta. Era María Sol, muy pálida, pero respirando normalmente.

Don Julio arrebató a su hija de brazos del portugués y corrió a entrarla en la casa, depositándola en el sofá del salón.

Abriles, haciendo un violento esfuerzo, logró saltar al suelo y, con paso algo vacilante, entró también en la casa. Al pasar junto a la mesa a que se habían sentado sus compañeros, se detuvo un momento y, al reparar en la lima, la cogió.

Una vez en el salón, el mejicano dejóse caer en una butaca forrada con la piel de un ternero blanco y negro, sacó uno de sus revólveres, y lentamente, con erizante chirrido, marcó tres muescas en la culata del arma.

—¿Tres? —preguntó Silveira.

—Sí —murmuró Abriles—. Niño MacCoy y dos de sus hombres.

—¿Y los otros? —preguntó Guzmán.

—Los encerré en la cabaña que tienen allá arriba. Don Julio —añadió, dirigiéndose al ranchero—: Mande a unos cuantos hombres a la catarata de la Sierra de los Conquistadores. En un prado, junto al agua, están sus caballos.

—¿Allí? —preguntó extrañado el estanciero—. ¿Para qué los llevaron a ese sitio? No hay paso…

—Sí lo hay —replicó Abriles—. Por debajo de la catarata. Es peligroso, pero practicable. Pueden pasar hasta tres caballos a la vez. Debajo de la catarata hay una cueva que va al otro lado de la montaña. Por allí pasaban el ganado robado. Recuperé sus animales. Y diga, también, que lleven herramientas para abrir tres tumbas.

En aquel momento, lanzando un grito, Marisol se incorporó en el sofá y tapándose los ojos, gritó:

—¡Oh, papá! ¡Qué horror! ¡Aquel hombre! ¡No sé cómo pude defenderme! Si no llega a tiempo el señor Abriles… —Miró al mejicano con hondísimo agradecimiento, y de súbito, exclamó—: ¡Pero a usted le hirieron! ¡MacCoy le alcanzó!

—¡Eh! —gritaron, a la vez, Guzmán y Silveira, corriendo junto a su compañero.

—No es nada —musitó el mejicano—. Un simple rasguño. Niño MacCoy fue más rápido que yo… pero menos certero. Sólo me rozó un poco en el hombro izquierdo.

Y desfallecido por la pérdida de sangre que había ido empapando su negra camisa, Diego de Abriles cayó hacia delante y rodó por el suelo, perdido por completo el sentido.

Aquella noche, Marisol repartió sus cuidados entre José María de Cáceres y Diego de Abriles. Jamás dos enfermos fueron cuidados mejor por una sola mujer.