El viaje inaugural

Por mucha facilidad de palabra que uno tenga, el cerebro tiende a desfallecer cuando uno trata de describir la plaza de San Marcos de Venecia bajo una luna llena de verano color amarillo narciso. Los edificios parecen hechos de dulcísimo turrón desmigajado, con las más bellas tonalidades de rojos y pardos y delicadas rosas otoñales. Puedes sentarte y esperar, fascinado, a que salgan las diminutas figuras moriscas que cada cuarto de hora golpean la gran campana de la catedral de San Marcos, haciéndola resonar y vibrar por la inmensa plaza.

Aquel anochecer tenía un encanto que sólo Venecia puede tener, estropeado únicamente por la aglomeración de mi beligerante familia, agrupada en torno a dos mesas sembradas de bebidas y platitos de aperitivos. Desgraciadamente había sido idea de mi madre, y como había sucedido a lo largo de toda su vida, lo que había concebido como un placer había empezado ya, incluso en esta temprana etapa, a convertirse en un fiasco que la arrastraba lenta pero inexorablemente hacia esa picota que toda familia reserva para sus padres.

—No me hubiera importado que hubieras tenido la decencia de decírmelo por adelantado. Al menos hubiera podido desafiar a la muerte viajando en avión —dijo Larry, mi hermano mayor, mirando con aire abatido uno de los numerosos vasos que un camarero enojosamente feliz había depositado ante él—. Pero ¿qué te indujo, en nombre del cielo, a reservarnos pasaje a todos en un barco griego para una travesía de tres días? Quiero decir que es tan estúpido como hacer deliberadamente una reserva para el Titanic.

—Pensé que sería más alegre, y los griegos son muy buenos marineros —contestó mi madre a la defensiva—. A fin de cuentas es su viaje inaugural.

—Siempre gritas «el lobo» antes de que aparezca —terció Margo—. Creo que fue una brillante idea por parte de Madre.

—Debo decir que estoy de acuerdo con Larry —dijo Leslie, con la obvia renuencia que todos compartíamos al mostrarnos de acuerdo con nuestro hermano mayor—. Todos sabemos cómo son los barcos griegos.

—No todos ellos, querido —dijo Madre—. Algunos deben estar bien.

—Bueno, lo único que podemos hacer ya al respecto es maldecir —dijo Larry lúgubremente—. Nos has condenado a viajar en ese maldito barco, que sin duda hubiera rechazado el Viejo Marinero borracho.

—Tonterías, Larry —dijo Madre—. Siempre exageras. El hombre de la agencia Cook habló de él en términos muy elogiosos.

—Dijo que el bar estaba lleno de vida —chilló Margo triunfalmente.

—¡Dios Todopoderoso! —exclamó Leslie.

—Y para remojar nuestros espíritus paganos —convino Larry—, la más repugnante selección de vinos griegos, cuyo sabor hace pensar que los han sacado de la renuente yugular de un camello hermafrodita.

—No seas asqueroso, Larry —dijo Margo.

—Mira —protestó con vehemencia Larry—, me habéis sacado a rastras de Francia con el malhadado propósito de volver a visitar los lugares de nuestra juventud, muy en contra de mi propio parecer. Ya estoy empezando a lamentarlo, y eso que no hemos llegado más que a Venecia, por el amor de Dios. Ya estoy estragando lo que me queda de hígado con Laccrima Christi, en lugar de buen y decente Beaujolais. Ya están asaltando mis sentidos en cada restaurante grandes montones de spaghetti, como una especie de horrendo caldo de cultivo para tenias, en lugar de filetes Charolais.

—Larry, me gustaría que no hablases de ese modo —dijo Madre—. No hay ninguna necesidad de ser ordinario.

A pesar de las tres orquestinas que tocaban diversas melodías en diversas esquinas de la gran plaza, de las voces de italianos y turistas, y del somnoliento zureo de las palomas sonámbulas, parecía que media Venecia escuchaba con embeleso nuestra pelea familiar privada.

—Todo irá perfectamente bien cuando estemos a bordo —dijo Margo—. Al fin y al cabo, estaremos entre griegos.

—Creo que eso es lo que preocupa a Larry —observó Leslie lúgubremente.

—Bueno —dijo Madre, tratando de introducir un aire de falsa seguridad en el lance—, debemos irnos. Vamos a coger uno de esos vaporizadores para ir al puerto.

Pagamos la cuenta, nos encaminamos desordenadamente hacia el Gran Canal y montamos en una de las lanchas de motor que mi madre, con su magistral dominio del italiano, insistía en llamar vaporizadores. Como no son tan eruditos, los italianos las llaman vaporettos. Venecia ofrecía una vista espléndida mientras avanzábamos lentamente por el Canal, pasando frente a las grandes casas y dejando atrás los reflejos ondeantes de las luces en el agua. Hasta Larry tuvo que admitir que suponía una leve mejora respecto a las luminarias de Blakpool. Finalmente atracamos en los muelles, que como todos los muelles del mundo parecían haber sido diseñados por Dante (en un mal momento) mientras planeaba su Infierno. Nos agrupamos en charcos de luz fosforescente que nos hacía parecer a todos como sacados de una de las primeras películas de terror de Hollywood, y que destruía por completo la luz de la luna, plateada ahora como una telaraña. Ni siquiera alivió nuestro abatimiento la visión de la diminuta figura de Madre tratando de convencer a tres rapaces-mozos venecianos de que no necesitábamos ninguna ayuda para llevar nuestro abigarrado equipaje. La discusión se desarrollaba en un inglés elemental.

—Nosotros ingleses. Nosotros no hablar italiano —gritaba con tono desesperado, añadiendo un extraño torrente de palabras compuesto de indostaní, griego, francés y alemán, las cuales no tenían la más mínima relación entre sí. Esta era la forma en que mi madre se comunicaba con cualquier extranjero, ya fuera australiano o esquimal, pero no logró más que mitigar momentáneamente nuestra postración.

Nos quedamos allí contemplando los tramos del Canal que penetraban en nuestra zona del muelle. De repente hizo aparición un barco que ni el más torpe de los marineros de agua dulce hubiera considerado jamás en condiciones de navegar. En algún momento de su carrera había sido utilizado como una especie de vapor de navegación costera y tamaño razonable, pero ni siquiera en aquellos días, virginal y recién pintado, podía haber sido hermoso. Ahora, tristemente desprovisto de cualquiera de las galas que bajo aquella horrible luz fosforescente podría haberlo convertido en un orgulloso navío, no era nada. Hacía muchos años que no recibía una mano de pintura, y a lo largo de sus costados, como desagradables llagas y costras, se veían grandes retazos de herrumbre. Como una mujer con zapatos de tacón excesivamente alto que hubiera tenido la desgracia de perder uno de ellos, tenía una fuerte escora a estribor. Su aspecto totalmente desaseado era bastante penoso, pero cuando viró para acercarse a lo largo del muelle se puso de manifiesto la indignidad final. Era un enorme y astroso agujero en la proa por el cual hubieran podido pasar lado con lado dos Rolls. Esta terrible desfloración se veía agravada por el hecho de que no se había intentado remediarla con ninguna clase de primeros auxilios, ni siquiera de los más rudimentarios. Las planchas del casco se curvaban hacia dentro en el lugar del impacto como un gigantesco crisantemo. Perdida el habla, observamos cómo se deslizaba a lo largo del muelle; allí, encima del inmenso agujero que tenía en la proa, estaba escrito su nombre: el Poseidón.

—¡Dios santo! —suspiró Larry.

—Es espantoso —dijo Leslie, el miembro más náutico de la familia—. Fijaos en la escora.

—Pero es nuestro barco —chilló Margo—. ¡Madre, es nuestro barco!

—Tonterías, querida, no puede ser —dijo Madre, colocándose bien las gafas y mirando con ojos de miope y aire esperanzado al barco que pasaba ante nosotros.

—Tres días en esto —dijo Larry—. Será peor que la experiencia del Viejo Marinero, recordad lo que os digo.

—Confío en que hagan algo para arreglar ese agujero antes de que zarpemos —dijo Madre con aire preocupado.

—¿Qué esperas que hagan? ¿Taparlo con una manta? —preguntó Larry.

—Pero seguramente el capitán lo habrá notado —dijo Madre, desconcertada.

—Creo que ni siquiera un capitán griego puede ignorar el hecho de que hace bien poco le han dado a alguien un golpecito bastante fuerte —dijo Larry.

—Entrarán las olas —gimió Margo—. No quiero olas en mi camarote. Todos mis vestidos se estropearán.

—Imagino que todos los camarotes están ya inundados —observó Leslie.

—Nos vendrán muy bien las aletas y los tubos de respiración —dijo Larry—. Qué novedad, tener que nadar para bajar a cenar. Cómo voy a disfrutar con todo ello:

—Bueno, en cuanto subamos a bordo deberás ir a hablar con el capitán —decidió Madre—. Es posible que no estuviera a bordo cuando sucedió, y que nadie se lo haya dicho.

—Madre, de verdad que me irritas —dijo Larry con tono de enfado—. ¿Qué esperas que le diga al tipo? «Perdóneme, Kyrie Capitano, señor, pero ¿sabía usted que tiene carcoma en la proa?».

—Larry, siempre complicas las cosas —se quejó Madre—. Sabes que no sé griego, si no lo haría yo.

—Dile que no quiero olas en mi camarote —insistió Margo.

—Dado que debemos zarpar esta noche, no veo forma alguna de que lo arreglen —observó Leslie.

—Exactamente —dijo Larry—. Pero Madre parece creer que yo soy una especie de reencarnación de Noé.

—Bueno, tendré algo que decir al respecto cuando esté a bordo —dijo Madre con aire beligerante mientras subíamos por la pasarela.

En lo alto de la pasarela nos recibió un camarero griego de aspecto romántico (con ojos tan dulces y tiernos como pensamientos negros) que llevaba un uniforme arrugado de un blanco grisáceo, al que le faltaban la mayoría de los botones. Sus charreteras sin brillo le señalaban como el contador de navío, y su sonriente petición de pasaportes y pasajes apestaba tanto a ajo que Madre retrocedió tambaleándose para apoyarse contra la barandilla, sofocada su pregunta sobre la proa del barco.

—¿Habla inglés? —preguntó Margo, refrenando valientemente sus nervios olfatorios con más rapidez que Madre.

—Poco —respondió él, inclinándose.

—Bueno, no quiero olas en mi camarote —dijo Margo con firmeza—. Estropearía mi ropa.

—Damos todo lo que pida —contestó—. Si quiere moza, le doy mi moza. Ella…

—No, no —exclamó Margo—, las olas. Ya sabe… agua.

—Todo camaroto está teniendo duchas de agua corriente caliente y fría —dijo él con dignidad—. También hay baño o club noctorno teniendo baile y vino y agua.

—Me gustaría que dejaras de reírte y nos ayudaras, Larry —dijo Madre, tapándose la nariz con su pañuelo para repeler el olor del ajo, tan fuerte que uno tenía la impresión de que era como una nube trémula en torno a la cabeza del contador de navío.

Larry se recobró y con un griego fluido (que encantó al contador de navío) obtuvo en rápida sucesión la información de que el barco no se estaba hundiendo, que no había olas en los camarotes y que el capitán lo sabía todo sobre el accidente y había sido responsable del mismo. Prudentemente, Larry no comunicó a Madre esta última información. Mientras el contador de navío acompañaba a Madre y a Margo de manera amistosa y aromática a los camarotes, los demás seguimos sus indicaciones sobre cómo llegar al bar.

Cuando lo localizamos nos quedamos sin habla. Parecía el salón revestido de caoba de uno de los más tristes clubs londinenses. Grandes sillas y sofás de cuero color chocolate llenaban desordenadamente el local, entremezclados con formidables mesas de roble ahumado. Esparcidas alrededor había enormes macetas de latón de Benarés, de las que surgían palmeras astrosas y polvorientas. En medio de este fúnebre esplendor había un diminuto suelo de parqué para bailar, flanqueado a un lado por el pequeño bar que contenía un virulento surtido de bebidas, y al otro por un pequeño estrado, rodeado por un verdadero bosque de palmeras en maceta. En medio del mismo, atrapados como moscas en ámbar, había tres lúgubres músicos vestidos con levitas, pecheras de celuloide y unas fajas que parecían datar de alrededor de 1890. Uno tocaba en un viejo piano vertical y con una tuba, otro sostenía el violín con una postura muy profesional, y el tercero se retorcía sobre la batería y el tambor. Cuando entramos, este increíble trío tocaba Las rosas de Picardía para una sala completamente vacía.

—No lo soporto —dijo Larry—. Esto no es un barco, es una especie de Café Cadena de Bournemouth flotante. Nos volverá locos a todos.

Al oír las palabras de Larry, la banda dejó de tocar y la cara del líder se iluminó con una sonrisa de bienvenida que mostró sus dientes de oro. Hizo un gesto a sus colegas mientras se inclinaba, y ellos también se inclinaron y sonrieron. Nosotros tres no podíamos hacer menos, de modo que les dirigimos una cortés reverencia antes de acercarnos al bar. Ahora que tenía público, la banda se lanzó a tocar con un frenesí aún mayor Las rosas de Picardía.

—Por favor —pidió Larry al camarero, un hombrecillo arrugado con un delantal sucio—, póngame en uno de los mayores vasos que posea un ouzo que espero me paralice.

La cara de nogal del camarero se animó al oír a un extranjero que no sólo sabía hablar griego, sino que era lo bastante rico como para beberse un ouzo tan cargado.

Amessos, kyrie —dijo—. ¿Lo tomará con agua o con hielo?

—Con un cubito de hielo —indicó Larry—. Lo suficiente para que palidezcan sus mejillas.

—Lo siento, kyrie, no tenemos hielo —dijo el camarero con aire de disculpa.

Larry exhaló un profundo y sufrido suspiro.

—Sólo en Grecia —nos dijo en inglés— tiene uno este tipo de conversación. Le da a uno la sensación de que está en tan estrecho contacto con Lewis Carroll que el camarero podría ser el gato de Cheshire disfrazado.

—¿Agua, kyrie? —preguntó el camarero, advirtiendo por el tono de Larry que no había recibido aprobación, sino más bien censura.

—Agua —dijo Larry en griego—, un poquito.

El camarero se dirigió hacia la imponente botella de ouzo, tan claro como la ginebra, sirvió una cantidad desmedida y luego se acercó al pequeño fregadero y echó agua del grifo. Instantáneamente, el ouzo se volvió del color de la leche aguada y pudimos oler el olor anisado desde donde estábamos.

—Dios, eso es fuerte —dijo Leslie—. Tomemos lo mismo.

Me mostré de acuerdo. El camarero puso los vasos ante nosotros. Los alzamos para brindar:

—Bueno, por el Marie Celeste y todos los tontos que viajan en él —dijo Larry, y bebió un gran trago de ouzo. Un momento después lo escupió en un chorro digno de una ballena moribunda, y se apoyó tambaleándose contra la barra, llorosos los ojos y agarrándose la garganta.

—¡Ahhh! —rugió—. ¡El maldito imbécil nos ha puesto maldita agua caliente!

Como nos habíamos criado entre griegos, estábamos acostumbrados al extraño comportamiento en que se complacen, pero poner agua hirviendo en su bebida nacional era para un griego llevar la excentricidad demasiado lejos.

—¿Por qué ha puesto agua caliente en el ouzo? —preguntó Leslie de manera agresiva.

—Porque no la tenemos fría —dijo el camarero, sorprendido de que Leslie no hubiera resuelto por sí solo este sencillo problema de lógica—. Por eso no tenemos hielo. Este es el viaje inaugural, kyrie, y por eso no tenemos más que agua caliente en el bar.

—No me lo creo —dijo Larry con tono angustiado—. Sencillamente no me lo creo. El viaje inaugural y el barco tiene un maldito boquete en la proa, una Orquesta de Patio de Palmeras compuesta por septuagenarios y nada más que agua caliente en el bar.

En aquel momento apareció Madre con aire inconfundiblemente aturrullado.

—Larry, quiero hablar contigo —jadeó. Larry se la quedó mirando.

—¿Qué has encontrado? ¿Un iceberg en la litera? —preguntó.

—Bueno, hay una cucaracha en el camarote. Margo le ha tirado una botella de colonia, y se ha roto, y ahora todo el lugar huele como una peluquería. De todas formas no creo que haya matado a la cucaracha —dijo Madre.

—Bueno —contestó Larry—, me encanta que os hayáis estado divirtiendo. Tómate un ouzo al rojo vivo para redondear el comienzo de este viaje demencial.

—No, no he venido aquí a beber.

—¿Seguramente no habrás venido a hablarme de una cucaracha empapada en agua de colonia? —preguntó Larry con sorpresa—. Tu conversación se está volviendo más excéntrica aun que los griegos.

—No, es Margo —siseó Madre—. Fue al ya–sabes–qué y se ha atascado la ranura.

—¿El «ya–sabes–qué»? ¿Dónde está eso?

—El servicio, naturalmente. Sabes perfectamente bien lo que quiero decir.

—No sé qué esperas que haga —dijo Larry—. No soy fontanero.

—¿No puede salir por arriba? —inquirió Leslie.

—No —dijo Madre—: Lo ha intentado, pero la rendija de arriba es demasiado pequeña, y la de abajo también.

—Pero al menos hay rendijas —señaló Larry—. Según mi experiencia, se necesita aire en un servicio, y podemos alimentarla a través de ellas durante el viaje.

—No seas estúpido, Larry —dijo Madre—. Tienes que hacer algo.

—Intenta meter otra moneda por la rendija —sugirió Leslie—. A veces funciona.

—Ya lo he hecho —dijo Madre—. Metí una lira, pero sigue sin abrirse.

—Eso es porque es un servicio griego y sólo acepta dracmas —señaló Larry—. ¿Por qué no lo has intentado con un billete de una libra? El cambio nos favorece.

—Bueno, quiero que consigas una camarera para ayudarle a salir —dijo Madre—. Lleva siglos ahí metida. No puede pasarse encerrada toda la noche. Supón que se golpee el codo y se desmaye. Sabes que siempre hace eso.

Madre tendía a ver el lado negro de las cosas.

—Según mi experiencia en servicios griegos —dijo Larry juiciosamente—, lo más normal es que te desmayes nada más entrar sin necesidad de golpearte el codo.

—¡Bueno, haz algo, por el amor de Dios! —gritó Madre—. No te quedes ahí parado bebiendo.

Guiados por ella encontramos finalmente el servicio en cuestión. Adelantándose con resolución, Leslie sacudió la puerta.

—Yo atrapada. Yo inglesa —gritó Margo desde detrás de la puerta—. Encuentre camarera.

—Ya lo sé, tonta. Soy yo, Leslie —rezongó.

—Sal inmediatamente. Es el servicio de señoras —dijo Margo.

—¿Quieres salir o no? ¡Entonces cállate! —replicó Leslie de modo agresivo.

Forcejeó inútilmente con la puerta, lanzando juramentos entre dientes.

—Me gustaría que no dijeras palabrotas, querido —protestó Madre—. Recuerda que estás en el servicio de señoras.

—Dentro debería haber un pequeño picaporte del que podrías tirar —dijo Leslie—. Una especie de cerrojo.

—He tirado de todo —contestó Margo con indignación—. ¿Qué crees que he estado haciendo aquí metida durante la última hora?

—Bueno, tira de nuevo mientras yo empujo —sugirió Leslie.

—De acuerdo, estoy tirando —dijo Margo.

Leslie encorvó sus fornidos hombros y se lanzó contra la puerta.

—Es como un serial de Pearl White —dijo Larry, sorbiendo el ouzo que previsoramente se había traído consigo y que ya se había enfriado—. Si no andas con cuidado tendremos otro agujero en el casco.

—Es inútil —jadeó Leslie—. Está demasiado duro. Tendremos que llamar a un camarero —o a quien sea.

Salió en busca de alguien con conocimientos mecánicos.

—Me gustaría que os dierais prisa —dijo Margo con voz lastimera—. Estar aquí dentro es terriblemente agobiante.

—No te desmayes —chilló Madre, alarmada—. Intenta regular la respiración.

—Y no te golpees los codos —añadió Larry.

—Oh, Larry, me pones de mal humor —dijo Madre—. ¿Es que no puedes ser sensato?

—Bueno, ¿quieres que vaya a traerle un ouzo caliente? Se lo podemos pasar por debajo de la puerta —sugirió amablemente.

Le salvó de la ira de Madre la llegada de Leslie, que traía a remolque un hombrecillo irritado con aspecto de marioneta y rostro lúgubre:

—Siempre las señoras está haciendo esto —dijo a Madre, encogiendo unos hombros expresivos—. Siempre están siendo atrapadas. Les enseño. Es fácil. ¿Por qué las mujeres no aprenden?

Se acercó a la puerta, forcejeó con ella durante un momento y la abrió de par en par.

—Gracias a Dios —dijo Madre cuando Margo apareció en el umbral.

Pero antes de que pudiera volver al seno de su familia, el hombrecillo alzó una mano perentoria.

—¡Atrás! —ordenó imperiosamente—. Le enseño.

Y antes de que pudiéramos hacer algo inteligente, había metido de nuevo a Margo en el servicio de un empujón y cerrado la puerta tras de sí de golpe.

—¿Qué hace? —chilló Madre, alarmada—. ¿Qué hace ese hombrecillo? Larry, haz algo.

—No pasa nada, Madre —gritó Margo—, me está enseñando a hacerlo.

—¿A hacer qué? —preguntó Madre con alarma.

Hubo un largo y ominoso silencio, finalmente roto por un torrente de palabrotas en griego.

—Margo, sal de ahí inmediatamente —ordenó Madre, considerablemente alarmada.

—No puedo —gimió Margo—. Nos ha encerrado a ambos.

—Qué hombre más asqueroso —chilló Madre, asumiendo el mando—. Pégale, querida, pégale. Larry, ve en busca del capitán.

—Quiero decir que él tampoco puede abrir la puerta —dijo Margo.

—Por favor, contador navío —gimió el hombrecillo—. Por favor, encontrar contador navío para abrir puerta.

—Bueno, ¿y dónde le podemos encontrar? —preguntó Leslie.

—Es demasiado ridículo —dijo Madre—. ¿Estás bien? Mantente bien apartada de él querida.

—Encontrar contador navío en oficina contador navío, primera cubierta —vociferó el prisionero.

Para cualquiera que no conozca el temperamento griego y su extraña habilidad para convertir una situación completamente normal en algo tan complicado que trastorna el juicio anglosajón, la siguiente escena puede resultar increíble. A nosotros, que conocíamos a los griegos, también nos lo pareció. Leslie volvió con el contador de navío, que no sólo incrementó la fragancia del servicio de señoras con su olor a ajo, sino que en rápida sucesión felicitó a Larry por beber ouzo y a Leslie por su acento griego, tranquilizó a Madre con un gran clavel que se quitó de la oreja, y luego dirigió tal chorro de insultos al pobre hombrecillo encerrado con mi hermana que uno esperaba que la puerta de acero macizo se fundiese de un momento a otro. Se abalanzó sobre ella y la golpeó con los puños y le dio varios puntapiés. Luego se volvió hacia Madre e hizo una reverencia.

—Madam —dijo sonriendo—, no se alarme. Su hija está segura con una virgen.

Esta observación dejó a Madre completamente desconcertada. Se volvió hacia mí en busca de explicación, pues Larry, que conocía de antiguo este tipo de grescas, había regresado al bar para conseguir bebidas. Dije que pensaba que quería decir que estaría segura como una virgen.

—No puede querer decir eso —dijo con recelo—. Tiene dos hijos.

Empecé a perder los nervios, como parece inevitable siempre que los griegos le desconciertan a uno. Acababa de tomar aire con una profundidad imprudente, a fin de embarcarme en una explicación para Madre, cuando me detuvo misericordiosamente la llegada de tres pasajeras, todas ellas damas rústicas y robustas, con amplios pechos, gruesas piernas, espesos bigotes y negros vestidos tres tallas demasiado pequeños, que olían por igual a ajo, sudor y a algún perfume nauseabundo. Se abrieron paso a codazos entre Madre y yo y entraron en el servicio. Al ver al contador de navío, botando aún de rabia y golpeando la puerta con los puños, se detuvieron como imponentes caballeros de guerra que hubieran olfateado una batalla.

Cualquier mujer de otra nacionalidad se hubiera quejado de la presencia del contador de navío en este santuario de la feminidad, sin tomar en cuenta la mía por ser extranjero, pero es en esto en lo que los griegos difieren tan deliciosamente de otras razas. Sabían que era una SITUACIÓN con mayúsculas, y eso es lo que los griegos aman por encima de todo. La presencia de tres hombres (si incluyen al invisible encerrado con Margo) en su servicio no era nada comparada con la SITUACION.

Brillaron sus ojos, temblaron sus bigotes, y rodeando al contador de navío como un ávido muro de carne exigieron saber qué pasaba. Como suele suceder en una SITUACION, todas hablaban a la vez. La temperatura del servicio de señoras subió a unos cuarenta grados, y el volumen de sonido hacía que la cabeza te diera vueltas, como si alguien tocara los pasajes más ruidosos de la Cabalgata de las Valquirias sobre un tonel de hierro.

Cuando el preocupado contador de navío les hubo explicado los elementos de la SITUACION, las tres potentes damas, dotadas todas ellas con las arrugas de un luchador profesional, le apartaron de en medio con las manos como palas de dedos escarlata y empezaron a arremangarse las faldas. Luego, lanzando ensordecedores «¡Epa, epa!», cargaron contra la puerta del servicio. En conjunto debían pesar unos cuatrocientos kilos de carne y hueso, pero la puerta era sólida y las tres damas cayeron al suelo en una maraña de miembros. Se pusieron en pie con cierta dificultad y entonces empezaron a discutir entre sí sobre la mejor manera de derribar la puerta del servicio.

Una de ellas, la menos pesada de las tres, demostró su idea —un método ideal— arremetiendo contra la puerta de otro de los excusados. Desgraciadamente, éste no tenía el cerrojo echado, de modo que penetró en él con estruendo y sorprendente rapidez, y recibió un feo golpe en el muslo al darse de lleno contra la taza del retrete. Aunque con ello no había demostrado su teoría se lo tomó muy bien, sobre todo porque en aquel momento llegó Larry acompañado por el camarero del bar, que traía una bandeja de bebidas.

Durante algún tiempo todos bebimos ouzo de manera sociable, brindamos los unos por los otros y nos preguntamos si estábamos casados y cuántos hijos teníamos. La SITUACION despertó un nuevo interés con la llegada de Leslie en compañía de lo qué al parecer era el carpintero del barco, a quien había ido a buscar. Todos olvidaron entonces sus bebidas y expusieron sus teorías al carpintero, que se mostró en desacuerdo con todas ellas adoptando el aire de alguien que sabe. Luego, como un mago, se arremangó y se acercó a la puerta. Se hizo el silencio. Se sacó un destornillador del bolsillo y lo introdujo en un diminuto agujero. Se oyó un clic y un grito sofocado de admiración, y la puerta se abrió de par en par. Retrocedió y extendió las manos como un prestidigitador.

El primer hombrecillo y Margo salieron como supervivientes del Agujero Negro de Calcuta. El contador de navío agarró al pobre hombrecillo y lo golpeó y aporreó y sacudió, mientras le injuriaba a modo. Entonces intervino el carpintero. Al fin y al cabo, había abierto la puerta. Le escuchamos con respeto mientras exponía el ingenioso mecanismo de las cerraduras en general y de aquella en particular. Se echó al coleto un ouzo y se puso poético hablando de cerraduras, que eran al parecer su afición. Podía abrir cualquier cerradura con su pequeño destornillador o con una horquilla o con un clavo doblado o incluso con un trozo de plástico. Cogió de la muñeca al primer hombrecillo y al contador de navío y les condujo hasta el interior del excusado como corderos que fueran al matadero. Antes de que pudiéramos detenerles cerró de golpe la puerta. Mi familia y las tres damas gordas esperaron conteniendo el aliento. Se oyeron extraños roces y golpecitos secos; luego hubo un largo silencio. Siguió un torrente de improperios procedentes del contador de navío y el camarero, mezclado con confusas disculpas y explicaciones del experto en cerraduras. Cuando nos retiramos furtivamente, las tres damas se preparaban para cargar de nuevo contra la puerta.

Así terminó la primera escena del viaje inaugural.

Corro un velo sobre el creciente enojo de mi familia durante aquella noche, ya que, por alguna extraña razón griega de protocolo, la cena no podía servirse hasta que el contador de navío hubiera sido liberado. Se tardó un buen rato en conseguirlo, pues debido a los constantes asaltos a que se había visto sometida la puerta, la cerradura había quedado irreparablemente estropeada, y tuvieron que esperar hasta que el contramaestre pudo ser recuperado de una jarana en tierra para que les ayudase a desmontar las bisagras. Finalmente desistimos de esperar, bajamos a tierra, tomamos un rápido tentempié y nos retiramos a nuestros respectivos camarotes en un estado mental enfermizo.

Al día siguiente bajamos al comedor e intentamos desayunar. Los años habían borrado piadosamente de nuestra memoria la capacidad culinaria habitual de los griegos. Por supuesto, en Grecia hay sitios donde se puede comer bien, pero hay que buscarlos y son tan raros como los unicornios. Grecia produce la mayoría de los ingredientes necesarios para una buena cocina, pero generalmente los habitantes están tan ocupados discutiendo que no les queda tiempo para seguir los decadentes senderos de la haute cuisine.

Los cuatro jóvenes camareros del comedor no eran ninguna excepción, y mantenían entre sí una guerra ruidosa e incesante como un grupo de urracas irritadas disputándose una golosina. El decorado, si no es utilizar una palabra demasiado fuerte, era afín al del bar, que según habíamos descubierto ya se llamaba el Club Nocturno. El roble ahumado lo invadía todo. El cobre no había sido limpiado más que con un interés superficial en su brillo, y las mesas estaban cubiertas con manteles de un blanco sucio sembrados de restos de manchas que alguna remota lavandería del Pireo no había conseguido quitar por completo. Subrepticia pero resueltamente, Madre limpió todos los cubiertos con su pañuelo y nos exhortó a hacer lo mismo. Como éramos los únicos que habíamos bajado a desayunar, los camareros no vieron ninguna razón para interrumpir su discusión hasta que Larry, agotada la paciencia, bramó «¡Se parakalo!» con un tono tan vibrante que a Madre se le cayeron al suelo tres cubiertos de Margo. Los camareros abandonaron inmediatamente su cacofonía y rodearon nuestra mesa con la más saludable obsequiosidad. Madre descubrió para su delicia que uno de ellos, joven zalamero, había pasado algún tiempo en Australia y tenía un rudimentario conocimiento del inglés.

—Bien —dijo sonriendo alegremente a su protegido—, lo que me gustaría es una gran tetera de té caliente. Asegúrese de que calienten la tetera y de que hierva el agua, y nada de esas bolsitas de té que le provocan a uno escalofríos cuando rellena la tetera.

—Siempre me recuerdan al Bramaputra después de una epidemia —dijo Larry.

—Larry, querido, durante el desayuno no, por favor —le reconvino Madre, y siguió diciendo al camarero—: Y luego tomaré unos tomates a la parrilla sobre pan tostado.

Aguardamos con expectación. Tras años de experiencia, Madre no había abandonado la patética esperanza de que algún día encontraría un griego que entendería sus demandas. Como era previsible, el camarero no había hecho caso de las instrucciones de Madre referentes al té. El té crecía en bolsitas, y juzgaba que cualquier intento de violar a la naturaleza traería consigo consecuencias calamitosas para todos los afectados. No obstante, Madre había introducido ahora en su vida una complicación, una clase de comida que ignoraba.

—¿Tomates a la perilla? —preguntó con inquietud—. ¿Qué es eso?

—Tomates a la perilla —repitió Madre—. Quiero decir tomates a la parrilla. Ya sabe, tomates a la parrilla sobre pan tostado.

El camarero se aferró a la única cosa cuerda del mundo: el pan tostado.

—Madam quiere pan tostado —dijo con firmeza, tratando de mantener a Madre en el buen camino—. Té y pan tostado.

—Y tomates —dijo Madre, pronunciando con claridad—, tomates a la parrilla.

Brotaron gotitas de sudor de la frente del camarero.

—¿Qué es «tomates a la perilla», Madam? —preguntó, volviendo así al principio del asunto.

Tras pedir sotto voce nuestro desayuno, todos nos habíamos acomodado relajadamente en torno a la mesa, y ahora contemplábamos a Madre lanzándose al combate.

—Bueno —explicó—. Ya sabe, ejem, tomares… esas, esas cosas rojas, como manzanas. No, no, quiero decir como ciruelas.

—¿Madam quiere ciruelas? —preguntó el chico, desconcertado.

—No, no, tomates —dijo Madre—. Sin duda sabe qué son los tomates, ¿no?

El cuitado rostro del joven griego se animó. Quería tomates.

—Sí, Madam —respondió sonriendo.

—Muy bien —dijo Madre triunfalmente—. Pues entonces, tomates a la parrilla sobre pan tostado.

—Sí, Madam —dijo obedientemente, y se alejó a un rincón a deliberar con el contador de navío.

Las gesticulaciones griegas son notables por su fuerza y expresividad. Contemplamos la pantomima que tenía lugar a espaldas de Madre entre el camarero y el contador de navío. Obviamente, el contador de navío le dijo de modo nada incierto que si no sabía qué eran los tomates a la parrilla debía ir a preguntarlo. Con aire desconsolado, el camarero se acercó de nuevo a enfrentarse con Madre.

—Madam —dijo tristemente—, ¿cómo hacen a la perilla?

Hasta entonces, Madre había tenido la impresión de que había abierto una gran grieta en los obstáculos que los griegos erigían siempre en contra suya. De repente se sintió desinflada.

—¿Qué es «a la perilla»? —preguntó al camarero—. Yo no sé griego.

El camarero se quedó pasmado. Después de todo, en principio había sido idea de Madam. Pensó que era injusto por su parte tratar ahora de echarle a él la culpa. Había pedido «a la perilla»; si no sabía qué era «a la perilla», ¿quién diablos lo sabía?

—Madam quiere tomates —dijo, iniciando de nuevo todo el asunto.

—Sobre pan tostado —repitió Madre.

Se alejó tristemente y tuvo otro altercado con el contador de navío, que concluyó cuando éste le ordenó con severidad dirigirse a la cocina.

—Verdaderamente —dijo Madre—, uno sabe que está de nuevo en Grecia porque no puede conseguir que la gente haga nada como es debido.

Aguardamos el siguiente asalto. Básicamente, en Grecia la norma consiste en esperar que todo vaya mal y tratar de disfrutarlo tanto si sucede así como si no.

Tras un largo intervalo, volvió el camarero con las cosas que habíamos pedido y depositó de golpe ante Madre una tetera y un plato sobre el que había una rebanada de pan y dos tomates crudos cortados por la mitad.

—Pero esto no es lo que he pedido —protestó—. Están crudos, y esto es pan sin tostar.

—Tomates, Madam —dijo el chico tercamente—. Madam dijo tomates.

—Pero a la parrilla —dijo Madre enérgicamente—. Ya sabe, asados.

El chico se la quedó mirando sin más.

—Mire —dijo Madre, como quien explica algo a un niño retrasado—, primero tuesta el pan, ¿entiende? Tuesta el pan.

—Sí —respondió tristemente el chico.

—Muy bien —dijo Madre—. Luego pone los tomates sobre el pan tostado y los asa a la parrilla. ¿Entiende?

—Sí, Madam. ¿Usted no quiere esto? —preguntó, señalando el plato de pan y tomates.

—No, así no. A la parrilla —dijo Madre.

El chico se alejó con el plato y tuvo otro violento altercado con el contador de navío, que ahora se veía agobiado por la llegada de un grupo de pasajeros griegos, entre ellos nuestras damas gordas, todos los cuales exigían que se les atendiese.

Contemplamos fascinados cómo el camarero ponía el plato de pan y tomates sobre una mesa y desplegaba luego una servilleta de papel con el aire de un ilusionista que va a realizar un complicadísimo juego de manos. Nuestra mirada hipnotizada atrajo la atención de Madre y Margo, que se volvieron a tiempo de ver al camarero depositar cuidadosamente el pan y los tomates en medio de la servilleta.

—Pero ¿qué es lo que está haciendo? —preguntó Madre.

—Ejecutar un antiguo rito griego —explicó Larry.

Ahora el camarero envolvió el pan y los tomates con la servilleta y echó a andar por el salón.

—No irá a traérmelos de ese modo, ¿verdad? —preguntó Madre con asombro.

Le observamos embelesados mientras atravesaba el salón y depositaba su peso sobre la gran estufa de petróleo que había en el centro del mismo. Aunque estábamos en primavera el tiempo era frío, por lo que habían encendido la estufa y de hecho estaba casi al rojo vivo y producía un agradable calor. Creo que todos adivinamos lo que iba a hacer, pero no pudimos concebir del todo que tal acción fuera posible. Ante nuestros fascinados ojos puso cuidadosamente la servilleta, el pan y los tomates sobre la tapa incandescente de la estufa, y retrocedió un paso para observar. Hubo una pausa momentánea y la servilleta rompió a arder, seguida casi inmediatamente por el pan. Alarmado porque su nueva forma de cocinar no fuera eficaz, el camarero cogió otra servilleta de una mesa cercana y trató de extinguir las llamas arrojándola sobre la tapa de la estufa. Naturalmente, la servilleta también se prendió.

—No conozco ese exquisito manjar griego —dijo Larry—, pero tiene un aspecto delicioso, y además está cocinado casi junto a la mesa.

—Confío en que no te lo comas después de todo eso —dijo Margo—. No parece muy higiénico.

—Realmente es la única forma salerosa de preparar tomates —insistió Larry—. Y piensa en lo bien que te lo pasarás después sacándote de los dientes los trocitos de servilleta chamuscada.

—No seas tan asqueroso, Larry —protestó Madre—. Por supuesto que no voy a comerme eso.

Otros dos camareros se habían unido al primero, y ahora trataban los tres de apagar las llamas con servilletas. Trocitos de tomate y pan llameante salían disparados en todas las direcciones, y aterrizaban indiscriminadamente sobre mesas y pasajeros. Una de nuestras damas gordas de la noche anterior aparecía decorada con un suculento trozo de tomate, y un anciano caballero, que acababa de sentarse, tenía la corbata pegada al cuerpo por obra de un trocito de pan llameante, que recordaba una flecha india al rojo vivo. El contador de navío, que salía en aquel momento de la cocina, se hizo cargo de la situación de una ojeada. Agarró una gran jarra de agua y abalanzándose hacia adelante la arrojó sobre la estufa. Ciertamente tuvo el efecto de extinguir las llamas, pero todas las mesas cercanas quedaron inmediatamente envueltas en vapor, y por todo el comedor se esparcieron nubes que traían los aromas mezclados del tomate, el pan quemado y las servilletas chamuscadas.

—Huele igual que la sopa minestrone —dijo Larry—. Creo que después de todos los esfuerzos del chico deberías intentar probar un poco, Madre.

—No seas ridículo, Larry —chilló Madre—. Todos se han vuelto locos.

—No —dijo Leslie—, todos se han vuelto griegos.

—Los términos son sinónimos —observó Larry.

Ahora uno de los camareros había golpeado a otro por alguna razón inexplicable, y el contador de navío sacudía de las solapas al primer camarero y le gritaba en la cara. Clamorosos gritos de queja y disgusto, procedentes de las mesas de alrededor, incrementaron la animación de la escena. Resultaba fascinante observar los gestos amenazadores, los empujones, los exquisitos insultos, pero como todas las cosas buenas de la vida terminaron por concluir, en este caso cuando el contador de navío propinó una manotada en la nuca al primer camarero, que desgarró el distintivo de su oficio —su mugrienta chaquetilla blanca— y se lo arrojó al contador de navío, que se lo devolvió a su vez y le ordenó que saliera del salón. Después mandó secamente a los demás camareros que limpiaran el comedor, y dirigió murmullos apaciguadores a todos y cada uno de los presentes mientras se acercaba a nuestra mesa. Al fin se detuvo, se irguió en toda su estatura a nuestro lado, se quitó un lozano clavel del ojal y se lo puso a Madre en la mano izquierda, mientras le cogía la derecha y se la besaba garbosamente.

—Madam —dijo—, le presento mis disculpas: No podemos darle tomates a la parrilla. Hacemos cualquier otra cosa que quiera, pero tomates a la parrilla no.

—¿Por qué no? —preguntó Larry con curiosidad.

—Porque la parrilla de la cocina está estropeada. Ya ve —añadió a modo de explicación—, es el viaje inaugural.

—A mí me parece un viaje de lo menos inaugural —comentó Leslie.

—Dígame —inquirió Larry—, ¿por qué intentaba el camarero asar sobre esa estufa?

—El chico muy estúpido —dijo el contador de navío—. Sólo tenemos personal experimentado en este barco. Será desmantelado en el Pireo.

—¿Cómo desmantelan a un camarero? —preguntó Larry, fascinado.

—Larry, querido, el contador de navío es un hombre muy ocupado, así que no le retengamos —se apresuró a decir Madre—. Tomaré simplemente un huevo pasado por agua.

—Gracias —contestó con dignidad el contador de navío, tras lo cual se inclinó y desapareció en el interior de la cocina.

—Yo que tú me hubiera conformado con tomates crudos —dijo Larry—. Ya has visto lo que han hecho con los tomates a la parrilla. Me horroriza pensar qué irán a hacer con los huevos pasados por agua.

—Tonterías, Larry —respondió Madre—. No pueden hacer nada para estropear un huevo pasado por agua.

Se equivocaba. Cuando llegaron los huevos (dos de ellos, que fueron depositados ante Madre diez minutos después), no sólo estaban duros, sino que habían sido cuidadosamente despojados de su cáscara por unos dedos cariñosos, pero sucios.

—¡Ahí lo tienes! —exclamó Larry—. ¡Qué gusto! Duros como piedras y cubiertos de huellas digitales que hubieran resultado irresistibles para Sherlock Holmes.

Madre tuvo que ocultar en su bolso estas extrañas reliquias avícolas, y después del desayuno, cuando se hubo asegurado de que nadie miraba, las arrojó por la borda, pues según comentó no hacía falta que hiriésemos los sentimientos de nadie.

—Hay que decir una cosa a su favor —dijo Larry, observando cómo tiraba Madre los huevos al agua—. Tres días de esta dieta a base de ouzo hirviendo a palo seco nos dejarán delgados como pececillos, y cuando desembarquemos estaremos todos tan alegres como Baco.

Pero también se equivocaba.

La cena de aquella noche, para lo que suele ser normal entre los griegos, resultó casi epicúrea. Hubo tres platos, el primero de los cuales estaba intencionadamente frío, pues era un hors d’ouvre, mientras que los otros dos estaban fríos porque nos los sirvieron en platos fríos acompañados por las acostumbradas disputas entre los camareros. No obstante, todo era comestible y el único embrollo lo provocó Margo al descubrir el ojo de una cría de jibia en su hors d’ouvre. Imprudentemente bebimos demasiadas botellas de Domestika y nos levantamos de la mesa con aire inseguro y benévolo.

—¿Van club noctorno? —preguntó el contador de navío a la salida mientras nos hacía una reverencia.

—Por qué no —dijo Larry, encantado con la idea—. Vayamos y hagamos una orgía entre las palmeras. ¿Recuerdas cómo se baila la danza de los lanceros, Madre?

—No estoy dispuesta a dar el espectáculo —respondió Madre con dignidad—. Pero tomaré un café y quizá una copita de coñac.

—Descendamos, pues, a los funestos abismos del club noctorno amortajado con palmeras —dijo Larry, guiando a Madre de modo bastante inseguro por la cubierta—, donde quién sabe qué doncellas orientales excitadas por el opio nos aguardan. ¿Traemos alguna joya para el ombligo de Margo?

Como habíamos tardado bastante en terminar de comer, nos encontramos con que el club nocturno estaba en plena actividad. A los acordes de un vals vienés, nuestras tres damas gordas y un grupo variado de pasajeros luchaban a codazos por conseguir un sitio en el minúsculo cuadrado de parquet, como peces amontonados al fondo de una jábega. Aunque todas las sillas y sofás y mesas lujosamente incómodos parecían ocupados, un ansioso camarero apareció como por ensalmo a nuestro lado y nos condujo hasta la mesa y las sillas más iluminadas y visibles, situadas en un lugar de honor. Según nos dijo, para nuestra alarma y abatimiento, habían sido reservadas especialmente para nosotros por el capitán. Estábamos a punto de protestar, diciendo que queríamos una mesa sombría y tenebrosa, cuando desgraciadamente apareció el capitán en persona. Era uno de esos griegos muy morenos, tiernos y románticos, cuya leve adiposidad le hacía no obstante parecer más núbil y atractivo, a la curiosa manera de los levantinos.

—Madam —dijo como si fuera un cumplido—, estoy encantado de tenerla a usted y a su más bella hermana a bordo de nuestro barco en su viaje inaugural.

El capitán no sabía que esta observación tenía por fuerza que ofender a todo el mundo. Hizo pensar a Madre que era lo que siempre solía llamar oscuramente «uno de esos hombres», mientras que podía verse que Margo, aunque quería mucho a Madre, juzgaba que había cierta diferencia entre sus setenta y pico abriles y sus propios treinta años bien llevados. Por un momento el destino del capitán pendió de un hilo; luego Madre decidió perdonarle ya que, al fin y al cabo, era extranjero, y Margo decidió perdonarle porque realmente era bastante apuesto. Leslie le juzgó con recelo, pensando obviamente que el agujero en la proa demostraba que su capacidad náutica era bastante limitada. Larry había alcanzado ese benévolo estado de intoxicación en el que todo el mundo parece tolerable. Con la suavidad de un jefe de camareros profesional, el capitán nos distribuyó en torno a la mesa, sentándose él mismo entre Madre y Margo, y nos sonrió jovialmente, con sus empastes de oro reluciendo como luciérnagas en su cara morena. Pidió una ronda de bebidas y luego, para terror de Madre, la solicitó para el primer baile.

—¡Oh, no! —dijo—. Temo que mis días de baile han acabado sin remedio. Dejo esas cosas para mi hija.

—Pero Madam —imploró el capitán—, es usted mi huésped. Debe bailar.

Era tan dominante que Madre, para nuestro estupor, se levantó como un conejo hipnotizado por un armiño y permitió que la acompañara a la pista de baile.

—Pero si Madre no ha bailado desde que murió papá en mil novecientos veintiséis —dijo Margo con voz entrecortada.

—Se ha vuelto loca —murmuró Leslie lúgubremente—. Tendrá un ataque cardíaco y tendremos que enterrarla en el mar.

De todas formas su última decisión había sido que la enterrasen en el mar. Madre pasaba buena parte de su tiempo eligiendo lugares en los que ser enterrada.

—Es más probable que muera aplastada, con esas tres enormes mujeres a su alrededor —comentó Larry—. Resulta peligrosísimo meterse en esa pista. Es como entrar en una pista de circo llena de elefantes salvajes.

Ciertamente, la pista estaba tan atestada que las parejas giraban con una lentitud casi glacial. Utilizando a Madre a modo de ariete y ayudándose con sus anchos hombros, el capitán había conseguido abrirse camino en el sólido muro de carne, y ahora estaban empotrados en sus honduras. Debido a su minúsculo tamaño era imposible ver a Madre, pero de vez en cuando divisábamos fugazmente la cara del capitán y el centelleo de sus dientes. Finalmente cesaron de golpe las claras notas de los Cuentos de los bosques de Viena, y las parejas sofocadas, jadeantes y sudorosas abandonaron la pista. Morada y deshecha, Madre fue medio arrastrada de vuelta a nuestra mesa por el resplandeciente capitán. Se dejó caer en su silla, demasiado asfixiada para hablar, y se abanicó con su pañuelo.

—El vals es un baile muy bueno —dijo el capitán, bebiéndose de un trago su ouzo—. Y no sólo es un buen baile, sino también un buen ejercicio para los músculos.

Parecía ajeno al hecho de que Madre, que respiraba con dificultad y tenía la cara congestionada, recordaba a alguien que acabara de volver de un encuentro casi mortal con King Kong.

Después le llegó el turno a Margo, pero como era más joven y ligera de pies y ágil que Madre sobrevivió bastante mejor.

Cuando volvió, Madre dio efusivamente las gracias al capitán por su hospitalidad, pero dijo que creía que debía ir a acostarse, pues había tenido un día bastante ajetreado. En realidad había pasado el día envuelta en mantas en una tambaleante tumbona de cubierta, quejándose del frío viento y del agitado mar. De modo que hizo una airosa retirada, y Leslie la acompañó a su camarote. Cuando volvió, Margo, valiéndose de todos sus indudables encantos, había persuadido al capitán de que, aun admitiendo que los valses vieneses venían muy bien como ejercicio tonificante, ningún barco griego digno de su nombre (y desde luego ninguno que hiciera su viaje inaugural) podía ignorar la herencia cultural de Grecia expresada en sus danzas nacionales. Al capitán le encantaron tanto Margo como su propuesta, y antes de que pudiéramos hacernos a la idea había tomado las riendas de la herencia cultural griega. Se acercó resueltamente a la orquestina de septuagenarios y les preguntó en voz alta qué bellas y antiguas melodías culturales griegas conocían. Melodías de los campesinos, de la gente. Melodías que revelasen tanto las maravillas de Grecia como el valor de su pueblo, la profundidad de su historia y la belleza de su arquitectura, el misterioso encanto de su mitología, la radiante brillantez que había dirigido el mundo; melodías que evocasen a Platón, a Sócrates, la gloria pasada, presente y futura de los griegos.

El violinista dijo que sólo conocían una melodía de ese tipo, y era Nunca los domingos.

El capitán estuvo a punto de tener una apoplejía. Con las venas palpitándole en las sienes, se volvió, extendió de golpe los brazos y se dirigió al público congregado. ¿Había alguien —preguntó retóricamente— que hubiera oído hablar jamás de una orquestina griega que no sabía ni una sola melodía griega?

—Ummm —dijo la multitud, como suelen decir las multitudes cuando les plantean algo que no terminan de entender.

—¡Llamen al primer oficial! —rugió el capitán—. ¿Dónde está Yanni Papadopoulos?

Tenía un aspecto tan amenazador, erguido en mitad de la pista de baile con los puños apretados y mostrando sus dientes de oro, que los camareros salieron a toda prisa en busca del primer oficial, el cual apareció finalmente con semblante un poco alarmado, temiendo presumiblemente que habían descubierto otro agujero en la proa.

—Papadopoulos —gruñó el capitán—, ¿no son las canciones griegas una de las mejores cosas de nuestro patrimonio cultural?

—Por supuesto —dijo Papadopoulos tranquilizándose levemente, pues no parecía por la conversación que su empleo estuviera en peligro. Era evidente, pensó, que estaba en terreno seguro. Ni siquiera un capitán poco razonable podría culparle de la mayor o menor brillantez de la herencia musical griega.

—¿Entonces por qué no me ha dicho nunca —dijo el capitán, mirándole con diabólico ceño que esta orquestina no conocía ninguna melodía griega, eh?

—Sí que las conocen —dijo el primer oficial.

—No —dijo el capitán.

—Pero si yo se las he oído tocar —protestó el primer oficial.

—¿Tocar qué? —preguntó amenazadoramente el capitán.

Nunca los domingos —dijo el primer oficial de modo triunfal.

En griego, la palabra «excreta» resulta espléndida como imprecación destinada a calmar los nervios sobreexcitados.

¡Scata! ¡Scata! —gritó el capitán—. ¡Escupo sobre Nunca los domingos! Le pregunto por la herencia cultural de Grecia y me habla de una canción sobre una poutana. ¿Es eso cultura? ¿Es necesario?

—Las poutanas son necesarias para la tripulación —señaló el primer oficial—. En cuanto a mí, soy un hombre felizmente casado…

—No quiero saber nada de poutanas —gruñó el capitán—. ¿No hay nadie en este barco que sepa tocar alguna auténtica canción griega?

—Bueno —dijo el primer oficial—, está Taki, el electricista, que tiene un buzuki… Y creo que uno de los mecánicos tiene una guitarra.

—¡Tráigalos! —rugió el capitán—. Traiga a todo el que sepa tocar canciones griegas.

—Suponga que todos sepan —dijo el primer oficial, que se tomaba las cosas al pie de la letra—. ¿Quién gobernará el barco?

—¡Vaya a por ellos, idiota! —gruñó el capitán con tal vehemencia que el primer oficial palideció y se esfumó.

Una vez demostrada su autoridad, el capitán recobró el buen humor. Sonriendo de modo centelleante volvió a la mesa y encargó más bebidas. Finalmente, procedente de las entrañas del barco, hizo aparición una banda variopinta, la mayor parte de cuyos componentes iba a medio vestir; en conjunto llevaban tres buzukis, una flauta y dos guitarras. Había incluso un hombre con una armónica. El capitán quedó encantado, pero despidió al hombre de la armónica, con evidente disgusto del pobre hombre.

—Pero capitán —protestó—, toco bien.

—No es un instrumento griego —dijo adustamente el capitán. Es italiano. ¿Cree acaso que cuando construimos la Acrópolis andábamos por ahí tocando instrumentos italianos?

—Pero si toco bien —insistió el hombre—. Sé tocar Nunca los domingos.

Afortunadamente el contador de navío se apresuró a sacarle del club nocturno antes de que el capitán pudiera echarle mano.

El resto de la noche discurrió de un modo espléndido, con sólo pequeños accidentes que enturbiaran el aire general de regocijo cultural. Leslie se baldó la espalda cuando trataba de saltar por el aire y hacer entrechocar sus tacones con el debido estilo durante un agotador hosapiko, y Larry se torció el tobillo al resbalar sobre unas pipas de melón que alguien había depositado solícitamente en la pista de baile. Semejante suerte, pero más dolorosa, corrió el camarero del bar, que mientras trataba de bailar con lo que creía que era un vaso de agua sobre la cabeza resbaló y cayó de espaldas con estrépito. El vaso se derramó sobre su cara. Desgraciadamente no contenía agua sino ouzo, líquido similar en apariencia pero de efectos más virulentos cuando te salpica los ojos. Le salvó la vista la presencia de ánimo del contador de navío, que cogió un sifón de soda y dirigió contra los ojos dei desdichado camarero un chorro tan fuerte que estuvo a punto de echar a perder su labor terapéutica sacándole los ojos. Le llevaron gimiendo a su camarote y continuó el baile. Siguió hasta el amanecer, momento en que, como una vela, menguó, vaciló y se extinguió. Nos arrastramos fatigosamente hasta nuestras camas cuando el cielo pasaba de ópalo a azul y el mar se listaba de jirones de bruma.

Todo era bullicio y actividad cuando conseguimos despegarnos de las sábanas y nos reunimos, según se nos había dicho, en el salón principal. Al cabo de un rato apareció el contador de navío y se inclinó ante Madre y Margo. Saludos del capitán, dijo, y ¿nos gustaría subir al puente y ver atracar al barco? Madre consintió con tal gracia en asistir a este gran momento que se hubiera dicho que la habían pedido que botara el barco. Tras un apresurado y típico desayuno griego (tostadas frías y tocino y huevos fríos servidos en platos helados, todo ello acompañado par té tibio que resultó ser café servido en una tetera por alguna razón misteriosa), subimos en tropel al puente.

El capitán, con aspecto ligeramente abotargado pero sin que la agitada noche que había tenido le hubiera hecho perder un ápice de su encanto, nos saludó con gran alegría, obsequió a Madre y a Margo con claveles, nos mostró con orgullo la entera cámara del timonel y luego nos llevó a lo que Larry insistía en llamar el alcázar. Desde allí teníamos una vista completa tanto de la proa como de la popa de la embarcación. El primer oficial estaba junto al cabestrante en el que la cadena del ancla aparecía enrollada como un extraño collar herrumbroso, y cerca de él había al menos tres de los marineros que habían compuesto la banda de la noche anterior. Todos ellos saludaban con la mano y enviaban besos a Margo.

—Margo, querida, desearía que no te mostrases tan familiar con esos marineros —se quejó Madre.

—Oh, Madre, no seas tan anticuada —dijo Margo, devolviéndoles con creces los besos—. Al fin y al cabo tengo un ex marido y dos niños.

—Es por enviar besos a marineros desconocidos por lo que tienes ex maridos y niños.

—Bien —dijo el capitán con los dientes rutilando al sol—, venga, señorita Margo, y le enseñaré nuestro radar. Con, el radar podemos evitar rocas, colisiones, catástrofes en el mar. Si Ulises hubiera tenido esto habría llegado más lejos, ¿eh? Más allá de las puertas de Hércules, ¿eh? Entonces los griegos hubieran descubierto América… Venga.

Condujo a Margo a la cámara del timonel y dedicó toda su atención a enseñarle el radar. El barco enfilaba ahora directamente al muelle, navegando a la velocidad de un anciano en bicicleta. El primer oficial, con los ojos clavados en el puente como un perdiguero listo para ir a cobrar la primera perdiz de la temporada, esperaba órdenes ansiosamente. Dentro de la cámara del timonel, el capitán explicaba a Margo cómo, con el radar, los griegos podrían haber descubierto Australia, además de América. Leslie empezó a inquietarse, pues ya estábamos bastante cerca del muelle.

—Oiga, capitán —gritó—. ¿No deberíamos largar el ancla?

El capitán, que sonreía de modo radiante a Margo, volvió la cabeza y clavó en Leslie una mirada glacial.

—Por favor, no se preocupe, señor Durrell —dijo—. Todo está bajo control.

Luego se volvió y vio el muelle, surgiendo al frente como un implacable iceberg de cemento.

—¡La Madre de Dios me asista! —rugió en griego, y se abalanzó fuera de la cámara del timonel.

—¡Papadopoulos! —gritó—. ¡Largue el ancla!

Esta era la señal que había estado esperando el primer oficial. Hubo un estallido de actividad, y se oyó el estruendo metálico de la cadena arrastra da por el pesado ancla, el chapoteo del ancla al caer al, agua y el golpeteo de la cadena mientras seguía corriendo. Corrió y corrió la cadena, y el barco continuaba avanzando. Era evidente que habían largada el ancla demasiado tarde como para que pudiera cumplir su cometido habitual como freno. El capitán, preparado para cualquier emergencia como debe estarlo cualquier capitán, se metió de un brinco en la cámara del timonel, ordenó retroceder a toda máquina e hizo girar bruscamente la rueda del timón, apartando al timonel con gran violencia. Pero ¡ay!, ni su brillante asunción de la situación, ni su veloz pensamiento, ni su magnífica maniobra pudieron salvar el barco.

Con la proa todavía girando, el Poseidón golpeó el muelle con un estruendo tremendo. Pensé que a la velocidad que íbamos sólo sentiríamos una pequeña sacudida. Me equivocaba. Dio la impresión de que habíamos chocado con una mina. Nuestra entera familia cayó confundida en un montón. Las tres damas gordas, que bajaban por una escalera de cámara, se precipitaron sobre cubierta como una avalancha de traveseros. De hecho todo el mundo se cayó, incluido el capitán. Larry se hizo un feo corte en la frente, Madre se dio un golpe en las costillas, Margo sólo se hizo una carrera en las medias. Con gran agilidad, el capitán se puso de nuevo en pie, hizo varias cosas técnicas con el timón, dio órdenes a la sala de máquinas y luego —con la cara negra de rabia— salió al puente a grandes zancadas.

—¡Papadopoulos! —rugió al pobre primer oficial, que estaba levantándose temblorosamente y enjugándose la sangre de la nariz—. ¡Hijo de poutana, imbécil, asno! ¡Hijo ilegítimo de un cretino turco sacado del arroyo! ¿Por qué no largaste el ancla?

—Pero capitán —empezó el primer oficial, con la voz apagada por un pañuelo manchado de sangre—, usted no me lo ordenó.

—¿Es que aquí tengo que hacerlo yo todo? —bramó el capitán—. ¿Gobernar el barco, atender a las máquinas, conseguir una banda que sepa tocar canciones griegas? ¡Madre de Dios!

Se tapó la cara con las manos.

A su alrededor se alzaba por todas partes la cacofonía de los griegos en una SITUACION. Con semejante ruido y la trágica figura del capitán, parecía una escena sacada de la batalla de Trafalgar.

—Bueno —dijo Larry, enjugándose la sangre de los ojos—, fue una espléndida idea, Madre. Te felicito. Creo, sin embargo, que volveré en avión. Si es que podemos desembarcar vivos.

Finalmente permitieron desembarcar a los heridos que podían caminar y descendimos en desorden por la pasarela. Vimos entonces que el Poseidón tenía otro agujero en la proa, casi idéntico al anterior y situado en el lado opuesto.

—Bueno, al menos ahora está equilibrado —dijo Leslie lúgubremente.

—¡Oh, mirad! —dijo Margo una vez estuvimos en el muelle—. Ahí está la pobre vieja orquestina.

Saludó con la mano, y los tres ancianos caballeros se inclinaron. Vimos que el violinista tenía un feo corte en la frente y el pianista una tirita sobre el puente de la nariz. Nos devolvieron las reverencias y luego, interpretando obviamente la aparición de nuestra familia como un signo de apoyo que valdría en parte para devolverles su sentido de la dignidad, tan gravemente socavado por la ignominiosa destitución de que habían sido objeto la noche anterior, se volvieron al unísono, echaron una ojeada al puente, alzaron la tuba, el trombón y el violín con gesto desafiante y empezaron a tocar.

Los acordes de Nunca los domingos descendieron flotando hasta nosotros.