Prólogo

Separados por un intervalo de casi veinte años, el Ensayo de 1666 y la famosa Epistola de Tolerantia de 1685, publicada primero en latín y poco después en traducción inglesa, responden a una preocupación de Locke que lo acompañó durante toda su vida: el temor a las turbulentas diferencias de religión que entorpecieron la vida civil en Inglaterra a lo largo del siglo XVII. Aparte de las alusiones a esta cuestión que pueden encontrarse dispersas en su obra, y además de los textos que se recogen en este libro, Locke dedicó al asunto tres cartas más, fechadas, respectivamente, en 1690, 1692 y 1702. No fue Locke caso único en esta persistente, casi obsesiva atención a las relaciones Iglesia-Estado en la Europa de su tiempo, y a la tolerancia (o intolerancia) entre las diferentes sectas cristianas surgidas a raíz de la Reforma. Cabría mencionar una larga lista de obras de intención parecida, debidas a la pluma de hombres como Justo Lipsio, Pico della Mirandola, Giacomo Aconcio, Fausto Socino, W. Chillingworth y muchos otros en cuya lectura se ocupó nuestro autor de manera habitual hasta la hora de su muerte.

Lord Ashley

En 1666, ya cumplidos los treinta y cuatro años, Locke se encontraba en Oxford cursando los estudios de medicina que había iniciado en la década anterior y que habían sufrido frecuentes interrupciones. Fue en ese mismo año cuando se inició su larga amistad con Anthony Ashley Cooper, más tarde earl de Shaftesbury. Político infatigable, Ashley había apoyado los intereses de la Corona durante la guerra civil entre realistas y parlamentarios hasta 1644, año en que las fuerzas de Carlos I fueron derrotadas en Marston Moor. Alistado en el bando parlamentario, ofreció su lealtad al victorioso Oliver Cromwell, pero en 1654, descontento con el carácter autoritario que había adquirido el Protectorado cromwelliano, hizo pública su disconformidad y se empeñó activamente en procurar el regreso a Inglaterra del exiliado Carlos II. Restaurada la Monarquía en 1660, Ashley se ganó el favor inicial del rey —personaje despreocupado y ecléctico, de temperamento diametralmente opuesto al de los rigurosos militantes de toda especie—, quien vio en el earl una decidida voluntad de tolerancia religiosa. Con el tiempo, sin embargo, fue creciendo en Ashley un sentimiento de desconfianza hacia el rey Carlos, motivado por las tendencias pro-católicas de este. Tanto para Ashley como para Locke, como veremos en seguida, la amenaza católica fue siempre intolerable. Renunciando a su tradicional apertura y a su actitud latitudinaria, el earl de Shaftesbury apoyó el Test Act de 1673, estatuto que excluía de los puestos públicos a todo ciudadano inglés que no pronunciase un juramento de alianza a la supremacía de la Iglesia Anglicana, que no recibiera la comunión según el rito de dicha Iglesia y que no renunciase públicamente a la doctrina católica de la transustanciación. Su oposición a Carlos II llegó a comprometer a Ashley hasta el extremo de verse este obligado a abandonar el país (también lo abandonaría Locke siguiendo sus huellas), refugiándose en Holanda, donde moriría exiliado en 1683.

La accidentada trayectoria política del earl de Shaftesbury condicionó en buena medida la del propio Locke, quien estuvo a su servicio durante largos años y cuya posición en materia de tolerancia religiosa fue afín a la de su mentor y amigo. Es seguro que el encuentro de ambos personajes en el Oxford de 1666 dio a Locke el impulso necesario para decidirse a poner por escrito sus pensamientos acerca de cuestión tan espinosa. Anglicanos, presbiterianos y católicos habían sido igualmente invadidos de un urgente celo proselitista, y todos pensaban que era su deber para con Dios inculcar en los demás los principios y prácticas de sus confesiones respectivas. Sólo los independientes, capitaneados por el reformista John Owen, parecían estar realmente dispuestos a permitir opiniones religiosas diferentes de las suyas. De entre todas las sectas cristianas de importancia, los seguidores de Owen se abstuvieron de perseguir a nadie cuando tuvieron ocasión de hacerlo. Locke aprendió la lección, y hasta llegó a superar el liberalismo oweniano en muchas de sus recomendaciones. Jamás puso en duda que era responsabilidad del Estado velar por la religión de los ciudadanos; pero como es fácil deducir de la lectura del Ensayo de 1666 y de la Carta de 1685, esa misión supervisora debía ser lo más amplia y comprehensiva posible. Se trataba de ignorar las diferencias marginales y de fijarse en las coincidencias esenciales al mensaje cristiano: buenas obras, pureza de vida personal, justo y verdadero amor al prójimo. Tales cosas constituían un programa de vida válido para todos, independientemente de su particular sello confesional. La prescripción lockeana (ahora veremos con qué importantes reservas) consistió, pues, en tolerar toda clase de opinión religiosa que no perjudicase los intereses fundamentales de la sociedad y del Estado. Ensanchando suficientemente las bases de la religión nacional, evitando la imposición de innecesarias restricciones y diferencias dogmáticas, se lograría la unidad deseable. Anotemos brevemente las excepciones.

Ateos y católicos

Tanto el Ensayo como la Carta, más el primero que la segunda, marcan claramente una limitación a la tolerancia, que a nadie podría pasarle inadvertida. Si es verdad que el espíritu de ambos textos se abstiene de patrocinar abiertamente ninguna confesión cristiana en particular (todas son, en principio, válidas si respetan las normas de la convivencia civil), también es cierto que sus argumentos se formulan desde una posición determinada, a saber, la de un hijo de la Reforma, devoto feligrés de la Iglesia de Inglaterra, secta cristiana que hasta el día de hoy tiene su cabeza visible en un monarca que siquiera nominalmente ejerce autoridad suprema sobre los fieles. Las máximas contenidas en estos dos escritos van dirigidas a un establishment ilustrado, del cual se espera una conducta generosa y tolerante, la cual, si es inteligentemente practicada, producirá beneficios políticos de importancia incalculable para la seguridad y estabilidad del Reino. Tal es el objetivo que se pretende lograr con la tolerancia que Locke recomienda en ambos textos. Su intención no es pastoral, sino política; la finalidad de sus consideraciones no es la salvación de las almas, sino la protección del Estado. No hace falta decir que en esta pars instaurans de su discurso, Locke tenía la razón. Una actitud, latitudinaria, era la que pedían los tiempos anteriores e inmediatamente posteriores a la Restauración. A este propósito es certero el juicio de H. R. Fox Burne, principal biógrafo de Locke: «El acuerdo pactado entre Carlos II y los puritanos que en Breda lo habían invitado a ponerse de nuevo la marchita corona de su padre [Carlos I] no fue otra cosa que un acuerdo de comprehensión. Los presbiterianos, al haber encontrado imposible mantener por mucho más tiempo la insostenible pretensión de una República que se les había ido de las manos tras la muerte de Cromwell, estimaron que, después de todo, era mejor para ellos aceptar a un rey dispuesto a hacer grandes concesiones»[1]. Como es natural, los miembros de la comunidad anglicana recibieron al monarca con los brazos abiertos, unos con mayor sinceridad que otros, dispuestos en principio a dar su aprobación a un régimen religioso de manga ancha. Quizá sorprenda hoy al lector de estos textos el tono beligerante que desde un ángulo declaradamente confesional adopta Locke cuando habla de la «religión romana». Pienso, sobre todo, en los lectores de lengua española que, sea cual fuere su personal opción religiosa, es probable que se hayan educado en tradiciones muy alejadas de las que imperan en el norte de Europa. La percepción espontánea del catolicismo como cuerpo de doctrina y como estilo cultural varía enormemente dentro de la geografía europea y, por extensión, también de la americana. Puede parecer incomprensible para muchos católicos de buena fe que la Iglesia de Roma haya sido y siga siendo vista en ciertos lugares como una suerte de demonismo disfrazado. Pero así es.

Según Locke, «no deben ser tolerados quienes niegan la existencia de Dios» (Carta), y tampoco los católicos. Estos «deben ser considerados como enemigos irreconciliables de cuya fidelidad nadie puede estar seguro mientras sigan prestando obediencia ciega a un Papa infalible […]. Como se hace con las serpientes, no se puede ser tolerante con ellos y dejar que suelten su veneno» (Ensayo).

Todas las consecuencias negativas que se derivan de la persecución religiosa ordenada por el magistrado son señaladas por Locke, en esto fiel y agudo practicante de la mejor prudencia utilitaria: suele ser la persecución mal recibida por la opinión pública, y por eso no resulta aconsejable ejercitarla, aunque el magistrado esté en desacuerdo doctrinal con las enseñanzas de otras sectas. Pero hasta en eso cabe la excepción cuando de católicos se trata: «Los hombres tienden a compadecerse de los que sufren, y estiman que una religión es pura y que quienes la profesan son sinceros si tienen que padecer la prueba de la persecución. Pero […] es muy diferente en el caso de los católicos, los cuales suscitan menos compasión que otros porque no reciben otro trato que el que por la crueldad de sus propios principios se sabe que merecen».

No creo que haya que dar a estas diatribas una importancia separada de la que tuvieron en su momento histórico, pero tampoco creo que resulte totalmente fuera de lugar registrarlas.

Holanda

En el verano de 1683 Locke tenía buenas razones para sospechar que se le consideraba persona poco afecta a la Monarquía. Carlos II ocupaba el trono desde 1660 y, como ya se ha dicho, había declarado al earl de Shaftesbury persona non grata. La caída de Shaftesbury, quien tuvo que dejar Inglaterra, hizo aconsejable que Locke, su más estrecho colaborador, también abandonara el país. Los cinco años y medio de su exilio en Holanda fueron de importancia decisiva para Locke en su desarrollo como pensador y autor. Lejos del mundo de la gestión y de la intriga política, pudo dedicarse de lleno a la labor de organizar y redactar su obra. Es dato de interés que, con la excepción de algunos versos, no había publicado nada con fecha anterior a la de su destierro voluntario. Sus Dos tratados sobre el Gobierno estaban terminados cuando Locke llegó a Ámsterdam, pero permanecían aún inéditos y pendientes de revisión. A los cincuenta y un años, aquel cambio de ambiente fue favorable para su siempre precaria salud y le permitió hacer nuevas amistades que tuvieron un efecto estimulante en su trabajo. En Ámsterdam, durante los meses de noviembre y diciembre de 1685, compuso su célebre Epistola de Tolerantia, cuando el católico Jacobo II, hermano del difunto Carlos, ya había iniciado su breve reinado en Inglaterra, siendo una de sus primeras decisiones de gobierno la petición de extradición del filósofo. Bajo un nombre falso, refugiado en la casa de un Dr. Egbert Veen, decano del Collegium Medicum de Ámsterdam, Locke fue dando nueva forma a las ideas contenidas en el inédito Ensayo de 1666, teniendo así lugar la composición de la Epistola. Esta fue dedicada por Locke a su amigo Philip van Limborch, humanista y hombre de negocios que solía visitar al exiliado en su refugio. Fue el propio Limborch quien gestionó la edición de la primera versión latina de la obra. La Epistola vio la luz en febrero de 1689, publicada anónimamente en Gouda por el impresor Justus van Hoeve.

Para entonces Locke ya había regresado a Inglaterra. Un radical cambio de régimen se había consumado en el país. Durante años el príncipe holandés Guillermo de Orange había permanecido en contacto con la oposición inglesa a Jacobo II. Guillermo había hecho públicas sus preferencias protestantes y sus aspiraciones al trono. Estas se vieron realizadas tras una larga serie de negociaciones secretas con los nobles protestantes, quienes al fin lograron la caída del monarca. En el año 1688 Guillermo cruzó el Canal de la Mancha con un ejército de 15.000 hombres, realizándose de este modo la Gloriosa Revolución de 1688. Sin que hubiera derramamiento de sangre, a Jacobo se le permitió escapar a Francia. El nuevo rey y su cónyuge, María II (hija protestante del monarca depuesto), asumieron la Corona después de jurar la Declaración de Derechos que les fue impuesta por el Parlamento.

La herencia de Hobbes y los límites de la ley

Antes de que Locke recibiera en Inglaterra ejemplares de la Epistola, esta había sido distribuida en los círculos intelectuales de Ámsterdam, llegando a manos de William Popple, quien decidió traducirla al inglés inmediatamente. La traducción de W. Popple —profusamente editada a lo largo de los tres últimos siglos— se publicó a finales de 1689, con éxito inmediato. Tras unos pocos meses apareció una segunda edición. Ni en esta ni en la primera se revelaba el nombre del autor o del traductor. Fue en abril de 1690 cuando, debido a una indiscreción de Limborch, la paternidad de la Carta le fue públicamente atribuida a Locke, lo cual provocó una amarga desavenencia entre los dos amigos, hoy difícil de entender si se tiene en cuenta que tanto en Inglaterra como en Holanda se medio supo desde un principio quiénes eran los responsables del escrito. Sólo en su testamento reconoció Locke la obra como suya.

La Carta sobre la tolerancia no difiere en lo sustancial del Ensayo de 1666. La postura que Locke defiende en ambos textos es ya una parte constitutiva del pensamiento político moderno, lo cual quizá no nos permita apreciar en su totalidad lo que en su tiempo tuvieron de originales y audaces. Como ocurre con otras obras del autor en las que este nos presenta sus ideas fundamentales sobre la convivencia social y el establecimiento y función del Gobierno, también hay en estos opúsculos ambigüedades de doctrina que dan indicación de la enorme complejidad siempre implícita en toda filosofía práctica. La separación entre Iglesia y Estado es, sin duda, la propuesta más decisiva y aprovechable que contiene el discurso, pero no está libre de paradojas. Hay, según Locke, valores de importancia mayor de la que puedan tener la libertad de asociación o la libre adhesión a tales o cuales credos religiosos. Desde luego, admite y predica la conveniencia de conceder al pueblo estas libertades, esperando de ello una más pacífica y productiva convivencia civil. Mas por encima de todo esto hay que situar siempre la seguridad del Estado y la estabilidad social. De tal modo, que si la tolerancia inicial da lugar a que se fragüen movimientos sediciosos o deslealtad política al magistrado, tal tolerancia ha de suprimirse de raíz haciendo uso de todos los medios que estén al alcance del Gobierno establecido. Siempre hay en Locke, como ha visto la crítica moderna y como me atreví yo a sugerir en otra parte[2], un indiscutible fondo hobbesiano; quizá también lo haya en toda doctrina política que no participe de la utopía anarquista. Un justificado sentimiento de desconfianza hacia la naturaleza humana siempre está presente en el pensamiento político de Locke. Su determinación de proteger el orden civil y la propiedad privada frente a la rapiña del prójimo es una nota constante que se aprecia en estos y otros escritos suyos. Leemos en la Carta:

Los hombres son tan deshonestos, que prefieren robar los frutos de las labores de los demás, a tomarse el trabajo de proveerse por sí mismos. Por tanto, a fin de preservar sus posesiones, riquezas y propiedades, y también de preservar su libertad y su fuerza —que son sus medios para ganarse la vida—, se ven obligados a entrar en sociedad unos con otros […]. Pero los hombres que entran de este modo en sociedades fundadas en pactos de ayuda mutua para defender sus bienes temporales pueden ser privados de estos, bien sea por robo o fraude de sus conciudadanos, o bien por la violencia hostil proveniente de extranjeros. El remedio para este último mal consiste en tener armas, riquezas y multitud de ciudadanos; el remedio para el primero está en las leyes. El cuidado de todo lo relativo a lo uno y a lo otro, y el poder de ejercer ese cuidado, le es entregado por la sociedad al magistrado civil.

Todo ha de supeditarse, por tanto, a la seguridad y estabilidad de la convivencia. Si el magistrado juzga que una práctica o una confesión religiosa son dañinas para la sociedad civil, debe prohibirlas. Y el ciudadano que disienta porque no puede en conciencia obedecer ciertas órdenes, debe, en buena moral, mantener su postura disidente, mas debe también «cumplir el castigo» que el magistrado le imponga.

Donde Locke concede libertad prácticamente ilimitada es en el orden de la intimidad personal, en el de la actividad privada que de suyo no compromete ni los intereses del prójimo ni la seguridad del Estado. Por obvia que pueda parecemos la validez de esta afirmación, sucede que no siempre es debidamente aplicada en todos los casos. La desprivatización de la vida personal, sobre todo en individuos cuya posición les da una vasta proyección pública, ha hecho que resulte a veces difícil mantener la radical separación que Locke establece entre los deberes estrictamente privados y aquellos otros que puedan tener una repercusión social. En este sentido, el Ensayo y la Carta constituyen un poderoso y útil recordatorio que nos ayuda a marcar los límites de la ley civil. La ley, nos advertirá Locke, nada tiene que decir acerca de determinadas creencias o acciones privadas que, por grande que sea su torpeza moral, no afectan negativamente el bienestar del prójimo o la seguridad del Estado. Nos guste o no, la distinción debe conservarse a cualquier precio, si todavía queremos seguir manteniendo alguna esperanza de libertad.

Para la traducción del Ensayo me he servido de la edición que H. R. Fox Burne incluyó en su extenso estudio biográfico The Life of John Locke, 2 vols., Londres, 1876, vol. I, pp. 174-194. Que yo sepa, no existe otra. En cuanto a la Carta, he seguido la edición bilingüe de Raymond Klibansky y J. W. Gough, Epistola de Tolerantia / A Letter on Toleration, Oxford University Press, 1968. La traducción inglesa de Gough difiere de la de William Popple en varios puntos y se ajusta con más precisión al original latino. Mi versión española ha tratado de simplificar y aclarar, principalmente en el Ensayo, la a veces complicada sintaxis lockeana. He añadido también algunas notas.

CARLOS MELLIZO