La excursión

Los meses de marzo y abril de aquel año habían sido insólitamente secos y cálidos para Inglaterra. Los granjeros, cogidos por sorpresa por la novedad de una situación que no les permitía declararse en bancarrota a causa de una helada inusualmente tardía, se reunieron de forma afanosa y empezaron a hablar de los horrores de la sequía. La gente que el otoño anterior nos había informado de que la maravillosa cosecha de bayas y champiñones era signo de que vendría un severo invierno y un verano más severo aún, decía ahora que un exceso de bayas y champiñones significaba una buena primavera al año siguiente. Para rematar todo ello, esos Munchausens asalariados con que contamos, los hombres del tiempo, pronosticaron una temporada extremadamente calurosa de abril a agosto. Como son crédulos, los ingleses se emocionaron de tal modo ante estas predicciones que muchos de ellos llegaron a cometer exageraciones, como yacer en tumbonas cubiertos de aceite bronceador. A todo lo largo y ancho de Bournemouth, en la costa sur, donde vivíamos, no había forma humana de conseguir un traje de baño o una sombrilla.

Los miembros de mi familia, todos adoradores del sol, respondieron al calor como capullos. Se peleaban más, cantaban más, discutían más, co mían y bebían más, porque fuera, en el jardín, las flores de primavera se abrían desenfrenadamente con dulces perfumes, y el sol, aunque sólo de color amarillo–mantequilla, calentaba de verdad. Pero de toda la familia, fue en mi madre en quien los pronósticos meteorológicos que se anunciaban despertaron un extraño fervor, principalmente, según creo, porque oía estas predicciones por la radio.

Para Madre, esto suponía una diferencia decisiva; la diferencia entre leer tu horóscopo en una revista de mujeres y escuchar a un auténtico gitano que te adivina el futuro en los escalones de su carromato. A lo largo de toda la guerra, el Gobierno británico, incluso Churchill (cuando no estaba ocupado en otras cosas), vivía dentro de nuestro aparato de radio con el expreso propósito de mantener a Madre informada sobre la marcha de la contienda y la inminencia de la invasión alemana. Nunca le habían contado una mentira, y lo que es más importante, habían ganado la guerra. Por supuesto, la guerra había terminado ya, pero la integridad de los hombres que vivían en la radio era tan impecable como lo había sido antaño. Cuando oía a granjeros hablando de miles de vacas que morían de sed o de pantanos que se secaban, a médicos anónimos dando indicaciones sobre cómo evitar una insolación y a consultoras de belleza aconsejando sobre cómo broncearse sin marchitarse, Madre concluía naturalmente que estábamos en puertas de una ola de calor que haría parecer a las Antillas una prolongación de Alaska.

—Se me ha ocurrido una forma maravillosa de dar la bienvenida a Larry —dijo una mañana durante el desayuno.

Larry, que por su propia voluntad había estado ausente de Inglaterra durante unos diez años, iba a hacer una breve visita con el fin de ocuparse de la promoción de sus libros. A pesar de una carta en la que decía cómo le repugnaba la idea de volver a lo que llamaba la Isla Budín, Madre estaba convencida de que después de tantos años como exiliado suspiraba por las vistas y sonidos de la «Alegre Inglaterra».

—¿Quién quiere darle la bienvenida? —preguntó Leslie, sirviéndose mermelada en abundancia.

—Leslie, querido, sabes que no lo dices en serio —dijo Madre—. Será tan bonito ver a toda la familia reunida de nuevo después de tanto tiempo.

—Larry siempre causa problemas —dijo mi hermana Margo—. Es tan crítico.

—Yo no diría que es crítico —dijo Madre, mintiendo—. Lo que pasa es que ve las cosas de modo un poco diferente.

—Quieres decir que exige que todos estén de acuerdo con él —dijo Leslie.

—Sí —dijo Margo—, es verdad. Siempre piensa que es el que más sabe.

—Tiene derecho a opinar, querida —dijo Madre—. Para eso hicimos la guerra.

—¿Qué? ¿Para que todos tengamos que estar de acuerdo con la opinión de Larry? —preguntó Leslie.

—Sabes perfectamente bien lo que quiero decir, Leslie —respondió Madre—. Así que no trates de confundirme.

—¿Qué se te ha ocurrido? —preguntó Margo.

—Bueno —empezó Madre—, va a hacer un calor insoportable…

—¿Quién dice eso? —interrumpió Leslie desconfiadamente.

—La radio —dijo Madre de modo aplastante, como si hablara del oráculo de Delfos—. La radio dice que se nos echa encima un área de altas presiones sin precedentes.

—Lo creeré cuando lo vea —dijo Leslie lúgubremente.

—Pero si lo dijeron por la radio, querido —explicó Madre—. No es un simple rumor: procede del tejado del Ministerio del Aire.

—Bueno, tampoco me fío del Ministerio del Aire —dijo Leslie.

—Yo tampoco —convino Margo—. Sobre todo desde que dejaron hacerse piloto a George Matchman.

—¿Le dejaron? —dijo Leslie incrédulamente—. Es tan ciego como un murciélago, y bebe como una esponja.

—Y además huele mal —adujo Margo de modo irrecusable.

—Realmente no entiendo qué tiene que ver George Matchman con el tiempo del tejado del Ministerio del Aire —protestó Madre, que nunca se había acostumbrado a la cantidad de vericuetos en los que podía perderse su familia en el curso de una conversación normal.

—Probablemente es George quien está allá arriba en el tejado —dijo Leslie—. Y no le creería ni la hora si me la dijera.

—No es George —dijo Madre con firmeza—. Conozco su voz.

—En cualquier caso, ¿qué se te ha ocurrido? —preguntó Margo de nuevo.

—Bueno —continuó Madre—, como el tejado del Ministerio del Aire dice que vamos a tener buen tiempo, creo que deberíamos sacar a Larry a ver el campo inglés en su mejor momento. Debe de haberlo echado de menos. Recuerdo que cuando vuestro padre y yo volvíamos a casa de la India, siempre nos gustaba dar una vuelta por el campo. Sugiero que pidamos a Jack que nos saque en el Rolls a hacer una excursión.

Hubo un momento de silencio mientras la familia digería la idea.

—Larry no querrá —dijo al fin Leslie—. Sabes como es. Si no le gusta, dará la lata de un modo terrible: lo conoces.

—Estoy segura de que le encantará —dijo Madre, pero sin entera convicción. La visión de mi hermano mayor «dando la lata» le había pasado por la mente.

—Ya sé, vamos a sorprenderle —sugirió Margo—. Meteremos toda la comida y las cosas en el maletero, y diremos solamente que vamos a dar una vueltecita.

—¿Adónde iríamos? —preguntó Leslie.

—A la Ensenada de Lulworth —dijo Madre.

—Eso no es una vueltecita —se quejó Leslie.

—Pero si no ve la comida no sospechará —dijo Margo triunfalmente.

—Después de hora y media de viaje empezará a hacerlo —señaló Leslie—. Incluso Larry.

—No, creo que simplemente tendremos que decirle que es una especie de regalo de bienvenida a casa —dijo Madre—. Al fin y al cabo llevamos diez años sin verle.

—Diez pacíficos años —corrigió Leslie.

—No han sido en modo alguno pacíficos —dijo Madre—. Hemos tenido la guerra.

—Quería decir pacíficos sin Larry —explicó Leslie.

—Leslie, querido, no deberías decir esas cosas, ni siquiera en broma —dijo Madre con tono reprobador.

—No bromeo —dijo Leslie.

—No puede protestar si es una excursión de bienvenida a casa —terció Margo.

—Larry puede protestar por cualquier cosa —replicó Leslie con convicción.

—No exageres —dijo Madre—. Preguntaremos a Jack por el Rolls cuando venga. ¿Qué está haciendo?

—Desmontándolo, supongo —dijo Leslie.

—¡Oh, de verdad que me irrita! —se quejó Margo—. Hace tres meses que tenemos ese maldito coche y ha pasado más tiempo desmontado que montado. Me pone enferma. Cada vez que quiero salir con él, tiene el motor desparramado por todo el garaje.

—No deberías haberte casado con un ingeniero —dijo Leslie—. Ya sabes cómo son; tienen que desarmarlo todo. Destructores compulsivos.

—Bueno, le pediremos que haga un esfuerzo especial para tener el Rolls dispuesto para Larry —concluyó Madre—. Estoy segura de que accederá.

El Rolls en cuestión era un magnífico modelo de 1922 que Jack había descubierto vergonzosamente escondido en algún remoto garaje del campo, con la pintura sucia y el cromo descuidado, pero todavía una dama de alto rango. La había comprado por la bonita suma de doscientas libras y la había traído triunfalmente a casa, donde bajo sus tiernos cuidados había florecido, y había sido bautizada con el nombre de «Esmeralda». Ahora su carrocería deslumbraba, sus guarniciones de nogal relucían de lustre, su motor no mostraba ni una manchita de grasa. Tenía estribos, capota blanda que podía plegarse cuando hacía buen tiempo, un panel de cristal que podía subirse para que el conductor no oyera tus críticas a las clases trabajadoras, y —lo mejor de todo— un extraño teléfono con forma de trompeta por medio del cual dabas instrucciones al chófer. Era tan maravilloso como poseer un dinosaurio. Tanto el asiento delantero como el trasero tenían espacio de sobra para acomodar a cuatro personas. Había un armarito de nogal empotrado para las bebidas, y un maletero que parecía suficientemente grande como para alojar cuatro baúles o doce maletas. Con semejante vehículo no se podía reparar en gastos, y así, por algún medio clandestino, Jack había conseguido una bocina de coche de bomberos continental cuyo arrogante ta–ta, ta–ta taladraba los oídos. Sólo se ponía en servicio en emergencias extremas; normalmente se utilizaba la enorme bocina bulbosa de goma negra que hacía un ruido como el de un respetuoso león marino californiano. Era adecuada para meter prisa a viejas damas en pasos de peatones; pero la bocina de coche de bomberos podía hacer que un autobús de dos pisos se refugiara en la cuneta para dejarnos paso.

En aquel preciso momento, en mangas de camisa y abundantemente embadurnado de grasa, entró a desayunar Jack. Era un hombre de estatura media con una mata de pelo oscuro y rizado, brillantes y saltones ojos azules, y una nariz que a cualquier emperador romano le hubiera encantado poseer. Una nariz que realmente era una nariz; una nariz a tener en cuenta; una nariz de tamaño y sustancia, que hubiera dado grandísimo contento a Cyrano de Bergerac; una nariz que anunciaba el tiempo frío, la apertura de los bares, la risa o cualquier otro suceso importante, con un vistoso cambio de color que hubiera envidiado un camaleón. Era una nariz para mostrarse arrogante, o para refugiarse tras ella en momentos de tensión. Era una nariz que podía ser orgullosa o cómica, según el estado de ánimo; una nariz que, una vez vista, jamás se olvidaba, como el hocico de un ornitorrinco de pico de pato.

—¡Ah! —dijo Jack, y su nariz se estremeció y adquirió un brillo rubicundo—. ¿Huelo a arenques ahumados?

—Están en la cocina, manteniéndose calientes —dijo Madre.

—¿Dónde has estado? —preguntó Margo de forma innecesaria, pues la persona de Jack, cubierta de grasa, indicaba claramente dónde había estado.

—Limpiando el motor de «Esmeralda» —contestó Jack de forma igualmente innecesaria.

Fue a la cocina y volvió con dos arenques en un plato. Se sentó y empezó a diseccionarlos.

—No sé qué puedes hacer con ese coche —dijo Margo—. Siempre estás desmontándolo.

—Una vez conocí a un hombre que tenía muy buena mano con los arenques —me comentó Jack, ajeno a las quejas de mi hermana—. Sabía cómo darles la vuelta y sacarles de algún modo todas las espinas a la vez. Muy hábil. Salían todas, tal cual. Como cuerdas de arpa, sabes… Todavía no sé cómo lo hacía.

—¿Qué le pasa? —preguntó Margo.

—¿Qué le pasa a qué? —replicó distraídamente su marido, mirando de hito en hito a sus arenques como si pudiera quitarles las espinas por medio de hipnosis.

—Al Rolls —dijo Margo.

—¿A «Esmeralda»? —preguntó Jack, alarmado—. ¿Qué le pasa?

—Eso es lo que te estoy preguntando —dijo Margo—. Realmente eres el más irritante de los hombres.

—No le pasa nada —respondió Jack—. Es una máquina preciosa.

—Lo sería si pudiéramos salir con ella de vez en cuando —señaló Margo sarcásticamente—. No se ve muy preciosa tirada en el garaje con todas las entrañas fuera.

—No puedes decir entrañas fuera —objetó Jack—. Las entrañas están dentro, no pueden estar fuera.

—¡Oh, me pones furiosa! —dijo Margo.

—Vamos, vamos, querida —dijo Madre—. Si Jack dice que al coche no le pasa nada, entonces todo está perfectamente bien.

—¿Bien para qué? —preguntó Jack, perplejo.

—Estábamos pensando en llevar a Larry a una excursión cuando llegue —explicó Madre—, y se nos ha ocurrido que sería bonito hacerlo en el Rolls.

Jack pensó en ello mientras masticaba sus arenques.

—Es una buena idea —dijo al fin para nuestra sorpresa—. Acabo de poner a punto el motor. Le hará bien dar una vuelta. ¿A dónde pensabais ir?

—A Lulworth —dijo Madre—. Los purbecks son muy bonitos.

—Además hay algunas buenas colinas por allí —dijo Jack con entusiasmo—. Así podré saber si el embrague patina.

Fortificada con el conocimiento de que el Rolls estaría intacto para la excursión, Madre emprendió con entusiasmo la tarea de prepararla. Como de costumbre, la cantidad de comida que preparó para ese día hubiera bastado para avituallar al Ejército de Napoleón durante su retirada de Moscú. Había pastelillos de curry y empanadas de carne, altos pasteles de jamón y un gran pastel de caza, tres pollos asados, dos grandes hogazas de pan hecho en casa, una tarta de melaza, dulces de jengibre y algunos merengues; por no mencionar tres clases de salsas agrias y mermeladas hechas en casa, así como galletas, un pastel de fruta y un bizcocho. Cuando todo esto estuvo reunido sobre la mesa de la cocina, nos hizo entrar para que echásemos un vistazo.

—¿Creéis que habrá suficiente? —preguntó con aire preocupado.

—Pensaba que sólo íbamos a ir a Lulworth a pasar la tarde —dijo Leslie—. No tenía idea de que fuéramos a emigrar.

—Madre, es más que de sobra —exclamó Margo—. No podremos comerlo todo.

—¡Pamplinas! Vaya, en Corfú solía preparar el doble —dijo Madre.

—Pero en Corfú solíamos ir doce o catorce personas —señaló Leslie—. Ahora sólo somos seis, sabes.

—Parece una remesa de provisiones para dos años destinada por la Cruz Roja a una zona de hambre —dijo Jack.

—No es tanto —dijo Madre a la defensiva—. Sabéis cómo le gusta comer a Larry, y además comeremos junto al mar, y la brisa marina siempre despierta el apetito.

—Bueno, confío en que quepa todo en el maletero de «Esmeralda» —comentó Jack.

Al día siguiente por la tarde, a pesar de nuestras protestas, Madre insistió en que nos vistiéramos con nuestras mejores galas para ir a recibir a Larry a la estación. Debido al desmesurado tiempo que le llevó a Margo encontrar la adecuada tonalidad de lápiz de labios, los planes de Madre se vieron frustrados, pues en el preciso momento en que íbamos a entrar en el Rolls apareció un taxi. Dentro iba Larry, que había cogido el tren más temprano. Bajó la ventanilla del coche y se nos quedó mirando ferozmente.

—¡Larry, querido! —exclamó Madre— ¡qué deliciosa sorpresa!

Larry hizo su primera comunicación verbal con su familia en diez años.

—¿Alguno de vosotros está resfriado? —preguntó con voz áspera y malhumorada—. Si es así, me iré a un hotel.

—¿Resfriado? —dijo Madre—. No, querido. ¿Por qué?

—Bueno, todos los demás lo están en esta isla dejada de la mano de Dios —dijo Larry mientras se apeaba del taxi—. He pasado una semana en Londres huyendo para salvar la vida de una horda de gérmenes del resfriado. Todos estornudando y sorbiendo como una camada de bulldogs acatarrados. Teníais que haberlos visto en el tren: carraspeando y escupiendo y tosiendo como un maldito sanatorio ambulante de tuberculosos. He pasado el viaje encerrado en el servicio, tapándome la nariz y arrojando chorros de aerosol nasal por el agujero de la cerradura. No concibo cómo podéis sobrevivir en esta isla pestilente. Os juro que había tanta gente resfriada en Londres que era peor que la Gran Peste.

Pagó el taxi y entró en la casa delante de nosotros con su maleta. Llevaba un gorro de cazador de ciervos de tweed diente de perro, y un traje de un tartán singularmente poco atractivo, cuyo color de fondo era un verde bilioso con una raya de rojo apagado encima. Parecía un Sherlock Holmes diminuto y gordo.

—Gracias a Dios no estamos resfriados —dijo Madre, entrando tras él en la casa—. Es por este magnífico tiempo que estamos teniendo. ¿Te apetece un poco de té, querido?

—Preferiría un gran vaso de whisky con soda —dijo Larry, sacando una botella medio vacía del espacioso bolsillo de su abrigo—. Es mejor para los resfriados.

—Pero si has dicho que no estabas resfriado —señaló Madre.

—Y no lo estoy —contestó Larry, sirviéndose un gran trago—: Esto es por si acaso cojo uno. Es lo que llaman medicina preventiva.

Era obvio que había estado usando aquella medicina preventiva durante el viaje, pues a medida que avanzaba la tarde se fue haciendo cada vez más sociable, hasta el punto que Madre juzgó que podía abordar el asunto de la excursión.

—Hemos pensado —dijo— que, dado que el tejado del Ministerio del Aire asegura de modo tajante que va a hacer un tiempo terriblemente caluroso, mañana podríamos sacar el Rolls y hacer una excursión.

—¿No te parece un poco grosero salir y dejarme después de diez años de exilio? —preguntó Larry.

—No seas tonto, querido —dijo Madre—. Tú también vendrás.

—No a una excursión en Inglaterra —protestó Larry con voz angustiada—. No creo que esté preparado para ello. ¡Cómo recuerdo las de mi juventud! El estremecimiento de encontrar hormigas y arena en la comida, los intentos de encender una hoguera con madera mojada, la ululante tempestad, la nieve ligera que empieza a caer en el preciso instante en que das un mordisco a tu primer emparedado de pepino…

—No, no, querido. El tejado del Ministerio del Aire dice que vamos a tener una cadena de altas presiones sin precedentes —dijo Madre—. Dijo que mañana iba a hacer mucho calor.

—Puede que haga calor en el tejado del Ministerio del Aire, pero ¿va a hacer calor aquí abajo? —inquirió Larry.

—Por supuesto —insistió Madre con aire decidido.

—Bueno, lo pensaré —prometió Larry mientras iba a acostarse, llevándose consigo lo que quedaba del whisky por si acaso lo atacaban los gérmenes durante la noche.

El día siguiente amaneció azul y sin viento, y el sol calentaba ya a las siete de la mañana. Todo auguraba un buen día. A fin de no dejar nada al azar en sus esfuerzos por mantener a Larry de buen humor, Madre le llevó el desayuno a la cama. Incluso Margo, por la causa de la paz, se abstuvo de darnos la espantosa media hora que dedicaba habitualmente a cantar en el baño las últimas melodías pop, con el inconveniente de no saber ni la melodía ni la letra con algún grado de certeza.

Hacia las diez habíamos cargado el Rolls y nos disponíamos a partir. Jack hizo algún leve pero importante ajuste de última hora en el motor, Madre contó por última vez los paquetes de comida, y Margo tuvo que volver a entrar tres veces en la casa para coger diversos artículos que se había olvidado. Al fin estuvimos listos y reunidos en la acera.

—¿No creéis que deberíamos bajar la capota, dado que hace un día tan bueno? —sugirió Jack.

—Oh, sí, querido —dijo Madre—. Disfrutemos del tiempo mientras podamos.

Entre Leslie y Jack plegaron la capota de lona del Rolls. Montamos en el coche y pronto estuvimos rodando por el campo inglés, tan lozano y tan verde y tan diminuto como uno pudiera desear, lleno del canto de los pájaros. Sobre las onduladas colinas de Purbeck se veían retazos uniformes de bosque dispuestos en bajorrelieve contra el cielo azul, en el que unos cuantos jirones de nubes, altos y tenues, pendían inmóviles como fantasmas de pececillos. El aire era fragante, el sol calentaba y el coche, ronroneando suavemente como un abejorro somnoliento, se deslizaba de modo sosegado entre altos setos y verdes colinas como senos, y se lanzaba como un halcón sobre valles en los que las casas se apiñaban bajo sus techos de paja de forma que cada aldea parecía necesitar un corte de pelo.

—Sí —dijo Larry con aire meditativo—, había olvidado lo parecido que puede resultar el paisaje inglés a una casa de muñecas victoriana.

—¿No es precioso, querido? —dijo Madre—. Sabía que te gustaría.

Acabábamos de atravesar velozmente una aldehuela de casas enjalbegadas, coronada cada una por un tejado que parecía un enorme trozo de pasta pastelera, cuando Jack se puso de pronto rígido tras el volante.

—¡Ahí está! —ladró súbitamente—. ¿No lo oís? Claramente. Tíqueti–tíqueti–ping, y luego una especie de ruido chirriante.

Hubo un silencio.

—Hubiera creído —comentó Larry a Madre— que esta familia estaba ya bastante desequilibrada sin necesidad de añadirle demencia por medio del matrimonio.

—Ya empieza otra vez. ¡El chirrido! ¡El chirrido! ¿Es que no lo oís? —chilló Jack, con los ojos reluciéndole de modo fanático.

—¡Oh, Dios! —dijo Margo amargamente—. ¿Por qué será que no podemos ir a ninguna parte sin que quieras desmontar el coche?

—Pero podría ser grave —dijo Jack—. Ese tíqueti–tíqueti–ping podría ser una cadena de magneto rota.

—Creo que sólo fue una piedra con la que tropezaste —dijo Leslie.

—No, no —dijo Jack—. Eso es un ping completamente diferente. Eso es sólo un ping sin el tíqueti.

—Bueno, yo no oigo ningún tíqueti —dijo Leslie.

—Jamás oye nadie sus tíquetis, excepto él —se quejó Margo airadamente—. ¡Me pone enferma!

—Vamos, vamos, queridos, no os peleéis —dijo Madre pacíficamente—. Al fin y al cabo, Jack es el ingeniero de la familia.

—Si es ingeniero, resulta curioso el tipo de lenguaje técnico que les enseñan ahora —observó Larry—. En mis tiempos tos ingenieros jamás discutían en público sus tíqueti–pings:

—Jack, si crees que es grave —dijo Madre—, será mejor que paremos y te dejemos echar un vistazo.

De modo que Jack se detuvo en un apartadero flanqueado por sauces en flor, se apeó de un salto del coche, abrió el capó y se sumió en las entra ñas de «Esmeralda» como se hubiera arrojado un hombre muerto de sed en una charca del desierto. Se oyeron unos cuantos fuertes gemidos y algunos gruñidos, y luego un agudo zumbido nasal que sonaba como una avispa furiosa atrapada en una cítara. Era nuestro cuñado canturreando.

—Bueno —dijo Larry—, dado que parece que nuestro postillón ha quedado fulminado por un rayo, ¿qué me decís de un trago vivificante?

—¿No es un poco temprano, querido? —dijo Madre.

—Puede que sea demasiado temprano para los ingleses —observó Larry—, pero no olvides que he estado viviendo entre un montón de esos extranjeros de moral relajada que no creen que haya una hora especial para el placer, y que no imaginan que uno ponga en peligro su alma inmortal cada vez que se toma un trago, ya sea de día o de noche.

—Muy bien, querido —dijo Madre—. Quizá vendría bien una copita.

Leslie abrió el maletero y nos pasó las bebidas.

—Si teníamos que parar, este es un lugar bastante agradable —dijo Larry con aire condescendiente, echando una mirada circular a las onduladas colinas verdes, ajedrezadas por altos setos y modeladas aquí y allá por el verde oscuro y espumoso de los bosques.

—Y el sol calienta realmente de modo notable —señaló Madre—. Resulta bastante extraordinario para esta época del año.

—Pagaremos por ello en invierno, supongo —dijo Leslie lúgubremente—. Parece que siempre es así.

En aquel preciso momento surgió un fuerte estornudo retumbante de debajo del capó del coche. Larry se quedó helado, con el vaso a medio camino de su boca.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó.

—Jack —contestó Leslie.

—¿Ese ruido? —exclamó Larry—. ¿Ha sido Jack?

—Sí —dijo Leslie—. Jack estornudando.

—¡Dios santo! —chilló Larry—. Ha traído consigo un maldito germen. Madre, he pasado una semana evitando el contagio por todos los medios conocidos por la Asociación Médica Británica, sólo para que ahora me lleven al yermo, sin un médico en cincuenta millas a la redonda, y mi propio cuñado me bombardea con gérmenes del resfriado. ¡Realmente es excesivo!

—Vamos, vamos, querido —dijo Madre de forma apaciguadora—. Sabes que la gente estornuda sin estar resfriada.

—En Inglaterra no —dijo Larry—. En Inglaterra el estornudo es el heraldo de la desgracia, incluso de la muerte. A veces pienso que el único placer que tiene un inglés es transmitir sus gérmenes del resfriado.

—Larry, querido, exageras —dijo Madre—. Jack sólo ha estornudado una vez.

Jack volvió a estornudar.

—¡Ahí lo tienes! —dijo Larry agitadamente—. Es la segunda vez. Os digo que está propagando una epidemia. ¿Por qué no lo dejamos aquí? Le resultará fácil conseguir que alguien lo lleve de vuelta a Bournemouth, y Leslie puede conducir.

—No lo puedes dejar tirado sin más en la carretera, Larry, no seas tonto —dijo Madre.

—¿Por qué no? —preguntó Larry—. Los esquimales abandonan a sus ancianos en témpanos de hielo para que se los coman los osos polares.

—No veo por qué tiene que ser devorado Jack por un oso polar sólo porque tengas miedo de un resfriado de nada —exclamó Margo con indignación.

—Hablaba en sentido figurado —dijo Larry—. En esta zona lo más probable es que lo maten los cuclillos a picotazos.

—Bueno, en cualquier caso no voy a consentir que lo abandonéis —dijo Margo.

En aquel momento emergió Jack de debajo del capó del coche. Su amplia nariz parecía haber crecido hasta el doble de su tamaño normal, y adquirido la coloración de un placaminero demasiado maduro. Tenía los ojos medio cerrados y lagrimeaba copiosamente. Se acercó al coche estornudando de modo violento.

—¡Aléjate! —gritó Larry—. ¡Llévate tus inmundos gérmenes al campo!

—No son gérmenes —dijo Jack, esforzándose por pronunciar con claridad—. Es fiebe de heno.

—No quiero saber su nombre científico, ¡simplemente llévatelos! —gritó Larry—. ¿Quién demonios crees que soy? ¿Louis Pasteur? Mira que traerme tus malditos gérmenes.

—Es fiebe de heno —repitió Jack, estornudando con violencia—. Debe habé alguna madita flo po aquí —miró tristemente a su alrededor, a través del torrente que brotaba de sus ojos, y divisó los sauces—. ¡Ah! —gruñó en medio de una ráfaga de estornudos—, eso es, esas maditas cosas.

—No entiendo una palabra de lo que dice —dijo Larry—. Ese resfriado le ha trastornado el cerebro.

—Es fiebre del heno —explicó Margo—. La han provocado los sauces.

—Pero eso es peor que un resfriado —dijo Larry, alarmado—. No quiero coger la fiebre del heno.

—No puedes cogerla, querido —dijo Madre—. Es una alergia.

—Como si es un anagrama —dijo Larry—. No quiere que me eche el aliento encima.

—Pero si no es contagioso —insistió Margo.

—¿Estás segura? —preguntó Larry—. Siempre hay una primera vez. Supongo que el primer leproso le dijo eso a su mujer, y antes de saber lo que estaba pasando había fundado una colonia, todos agitando sus campanillas y gritando «polutos».

—Complicas las cosas, querido —dijo Madre—. Es una fiebre del heno completamente normal.

—Debemos alejanos de esos áboles —dijo Jack.

Montó en el coche y salimos a una velocidad tan vertiginosa que estuvimos a punto de estrellarnos contra un carro de estiércol, arrastrado por dos enormes caballos de Shire, que en aquel momento doblaba la curva.

—No recuerdo haber hecho ningún pacto de suicidio con él —chilló Larry, agarrándose a la puerta.

—No tan deprisa —dijo Margo—. Vas demasiado deprisa.

—¡Aire! —gimió Jack—. Necesito aire para librame del polen.

Tras unas cuantas millas de furiosa conducción, acompañadas por los chillidos de alarma de Madre y Margo y los rugidos admonitorios de Larry, Jack consiguió aspirar suficiente aire por la nariz como para aliviar un poco su mal. Entonces aminoramos la marcha.

—Jamás debería haber vuelto a pisar Inglaterra. Lo sabía —se quejó Larry—. Primero gérmenes del resfriado, luego fiebre del heno, y luego una carrera desafiando a la muerte como algo sacado de «Ben Hur». Cuando uno llega a mi edad no puede soportar esta velocidad sin que le dé un ataque al corazón.

Poco antes de la hora de comer descubrimos que estábamos atrapados en el laberinto de senderos que se extiende por todos los promontorios y acantilados. En nuestros esfuerzos por tratar de encontrar la Ensenada de Lulworth nos perdimos cabalmente, pero al final seguimos una carretera que conducía a una bahía circular resguardada por altos acantilados. La bahía aparecía azul y serena bajo los rayos del sol, de modo que decidimos parar y comer allí. Aparte de una pareja de ancianos paseando a su perro, la playa estaba desierta.

—Qué suerte —dijo Madre—. Tenemos la playa entera para nosotros. Con este tiempo tan bueno, temía que estuviera llena de gente.

—Vamos a rodear la bahía hasta mitad de camino —sugirió Leslie—. No está muy lejos, y tendremos una vista mejor.

Una vez hubimos convenido todos en este plan, aparcamos el Rolls y, tambaleándonos bajo el peso de la comida y la bebida, y las mantas de viaje para sentarnos, echamos a andar por los guijarros.

—Debo encontrar algo para apoyar la espalda cuando nos sentemos —dijo Madre—. De lo contrario me dolerá terriblemente.

—Sí, uno debe reclinarse de manera civilizada —convino Larry—. De lo contrario las vísceras se te hacen un nudo. Eso provoca úlceras y todo tipo de cosas. Las tripas se te pudren y la comida se descompone en la cavidad estomacal.

—Larry, querido, no hables de eso precisamente cuando vamos a comer —dijo Madre.

—¿Qué os parece si nos apoyamos contra el acantilado? —sugirió Margo.

—Una idea luminosa —dijo Madre—. Allí, en aquella especie de rinconcito protegido.

Cuando nos encaminábamos hacia él por los guijarros, se desprendió un trozo bastante grande del acantilado y cayó a la playa con estruendo, seguido por una siseante cascada de arena.

—Gracias —dijo Larry—. Si os sentáis ahí os sentaréis solos. No tengo ningún deseo de que me entierren vivo.

—Mirad —dijo Leslie—, en mitad de la playa hay una gran roca negra, perfecta para apoyarse. Se adelantó apresuradamente y en seguida llegó a la roca. Dejó las cosa que llevaba, cubrió la roca con una manta y la mulló con cojines hasta preparar un asiento adecuado para que Madre se hundiera en él, cosa que hizo cuando llegó a su lado dando traspiés sobre los guijarros. Larry se sentó junto a ella, y los demás extendimos más mantas y nos sentamos a desempaquetar la ingente cantidad de comida.

—Hay un olor muy curioso por aquí —se quejó Larry con la boca llena de pastel de curry.

—Son las algas marinas —explicó Leslie—. Siempre hieden un poco.

—Se supone que son muy sanas —dijo Margo—. Dicen que cualquier lugar que huela a algas marinas es bueno para los pulmones.

—No hubiera imaginado que este olor fuera bueno para los pulmones —se quejó Madre—. Es un poco… bueno, es un poco… fuerte.

—Viene a rachas —dijo Larry—. Supongo que lo trae el viento.

—Oh, sí, lo huelo —dijo Margo, cerrando los ojos y aspirando profundamente—. Casi puedes sentir el bien que les hace a los pulmones.

—Bueno, a mis pulmones no les hace ningún bien —exclamó Larry.

—El viento cambiará probablemente dentro de un minuto y soplará en otra dirección —dijo Leslie de modo jovial, cortándose un gran pedazo de pastel de caza.

—Así lo espero. Resulta un poco abrumador —dijo Madre.

Comimos en silencio durante un rato, y luego Larry olfateó.

—Parece que se hace más fuerte —comentó.

—No, es sólo la dirección en que sopla el viento —contestó Leslie.

Larry se puso en pie y miró a su alrededor.

—No veo ningún alga —dijo—, salvo allí en la orilla.

Se acercó a donde estábamos sentados y olfateó de nuevo.

—Bueno, no es extraño que vosotros no os quejéis —observó amargamente—; apenas hay olor alguno por aquí. Parece concentrarse donde estamos sentados Madre y yo.

Volvió a donde Madre sorbía su vino y daba cuenta de una empanada de carne, y se paseó a su alrededor. De pronto dio tal grito de angustia y rabia que todos nos pusimos en pie de un salto, y Madre derramó el vaso de vino sobre su regazo:

—¡Dios Santo Todopoderoso! —rugió Larry—. ¡Mirad dónde nos ha puesto ese maldito imbécil de Leslie! No es extraño que apestase; ¡probablemente moriremos de tifus!

—Larry, querido, desearía que no gritases de ese modo —dijo Madre, limpiándose el vino del regazo con su pañuelo—. Se pueden decir las cosas perfectamente sin gritar.

—¡No, no se puede! —dijo Larry violentamente—. Nadie puede mantener la calma ante este… ¡este ultraje olfatorio!

—¿Qué ultraje, querido? —preguntó Madre.

—¿Sabes sobre lo que estás apoyada? —preguntó—. ¿Sabes lo que es ese respaldo que ha elegido para ti tu hijo?

—¿Qué? —preguntó Madre, mirando nerviosamente por encima de su hombro—. Es una roca, querido.

—No es una roca —dijo Larry con una calma peligrosa—, ni un montón de arena, ni un pedrusco, ni la pelvis de un dinosaurio fosilizado. No es nada remotamente geológico. ¿Sabes sobre lo que hemos estado apoyados tú y yo durante la última media hora?

—¿Sobre qué, querido? —preguntó Madre, ahora considerablemente alarmada.

—Sobre un caballo —respondió Larry—. Sobre los restos mortales de un puñetero percherón.

—¡Tonterías! —dijo Leslie con aire incrédulo—. Es una roca.

—¿Tienen dientes las rocas? —preguntó Larry sarcásticamente—. ¿Tienen órbitas oculares? ¿Tienen restos de orejas y de crines? Te digo que, ya sea debido a tu malevolencia o a tu estupidez, probablemente tu madre y yo nos veremos atacados por alguna enfermedad mortal.

Leslie se levantó y fue a echar un vistazo, y yo le acompañé. En efecto, de un extremo de la manta sobresalía una cabeza que innegablemente había pertenecido en tiempos a un caballo. Todo el pelo se había desprendido, y la piel, afectada por el agua del mar, se había vuelto parda y correosa. Los peces y las gaviotas habían vaciado las órbitas de los ojos, y la piel de los belfos estaba plegada en una maraña, mostrando el amarillo descolorido de los dientes, parecidos a lápidas sepulcrales.

—Es condenadamente raro —dijo Leslie—. Hubiera jurado que era una roca.

—Nos evitarías una considerable cantidad de problemas si te comprases unas gafas —comentó Larry con aspereza.

—Bueno, ¿cómo iba a saberlo? —preguntó Leslie con aire beligerante—. Uno no espera encontrarse un maldito percherón muerto en una playa, ¿no?

—Afortunadamente, mi conocimiento de las costumbres de los caballos es limitado —contestó Larry—. Por lo que sé, puede que haya sufrido un ataque al corazón mientras se bañaba. Ello no disculpa en modo alguno tu crasa estupidez al haber convertido su corrupto cadáver en una tumbona para Madre y para mí.

—¡Malditas sandeces! —dijo Leslie—. Parecía una roca. Si es un caballo muerto debería parecerlo, y no un puñetero pedrusco. No es culpa mía.

—No sólo parece un caballo muerto, sino que huele a eso —siguió Larry—. Si tus membranas nasales no hubieran estado, como tu intelecto, atrofiadas desde el nacimiento, te hubieras dado cuenta. El intenso olor ambrosíaco te hubiera indicado de por sí que era un caballo.

—Vamos, vamos, queridos, no os peleéis por el caballo —suplicó Madre, que se había retirado a donde soplaba el viento y estaba de pie, tapándose la nariz con un pañuelo.

—Mirad —dijo Leslie airadamente—, os lo voy a enseñar puñeteramente bien.

Apartó los cojines y retiró de golpe la manta para mostrar el cuerpo ennegrecido y medio momificado del caballo. Margo gritó. Por supuesto, una vez sabías que era un caballo resultaba difícil imaginárselo como otra cosa, pero para hacer justicia a Leslie, con las patas semienterradas en los guijarros y enseñando sólo su torso ennegrecido y correoso, podía confundirse con una roca.

—¡Ahí lo tenéis! —exclamó Leslie triunfalmente—. Parece ni más ni menos una roca.

—No recuerda ni remotamente una roca —dijo Larry con frialdad—. Parece lo que es: un caballo completamente muerto. De confundirlo con algo, sólo podría pensarse que era uno de los miembros más seniles del Jockey Club.

—¿Vais a pasaros toda la tarde discutiendo sobre un caballo muerto? —preguntó Margo—. ¡Que cosa! Los hombres me ponéis enferma.

—Sí, Larry, querido —dijo Madre—, alejémonos de aquí y busquemos otro sitio para terminar de comer.

—Enviemos a Leslie delante —sugirió Larry—. Puede que esta vez afane una vaca o un par de ovejas. ¿Quién sabe qué otros odoríferos trofeos de corral nos aguardan? Un cerdo ahogado sería una sabrosa adición a nuestro menú.

—Para ya, Larry —dijo Madre con firmeza—. Ya es bastante desagradable ese olor para que encima andes hablando de esas cosas.

—No es culpa mía —replicó Larry con tono malhumorado mientras avanzábamos por la playa—. Es de Leslie. Es él quien encontró ese delicioso ganador del Derby en descomposición. Es el Burke y el Hare de la Ensenada de Lulworth. ¿Por qué no te metes con él?

Nos trasladamos a un lugar más apartado de la playa, y entonces, estimulado nuestro apetito por la brisa marina, la ausencia de olor y las peleas que había provocado el descubrimiento del caballo muerto, atacamos una vez más nuestras provisiones con entusiasmo. Luego, gratamente saciados de comida, y dado que quizá habíamos bebido un pelín de más de vino, nos amodorramos y dormimos profundamente durante largo rato. Fue por eso por lo que nadie advirtió el cambio de tiempo. Yo fui el primero en despertar. Al principio pensé que habíamos dormido durante tanto tiempo que estaba anocheciendo, pues la bahía estaba oscura y lóbrega, pero una ojeada al reloj me reveló que sólo eran las cinco. Miré hacia arriba y comprendí por qué parecía que era más tarde. Cuando nos quedamos dormidos el cielo era de un azul claro pero luminoso, y el mar centelleaba, pero ahora el cielo era casi de color pizarra, y en consonancia con él el mar había cambiado a añil oscuro, y se agitaba hoscamente bajo súbitas ráfagas y remolinos de viento. Mirando en la dirección en que venían las nubes vi que el horizonte estaba negro como la brea, surcado por estrías de relámpagos, y llegó a mis oídos el retumbo no demasiado lejano del trueno. Apresuradamente di la alarma, y la familia se incorporó, medio dormida y con los ojos legañosos. Tardaron un poco en asimilar la volte face meteorológica que había tenido lugar.

—Oh, querido —dijo Madre—, y el tejado del Ministerio del Aire prometió…

—Este es un país horrendo —se quejó Larry—. Sólo un auténtico masoquista disfrutaría viviendo aquí. Todo en él es una mortificación de la carne, desde la cocina hasta las leyes sobre la venta de alcohol, de las mujeres al tiempo.

—Será mejor que volvamos al coche rápidamente —dijo Leslie—. Va a empezar a llover de un momento a otro.

Recogimos apresuradamente nuestros efectos y enseres y cajas y bolsas, y echamos a andar por la playa. La discusión sobre el caballo muerto nos había distraído, y bordeando la bahía nos habíamos alejado más de lo que era nuestra intención. Ahora teníamos un largo camino que andar para volver al coche. Antes de que llegáramos a la mitad empezó a llover. Nos golpearon unos cuantos gotarrones y luego, como si la lluvia hubiera estado haciendo puntería, las nubes que había sobre nosotros parecieron simplemente abrir una trampilla y la lluvia cayó en lo que sólo puede describirse como una densa manta. En cuestión de segundos estuvimos todos calados hasta la piel. La lluvia era glacial. Dando diente con diente subimos la colina hasta el Rolls, donde se puso de manifiesto nuestra siguiente desgracia. Engañado por el sol, Jack había dejado la capota plegada, de modo que el interior del Rolls estaba inundado.

—¡Maldita sea! —bramó Larry, alzando su voz por encima del rugido de la lluvia—. ¿Es que aquí nadie usa la inteligencia?

—¿Cómo iba a saber yo que iba a llover? —preguntó Jack con aire ofendido.

—Porque siempre ocurre puñeteramente en esta esponja de isla —respondió Larry.

Leslie y Jack estaban tratando de subir la capota, pero pronto se hizo evidente que por alguna razón se negaba a funcionar.

—Es inútil —jadeó Leslie al final—, no podemos desplegarla. Tendremos que montar en el coche y conducir de modo infernal hasta el refugio más cercano.

—¡Espléndido! —dijo Larry—. Siempre he deseado viajar en coche descubierto a través de un monzón.

—¡Oh, deja ya de quejarte, por el amor de Dios! —le espetó Leslie—. Todos vamos a mojarnos igual.

Nos amontonamos en el Rolls y Jack lo puso en marcha. Al principio condujo velozmente, a fin de ponernos a cubierto lo más deprisa posible, pero pronto le hicieron aminorar la marcha los gritos y rugidos procedentes del asiento posterior, pues la velocidad convertía la lluvia en un látigo que nos azotaba la cara. Habíamos avanzado cosa de media milla cuando una familiar sensación de vibración nos indicó claramente a todos que habíamos pinchado. Maldiciendo, Jack detuvo el Rolls y él y Leslie cambiaron la rueda, mientras los demás seguíamos sentados en un silencio empapado y la lluvia caía con fuerza. El pelo de Margo, tan cuidadosamente arreglado para la ocasión, colgaba ahora en guedejas desordenadas en torno a su cara. Madre parecía como si acabara de atravesar el Atlántico a nado con una sola mano, mientras que Larry, era probablemente el que en peor estado se encontraba de todos. Había bajado las orejeras de su gorro de cazador de ciervos, pero una corriente ininterrumpida de agua, como un Niágara en miniatura, caía de la visera sobre su regazo. El grueso tweed de su abrigo absorbía agua con la avidez y la plenitud de una duna sahariana. El abrigo era de suyo pesado, pero ahora que había absorbido unos diez galones de agua de lluvia colgaba en torno a Larry como una armadura mojada.

—Lo que yo quiero saber, Madre, es qué tienes contra mí —comentó mientras Jack y Leslie entraban en el coche y nos poníamos en macha de nuevo.

—¿Qué quieres decir, querido? —preguntó Madre—. No tengo nada contra ti. No seas tonto.

—No puedo creer que todo esto sea fortuito —dijo Larry—. Parece todo bien planeado, como si tuvieras algún profundo impulso psicológico de destruirme. ¿Por qué no me pusiste sencillamente una almohada sobre la cara cuando estaba en mi cochecito de niño? ¿Por qué esperar a que estuviera en la flor de la vida?

—Qué tonterías dices, Larry —dijo Madre—. Si te oyera un extraño pensaría que estás hablando en serio.

Hablo en serio —exclamó Larry—. Da igual, a mis editores les encantará la publicidad: «Famoso novelista asesinado por su madre. “Lo hice porque pensé que sufría”, dice ella».

—¡Oh, cállate, Larry! —dijo Madre—. Me pones de mal humor cuando hablas de ese modo.

—Bueno, la excursión fue idea tuya —señaló Larry.

—Pero el tejado del Ministerio del Aire… —empezó Madre.

—No, por favor —suplicó Larry—. Como vuelvas a mencionar el tejado del Ministerio del Aire grito. Sólo cabe confiar en que les haya alcanzado un rayo.

Ya habíamos llegado a la cima del acantilado. Estaba casi tan oscuro como en el crepúsculo, y las ráfagas de viento empujaban y agitaban las torrenciales cortinas de lluvia de tal modo que apenas se podía ver con claridad más que un corto trecho. El fogonazo de un rayo dorado, acompañado por el enorme estampido de un trueno justo encima de nuestras cabezas, hizo chillar con aprensión tanto a Madre como a Margo. Fue en aquel momento cuando tuvimos al segundo pinchazo.

—Bueno —dijo Jack filosóficamente mientras desviaba el coche a un lado de la carretera—. Se acabó.

Hubo un breve silencio.

—¿Qué quieres decir con «sé acabó»? —preguntó Larry—. ¿Por qué no cambias la rueda? Tal vez no te hayas dado cuenta, pero aquí detrás sigue lloviendo.

—No puedo —contestó Jack sucintamente—. Sólo teníamos una de repuesto.

—¿Sólo una de repuesto? —gritó Larry con incredulidad—. ¡Dios Santo! ¡Qué organización! ¡Qué planificación! ¿Te das cuenta de que si Stanley hubiera hecho las cosas de este modo seguiría aún buscando a Livingstone?

—Bueno, no puedo remediarlo —dijo Jack—. Ya hemos usado la rueda de repuesto. Uno no espera tener dos pinchazos, uno después del otro.

—El arte de la vida consiste en estar preparado para lo inesperado —dijo Larry.

—Bueno, esto es inesperado —replicó Margo—. Ya que eres tan listo, soluciónalo.

—Lo haré —dijo Larry, para nuestra sorpresa—. Cuando uno está rodeado de imbéciles, lo único que se puede hacer es asumir el mando. Diciendo esto, se apeó con dificultad del coche.

—¿Adónde vas, querido? —preguntó Madre.

—Allí —dijo Larry, señalando—. Hay un hombre en un prado. No me preguntéis qué está haciendo en el campo bajo el diluvio; probablemente sea el tonto del pueblo. Pero puede que por medio de él consiga averiguar dónde está la casa o el hostal con teléfono más cercano, y entonces podremos caminar hasta allí y llamar a una grúa.

—Eso es muy inteligente —dijo Madre con aire admirativo.

—En realidad no —respondió Larry—. Lo que pasa es que cuando uno está rodeado de estupidez por todas partes, cualquier decisión lógica parece un chispazo de genio.

Echó a andar carretera abajo y lo seguí, decidido a no perderme nada.

Llegamos al prado, en cuyo extremo más lejano estaba el hombre, silbando entre dientes con alegría mientras paseaba entre los surcos de un cultivo que acababa de brotar. Protegía sus hombros de la lluvia con un saco, y llevaba la cabeza cubierta con otro. De cuando en cuando se detenía, se agachaba, examinaba cuidadosamente una planta, y luego la arrancaba. Empecé a preguntarme si no sería el tonto del pueblo. Avanzamos hacia él entre los surcos. La tierra oscura estaba pegajosa como la melaza, y antes de alcanzarlo tanto Larry como yo llevábamos unas cinco libras de barro en cada zapato.

—Pues con las ochocientas libras que debe pesar mi abrigo y el lodo que llevo en los zapatos, puede que tenga un paro cardíaco —jadeó Larry.

—¡Eh, hola! —llamé al hombre en cuanto estuvimos al alcance del oído.

Se incorporó y miró hacia nosotros, cubierto de barro y chorreando agua.

—Buenas tardes —contestó.

—¿No te parece que con su historia meteorológica la lengua inglesa podría haber ideado otro saludo? —dijo Larry—. Es completamente ridículo decir «buenas tardes» en un día cuyas condiciones climáticas hubieran inquietado al propio Noé. Cuando llegamos junto al hombre, Larry se volvió todo lo encantador que su absurdo atavío y chorreante estado le permitían.

—Lamento mucho molestarle —dijo—, pero nuestro coche se ha averiado. Me preguntaba si sería tan amable de decirnos dónde está el teléfono más próximo, para que podamos llamar a una grúa. El hombre nos observó con detenimiento. Tenía unos diminutos ojillos azules y risueños, y una nariz aguileña plantada en una gran cara maciza, tan colorada como una manzana de otoño.

—¿Un teléfono? —preguntó—. No hay ningún teléfono por aquí. No lo hemos pedido, señor. No, por aquí no.

—Sí, entiendo —siguió Larry pacientemente—, pero ¿dónde está el más cercano?

—¿El más cercano? —dijo el hombre—. El más cercano… Vaya, déjeme pensar… Hace mucho tiempo que no uso el teléfono, pero ya se me ocurrirá… Veamos, Geoff Rogers vive al fondo del valle bajando por este camino, pero él no tiene… ni tampoco la señora Charlton, que vive subiendo por ese camino… No, creo que lo mejor que pueden hacer es llegarse hasta el cruce de caminos y torcer a la derecha, señor. Así podrán llegar a «El Toro», el bar, señor, allí tienen un teléfono… Al menos lo tenían cuando estuve allí la pasada primavera.

—Ya veo —dijo Larry—. ¿Cómo podemos llegar desde aquí al cruce de caminos?

—Es una buena caminata, señor —dijo el hombre—. Habrá sus buenas tres millas.

—Si pudiera simplemente indicarnos por dónde se va… —sugirió Larry.

—Es una buena caminata, y la mayor parte del camino cuesta arriba —siguió el hombre.

—Bueno —respondió Larry—, eso no importa. Si pudiera simplemente decirnos cuál…

—Pueden ir con Molly —dijo el hombre—. Será más rápido.

—Por nada del mundo querría molestar a su esposa… —empezó Larry, pero el hombre le interrumpió con una rugiente carcajada.

—¡Mi esposa! —graznó—. ¡Mi esposa! Bendita sea su alma, señor, pero eso es un chiste, vaya que sí. Molly no es mi esposa, bendito sea, señor. ¡Es mi yegua!

—Oh —dijo Larry—. Bueno, es muy amable por su parte, pero hace años que no monto, y hoy ya hemos tenido una desdichada experiencia con un caballo.

—No, no. No podría montarla —dijo el hombre—. Tira de un coche.

—Oh, ya veo —dijo Larry—. Bueno, entonces, ¿cómo vamos a devolvérsela?

—Oh, no se preocupe por eso, señor. Simplemente ate bien las riendas al coche y ella volverá a mí. Oh, sí, siempre vuelve a donde yo estoy. Es tan buena como una esposa, y eso no es faltar al respeto a mi parienta. Cuando voy al bar y tomo algunas de más, me meten en el coche y ella me trae a casa sin decir ni pío.

—Sagaz animal —observó Larry—. ¿Podrá llevar el coche a seis personas?

—Sí, señor, si va despacio y un par de ustedes suben a pie las cuestas.

De modo que rodeamos el seto y allí encontramos a Molly, cubierta con sacos, ronzando aplicadamente sobre su cebadera. Era tan robusta como un poney de Exmoor, pero el doble de grande; el coche era bonito, y había espacio de sobra. El hombre desenganchó a Molly y tendió las riendas a Larry, que me las pasó apresuradamente a mí.

—Se supone que eres el zoólogo de la familia. Conduce —ordenó.

El hombre nos indicó el camino que debíamos seguir, dándonos de paso, como siempre sucede en el campo, un montón de detalles confusos co mo «deje a la izquierda el abeto seco» y «pase por delante del pilón para desinfectar ovejas, o si lo prefiere rodéelo». Se los hicimos repetir dos veces para enterarnos bien, y luego, dándole profusamente las gracias, montamos en el coche. Molly, que debía haberse quedado fría esperando junto al seto, respondió con entusiasmo a mis gritos de ánimo, y partimos hacia la carretera a trote rápido. Nuestra aparición fue acogida con hilaridad e incredulidad por la familia.

—¿Qué vais a hacer con eso? ¿Remolcarnos? —preguntó Leslie.

—No —dijo Larry adustamente—, este vehículo va a llevarnos a un lugar a cubierto y con teléfono. Si atamos unos cuchillos a las ruedas, Margo puede fingir que es Boadicea y con un poco de suerte podremos cazar a un aldeano y cortarle las piernas.

Tras discutir un rato, conseguimos convencer a todos de que evacuasen el empapado Rolls para trasladarse al igualmente empapado pero más móvil coche. La lluvia se había convertido ahora en una fina llovizna que en cualquier caso calaba más que un chaparrón. Molly, con las orejas echadas hacia atrás para oír mis alentadores comentarios sobre su coraje, tiraba con brío y nos hacía avanzar a paso rápido por los senderos. Unos veinte minutos después nos encontramos en un paraje totalmente desconocido y deshabitado.

—Confío en que sepas a dónde vamos, querido —dijo Madre con inquietud.

—Claro que lo sé —contestó Larry de modo impaciente—. Las indicaciones de ese hombre están grabadas con letras de fuego en mi cerebro. Aquí, Gerry, tuerce a la derecha en ese roble, y luego la segunda desviación a la izquierda.

Avanzamos en silencio durante un trecho, y entonces llegamos a un cruce de caminos sin poste indicador alguno. Antes de que Larry pudiera dar instrucciones, Molly torció a la derecha por su propia voluntad.

—Ahí lo tenéis —dijo Larry triunfalmente—, el caballo está de acuerdo conmigo. Hasta las bestias del campo reconocen a un líder nato. De to das formas, probablemente el propietario frecuenta ese bar, de modo que conoce el camino.

Nos internamos en un bosque húmedo y goteante, donde las palomas torcaces batían las alas ante nosotros y las urracas cloqueaban recelosa mente. La carretera serpenteaba de un lado a otro a través de los árboles empapados por la lluvia.

—Muy pronto llegaremos a esa vieja y maravillosa taberna de campo —dijo Larry, poniéndose poético—. Habrá un enorme fuego de leña para calentarnos por fuera, y un enorme vaso de whisky con limón para calentarnos por dentro. El patrón, un humilde campesino, se precipitará a cumplir nuestras órdenes, y mientras nos tostamos junto al fuego…

En aquel momento doblamos un recodo y la voz de Larry se extinguió. A cincuenta yardas de nosotros, hundido en el lodo, estaba el Rolls.

Molly podía tener sus fallos, pero sabía cómo volver a su amo.